28

La luz de Australia era muy diferente, se percató Gracie mientras se alejaba en coche del aeropuerto hacia la zona norte de Victoria, la zona donde estuvieron las minas de oro, por primera vez en dieciséis años. A ambos lados de la carretera, el paisaje cambiaba de los suburbios a las interminables colinas tostadas por el sol, con sus bosques de eucaliptos y el vasto cielo azul. Cambió de emisora hasta dar con una de música clásica, ya que necesitaba algo que la tranquilizara.

Había prometido llamar a Charlotte y a su madre en cuanto llegara, y también a Hope, pero todavía no lo había hecho. Llamaría nada más llegar a Templeton Hall, decidió, en cuanto estuviera dentro y pudiera contarles algo, algo además de lo evidente: que el vuelo había sido largo y que el cielo era azul.

Charlotte se mostró muy preocupada durante su última conversación.

—¿Estás total y absolutamente convencida de que quieres volver? ¿No será demasiado que te quedes en Templeton Hall tú sola? —Y tras una pausa—: No irás a cometer una estupidez, ¿verdad?

—¿Como qué?

—Como ir en busca de Tom y de Nina. Entiendo que quieras buscarlos, Gracie, de verdad que sí, pero no creo que debas hacerlo sola.

A veces, Charlotte la conocía demasiado bien, pese a los años y a la distancia que las separaban. Porque a medida que la fecha del vuelo se acercaba, esa posibilidad se le había pasado por la cabeza otra vez. En realidad, la había analizado a fondo. Tal vez si los veía cara a cara, aunque fuera un minuto, aunque el encuentro acabara fatal, sería mejor que la imagen que llevaba años imaginándose. Estar allí, en Australia, sin duda facilitaría la tarea de buscarlos. Podría ir a Castlemaine y preguntar en la ciudad. Alguien debía de saber qué había pasado con Nina, y en cuanto diera con Nina, seguro que Tom andaría cerca. Sin embargo, llegada a ese punto su imaginación le fallaba. Porque ya no se lo imaginaba.

En una ocasión, vio un documental sobre jóvenes con lesiones medulares y se le cayó el alma a los pies. Vio muchísimas mentes brillantes encerradas en un cuerpo destrozado, dependientes las veinticuatro horas de sus cuidadores, con los días marcados por las comidas o el momento de que los lavaran, y con las esperanzas y los planes destrozados en un segundo. Muchos seguían manteniendo un ánimo impresionante y un sentido del humor estupendo, habían cambiado sus ambiciones y metas por otras cosas más asequibles: levantar un dedo, respirar por sí solos unas cuantas horas al día. Algunos se habían casado.

«Mi cuerpo está dañado, no mi cabeza. Todavía puedo comunicarme, todavía puedo enamorarme», dijo uno.

Las entrevistas con los cuidadores, casi siempre sus madres, le resultaron tremendas. Vio a ancianas lavando con mimo a sus hijos adultos.

«Lo hice cuando era un bebé. Me alegra poder hacerlo ahora», dijo una madre.

Pero, ¿qué pasaría cuando muriesen las madres? ¿Se los llevarían a un hospital? ¿A una residencia? ¿Estaría Tom en una residencia en ese momento, confinado en una cama, en una silla de ruedas? Y si lo encontraba, ¿le permitiría verlo, le daría la oportunidad de decirle a la cara que lo sentía, que siempre lo había sentido muchísimo? ¿O la echaría sin dejarla hablar siquiera?

Poco después de una hora, cierto cambio en el paisaje hizo que disminuyera la velocidad. Y entonces vio la señal: «Castlemaine 25 km». Ya le quedaba poco. Hasta ese momento, no sabía si le resultaría fácil encontrar el camino. Al fin y al cabo, ya no había señales que indicaran el desvío a Templeton Hall. Sin embargo, todo le resultaba muy familiar. Los vastos prados, las suaves colinas boscosas, el cielo infinito, la grandiosidad del paisaje. Sobre todo, la luz y la grandiosidad. Se detuvo un instante para comprobar de nuevo el mapa y el olor casi la abrumó al bajar del coche: tierra mojada y eucalipto. Los olores de su infancia.

Después de cinco kilómetros, llegó al desvío. El enorme eucalipto que se alzaba en el cruce entre la carretera y el camino de tierra siempre había sido el indicador que guiaba a su familia. Puso el intermitente izquierdo y avanzó despacio, rebotando sobre los baches y las piedras del camino. Mientras intentaba sortear los peores, vio ramas rotas de árboles, postes torcidos, huecos en la valla. Su padre jamás habría permitido que el camino de acceso estuviera tan descuidado. «La primera impresión es lo que cuenta, queridos», recordó como si lo estuviera oyendo.

Cuanto más se acercaba, más aumentaban las señales de abandono. Montículos de hierba descuidada donde antes se extendía un prado de césped verde. Tierra desnuda donde antes solía coger flores. Hileras de frutales asilvestrados por el abandono, con las ramas cargadas de fruta podrida.

Tras el último recodo, apareció frente a ella. Templeton Hall.

Detuvo el coche muy despacio, con la sensación de que el corazón acabaría saliéndosele del pecho. Aunque esperaba verlo más pequeño, en realidad le parecía más grande. La mansión, con sus dos plantas, sus grandes ventanas y su imponente puerta principal a la que se accedía tras subir un tramo de amplios escalones construidos con la misma arenisca dorada que la casa. Necesitaba una mano de pintura, varias tejas estaban rotas y a una de las contraventanas le faltaba una tablilla, pero seguía en pie y casi resplandecía a la brillante luz del sol, tan hermosa como la recordaba.

Mientras caminaba hacia la mansión, el sonido de la gravilla bajo sus pies se mezcló con los trinos desconocidos de los pájaros encaramados en los árboles cercanos. De forma automática, su mano buscó el talismán, el antiguo silbato de plata que siempre llevaba en el bolso, y lo apretó con fuerza.

Subió el primer escalón, el segundo y el tercero, deseando, aunque ya fuera demasiado tarde, no haberse ofrecido a llegar antes. No haberse ofrecido a ser la primera en volver a pisar el interior de Templeton Hall.

La puerta principal se abrió antes siquiera de que hubiera tenido opción de introducir la llave en la cerradura.

Segundos antes de que sus ojos pudieran adaptarse al repentino cambio de luz tras el intenso brillo del sol, solo vio que aparecía un hombre. Un hombre alto, de pelo oscuro y ondulado, que llevaba algo en la mano derecha. Al verle la cara, un ramalazo de emoción la recorrió de la cabeza a los pies. Se escuchó pronunciar su nombre como si estuviera muy lejos.

—¿Tom? —Lo intentó de nuevo—: ¿Tom?

—Hola, Gracie. —Avanzó un paso, hacia la luz—. He estado esperándote —le dijo.

Eran imaginaciones suyas. Tenían que serlo. Seguía en el avión, soñando despierta, imaginándose lo que le encantaría que pasara, imaginándose que la persona a quien más deseaba ver la estaba esperando. Tom, de pie delante de ella, alto, fuerte, mirándola desde arriba, con esa cara que le resultaba tan familiar, como si la hubiera besado el día anterior y no hacía ocho años. Con ese pelo oscuro y ondulado, con esos ojos castaño oscuro, con esa mirada directa.

—Iba a invitarte a entrar, pero seguramente deberías hacerlo tú.

Si no era de verdad, si se lo estaba imaginando, ¿por qué hablaba y retrocedía para entrar en Templeton Hall, esperando con tranquilidad a que ella hiciera lo mismo? Si de verdad fueran imaginaciones suyas, esa aparición no diría eso. No mantendría las distancias. La miraría con una sonrisa, la abrazaría con fuerza, la besaría, le diría que la había echado muchísimo de menos y que había sido muy duro para los dos. Que por supuesto entendía su sentimiento de culpa, pero que por fin había aparecido. Que por fin se habían reunido…

—¿Gracie?

No eran imaginaciones suyas. Era Tom, que esperaba que le dijera algo. Un Tom serio. Tras años de imaginarse ese momento, de ensayar cada frase, cada súplica, cada disculpa, no se le ocurría ni una sola palabra.

Durante un buen rato se limitaron a mirarse en silencio. Y después hablaron al unísono.

—Creía que estabas… Siempre imaginé que… pero puedes andar. Puedes…

—Siento haberte sorprendido, pero Hope me dijo que venías hoy. —En ese momento, le sonrió, aunque de forma muy fugaz—. Tú primero.

Gracie pasó por alto su mención de Hope, ya que tenía que terminar lo que había empezado a decir, ya que necesitaba saber.

—¿Estás bien? ¿Puedes andar? ¿Estás bien?

—Estoy bien. —En ese instante, su expresión se tornó recelosa.

Sin embargo, ella era incapaz de cortar el aluvión de preguntas.

—Pero Nina me dijo que no volverías a andar. Me dijo que…

—Parece que se equivocó. —La expresión recelosa de Tom se convirtió en otra cosa. Algo relampagueó en sus ojos. Furia. ¿Contra ella?

—Tom, yo… —Se detuvo. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo explicárselo todo? ¿Cómo explicar lo feliz que se sentía por él, la tremenda impresión, la sorpresa y la confusión que sentía? La abrumaban todas las palabras que quería decir, pero parecía que no había manera de empezar a hablar—. ¿Por qué…? —Una vez más, se detuvo.

—¿Por qué estoy aquí? —Otra vez esa media sonrisa, demasiado breve—. Quería verte.

Esa sonrisa bastaba. Todo se solucionaría entre ellos. Lo supo en ese instante. Tom estaba allí, ella estaba allí, los dos solos, con tantas cosas que decirse y tantas preguntas que hacerse. Le devolvió la sonrisa al tiempo que la invadía el alivio; la sorpresa al verlo fue reemplazada al punto por algo distinto. Emoción, cierta felicidad. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero no intentó ocultarlas.

—Tom, no sabes lo mucho que… cuánto tiempo llevo… —Soltó una carcajada, ya que de repente las palabras se le escapaban. Era incapaz de decirle todo lo que deseaba decirle con la suficiente rapidez—. No sé ni cómo describirte lo que siento al verte, al ver que estás bien. Seguro que estás harto de todas mis…

—¡Hola! —Una voz la interrumpió. Una voz femenina.

Gracie se volvió. ¿Nina? ¿Nina también había ido?

No era Nina. Era una mujer, más o menos de su misma edad, tal vez menor. Una mujer muy guapa, de pelo rizado y oscuro, tan oscuro como el de Tom, con un vestido veraniego de color burdeos y una rebeca azul. Gracie se fijó en todos los detalles mientras se quedaba petrificada, con la palabra en la boca, viéndola atravesar con paso elegante el vestíbulo hacia Tom y hacia ella, que seguían junto a la puerta. La vio andar como si cruzara ese vestíbulo todos los días, con seguridad, mientras se acercaba a ellos relajada, curiosa y con expresión alegre. Gracie solo atinó a mirarla mientras llegaba hasta Tom, momento en el que se cogió de su brazo y volvió a sonreír.

—Debes de ser Grace.

—Gracie. —Sonaba grosero, pero no pudo evitarlo—. Me llamo Gracie, no Grace.

La recién llegada esbozó otra sonrisa, y vio que aparecía un hoyuelo en su mejilla.

—Lo siento, Gracie. Es que me parecía un nombre familiar y se me hacía un poco atrevido llamarte así cuando ni siquiera nos conocemos.

—¿Quién eres? —Se negaba a mirar a Tom. Ya suponía cuál era la respuesta y no quería, ni podía, mirarlo.

La mujer le tendió la mano sin soltarse del brazo de Tom.

—Soy Emily. La prometida de Tom.

Los siguientes diez minutos fueron los más duros de la vida de Gracie. Tenía la sensación de encontrarse en un escenario, interpretando una obra con malos diálogos, con ademanes falsos y frases más falsas todavía. Por dentro, se sentía fatal, era incapaz de asumirlo. Volver a Templeton Hall ya había sido bastante duro, pero que la recibiera Tom, que la recibieran Tom y su prometida, era una pesadilla. Estaba soñando. Se despertaría en cualquier momento y estaría sola, nada de eso habría sucedido.

Sin embargo, estaba sucediendo. Tom, con Emily a su lado, estaba de pie con toda la tranquilidad del mundo, como si esas cosas pasaran todos los días, respondiendo con voz serena sus temblorosas preguntas.

—¿Cómo sabías que iba a venir hoy?

—Hope me dijo que venías.

—¿Hope? Pero, ¿cómo sabía dónde encontrarte?

—Se puso en contacto con nuestro abogado de Castlemaine. Él siempre supo cómo localizarme.

¿Acababa de detectar cierto deje en su voz? ¿Un reproche? Sin embargo, ella misma le había escrito a ese abogado. No una sola vez. Seguro que él lo sabía. Pero Tom seguía hablando.

—Me contó que ibais a volver las dos. Me preguntó si Nina y yo nos sumaríamos a la reunión.

—¿Cómo dices?

La pregunta no sonó demasiado bien. Gracie estaba sorprendida por el engaño de Hope, no por la invitación en sí. Supo al punto que Tom se lo había tomado mal. Porque volvió a ponerse serio, volvió a adoptar esa expresión recelosa, mezclada con algo más. Quiso acercarse a él, llevarlo a otra habitación, decirle lo mucho que había pensado en él, lo mucho que seguía pensando en él, explicárselo todo, abrirle su corazón. Sin embargo, era imposible. Tenía a Emily a su lado, colgada de su brazo, con un afán posesivo incuestionable. Y el mensaje que enviaba era todavía más claro: «Ahora es mío.»

Tenía que hablar con él.

—Tom, puedo… ¿podemos ha…?

—Lo siento, Gracie. No puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que coger un vuelo esta noche, un asunto de trabajo…

—¿Trabajas? —Una vez más, también sonó fatal.

—Sí, Gracie, trabajo.

—¿Dónde? ¿A qué te dedicas?

Emily contestó en su lugar:

—Es demasiado modesto para decírtelo, pero es uno de los mejores comentaristas deportivos de Australia. El año pasado ganó un Walkley.

—¿Comentarista deportivo? Pero ¿cómo…? —Se detuvo. ¿Por dónde empezar? De entre todas las preguntas que quería hacerle, ninguna era la adecuada, no con su prometida delante, no cuando seguía total y absolutamente desconcertada.

—Escribo sobre críquet, Gracie —añadió él—. Me voy en breve porque soy el encargado de cubrir la gira de los Test. Pero cuando recibí la carta de Hope, creí que debería pasarme a saludar al menos.

—Y yo quería conocerte —comentó Emily alegremente—. He oído hablar mucho de ti. De las visitas guiadas y todo eso. Debió de ser genial crecer aquí. Tom me ha contado muchas cosas de tu familia.

¿De verdad estaba manteniendo esa conversación? ¿De verdad estaba en el vestíbulo, recordando los viejos tiempos con Tom, su Tom, a unos cuantos metros de ella, cuando solo quería correr hacia él y echarse a llorar por la emoción de verlo? Parpadeó con fuerza un par de veces para no derramar las lágrimas que sentía en los ojos.

Emily seguía parloteando, compartiendo lo que sabía sobre Templeton Hall. Gracie apartó la vista de ella y miró a Tom, intentando suplicarle con la mirada que se quedara más tiempo, que le hablara. Durante un momento, apenas un instante, vio algo en sus ojos que le hizo pensar que estaba mirando al viejo Tom, a su Tom. Pero después él apartó los ojos, miró a Emily con una sonrisa e interrumpió con amabilidad su cháchara para decir que lo sentía mucho pero que tenían que irse. En ese instante, Tom se movió. Y Gracie vio una ligera cojera, un movimiento estudiado. A continuación estuvo a punto de parársele el corazón cuando también lo vio extender un brazo para coger un bastón, casi una muleta en realidad, hecho en metal oscuro, negro y estilizado, pero que no podía ser otra cosa que un bastón. Vio que Emily lo cogía antes y se lo pasaba sin remilgos. «Mira la relación tan íntima que tenemos», le estaba diciendo a Gracie.

Se iban. No podía permitir que se fuera. Todavía no. No en ese momento. Consiguió hablar con voz cantarina, se obligó a sonreírle a Emily y a dirigirse a ella. A una sonriente y feliz Emily. A una odiosa Emily.

—¿Estáis comprometidos? ¿Cuándo es el gran día? Seguro que tenéis que organizar muchas cosas. —Nunca había usado la expresión «gran día» para referirse a una boda en su vida. Nunca había estado en una despedida de soltera ni había sido dama de honor, pero allí estaba, pidiéndole a esa desconocida que confiara en ella, que se hicieran amigas. Se le revolvió el estómago.

Funcionó. Emily dejó de andar hacia la puerta, pero siguió agarrada al brazo de Tom.

—Todavía no hemos fijado la fecha. Es difícil, porque Tom viaja mucho, pero estamos ansiosos por crear una familia, y cuanto antes mejor, o al menos eso creo yo. —Soltó una alegre carcajada.

Gracie se obligó a reírse con ella.

—¿Y dónde os conocisteis?

Emily miró a Tom con una sonrisa.

—La verdad es que nos hicieron una encerrona, ¿verdad?

Tom no sonreía.

—Emily…

—Vamos, Tom, no seas tímido. Vamos a contárselo todo a Gracie. A las mujeres nos encantan estas anécdotas, ¿verdad? Fue mientras estuvo en el hospital todos esos meses, después de volver de Italia.

Sacó el tema con toda la despreocupación del mundo. Gracie se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

—Mi padre trabajaba en la academia nacional de críquet. Antes era periodista, pero se pasó al lado oscuro y se convirtió en mentor de los jugadores jóvenes, en una especie de asesor con los medios, esa clase de cosas, y Tom y él estaban muy unidos…

—¿Stuart? ¿Stuart Phillips es tu padre?

Tom levantó la cabeza de golpe.

—¿Conoces a mi padre? —La voz de Emily cambió un poco—. No lo sabía.

—No. Pero recuerdo que Tom hablaba de él. —No miró a Tom. No podía hacerlo.

La voz de Emily recuperó su tono alegre.

—Mi padre se pasaba el día hablando de Tom, de lo valiente que era, de todas las operaciones, de todas las terapias que estaban probando para que volviera a andar. Se puede decir que era casi experimental, ¿no, Tom? Fuiste como su cobaya, ¿verdad? Y, por supuesto, después de las operaciones vinieron todos los meses de fisioterapia y rehabilitación…

Gracie no quería escuchar todo eso de boca de una desconocida. Quería escucharlo de boca de Tom. Si había sucedido un milagro (y evidentemente había habido algún milagro), quería que él se lo dijera. Quería estar a solas con él, cogerle las manos mientras le describía el horror que había pasado durante esos años. Aunque era imposible. Emily no dejaba de hablar, no dejaba de sonreírle a Tom, de sonreírle a ella, sujetándose al brazo de Tom con tanta fuerza que incluso Gracie podía ver la tensión.

—El caso es que mi padre no dejaba de hablar de él, de lo estupendo que era —siguió Emily—, así que al final decidí que lo mejor era comprobarlo en persona, y fui a verlo con mi padre un día. Fue un flechazo, ¿verdad, Tom?

Tom no dijo nada. Gracie lo miró. Y él le devolvió la mirada.

Emily volvió a darle un apretón en el brazo. Gracie se dio cuenta.

—En fin, al menos fue un flechazo en mi caso. Tom tardó unos meses en llegar a ese punto. —En ese momento, soltó una carcajada, una carcajada armónica y agradable—. Será mejor que me calle. Lo estoy avergonzando. —Se miró el reloj—. Dios, mira qué hora es ya. Tom, será mejor que nos pongamos en marcha si quieres coger ese avión.

—¿Adónde vas, Tom? —Gracie tenía que preguntarle algo, tenía que prolongar ese encuentro todo lo posible de alguna manera, aunque se estuviera muriendo por dentro.

—A Perth. Tengo que cubrir el partido entre Australia e Inglaterra.

—¿Quién crees que va a ganar? —Una pregunta ridícula, pero no podía permitir que se fuera todavía.

Otra vez esa media sonrisa. Su viejo Tom estaba ahí. En alguna parte. En ese momento, lo supo con seguridad.

—Inglaterra no tiene la menor oportunidad.

A Gracie se le aligeró el corazón. Había utilizado la antigua broma familiar. Abrió la boca, a punto de mencionarlo, cuando se dio cuenta de lo inapropiado que sería. De modo que se calló y guardó silencio mientras sentía que el rubor le cubría la cara.

Emily los miraba a uno y a otro.

—En fin —dijo con voz alegre y demasiado chillona—, ha sido un placer conocerte, Gracie. Espero que te lo pases bien en tu visita. Vamos, Tom. Tenemos que irnos.

Tom se metió la mano en el bolsillo.

—Tengo algo para ti. Debería habértela mandado hace años, lo siento. —Era una enorme llave de latón. Una llave de Templeton Hall.

Extendió la mano. Y Tom extendió la suya. Durante un segundo, la llave fue el vínculo entre ellos.

—Creía que Nina… —Dejó la frase a la mitad. ¿Qué podía decir? ¿«Creía que Nina nos lo había devuelto todo»? No, no quería decir eso—. Gracias. —Se obligó a hacer la pregunta—. ¿Cómo está Nina?

—Bien. Genial.

«¿Dónde está? ¿Me ha perdonado ya? ¿Accedería a verme aunque salte a la vista que tú no quieres volver a verme, aunque Emily y tú seáis felices juntos, os caséis y tengáis hijos y no querráis volver a verme?», pensó.

—Ah, estupendo. —Una pausa larga. Demasiado larga—. Por favor, dale recuerdos de mi parte.

Un asentimiento con la cabeza en respuesta.

—En fin, adiós, Gracie. —Emily se deshacía en sonrisas.

—Adiós, Emily.

—Adiós, Gracie.

—Adiós, Tom.

No hubo sonrisas entre ellos.

Gracie se quedó junto a la puerta mientras ellos rodeaban Templeton Hall en dirección a su coche, que no se veía desde la entrada. La cojera de Tom apenas se notaba. Los observó y esperó hasta que se metieron en el coche, hasta que él arrancó el motor, hasta que el coche enfiló el camino. Les hizo un gesto de despedida con la mano cuando ellos hicieron lo mismo y esperó a que hubieran desaparecido por completo de la vista para entrar en Templeton Hall, cerrar la puerta y echarse a llorar.