27

Hope se acomodó en su sillón, bebió un sorbo de agua mineral y observó a Eleanor mientras esta leía el plan de viaje que había llevado consigo.

—Las dos volaremos en business, por supuesto. Gracie parece muy contenta.

—Estoy segura de que va a disfrutar. Es una oferta muy generosa por tu parte —replicó Eleanor.

—No hace falta que me abrumes con tanta gratitud, Eleanor. Pero estaría bien que parecieras estar un poco agradecida. Un poquitín.

Eleanor soltó el plan de viaje.

—Hope, ¿por qué estás haciendo esto?

La aludida soltó un suspiro exagerado.

—Primero Charlotte y ahora tú. ¿Qué le pasa a esta familia? ¿Es que no puedo intentar devolver todo el apoyo que me habéis ofrecido durante años sin que me sometáis al tercer grado?

Eleanor levantó la mano.

—Te agradezco lo que estás haciendo por Gracie, Hope. Lo que no entiendo es por qué sigues empeñada en volver si solo Gracie puede acompañarte. Si lo que quieres es disculparte con todos nosotros, ¿por qué no lo haces en otro sitio?

—Eleanor, no puedo seguir adelante ni perdonarme por completo sin volver atrás. Tú deberías ser quien mejor recordara mi comportamiento. Te traté de forma espantosa mientras estuvimos allí. No podía controlarme y no me respetaba. Le pagaba a tu hijo para que me suministrara alcohol…

—¿¡Cómo dices!?

—Eleanor, ya es agua pasada. Pero quería demostraros a todos que va en serio. Quería volver a reunirnos a todos bajo el mismo techo.

—Venga ya, Hope. ¿De verdad crees que podemos dejarlo todo así como así? Yo estoy en mitad del curso escolar, Charlotte está muy ocupada, por no hablar de Audrey y su programa de televisión. En cuanto a Spencer…

—Sí, ya. He oído todas sus excusas. Si no fuera por la generosidad de Gracie, acabaría siendo una triste figura vagando por las estancias de Templeton Hall conmigo misma. ¿Te he dicho que se marcha dos días antes que yo para prepararlo todo? Fue ella quien insistió.

—Me ha dicho que fue idea tuya.

—Es posible. No lo recuerdo. De cualquier forma, es el destino. Esta familia tiene muchas heridas que necesitan sanar, Eleanor. Gracie necesita ir donde su alma la guía.

—¿Por qué me resulta difícil creer que estas palabras proceden de ti, Hope?

—Creía que pensabas que mantenerme sobria era lo mejor que he hecho en la vida.

—Y lo creo. Lo que no tengo tan claro es lo que hiciste después.

—Si no hubiera ido a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, no habría conocido a Victor. Si no hubiera conocido a Victor, no me habría convertido en terapeuta, ni estaría en posición de poder abrir nuestras clínicas y de ayudar a tantas almas descarriadas.

—Y si Victor no hubiera sido tan rico ni hubiera muerto de forma tan repentina, no tendrías la libertad ni la fortuna que tienes ahora.

—Eleanor, la vida tiene estas cosas. Nuestros caminos están predestinados. Lo único que podemos hacer es abrir nuestros corazones y estar preparados para ver cómo se desarrolla nuestro tránsito. —Hope le echó un vistazo al carísimo reloj de muñeca que llevaba—. Tengo que irme. Tengo un cliente esta tarde. Una actriz muy conocida, por cierto. Aunque no puedo decirte su nombre.

Estaba casi en la puerta cuando Eleanor la llamó.

—Hope, espera.

Hope se detuvo en el vano.

—Sé lo que vas a preguntarme. Que si he invitado a Henry.

Eleanor asintió con la cabeza.

—¿Influiría su presencia en tu decisión de ir o no ir?

—¿Sí o no, Hope? ¿Estará Henry también?

—Si eso es lo que quiere el destino, sí. No te puedo decir nada más. Adiós de momento.

Eleanor se plantó delante de la ventana que daba a la calle y vio cómo Hope se alejaba en su discreto y reluciente coche, pero le costó la misma vida no estampar un jarrón contra la pared.

¿Cómo era posible que las cosas hubieran llegado a ese punto? ¿Cómo era posible que hubieran cambiado tanto las tornas? Si pudiera retroceder el tiempo hasta la peor época de Hope, aquella en la que se bebía una botella de vino o más al día, que se tragaba las pastillas a puñados, ¿podría habérsela imaginado convertida en esa… en esa qué? En esa criatura engreída, narcisista, exasperante y metomentodo.

No la ayudaba mucho haber sido testigo de la evolución de su hermana desde la época en la que por fin decidió asistir a una reunión de Alcohólicos Anónimos y después a otro tipo de reuniones donde trataban la adicción a los narcóticos. (Charlotte le preguntó en una ocasión si no existía alguna organización que hiciera reuniones para tratar la gilipollez.) Había sido testigo del milagro que suponía que Hope se mantuviera sobria, y después la había visto mudarse con Victor y había contemplado asombrada cómo inauguraban tres exitosas y exclusivas clínicas de desintoxicación en Londres. Había estado junto a Hope en el funeral de Victor, la había visto interpretar de forma muy convincente el papel de viuda inconsolable. Sin embargo, no se había fiado nunca de ella. Jamás se había fiado de ella cuando eran pequeñas, ni durante la adolescencia, ni en ese momento. La Hope actual podía haber cambiado su comportamiento, pero su personalidad seguía siendo la misma.

—Es que se lo toma todo a la tremenda —dijo Henry en una ocasión.

—Es mala —lo corrigió ella—. Peligrosa.

Y lo creía de verdad. Después de todos esos años como maestra, había descubierto que existían personas malas. Era obvio incluso en las clases. A veces, todo empezaba con muestras de crueldad física que parecían fortuitas. Un niño que mataba una rana o que quemaba hormigas con una lupa. Un grupo de niños maltratando al más débil de la clase. Sin embargo, también había sido testigo de otras formas de crueldad. Menosprecio. Burlas. La obtención de placer mediante la manipulación de los demás. Ahí radicaban la habilidad y el interés de Hope.

Eleanor había crecido creyendo que si era buena y sincera, solo le pasarían cosas buenas, a ella y a quienes la rodeaban. A sus diecinueve años, la llegada de Henry a su vida, con sus veintinueve años, fue la confirmación inesperada pero perfecta de su forma de pensar. Había sido ella quien se ofreció voluntaria para organizar el doloroso y largo proceso de tasar y vender la propiedad de sus abuelos. Y como recompensa, Henry apareció en su vida.

En una ocasión, cometió el error de confesarle sus creencias a Hope. Su hermana se rio de buena gana.

—Eleanor, si no hubiera sido Henry quien te catalogara como una joven heredera digna de perseguir, habría sido cualquier otro buitre experto en antigüedades. No seas tan inocente.

Hope siempre estaba cargada de humillaciones e insultos. Sin embargo, Eleanor jamás había sido capaz de cortar el vínculo con su única hermana. Los lazos familiares, los lazos fraternales, eran demasiado profundos. Sobre todo después de que sus padres murieran, dos años después de que ella se casara con Henry. La mejor época de su vida y la peor.

Parte de Eleanor deseaba ser capaz de aceptar la invitación de Hope, tanto para proteger a Gracie como para ser testigo de su supuesto ritual de sanación. Sin embargo, ocho años antes había comprendido que jamás podría regresar. Los buenos momentos que pudiera haber pasado allí acabaron borrados de un plumazo aquel día en el hospital de Roma con Nina.

No, no iba a pensar en aquel día, ni en Nina, ni en Henry. No lo haría.

Pero ya era demasiado tarde. Pensó en ambos. Juntos. Su mente se los imaginó, preparada desde que Hope lo mencionó de pasada, desde que eludió confirmar o negar si lo había invitado. Era en esos momentos cuando Eleanor sabía que la Hope maliciosa seguía presente, bajo toda esa cháchara compasiva. Hope siempre había sabido cuáles eran los puntos débiles de Eleanor. Siempre había sabido que Henry era el más débil de todos.

Eleanor siempre se había esforzado por ser una mujer inteligente, educada y sensata. Pero si ese fuera el caso, ¿cómo era posible que siguiera queriendo a Henry con todas las cosas que había hecho a lo largo de los años? Todavía quería saber dónde estaba y qué estaba haciendo. Con quién se acostaba. ¿Por qué no le había puesto fin a su relación hacía años, cuando descubrió que no le era fiel?

Llevaban unos cuantos años casados. Charlotte y Audrey eran pequeñas. Las crecientes sospechas que albergaba sobre el interés de Henry por una compañera de trabajo se confirmaron de una manera tan trillada como fue el hallazgo de un tíquet de compra en el bolsillo de su chaqueta que indicaba que había comprado un colgante que no le había regalado a ella. ¿Fue ese su primer error, el mayor de todos? ¿Debería haberle pedido explicaciones a Henry esa noche? ¿Debería haberle hablado de sus sospechas, haberle dicho que era inaceptable, en vez de volver a guardar el tíquet en el bolsillo e ir corriendo a contárselo a su hermana?

En apariencia, Hope se había mostrado comprensiva e indignada.

—No me gusta tener que repetirlo, pero te lo dije.

—Hope, lo quería. Todavía lo quiero.

—¿Quieres seguir con él?

Eleanor asintió con la cabeza, destrozada. Quería seguir con él. No tenía sentido, pero eso era lo que quería.

Hope volvió a prestarle su apoyo dos años después, cuando Eleanor sospechó de una segunda infidelidad. Había llamadas nocturnas, y colgaban si era ella quien cogía el teléfono. De repente, Henry tenía muchas cenas de trabajo a las que asistir. Un año después, hubo otra aventura que duró solo un par de semanas. A esas alturas, Eleanor reconocía todos los síntomas: la actitud distraída de Henry, el repentino aumento de su volumen de trabajo…

—Déjalo —le decía Hope en todas las ocasiones—. ¿Cómo puedes soportar algo así?

—Lo quiero. No puedo evitarlo. Y no puedo dejarlo. No puedo hacerles eso a las niñas.

—Pues enfréntate a él.

Eleanor no podía. Le asustaba demasiado lo que Henry pudiera decirle. En cambio, esperó. Y, como siempre, al poco tiempo algo le decía que Henry volvía a ser todo suyo.

Al final, ese fue el patrón de su vida en común. Ella estaba más feliz que nunca cuando Henry no pasaba tiempo fuera de casa. Y aprendió a organizar su vida en compartimentos. Cada vez que lo veía distraído, se obligaba a culpar a su trabajo. Y tal vez en alguna ocasión el culpable fuera el trabajo. Cuando Charlotte tenía cinco años y Audrey cuatro, Henry ya se había convertido en uno de los expertos en antigüedades más reconocidos del país y contaba con una nutrida y prestigiosa clientela.

Fue también la época en la que despegó la carrera de Hope como paisajista. Comenzó a visitarlos varias noches a la semana. Bebía bastante, pero se controlaba. Una noche, Henry y Hope estuvieron hablando delante de Eleanor de unos clientes, los dueños de una extensa propiedad en Kent que necesitaban rediseñar su jardín. Henry sugirió que Hope podría acompañarlo para conocerlos y ver si surgía algo.

Cuando volvieron, algo había cambiado entre ellos. Eleanor los acusó una noche, después de cenar. Acababa de acostar a las niñas y estaba cansada. Siempre estaba cansada. Henry y Hope reían en el salón, compartían historias, fumaban y bebían mientras ella preparaba las bebidas, hacía la cena y lo recogía todo. Supuestamente, el último novio de Hope debía de haberlos acompañado durante la cena, pero su hermana había llegado sola.

—Es un imbécil —fue la única explicación que les ofreció, y ni siquiera se disculpó por no haberla avisado con antelación ni por el desperdicio de comida.

Mientras Eleanor fregaba los platos en la cocina, Hope soltó una risotada, y esa fue la gota que colmó el vaso. Eleanor entró en el salón y tiró al suelo la copa que estaba fregando. El ruido del cristal al romperse los silenció.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado entre vosotros durante este viaje?

Henry se limitó a enarcar una ceja.

—Por Dios, cariño. Esa copa era muy cara.

Hope rio. Ambos rieron de nuevo mientras intercambiaban una mirada y evitaban la suya.

Eleanor supo en ese instante que había pasado algo entre ellos con total seguridad.

—Quiero saberlo o rompo ahora mismo todas las copas, todos los platos y todos los muebles de esta casa.

Henry se puso en pie.

—¡Eleanor, no ha pasado nada! Cariño, ¿qué bicho te ha picado?

Hope se levantó también en ese momento con una elegancia que denotaba una enorme seguridad en sí misma. Eleanor la vio como una cobra.

—Díselo, Henry. Si tú no se lo dices, se lo diré yo. —Al ver que Henry titubeaba, siguió—: Eleanor, tienes razón. Ha pasado algo. Pero no fue importante. Ha sido una tontería. Un beso mientras estábamos borrachos. Nada más. Te lo prometo.

La expresión de Henry le confirmó que su hermana decía la verdad. Eleanor se volvió hacia Hope.

—Fuera de mi casa.

—Fue Henry quien me besó primero. No me eches toda la culpa a mí.

—Fuera. Henry es asunto mío.

—Pues deberías recordárselo a él.

Hope tardó un buen rato en recoger su abrigo y su bolso antes de salir del salón. Henry y Eleanor esperaron hasta escuchar que la puerta principal se cerrara. Lo hizo con un portazo.

Solo entonces se volvió hacia su marido.

—Henry, no pienso tolerarlo. Con las demás he hecho la vista gorda, pero esta vez no pienso hacerlo. Con Hope no voy a hacerlo. Quiero que te vayas.

La reacción de Henry la sorprendió. Empezó a llorar. Con grandes sollozos. Comenzó a hablar de forma atropellada, explicándose, disculpándose.

—Eleanor, por favor, no nos hagas esto. Nos necesitamos. Te quiero muchísimo. Adoro a las niñas. Las demás han sido solo momentos de locura. Estaba preocupado por el negocio, por el dinero. Solo fueron distracciones.

—Hablamos de Hope, Henry. De mi hermana.

—Estaba tonteando conmigo. Para ella solo era un juego. Eleanor, solo ha sido un beso, ¡un beso!, y lo hizo para crear problemas entre nosotros. Siempre ha estado celosa de ti, de ti y de mí. ¿No lo ves? Eleanor, no le permitas que se salga con la suya. No permitas que este sea el final de todo lo que hay entre nosotros. Te lo suplico.

Y así siguió la conversación, dándole vueltas a lo mismo una y otra vez. Henry era muy apasionado y persuasivo. Y ella seguía queriéndolo.

Eran más de las doce de la noche cuando Eleanor comenzó a flaquear.

—Necesito recuperar la confianza en ti.

—¿Qué hago para lograrlo?

—No lo sé, Henry. Pero tienes que intentarlo.

Durante los dos o tres años siguientes, fueron la pareja perfecta. Eleanor veía muy poco a Hope, y de forma deliberada siempre a solas, nunca con Henry. Si su hermana le preguntaba, le contestaba que todo iba muy bien. Después insinuaba que las cosas iban mucho mejor que bien y esbozaba una sonrisilla misteriosa, a sabiendas de que eso enfurecería a su hermana. Se percató, encantada en el fondo, de que Hope bebía más, y de que también tomaba otras cosas. Pastillas de algún tipo, medicamentos fuertes. Fue una etapa en la que Eleanor podía haber intervenido para intentar detenerla, pero no lo hizo. Y tomó esa decisión de forma deliberada. Decidió dejarla que se hundiera en la miseria.

Henry y ella empezaron a buscar otro niño. Lo intentaron. Pero no había forma. Mantenían relaciones sexuales de forma regular, en los momentos oportunos, y no solo en los momentos oportunos. Pero no tenían suerte. ¿Se debería a que aún no confiaba plenamente en él? En esa misma época, comenzaron sus frecuentes mudanzas, a Brighton, a Yorkshire, de vuelta a Londres, de vuelta a Brighton. De modo que le achacó a las circunstancias sus dificultades para quedarse embarazada. Y también culpó a sus estudios, porque había decidido conseguir una diplomatura en Magisterio y especializarse en educación en casa. Culpó al estrés de tener dos hijas. Charlotte era una niña obstinada ya en aquella época. Audrey necesitaba atención constante, y lloraba muy a menudo. Hasta que, por fin, se quedó embarazada de Gracie. Menos de un año después, descubrió que estaba embarazada de Spencer.

Pronto se encontró muy ocupada con cuatro hijos y sus estudios, de modo que la relación con Henry era la menor de sus preocupaciones. Henry viajaba más que nunca por cuestiones de trabajo. En una ocasión le preguntó:

—¿Puedo seguir confiando en ti?

Él la besó, esbozó su sonrisa sincera, la de verdad, la que lograba que ella se sintiera tan bien, y mirándola a los ojos le dijo que la quería, que quería a su familia y sí, que podía confiar en él. Pero ¿confiaba en él? La verdad, algunas noches estaba demasiado cansada como para preocuparse por eso.

Aquella fue la época de la caída absoluta de Hope. Eleanor escuchaba el timbre algunas veces a las dos de la mañana, o incluso más tarde, y al abrir encontraba a su hermana tirada en el umbral. Nunca vio un taxi ni un coche alejándose por la calle. Así que se tragaba el enfado, la ayudaba a entrar, la metía en la cama de la habitación de invitados y la dejaba dormir la mona. A veces tardaba un día, a veces más. Al principio la ayudaba, intentaba ocultarles la situación a los niños, recurría a un sinfín de excusas. Hope estaba enferma, estaba muy estresada por el trabajo. La verdad era que Hope llevaba meses sin trabajar. Había estado viviendo de lo que quedaba de la herencia que le dejaron sus padres. Tras consultar con un médico, Eleanor intentó hacerse la dura. No contestaba sus llamadas. No le permitía quedarse en su casa si llegaba borracha. No les hacía caso a los balbuceantes mensajes que dejaba en el contestador. Hasta que un día un sexto sentido la hizo ir al apartamento de Hope. Llamó de forma insistente a la puerta hasta que por fin consiguió que el casero le diera una llave. Encontró a su hermana inconsciente en el suelo, junto a una botella de vino vacía y un montón de pastillas desparramadas. Una hora más y Hope habría muerto, le dijeron en la ambulancia. A partir de ese día, todo cambió. Hope se convirtió en la principal responsabilidad de Eleanor.

Una noche, Henry volvió de uno de sus viajes. Gracie tenía ocho años; Spencer, seis. Las mayores eran adolescentes. Vivían otra vez en Londres. Eleanor supo de inmediato que había pasado algo importante. Henry tenía un aura especial, parecía muy emocionado.

Su expresión, sin embargo, era tranquila.

—Eleanor, mientras estaba en Yorkshire recibí una llamada de un abogado londinense que trabaja para un bufete de Melbourne. Por lo visto, llevan una temporada intentando localizarme. Hoy he estado en sus oficinas de Chelsea.

Eleanor se tensó, pensando que se trataba de malas noticias. La realidad fue mucho más inesperada.

Henry le dio una fotografía. La fotografía de una mansión de dos plantas de diseño clásico. Preciosa. Los alrededores eran inusuales porque todo se veía muy amarillento, muy seco, y el cielo era muy azul. Tal vez estuviera en España o en Francia.

—¿Qué te parece? —le preguntó Henry.

—Es preciosa. Igual que el cielo azul. ¿Es un nuevo trabajo?

—Podríamos llamarlo así, sí. —Hizo una pausa—. Eleanor, es mía. Nuestra.

—Qué bien. —Eleanor pensaba que era una broma. Estaba acostumbrada a que Henry volviera de sus viajes con algún regalo. Una joya, un jarrón de diseño extraño o una taza delicada que había pensado que serían de su agrado. Pero… ¿una casa? Le siguió la corriente un momento—. ¿Y dónde está, Henry?

—En Australia.

—¿En Australia?

Henry se lo explicó. Y después se lo repitió. Ella no acababa de asimilarlo.

—¿Que has heredado esta casa? ¿Eso es lo que quieres decir? ¿Pero cómo? ¿De quién? ¿Y por qué ahora?

Le volvió a contar todo lo que le había explicado el abogado. La casa fue construida durante la fiebre del oro en Victoria por un pariente lejano, un hombre de negocios llamado Leonard Templeton, el benjamín de una familia de comerciantes londinenses. Al parecer, un primo ingles la heredó, pero no llegó a vivir en ella. El terreno que la rodeaba se vendió como zona de pasto. Y para la casa se acordó un complicado acuerdo de arrendamiento, del que se ocupó un bufete de abogados local, aunque la propiedad siempre había seguido en manos de los descendientes de Leonard Templeton.

—El último dueño fue el tío abuelo de mi padre. Yo no lo conocí. Ni siquiera creo que mi padre lo conociera. Los abogados han tardado todo este tiempo en desentrañar el contrato de arrendamiento, pero al final lo importante es esto, Eleanor. El dueño actual soy yo. Es mía. Nuestra.

Era increíble. Increíble. Eleanor contempló la foto y le dio la vuelta como si esperara encontrar más detalles en el reverso.

—Pero si nadie ha vivido en ella durante años, el interior debe de estar en ruinas.

«No», le aseguró Henry. Siempre había estado muy bien conservada. Porque hasta hacía poco tiempo vivía en ella una familia australiana dedicada a la ganadería.

—¿Y qué vamos a hacer con ella?

Henry guardó silencio.

—He pensado que podíamos mudarnos.

Eleanor se echó a reír, hasta que comprendió que hablaba en serio.

—Eleanor, se podría decir que estoy en un aprieto.

Esa noche le contó cosas sobre su trabajo que no le había contado nunca. Las antigüedades eran un negocio extraordinario, le aseguró. Dependía en gran parte de la oferta y la demanda. Dependía de muchísimos factores: quién ansiaba con desesperación un objeto; la percepción de descubrir algo; el hallazgo de algo inusual. ¿Quién decidía que una pieza de plata valía diez mil libras y otra valía mucho menos? Desde su punto de vista, la línea que separaba la honestidad del engaño era muy difusa. Si una anciana le mostraba un objeto que él sabía que no valía nada en comparación con el broche que llevaba, era un delito no hacerle una oferta por dicho broche. Si le pedían que comprara un lote de objetos, ¿era inmoral o simplemente denotaba su habilidad para los negocios que comprara todo el lote y le pagara al vendedor lo que este estimara conveniente sin decirle que cuatro de las piezas del lote de doscientas valían miles de libras por sí solas? ¿Tal vez incluso cientos de miles de libras? U otra situación hipotética, ¿y si el vendedor de una inusual joya prefería no esclarecer sus orígenes? ¿Su cometido era el de presionarlo para averiguar los detalles o el de limitarse a buscar un comprador?

—¿Has comerciado con objetos robados? ¿Eso es lo que estás insinuando?

—Eleanor, tengo que tomar decisiones morales todos los días. He comprendido que el engaño tiene diversos grados.

¡Hasta qué punto la atormentaría esa frase con el paso de los años!

Eleanor cogió la fotografía de la mansión bañada por el sol.

—Así que saldremos huyendo, ¿no?

—Nos retiraremos de forma discreta por un tiempo.

—¿Y qué haremos? ¿Escondernos en Australia sin llamar la atención?

—No solo nos esconderemos. Primero necesito hacer algunas indagaciones en mi árbol genealógico, pero tengo una idea, Eleanor. Una idea alocada, pero tal vez podamos convertirla en algo rentable. Lo único que necesito es el capital inicial. Una suma de dinero importante para empezar bien.

Eleanor era consciente de lo que le pedía. El resto de su herencia. Cuando por fin se acostaron esa noche, ella ya había accedido.

Henry viajó solo a Australia en primer lugar, para inspeccionar la propiedad y poner sus planes en funcionamiento. Cuando Eleanor, Hope y los niños llegaron dos semanas después, la ambiciosa renovación estaba en marcha.

—¿Nos lo podemos permitir? —le preguntó Eleanor a Henry en cuanto él le enseñó los bocetos, las telas y las muestras de papel para la pared.

—Por supuesto.

Por supuesto que no, era lo que debería haber dicho.

Hope los había acompañado, aparentemente para ayudar con el diseño del jardín, pero en realidad lo hacía porque no quedaba nadie en Inglaterra que pudiera ocuparse de ella. Para entonces, estaba totalmente absorbida por sus adicciones. Bebía en secreto. Tomaba pastillas. Su comportamiento era errático. Sin embargo, después llegaban las lágrimas y las sentidas muestras de gratitud: «Eleanor, ¿qué haría yo sin ti? De no ser por ti, estaría muerta.»

Sin embargo y pese a la angustia que sufrió durante aquella época, Eleanor reconocía que también hubo buenos momentos en Templeton Hall. Henry adoptó la mejor versión de sí mismo al principio. Ocupado, motivado, encantador. Entretanto, ella observó con asombro cómo su idea se iba transformando en una próspera atracción turística. Era maravilloso trabajar juntos, como pareja y como familia.

Hasta que comenzaron a aparecer las grietas de nuevo. Desaparecía el correo. En concreto, las facturas. Después, todo fue como las fichas de un dominó que cayeran las unas sobre las otras. Los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Las continuas discusiones entre Henry y ella. La desobediencia de Spencer. La negativa de Charlotte a volver a casa, su anuncio de que se marchaba a trabajar a Chicago. El desastre de Audrey en la función teatral del internado. Y el enamoramiento que Gracie, su pequeña Gracie, sufrió con Nina, con quien prácticamente se mudó.

Nina…

¿Estaría Henry liado ya con ella en aquel entonces? ¿Delante de sus propias narices? No, Eleanor se negaba a creerlo. Lo habría notado, ¿verdad?, se preguntaba. Y Nina había sido una amiga en aquel entonces, una amiga para todos. Durante los primeros años después del regreso a Inglaterra, no habrían podido seguir adelante sin ella. Nina aceptó con serenidad todas las explicaciones que le ofrecían acerca de sus motivos para no volver, incluso se tomó la molestia de empaquetar y enviar todas las pertenencias y los documentos que dejaron atrás por culpa de su apresurada partida.

Puesto que estaba demasiado ocupada con el trabajo y discutiendo con Henry por las apabullantes deudas, Eleanor tardó años en encontrar la fuerza necesaria para revisar las cajas que envió Nina. Y lo hizo precisamente cuando tuvo la casa para ella sola, mientras Gracie recorría Francia e Italia con Tom. Al cabo de unos minutos, comenzó a despotricar por el desastroso método de archivo que tenía Henry. O más bien por su falta de método. Había carpetas a rebosar con más facturas, notificaciones legales mezcladas con antiguos folletos publicitarios, recortes de revistas, informes escolares… Sin embargo, en una caja encontró unas carpetas llenas de documentos que no había visto antes.

Además de leer sus revistas de antigüedades noche tras noche en su despacho, parecía que Henry hacía otras cosas. Eleanor encontró páginas y páginas de notas sobre su historia familiar, bocetos e indagaciones sobre su árbol genealógico. Y no solo se trataba de los detalles de esas historias que tanto le gustaba contarles a los turistas. Lo que encontró era distinto, más privado, como si de verdad estuviera tratando de encontrar su lugar en el mundo. Y se sorprendió al descubrir hasta qué punto la conmovía.

Hope y ella siempre habían sabido cuáles eran sus orígenes, quiénes eran sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos. Henry no. No conoció a su madre, que murió cuando él tenía dos años. Su padre murió durante su adolescencia. El hecho de que se hubiera criado prácticamente solo lo había convertido en una figura aún más romántica para Eleanor.

Esa noche, algo cambió en su interior al leer las notas de Henry. La ira que albergaba hacia él comenzó a disolverse. Durante los dos días siguientes, sola en la casa, se descubrió recordando solo sus virtudes. Su facilidad para hacerla reír. Sus historias. Su forma de hacerle el amor. Siempre fue un amante maravilloso, habilidoso y atento.

Dejó las cajas de Templeton Hall y sacó los álbumes de fotos familiares. Cuando acabó con ellos era un mar de lágrimas. Su boda. La llegada de los niños. Las fiestas navideñas. Las vacaciones estivales. Y Henry en el centro de todas las fotos. ¿Cómo había podido olvidar todos esos momentos? ¿Por qué había permitido que el dinero se interpusiera entre ellos? Sí, Henry había cometido errores. Sí, le había mentido sobre las facturas, pero ¿no había prometido estar a su lado en lo bueno y en lo malo? ¿Sería demasiado tarde para intentar ser de nuevo una pareja, marido y mujer?

Esa noche iba de camino al teléfono para llamarlo, para pedirle que volviera con ella, cuando lo oyó sonar. Por un alegre momento creyó que era él, que la llamaba para pedirle una segunda oportunidad. Pero era Spencer, un incoherente Spencer que la llamaba desde Italia y le hablaba de forma atropellada. Un accidente. Un hospital. Gracie. Borrachos. Tom muy grave…

Eleanor tardó más de ocho horas en reunirse con ellos, entre los retrasos de los vuelos y la falta de plazas por el exceso en las reservas, cada hora que pasaba alejada de sus hijos sus temores aumentaban, por Tom, por Nina. Fue ella quien le comunicó la noticia. Spencer le había suplicado que lo hiciera. La voz de Nina era casi irreconocible: «Eleanor, ¿va a morir? ¿Va a morir?»

Le dijo lo poco que sabía, que Tom había estado casi tres horas en el quirófano, que se encontraba en la UCI y que debería coger un avión lo antes posible.

Eleanor estaba esperando en el vestíbulo del hospital cuando Nina llegó. Entró corriendo y se abrazaron, como dos madres.

—Por aquí —le dijo ella, cogiéndola de la mano.

Apenas hablaron. ¿Qué iban a decirse? Nina tenía que estar con Tom.

Fue dos horas más tarde, después de que Tom se recuperara de una nueva intervención quirúrgica, cuando volvió a ver a Nina. Había dejado de llorar. Y estaba enfadada. Se encontraron en el pasillo, delante de la habitación de Gracie, y empezó a hablar casi a gritos. No le preguntó por Gracie ni por Spencer. Se plantó delante de ella y le soltó:

—Tom no volverá a andar jamás. Por culpa de Gracie. ¡Conducía borracha!

—Nina, Gracie no estaba borracha.

Le habían hecho un análisis de sangre. Estaba por debajo del límite permitido. Intentó decírselo a Nina.

Nina meneó la cabeza.

—He leído el informe policial. El camionero dijo que iban haciendo eses.

—Nina…

—Tu hija le ha destrozado la vida a mi hijo, Eleanor.

—Ha sido un accidente.

—Estaba borracha.

—No lo estaba. Ha sido un accidente.

Nina empezó a subir la voz.

—La culpa es mía. Debería haberle dicho que volviera a casa. Jamás debería haberle permitido que se quedara con vosotros. No debería haberme involucrado con vosotros en la vida. Debería haber confiado en mi instinto.

—Nina, por favor, no…

—Es la verdad. Eleanor, es la verdad. —Y siguió, alzando la voz de nuevo—: ¡Mi hijo está destrozado! Tiene fracturas por todo el cuerpo. Todos los huesos. Su cara… —Y entonces comenzaron las lágrimas y los desgarradores sollozos.

Eleanor se dejó llevar de nuevo por la compasión. La llevó hasta una habitación vacía, la abrazó y la dejó llorar mientras intentaba encontrar en vano las palabras para consolarla. Solo había malas noticias, y las malas noticias recaían sobre los hombros de Nina. Porque había sido cuestión de suerte, un extraño giro de la rueda de la fortuna lo que había decidido que Tom acabara con las espantosas heridas mientras que Gracie y Spencer salían casi ilesos. Como si fuera una macabra lotería y Eleanor fuera la única ganadora del premio gordo. Sabía que si la situación fuera la contraria, ella estaría tan enfadada como lo estaba Nina. Tan espantada, tan herida, tan asustada y tan inconsolable como Nina.

En ese momento, volvió a prestarle atención a lo que Nina le decía. Estaba hablando sobre Henry. ¿Por qué estaba hablando sobre Henry?

—Para ti es un juego, como lo es para Henry, ¿verdad? Un ridículo juego. Hechizáis a las personas y después os reís de ellas, las engañáis. Tu familia es peligrosa. Todos sois peligrosos. Seducís a la gente y luego la destruís. Eso fue lo que me hizo Henry y eso es lo que Gracie le ha hecho a Tom. Entre todos nos habéis destruido. Quiero que me dejéis tranquila. Gracie, Henry, Spencer, tú y todos los demás. ¡Dejadnos tranquilos! ¿¡Me has oído!? —A esas alturas Nina estaba gritando a pleno pulmón y llorando al mismo tiempo.

Eleanor se alejó de ella, incapaz de creer lo que estaba escuchando.

—Nina, ¿de qué estás hablando? ¿A qué te ref…?

—Estoy hablando de tu marido, Eleanor. Del cabrón mentiroso que tienes por marido.

—¿Henry? ¿Lo has visto hace poco?

—Sí, Eleanor, lo he visto. Hace poco pasé todo un fin de semana en la cama con Henry.

Eleanor no pensaba escuchar más. Nina estaba alterada, enfadada. Desquiciada. Por el shock, por el cambio horario…

—Nina, ¿qué me estás diciendo?

—Te estoy diciendo que tu marido me ha jodido viva, Eleanor. En todos los sentidos.

Eleanor se detuvo a reflexionar. Sus hijos estaban heridos, ingresados en un hospital, pero en ese momento esa conversación era lo más importante. Su mente recobró el funcionamiento, la frialdad, la claridad.

—¿Cuándo, Nina? ¿Dónde? Dímelo.

Nina levantó la barbilla y la miró con expresión desafiante.

—En Templeton Hall, por supuesto. ¿Dónde si no?

La respuesta fue como un puñal para Eleanor. No importaba que llevara años separada de Henry. No importaba cuándo había tenido lugar la aventura entre Nina y Henry. Era tan doloroso como si le clavaran un puñal en el corazón. Intentó decir algo, lo que fuera…

—Pero es mi marido. Tú eres mi amiga. Confiaba en vosotros.

—¿Que confiabas en nosotros? ¿Quieres que te diga lo que me dijo, Eleanor? ¿Lo que me dijo el mentiroso de tu marido?

Eleanor levantó una mano para silenciarla. No podía escucharlo, fuera lo que fuese. Lo mismo daba que hubiera sucedido mientras vivían en Australia o que fuera algo reciente. Tenía que detenerla para que no dijera nada más. Y tenía que hacerle daño.

Se obligó a hablar con voz serena y expresión tranquila.

—Nina, no quiero oírlo. No quiero saber nada. ¿Crees que no lo he oído antes? ¿No sabes que Henry lleva años engañándome con otras? ¿Has pensado que tú eras la única? ¿Que eras especial para él? Henry siempre dice lo que los demás quieren oír, Nina. Siempre lo ha hecho y siempre lo hará. No fuiste la primera y no serás la última. Te lo aseguro.

—Eleanor…

Eleanor la silenció de nuevo. Cualquier esperanza de reconciliación con Henry se había difuminado. Su marido no solo había tenido aventuras con compañeras de trabajo, y posiblemente también con Hope, sino que también se había acostado con su amiga Nina. Se había acostado con Nina. Con una mujer que era amiga de ambos. Sintió que la embargaban el dolor y la furia. Una mezcla de hielo y fuego en sus venas. Una sensación que la ayudó a enmascarar el sufrimiento, a dejar a un lado la preocupación por Tom, y que lo cambió todo. Cuando habló de nuevo, su voz fue gélida.

—Nina, ¿y tienes la cara de decirme que te dejemos tranquila? ¿Que mantenga a mi familia alejada de ti? Eres tú quien tienes que salir de nuestras vidas. Tú y tu hijo. Os quiero fuera de nuestras vidas.

—Eleanor…

—No quiero oírlo, Nina. No quiero oír nada de lo que tengas que decir. Déjanos a mí, a mis hijos y a mi marido tranquilos, ¿me oyes? —Y salió de la habitación.

Enfrentarse después a Gracie fue una de las cosas más difíciles que había hecho en la vida. Escuchar cómo su hija lloraba, cómo le suplicaba que hablara con Tom y con Nina a sabiendas de que era imposible por una serie de motivos que jamás podría explicarle.

De vuelta en Londres, todo empeoró. Henry apareció para ver a Gracie y a Spencer. Un dechado de preocupación y amor, hizo reír a Spencer e incluso Gracie sonrió al cabo de unos minutos. Eleanor tuvo que irse, porque era incapaz de mirarlo a la cara o de estar en la misma casa que él.

Una tarde estuvo a punto de contárselo a Gracie, movida por la necesidad de ponerle fin al sufrimiento y a la desesperación de su hija, para ver si dejaba de escribirles a Nina y a Tom carta tras carta de una vez por todas. Al principio y pese a todo lo que le dijo a Nina en el hospital aquel día, Eleanor las enviaba. En un momento dado, rompió todas las reglas que se había impuesto como madre, se detuvo en una cafetería y leyó dos cartas. Ser testigo de la pena y de la culpa que irradiaban las palabras de Gracie estuvo a punto de partirle el corazón. Era páginas y páginas de frases que le suplicaban a Tom que le respondiera, que le decían lo mucho que lo quería, que le aseguraban que haría cualquier cosa para retroceder en el tiempo. Le decía que si pudiera, se cambiaría por él y sería ella la que no pudiera andar. La carta para Nina era igual de triste, llena de confusión, de culpa y de súplicas. También le decía lo mucho que significaba para ella, lo mucho que la quería. Fue esa carta la que instó a Eleanor a no contarle nada a Gracie sobre Nina y Henry. Su hija ya estaba destrozada, ya era un ser muy frágil. ¿Hasta qué punto la trastornaría semejante noticia?

Parecía casi imposible que hubieran pasado ocho años. Eleanor sabía que el tiempo se había detenido en parte para ella y para Gracie desde aquel entonces. Pero no para Spencer. Su hijo había logrado salir de todo ileso. Había heredado el carisma de su padre, la certeza y la emoción de que la gente lo adoraba, lo buscaba, de que las cosas siempre acababan saliendo bien. Una actitud que se veía reforzada porque era guapo, porque tenía cierta chispa. Unos rasgos que también había heredado de su padre, unos rasgos que Henry había legado a la siguiente generación.

Sin embargo, el espíritu de Gracie se había apagado desde el accidente. Su alegría y su entusiasmo por experimentar la vida se habían convertido en una llamita en vez de en la hoguera que eran antes. Eleanor era consciente de que a ella le había pasado lo mismo. Había visto cómo disminuía su interés por ciertas cosas. Al fin y al cabo, ya pasaba de los cincuenta… Y se sentía un poco decepcionada. Triste. Sola. Los meses se habían convertido en años sin que mantuviera el menor contacto con Henry. Ya no había deudas desorbitadas que pagar. Lo único que le enviaba era la mensualidad que habían acordado cuando se separaron, una cantidad que jamás había dejado de pagarle, mes tras mes, además de todas las deudas que lo había obligado a saldar. Sin embargo, Eleanor no había tocado ni un penique y había vivido de su sueldo. Algún día dividiría el dinero de Henry entre sus hijos.

Sabía que los cuatro mantenían cierta relación con su padre, al margen de ella. Pero en el caso de que lo vieran, habían decidido no comentárselo. Todos parecían haber aceptado su separación. Era ella quien no acababa de aceptarla, quien todavía sentía una rabia ardiente y quien todavía seguía queriéndolo pese a todo, por indignante que fuera. ¿Qué tenía que pasar para librarse de lo que sentía por él?

Quizá si supiera dónde estaba, dónde vivía y con quién vivía fuera más fácil. Porque lo peor era no saber nada. Eleanor comprendía, mucho más de lo que su hija pensaba, la angustia que Gracie sentía por no saber nada sobre Tom. El anhelo por descubrir algún pequeño detalle. Lo duro que era el silencio, mucho peor que cualquier otra cosa. ¿Estaría viviendo Henry con otra? ¿Tendría más hijos? Era posible. Si ese fuera el caso, él no tenía motivo alguno para comunicárselo.

Ya era tarde, más de las once, pero estaba demasiado nerviosa como para dormir. Sintió la repentina urgencia de volver a ver las fotos de Templeton Hall. Las cajas con los documentos seguían en el ático. No había tenido ganas ni necesidad de seguir ordenando el contenido de las cajas desde la noche que empezó a hacerlo hacía ya ocho años, cuando se le ablandó el corazón al ver los intentos de Henry por trazar su árbol genealógico. Cuando quiso invitarlo a volver a casa. Hasta que todas sus esperanzas quedaron aplastadas por todo lo que pasó en Italia. Decidió acabar el trabajo en ese momento.

Dos horas después, estaba arrodillada en el ático, rodeada por los últimos montones de papeles y por lo poco que quedaba del contenido del archivador que Henry tenía en su despacho de Templeton Hall. Antiguas planificaciones de negocios, libros de cuentas, boletines de turismo, folletos, páginas manuscritas con su característica letra, anécdotas sobre las distintas estancias de la casa, guiones para las visitas guiadas por la mansión. Casi tres años de su vida perfectamente ordenados en carpetas. Era más bien un relato de su historia familiar, no simples documentos. Tal vez a Gracie le gustara echarles un vistazo antes de volver a Australia, pensó. A lo mejor la ayudaban a recordar los momentos felices.

Por fin sacó la última carpeta de la caja, bostezando porque a esas alturas sí estaba cansada. Pensaba encontrar más folletos, más guiones, posiblemente más facturas ocultas de Henry. Solo necesitó ojear la primera página para comprender que no era nada de eso.

Diez minutos después, seguía en el suelo, leyendo por segunda vez el legajo de documentos fotocopiados. Aunque pensaba que Henry era incapaz de sorprenderla a esas alturas, que ya no quedaban más engaños por descubrir, parecía que se equivocaba.