25

Después de pasar cuatro días intentando hablar con su tía, Charlotte por fin lo consiguió al llamar a uno de los tres centros de asesoramiento que habían fundado Hope y Victor.

Charlotte no perdió tiempo con los saludos de rigor.

—Voy a ir al grano, Hope.

—Es algo que siempre me ha gustado de ti, Charlotte.

—No es verdad. Nunca te ha gustado nada de mí y a mí nunca me ha gustado nada de ti. Me soportaste porque soy la hija de Eleanor y yo te soporté porque eres la hermana de Eleanor. Así que corta el rollo…

—¿El rollo? Pero qué dominio del lenguaje… Se nota que estás al otro lado del charco.

—¿Qué estás tramando con esta excursioncita a Templeton Hall? Y no me sueltes las mismas tonterías místicas que le soltaste a Gracie, porque no me lo trago.

—¿Siempre has sido tan cínica, Charlotte? ¿O lidiar todos los días con tantas madres asfixiadas que usan el dinero de sus maridos para apaciguar la culpa que sienten por abandonar a sus supuestamente queridos y adorados hijos en manos de otra mujer te ha vuelto cínica?

—¿Le hablas así a la gente siendo terapeuta profesional? —Charlotte soltó una breve carcajada—. Muy pocas palabras para tantos insultos, y no solo me has insultado a mí, sino también a mis clientes. Las madres modernas tienen alternativas en estos tiempos, Hope. Pueden tener hijos y también una profesión. Pero me alegra comprobar que no has perdido tu don después de tantos años de sobriedad. A menos que eso también sea una fachada, claro.

—No he probado una gota de alcohol en doce años, Charlotte.

—Vale, nada de alcohol. ¿Te parece que hablemos de química? ¿De pastillas?

—Métete en tus asuntos.

—¿Cómo conseguiste engañar a ese pobre y desgraciado novio tan rico?

—No hubo engaño. Nos queríamos.

—Estoy segura de que él te quería. Y también estoy segura de que su enorme fortuna te resultaba increíblemente entrañable.

—Me daba igual que fuera rico o más pobre que las ratas. Fuimos almas gemelas desde el momento que nos vimos.

—Un cruce de miradas en una atestada reunión de Alcohólicos Anónimos. Sí, Spencer me lo contó. Que dejasteis atrás vuestros vicios malsanos juntos para crear un imperio de centros curativos y blablablá.

—¿Te has enamorado alguna vez, Charlotte? Ya que estamos, ¿has tenido alguna relación con alguien, hombre o mujer, además de con tu monstruoso e inflado ego? Esperaba que hubieras cambiado, que Estados Unidos te hubiera hecho madurar de alguna manera. Que hubiera conseguido quitarte esa arrogancia. Me parece que mi esperanza ha sido en vano.

—Como no tienes ni la más remota idea de cómo soy o de cómo era, dado que no me has visto en los últimos dieciséis años y antes de eso o estabas como una cuba o hasta arriba solo de Dios sabe qué, no creo que puedas juzgar mi personalidad, de forma positiva ni negativa, Hope.

—Ni puedo hacerlo ni me interesa, por cierto. Y si no vas a ir al grano de esta fascinante conversación, Charlotte, te advierto de que voy a colgar. Tengo mejores cosas que hacer que escuchar el discursito egocéntrico y pedante de una sobrina a la que no veo desde hace siglos.

—Sabes muy bien por qué he llamado. Quiero saber qué tramas con Templeton Hall.

—No tramo nada. Todo es lo que aparenta ser. Tengo la suerte de encontrarme en una situación económica que me permite viajar cuando quiero. Una parte fundamental de mi sobriedad radica en hacer inventario de mi vida y enfrentarme a los errores cometidos cuando me sea posible.

Charlotte suspiró.

—Siento aburrirte, Charlotte. Aunque a lo mejor esto se escapa a tu comprensión, ya que consiste en pensar en otras personas además de en ti misma. Para abreviar, quería llevaros a todos a Templeton Hall para disculparme. Sin embargo, parece que todos, con la excepción de Gracie, estáis demasiado ocupados para escuchar mi disculpa. Aunque he estado meditando sobre el asunto y he llegado a la conclusión de que así tenía que ser. Creo que Gracie puede encontrar cierto alivio al regresar. Estos últimos ocho años han sido muy difíciles para ella y todavía necesita mucho cuidado y mimo. Y, por cierto, no te he visto correr a su lado, ni hace ocho años ni recientemente.

—No te atrevas a meter cizaña entre Gracie y yo. Siempre he estado a un vuelo de distancia. Gracie lo sabe. Y todos hemos estado a su lado.

—¿De verdad? A veces hace falta alguien ajeno a la familia para ver la verdad, Charlotte. Aunque seguro que ya lo sabes después de tantos años en tu negocio. De modo que analizando eso de que os preocupáis por ella… sabes tan bien como yo que Spencer solo se preocupa de sí mismo. Y sí, Audrey ha vuelto de vez en cuando, pero solo cuando le conviene y se pasa casi todo el tiempo enfurruñada porque esa ridícula criatura que se pone en la mano no recibe la suficiente atención. Y tú estás a un vuelo de distancia, efectivamente, pero no lo has tomado muy a menudo. Lo cierto es que has dejado que tu madre cargue sola con la tarea de ayudar a Gracie durante estos difíciles años. Ese es el motivo de esta llamada. Te he obligado a enfrentarte a unas cuantas verdades y por eso has recurrido al manido recurso de que la mejor defensa es un buen ataque.

—Guárdate todas estas tonterías para tus sesiones, ¿quieres? Esto no tiene nada que ver con Gracie. Y he hecho todo lo que he podido por ella. Esta misma semana hemos hablado.

—¿Esta semana? ¿Volviste después del accidente? ¿Te haces una ligera idea de lo que ese accidente supuso para ella? ¿De la culpa que la abrumaba por lo que le sucedió a Tom? ¿Por Nina? ¿Del sentimiento de culpa que sigue abrumándola incluso ahora, después de tantos años?

—Pues claro que la tengo.

—¿Sabes que se dormía llorando todas las noches meses después del accidente, puede que incluso años? ¿Sabes que le escribió una carta tras otra a Nina y a Tom, suplicándoles que la perdonasen? ¿Que les escribió montones de cartas? ¿Sabes que esperaba sentada al cartero, como un perro abandonado, día tras día, con la esperanza de recibir una respuesta?

—Es mentira.

—No lo es, Charlotte. Supongo que estabas demasiado ocupada viviendo a todo tren, construyendo tu imperio, agradeciéndole al cielo todos los días el haber escapado de tu familia. Te habrías ido de Templeton Hall, te habrías ido de Australia, conmigo o sin mí. Yo solo fui una excusa muy oportuna. Se te da bien eso, ¿verdad? Se te da bien lo de echarle la culpa a los demás por tus fracasos, o lo de crear lo que parece una razón válida para hacer lo que realmente quieres hacer. Conozco a gente como tú, Charlotte. Veo a gente como tú todos los días en mis sesiones. Los llamamos los «farsantes». Poseen inteligencia, labia y son mejores a la hora de engañarse a sí mismos que la mayoría de los adictos. Porque siempre pueden justificar sus actos con la excusa de que la culpa es de otra persona. Y no, no me ha fallado el subconsciente. Te considero una adicta. Una adicta al poder. Una adicta a llevar siempre la razón.

Charlotte no replicó.

—¿Te parece que empecemos de nuevo? —preguntó Hope—. Me has llamado para preguntarme por qué voy a llevar a Gracie a Templeton Hall. Creo que ya te he contestado. Si necesitas más información, estaré…

—¿Gracie les escribió tantas cartas a Nina y a Tom?

—Durante casi seis meses, Charlotte. Eleanor las mandaba por ella. Incluso yo le mandé algunas. Sin embargo, solo recibió un silencio absoluto. Eso fue lo que más le dolió, creo. El hecho de que nunca más volviera a saber de ellos.

—¿Nada? ¿Ni una nota o una postal?

—Absolutamente nada. ¿Te puedes imaginar cómo se sentía? ¿Alguna vez te has sentido culpable, Charlotte? ¿Alguna vez has sentido una culpa tan profunda y ponzoñosa, tan abrumadora, que solo piensas en ella, desde que te levantas hasta que te acuestas? Es lo más cerca que se puede estar de la locura. Te pasas los días repasando una y otra vez, cada minuto de cada hora, lo que te condujo al momento de ese terrible suceso. Intentas cambiarlo, intentas reescribir la historia, intentas convencerte de que no podías hacer nada para evitarlo, pero es imposible, porque cuanto más piensas en ello, cuanto más lo revives en tu cabeza, más acabas llegando a la misma conclusión. Es culpa tuya. Tú eres el culpable. Y nada, absolutamente nada, podrá cambiarlo jamás. Con eso ha tenido que vivir Gracie. Con eso tiene que seguir viviendo. Y en su caso es todavía peor, porque había amor de por medio. No solo por Tom, sino también por Nina. La vida de tu hermana quedó hecha añicos aquella noche en Italia, Charlotte, y tú no has tenido la decencia de reconocerlo siquiera.

—Tengo que dejarte, Hope. —Charlotte colgó sin despedirse.

Hope se limitó a sonreír.

—¿En serio? Qué pena. Gracias por llamar.

Charlotte se pasó un cuarto de hora paseándose de un lado para otro por el salón. Fuera, el enorme cerezo era un hervidero de actividad, ya que las hojas se agitaban mientras los pájaros comían. Su vecino estaba enfadado porque no hubiera colocado redes que mantuvieran alejados a los pájaros, porque dejara que la fruta se pudriera de esa manera. Habían mantenido una agria discusión que solo terminó cuando Charlotte recurrió a su acento más arrogante y se cuadró de hombros para recordarle que era su árbol y su propiedad, en definitiva, que era asunto suyo. No habían vuelto a hablar desde entonces. Los pájaros habían hecho más ruido que de costumbre, sin embargo. En circunstancias normales, el ruido la calmaba y verlos le hacía gracia. En ese momento, en cambio, quería salir con una escopeta de perdigones y matarlos a todos.

Había esperado que la conversación con Hope fuera entretenida. No había esperado sentir lo que sentía. Rabia. Culpa. Confusión. Tenía los nervios destrozados. Quería rememorar la conversación con Hope, analizar todo lo que su tía le había dicho, averiguar qué era verdad y qué eran mentiras insidiosas. No era posible. Pero sí podía hacer una cosa. Porque no podía quedarse así. Podía hablar con una persona. Cogió el teléfono y marcó el número.

—Gracie, soy yo —dijo en cuanto su hermana contestó—. He hablado con Hope.

—¿La has aterrorizado por mí? ¿Le has advertido de que si intenta alterar…?

—Gracie, me ha hablado de las cartas que escribiste.

—¿Cómo dices?

—Me ha hablado de las cartas que les escribiste a Tom y a Nina. Del montón de cartas, después del accidente. ¿Ha dicho la verdad?

Se hizo un breve silencio.

—¿Qué te ha dicho?

Charlotte le repitió lo que Hope había dicho. Se hizo otro silencio antes de que Gracie hablara:

—Es verdad.

—¿Por qué yo no sabía nada del tema?

—Porque no estabas aquí.

—Gracie, debería haberlo sabido de todas maneras. Deberías habérmelo contado, no solo lo de las cartas, sino todo lo demás. Ni siquiera me había dado cuenta de que la cosa con Tom iba en serio.

—Lo quería, Charlotte.

—Pero erais unos críos.

—Lo quería, Charlotte.

—Pero si la cosa hubiera ido tan en serio…

—¿Me habría contestado? Eso era lo que yo esperaba. Pero me equivoqué.

—¿No has vuelto a tener noticias?

Una pausa.

—De él no. Nina me escribió una vez.

—Pero Hope me ha dicho que no recibiste respuesta.

—No se lo conté a Hope. Solo se lo dije a mamá y me prometió no contárselo a nadie.

—¿Qué te dijo Nina?

—Prefiero no repetirlo. Pero seguro que te haces una idea.

—Gracie, ojalá me lo hubieras dicho. ¿Por qué tengo que enterarme ahora, después de tantos años?

—Porque ahora es cuando me estás preguntando.

—Lo siento muchísimo. Estaba muy ocupada entonces con mi negocio y…

—Lo sé, Charlotte. Y no estoy enfadada contigo. Solo me limito a contarte cómo pasaron las cosas.

—Habría vuelto si me lo hubieras pedido. Pero mamá dijo que te repondrías a tu debido tiempo, a tu aire.

—Tenía razón.

—Me siento fatal.

—No lo hagas. Estoy mejor.

—¿Qué te dijo Nina? Nada bueno, ¿verdad?

—No, pero si te lo cuento, si vuelvo a pronunciarlo en voz alta, lo repetiré una y otra vez y…

—Lo entiendo. Lo siento, Gracie. Siento no haber estado a tu lado cuando me necesitabas.

—Lo estuviste, a tu manera. Charlotte, por favor, no te preocupes. Pasa de Hope. Ya sabes lo mucho que siempre le ha gustado meter cizaña. Ahora me cae mejor, pero el hecho de que esté sobria no significa que haya cambiado ese aspecto de su forma de ser.

—Si te vuelve a pasar algo parecido, por favor, dímelo…

—¿Te refieres a si vuelvo a provocar un accidente de coche y dejo lisiado a uno de mis acompañantes?

—No estoy bromeando, Gracie.

—Yo tampoco.

Durante la media hora siguiente a la llamada de Charlotte, Gracie intentó terminar lo que estaba haciendo: el equipaje para el viaje. Estaría fuera una semana, de modo que necesitaría cuatro vestidos, tres faldas, camisetas…

No tenía sentido. La llamada de Charlotte la había alterado demasiado. Había intentado concentrarse en los buenos recuerdos de Templeton Hall, había intentado pensar que el viaje con Hope sería divertido. Esos recuerdos desaparecieron de nuevo. Ya sólo pensaba en Tom, a todo color, como si lo hubiera visto por última vez el día anterior y no hacía ochos años.

Se acercó al ordenador, aunque sabía que iba a cometer un error. Se obligó a dejar de hacerlo hacía años, tras interminables horas de búsquedas en Internet, con la esperanza de encontrar alguna mención de Tom, la que fuera. Se dijo que en ese momento se daban unas circunstancias inusuales. Iba a regresar a Australia en cuestión de semanas. Iba a regresar a Templeton Hall. Tal como Audrey había dicho, tenía que estar preparada por si…

Tenía que estar preparada, punto.

Abrió el buscador de Internet y tecleó su nombre. Tom Donovan. Tras unos segundos de titubeos, activó la búsqueda.

Apareció una entrada tras otra. Hacía mucho tiempo que descubrió que había cientos de Tom Donovan por el mundo. Miles. La pantalla que tenía delante estaba llena de menciones. Un Tom Donovan que esquiaba en Nueva Zelanda como parte de un equipo australiano.

Un chico de veintitrés años, cinco años demasiado joven. Tom Donovan, que se presentaba a unas elecciones locales en Irlanda, de cuarenta y dos años. Un Tom Donovan en Facebook, de dieciocho años. Un sacerdote llamado Tom Donovan. Jugadores de béisbol, músicos, fontaneros, analistas políticos. Un comentarista deportivo llamado Tom Donovan, en Melbourne. Cuando vio la primera mención acerca de ese hombre, hacía seis años, se le puso el corazón en la garganta. Revisó una entrada tras otra y encontró artículos que había escrito sobre críquet, sobre la actuación de la selección australiana y también sobre otros deportes, como fútbol y rugby. Leyó cada palabra e incluso encontró transcripciones de un programa que tenía en una radio de Melbourne. Al principio, se quedó de piedra al darse cuenta de lo conservador que se había vuelto, de la deliberada actitud provocadora que demostraba en ocasiones. Siguió más enlaces hasta dar con una fotografía, momento en el que descubrió que no era su Tom Donovan, sino otro mayor, un antiguo jugador de críquet de cincuenta y tantos años que se había reinventado como polémico comentarista. Su nombre volvió a aparecer en esa ocasión, mientras revisaba las páginas de resultados. No leyó sus artículos en ese momento. Siguió buscando algo nuevo, cualquier cosa, cualquier información acerca de su Tom Donovan, acerca de dónde vivía en ese momento o a qué se dedicaba. Encontró a un arquitecto de Sydney llamado Tom Donovan; a un tal Thomas Donovan, pintor en Perth; a un Tommy Donovan, disc-jockey de profesión que ofertaba sus servicios en Brisbane. Tras dudarlo un instante, reinició la búsqueda, pero con más palabras clave. «Tom Donovan» y «silla de ruedas».

«Ya vale», dijo una voz en su cabeza. «Encuentres lo que encuentres no hará que te sientas mejor», siguió esa voz. Pero no le hizo caso.

Encontró a un Tom Donovan atado a una silla de ruedas que blogueaba desde su nueva casa en Estados Unidos. Una vez más, se le subió el corazón a la garganta, hasta que pinchó sobre la biografía y encontró una foto. Tenía cincuenta años y era pelirrojo. Un Thomas Donovan, que trabajaba en la universidad de Sydney como conferenciante en la facultad de Medicina. Sesenta y dos años y calvo. Otro en Inglaterra…

Volvió a escribir «Tom Donovan». Añadió «críquet» y «Australia». Por fin lo encontró al final de la sexta página de resultados, una mención en la sección de biografías de una revista de críquet antigua. Era él. Definitivamente era él. Reconoció la fecha de nacimiento y su currículum. A sabiendas de que le iba a doler, pero incapaz de resistirse, pinchó en el enlace y contuvo el aliento. Lo primero que vio fue una foto, de mala calidad y de hacía nueve años, pero era él, sus ojos y su pelo oscuro, sonriéndole a la cámara. Leyó las dos primeras líneas del párrafo que la acompañaba, aunque lo dejó enseguida y cerró el portátil, cortando la conexión. No fue lo bastante rápida. Lo había visto. Hacían mención a su plaza en la academia nacional de críquet y después una frase: «Una prometedora carrera truncada…»

No le hacía falta seguir leyendo. Una prometedora carrera truncada por un accidente. Una prometedora carrera truncada por Gracie Templeton. Una prometedora vida destruida por su culpa.

«¿Qué esperabas?», dijo la voz de su cabeza. ¿Qué había esperado? ¿Qué creía que iba a encontrar? ¿Su propia página? ¿Fotos suyas jugando al baloncesto, esquiando, compitiendo en las Paraolimpiadas, sobreponiéndose a sus heridas, teniendo éxito y volviendo a ser feliz?

Pero ya tenía algo claro. De ninguna de las maneras iba a intentar encontrarlo mientras estuviera en Templeton Hall, mientras estuviera en Australia. ¿Qué podía decirle que no le hubiera dicho ya en una de las cartas que él había desdeñado: «Lo siento (de nuevo) por arruinarte la vida»? No tenía derecho a esperar nada de él, ya fuera rabia, comprensión o perdón. Había renunciado a cualquier derecho sobre él en cuanto se estrelló contra aquel camión.

En ese momento, se arrepintió de haberle dicho a Hope que la acompañaría. ¿Era demasiado tarde para cambiar de idea? Lo meditó, pero llegó a la conclusión de que debía hacerlo, por el bien de Hope tanto como por el suyo.

No había olvidado la inesperada amabilidad que Hope le demostró en los meses posteriores al accidente. De alguna manera, la búsqueda en Internet había simplificado la cuestión. Se limitaría a llegar a Australia, pasar la semana con Hope y regresar. Y en esa ocasión, tal vez podría enterrar el pasado para siempre.