Chicago, Illinois, Estados Unidos
La chica alta, delgada y muy bien arreglada se encontraba tras el micrófono vocalizando perfectamente y hablando despacio a las ciento cincuenta personas reunidas frente a ella en la sala de conferencias de un lujoso hotel emplazado a la orilla del lago.
—Muchas gracias de nuevo por haber elegido Niñeras Templeton para vuestra formación, por haber depositado vuestro futuro en nuestras manos y, sobre todo, por haber depositado en nuestras manos el futuro de todos esos niños a los que vais a cuidar. Esos niños que serán los que conformen nuestro futuro. Y ahora es un honor presentaros a la fundadora de la empresa, Charlotte Templeton, para la entrega de diplomas.
Charlotte se levantó de su asiento, situado en el centro del estrado, se alisó la falda del traje azul marino de talla XL, que le quedaba demasiado estrecha porque por desgracia sus muslos tenían una imparable tendencia a ensanchar, esperó a que el aplauso finalizara y después caminó hasta el micrófono. Una vez allí, miró a su asistente, Dana, para darle las gracias con un asentimiento de cabeza, y deseó en silencio que la chica no pareciera la modelo de un anuncio de un producto para bajar de peso una vez logrado el objetivo, mientras que ella parecía que necesitaba con urgencia perder peso. En ese momento, miró a la audiencia. Esperó un segundo, dos, tres y contó hasta diez para empezar a hablar. Era un truco que había aprendido hacía años en un curso sobre técnicas para hablar en público y que no fallaba nunca.
—Gracias, Dana —dijo, utilizando su acento inglés, el que se había esforzado mucho por mantener—, por tu maravillosa presentación. Pero la verdad es que quien se siente honrada por estar aquí hoy soy yo. Estar aquí hoy y ver a las últimas diplomadas preparadas para dar sus primeros pasos en el mundo es una experiencia conmovedora para mí. Una culminación. La culminación de meses de duro trabajo y esfuerzo. La unión de la ambición, la inteligencia, la compasión y, también muy importante, el sentido del humor. Todos los ingredientes que caracterizan a las niñeras más solicitadas de Estados Unidos, las diplomadas de Niñeras Templeton. Hoy, queridas diplomadas, al miraros desde este atril…
Mientras proseguía con su discurso, la mente de Charlotte divagó hacia otros asuntos. Como la cena de esa noche, las llamadas de teléfono que necesitaba hacer o la entrevista que pronto saldría publicada en una importante revista especializada. Llevaba ocho años pronunciando discursos como ese cuatro veces al año, y se limitaba a añadir alguna que otra frase nueva para entretenerse. Salvo por ese pequeño detalle, el resto era como llevar el piloto automático. Aunque, claro, todo lo que decía era sincero. No tenía que fingir. Cuando afirmaba que Niñeras Templeton era la agencia de niñeras número uno del Medio Oeste, estaba diciendo la verdad. Había trabajado mucho para alcanzar esa posición. Pero a esas alturas, solo ejercía un papel decorativo. Tal como su querido amigo y mentor, el señor Giles, le había repetido a lo largo de los años, cuanto más alto se llegaba en el mundo de los negocios, menos ocupaciones se tenían.
«Si lo haces bien, si te rodeas de la gente adecuada, te harán todo el trabajo», decía él.
Volvió a concentrarse en el discurso al llegar a las frases finales y más edificantes («Hoy dejaremos de vernos, pero estaré con vosotras en espíritu»), y volvió a mirar a su asistente que en ese instante se acercaba a ella con la bandeja de los diplomas. Le gustaba participar en ese momento concreto. Siempre le resultaba milagroso que las quince o veinte diplomadas (ese día en concreto eran veinticinco) que se acercaban de una en una al estrado hubieran cambiado tanto durante los cuatro meses del curso de formación. Porque ya no eran las estudiantes torpes y perezosas del principio.
—Su agencia parece un colegio privado para señoritas en vez de una agencia de formación para niñeras —le dijo una vez uno de los padres de sus alumnas—. No reconozco a mi hija. Ha obrado usted un milagro.
—Y su hija, a su vez, obrará milagros con los niños a los que cuide —replicó Charlotte. A veces se asqueaba de sí misma cuando se escuchaba soltar todos esos comentarios edulcorados, pero era lo que la gente quería escuchar. En el tema de los hijos, ya se tratara de las niñeras en formación o de los niños de sus clientes, no podía ser demasiado sincera ni mostrarse demasiado preocupada. Además, cuando hablaba, lo hacía de corazón. Casi siempre.
—No te vuelvas una cínica —le aconsejó el señor Giles durante uno de sus encuentros mensuales. Le había estado hablando de una de sus clientas, una imbécil con un hijo muy lerdo de cuatro años. Charlotte convirtió en una anécdota divertida su primera toma de contacto con ambos—. Charlotte, no acabes convirtiéndote en una persona engreída —replicó el señor Giles—. Sí, posiblemente seas más lista y graciosa que mucha de la gente con la que te relacionarás en la vida, pero eso no significa que tengas que burlarte de ellos. Trátalos con respeto y conseguirás su respeto.
Si eso se lo hubiera dicho otra persona, se le habría lanzado al cuello. Nadie le hablaba así a Charlotte Templeton. Nadie salvo el señor Giles, claro. Porque habían tenido una relación honesta y directa desde el principio. Él había atisbado algo en ella que necesitaba para su hijo. Ella había visto en él la oportunidad de escapar y de aprender. Fue una apuesta arriesgada, pero ambos salieron ganando. Charlotte todavía lo llamaba «señor Giles» pese a todos los años que habían pasado. A esas alturas, era una especie de apodo. Su hijo, Ethan, el primer niño que tuvo a su cargo y en muchos sentidos la persona que le había cambiado la vida, tenía ya veinticuatro años y era, modestia aparte, un ciudadano ejemplar. Ethan había pasado sin problemas de un colegio privado a una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, después había hecho un curso de posgrado y en esos momentos trabajaba como arquitecto en Nueva York. Aún eran grandes amigos, ya que la diferencia de edad era irrelevante. Solo dos semanas antes había asistido con él y con su novia a un espectáculo teatral en Broadway y lo habían pasado genial. Nunca lo habría creído posible, pero Ethan, su gracioso pupilo, se había transformado en un adolescente educado y después en un adulto responsable. Podría haber sido muy distinto. Podría haber sido un niño consentido del que ella hubiera huido espantada y gritando unas cuantas semanas después de llegar a Chicago. El señor Giles podría haberse convertido en un viejo verde. Sabía que eso era lo que todo el mundo esperaba, pero no había sucedido.
Poco después de llegar a Chicago, hacía ya tantos años, Charlotte comenzó a escribir un diario. No para expresar sus pensamientos ni sus primeras impresiones, porque no tenía tiempo que malgastar en eso, sino para recordar sus objetivos, sus ideas y sus esperanzas. Hacía poco que lo había releído. Ver hasta qué punto se habían hecho realidad sus sueños era entretenido y gracioso. «Ser mi propia jefa.» «Ser independiente y contar con una fortuna propia.» ¿Habría logrado predecir su futuro? ¿Si hubiera escrito: «Estar felizmente casada» o «Enamorarme», habría sido distinta su vida sentimental? Porque era el único aspecto de su vida que no funcionaba bien.
Al principio, porque no tenía tiempo. Sus obligaciones como niñera incluían cuidar de Ethan casi todas las noches, y en su única noche libre a la semana prefería holgazanear frente al televisor comiendo esas deliciosas galletas americanas en vez de recorrer los bares y pubs de Chicago con las otras niñeras a las que había conocido. Durante los primeros años, fue a un par de citas a ciegas, pero fueron tan desastrosas como las que intentó con su amiga Celia en Melbourne. Parecía que los chicos de su edad no le gustaban. Una noche, una de sus amigas niñeras se emborrachó y confesó que estaba colada por Charlotte. Por un momento, se preguntó si ese era el motivo de todos sus fracasos. Si debería estar saliendo con mujeres y no con hombres. Sin embargo, resultó que no era el caso tampoco. Cuanto más lo analizaba, menos le interesaban las citas y el sexo. Su vida profesional era muy ajetreada. Y tampoco ayudaba que hubiera presenciado tantas relaciones fallidas. La de sus padres, como ejemplo principal.
Según su limitada experiencia (porque reconocía que era limitada), los matrimonios fracasaban por alguna de las siguientes cinco razones: incompatibilidad de caracteres, problemas económicos, infidelidad, aburrimiento o todas las anteriores. El caso de sus padres se catalogaba bajo la etiqueta de los problemas económicos. Muchos y variados problemas económicos, según le había contado Gracie. Charlotte sabía que habían llegado a Australia cargados de deudas y, al parecer, se habían ido de Australia de la misma manera. Y todo por culpa de su padre, según parecía. Un plan descabellado detrás de otro, y al final Templeton Hall fue la gota que colmó el vaso. Aunque a Charlotte no la pillaba por sorpresa. Al ser la primogénita de la familia, había escuchado muchas discusiones entre sus padres, e incluso había llegado a leer alguna de las sucintas cartas remitidas por los abogados durante sus repetidas incursiones en el despacho de su padre.
Al menos, Henry no le había dicho que le pidiera ayuda económica al señor Giles. Eso habría sido ir demasiado lejos. En cambio, al parecer se había embarcado en una gira internacional que lo había llevado a los lugares donde más se apreciaban las antigüedades. Comerciaba con cualquier cosa, ya fueran relojes, porcelana o muebles, en un intento por reunir la mayor cantidad de dinero posible cuanto antes, y aliviaba sus remordimientos enviándoles a sus hijos cientos de postales. Gracie solo veía el lado amable de su padre, por supuesto.
«Está trabajando mucho para intentar solucionar las cosas, Charlotte», le había escrito una vez. «Está recorriendo Inglaterra y Estados Unidos. Creo que no hay ni una sola tienda de antigüedades ni una sola mansión antigua en el hemisferio norte que papá haya pasado por alto. Pobrecillo.»
«Pobrecillo», pensó Charlotte. Una vez la había llamado mientras estaba en Connecticut comprando objetos.
—Papá, podrías venir a verme en vez de llamar por teléfono. Solo tienes que coger un avión. Te lo dice tu pobre primogénita, que vive tan lejos del hogar y la familia.
—Me encantaría, Charlotte, pero no dispongo de tiempo libre durante este viaje. Aunque volveré.
En caso de que hubiera vuelto al Medio Oeste, no la había visitado. ¿Le dolía? A veces. Albergaba sentimientos contradictorios hacia su padre. Tal vez se hubiera distanciado emocionalmente de sus padres la primera vez que la enviaron al internado de Melbourne, hacía ya tantos años. Desde luego, la noticia del divorcio no puso su mundo patas arriba ni le rompió el corazón. En todo caso, le sorprendió que hubieran durado tanto tiempo juntos. Porque obviamente no hacían buena pareja. Su padre era encantador, pero muy informal y se distraía con facilidad, pasando de una aventura arriesgada a otra. Su madre, por el contrario, era demasiado seria. Más intelectual que emocional. La adulta de la relación. El lado bueno era que por lo poco que Charlotte había conseguido sonsacarle a su madre a lo largo de los años, a esas alturas, todas las deudas estaban saldadas. Aunque eso no significaba que sus padres volvieran a hablarse.
La pobre Gracie lo había pasado muy mal. Charlotte había intentado consolarla por teléfono, había intentado explicarle que ella no era la culpable, que sus padres tenían una relación separada de su papel como padres. Lo había intentado de todas las maneras posibles, pero su hermana solo aspiraba a que todo el mundo fuera feliz y comiera perdiz. Siempre había sido una criatura muy buena. Posiblemente demasiado buena para su propio bien.
Quizá no fuera tan extraño que el accidente con Tom y Spencer la hubiera trastornado tanto. De todas formas, estaba segura de que el tiempo curaría sus heridas. Solo tenía veintisiete años. Tenía toda una vida por delante.
Los pensamientos de Charlotte se trasladaron a Spencer. Su hermano parecía estar ganándoles la partida a todos en cuanto a relaciones sentimentales. En su opinión, Spencer cumplía al pie de la letra el dicho del palo y la astilla. Demasiada labia y poca seriedad. Aunque no podía negar que era un chico muy simpático y que sus pintas de adolescente hippie parecían volver locas a las chicas. La última, la irlandesa Ciara, parecía muy agradable por teléfono. Más agradable que la sueca Anna o la polaca Katerina. Ciara también parecía lista. Organizada. Charlotte estaría dispuesta a apostar mil dólares a que era el cerebro de Ciara el responsable del ridículo pero sorprendente éxito de la escuela de surf irlandesa. Sí, Tiburón… Phineas Taylor Barnum, el empresario circense que fundó lo que sería conocido como «El Mayor Espectáculo del Mundo», tenía razón al afirmar que en el mundo nace un tonto por minuto, así que todo aquel que se dejara engañar por Spencer se lo tenía bien merecido.
Y siguiendo con el repaso a su familia, le tocaba el turno a Audrey. Charlotte reflexionó un momento sobre su hermana y decidió que no había nada sobre lo que reflexionar. Era un poco vergonzoso admitirlo, pero Audrey la aburría. Por su absoluto egocentrismo. Por su consabido «Greg me salvó la vida». Por la tontería de «Nadie ve la artista que llevo dentro». En fin, que aburría a las ovejas, como solía decir una de sus estudiantes. Cuanto antes aceptara Audrey que se ganaba la vida metiendo la mano en un ridículo calcetín, mejor. Ya estaba bien con la tontería del temperamento artístico. Mejor dejarlo para los verdaderos artistas. Claro que nunca se lo diría a Audrey a la cara. Conociéndola, era muy posible que volviera a dejar de hablar, y ella tendría que pasarse las horas muertas hablando por teléfono con Grig, que parecía buena gente, pero ¡por el amor de Dios, qué hombre más aburrido! Y pensar que Audrey y él eran los encargados de estimular a través del televisor a miles de niños de todo el planeta. ¿Qué estaban creando, una generación de zombis obsesionados con un calcetín? Charlotte había visto medio episodio de ¡La hora de Bobbie! durante una de sus raras visitas a Londres y se había quedado horrorizada al ver lo anticuado que era con toda esa conversación dirigida a la cámara y esas canciones del año de la polca. Menos mal que no habían conseguido vender el programa a ninguna cadena de televisión por cable estadounidense. Eso sí que habría sido un golpe a la credibilidad de Charlotte entre sus clientes.
¡Ay, la familia! ¿Cómo era el dicho aquel? «No se puede vivir con ella, pero tampoco se puede vivir sin ella.» Ella tenía otra versión: «No puedo vivir con ella… ni quiero.» Desde que se mudó de Melbourne a Chicago veía a su familia una vez al año, y a veces menos. Nunca en Navidad. No mientras Hope fuera una invitada en casa de los Templeton para esas fechas, ni siquiera mientras su novio estuvo vivo. ¿Su novio? Siempre le había parecido un término ridículo, demasiado juvenil, teniendo en cuenta lo viejos que eran los dos. «Amigo al que desplumar» habría sido una definición más acertada, según lo que Spencer le había contado sobre el amante de Hope. Rico, lerdo, practicante de la filosofía new age e inexplicablemente devoto de Hope hasta el día de su repentina muerte.
Con Hope o sin Hope, el motivo principal de que Charlotte no hubiera vuelto a casa por Navidad se debía a que esas fechas eran un periodo de mucho trabajo en Chicago. Ethan y el señor Giles siempre salían de vacaciones en Navidad. Y Charlotte hizo correr la voz entre su círculo de amistades de que estaba libre para aceptar trabajos durante ese periodo de tiempo. De modo que le llovieron las ofertas con sueldos astronómicos. Ser testigo de todas esas Navidades ficticias había hecho muy poco para convencerla de los aspectos positivos del matrimonio y del amor. Porque durante esos años se había cansado de ver ejemplos de matrimonios desavenidos. Parejas que parecían completos desconocidos. Padres que apenas conocían a sus hijos. Madres que preferían a un hijo y dejaban a los otros de lado, o que no parecían querer a ninguno de ellos. ¿Por qué iba a tener ella mejor suerte?, se preguntaba Charlotte. Si por casualidad conocía a un hombre, se enamoraba y tenía hijos, ¿qué impediría que su matrimonio fracasara al cabo de unos años? Al final, le resultó muy fácil tomar una decisión. Se había convertido en una mujer de negocios dispuesta a conseguir todos sus objetivos. Y no solo a conseguirlos, sino a sobrepasarlos. La ceremonia de graduación a la que asistía ese día era el ejemplo más reciente.
Ya eran casi las dos de la tarde cuando se despidió del último padre con un apretón de manos, de la última madre con un beso en la mejilla y de la última alumna con un abrazo. Las veinticinco habían conseguido puestos de trabajo en el Medio Oeste. Otro curso de formación que había sido un éxito rotundo. Y una lista de espera con más de cien personas. Y no solo para realizar el curso de formación, sino también clientes potenciales dispuestos a contratar a sus alumnas. Esa certeza era una fuente diaria de satisfacción.
Encendió el móvil mientras se subía al asiento trasero de su coche. Un Mercedes‑Benz clase S. Ese coche, y su conductor, Dennis, eran el único lujo que se permitía tanto en su vida profesional como privada. Fue idea del señor Giles: «Piensa en todo el tiempo que pasas desplazándote de un lado a otro, y piensa en todo el trabajo que podrías hacer en vez de despotricar durante los atascos. Un conductor profesional equivale al menos a cuatro horas extra de trabajo al día.» Y tenía razón, por supuesto. A veces conseguía trabajar más en el coche que durante dos o tres días en su despacho, sobre todo desde que tenía la Blackberry.
Todo eso había hecho que le resultara muy fácil tomar la decisión de mudarse de la ciudad de Chicago a la pequeña ciudad histórica de Woodstock, situada apenas a una hora en coche. En realidad, le encantaba poder hacer ese trayecto todos los días. De vez en cuando, cogía el tren para ir a Chicago y volver, sobre todo durante los meses cálidos, ya que no le importaba ir a pie a la estación. Sin embargo, empezaba a trabajar muy temprano y se quedaba hasta muy tarde en la oficina, de manera que las horas punta no la afectaban. O no afectaban a Dennis, más bien. A veces se quedaba en alguno de los apartamentos de alquiler del señor Giles, que siempre se aseguraba de que hubiera uno libre para ella, por si se quedaba trabajando hasta altas horas de la noche. Sin embargo, en conjunto prefería la vida de una pequeña ciudad como Woodstock durante los fines de semana. Le gustaba la sensación que la invadía todas las noches al pasar por el cartel de bienvenida a la ciudad: «Bienvenido a Woodstock, un destino distinguido.» Le gustaba el hecho de que la ciudad fuera famosa por haber sido el escenario donde se rodó la película Atrapado en el tiempo. Pero, sobre todo, le gustaba su casa. La encontró en tan solo dos fines de semana visitando propiedades disponibles con un agente inmobiliario de la localidad. Una casa de dos plantas, con dos dormitorios y fachada de madera situada en la avenida principal por la que se accedía a la plaza. Tenía un porche, vidrieras de colores y un jardín lleno de flores y árboles frutales. Era calentita en invierno, fresca en verano, llena de luz durante todo el año y con el tamaño justo. Mucho espacio, pero fácil de limpiar. Además, contaba con una cocina moderna y totalmente equipada. Porque a Charlotte le encantaba cocinar. También le encantaba comer, más de la cuenta, por desgracia. La parte positiva de su sobrepeso era la ventaja que suponía para su negocio. Las niñeras gordas gustaban y había descubierto que también gustaban las instructoras gordas. Y mucho más si era una instructora gorda con acento inglés. Su voz le otorgaba la autoridad y su corpulencia, el factor entrañable.
En Woodstock apenas se relacionaba con nadie. Iba a la librería, a las cafeterías o restaurantes de la plaza durante los fines de semana si le apetecía. De vez en cuando, asistía a algún concierto o a alguna obra de teatro en el antiguo Teatro de la Ópera. Hablaba con sus vecinos lo justo para ser educada, pero se alegraba de mantener su intimidad. Bastante hablaba durante sus horas de trabajo. Decidió que tenía lo mejor de los dos mundos. Una carrera profesional de éxito y una vida doméstica tranquila.
En ese momento, sentada en el asiento trasero de su coche, bebió un sorbo de agua helada de la botella que Dennis había tenido el detalle de dejar preparada y le echó un vistazo a su Blackberry. Quince llamadas para devolver y seis mensajes de índole personal, tal como esperaba. Dos de Audrey, dos de Spencer y dos de Gracie. Le gustaba ver cómo se apresuraban a obedecerla cada vez que chasqueaba los dedos. Le devolvió un mensaje a cada uno, anotó en la agenda una llamada a cuatro bandas para primera hora de la mañana y volvió a enfrascarse en su vida laboral.