Auckland, Nueva Zelanda
Audrey Templeton se inclinó hacia la marioneta hecha con un calcetín que tenía en la mano izquierda, fingiendo escuchar con atención lo que le decía antes de mirar con una sonrisa deslumbrante a los doscientos niños inquietos que estaban sentados con las piernas cruzadas en el suelo, delante de ella. Llevaba en el centro comercial desde las cuatro de la tarde, de eso hacía tres horas y cinco actuaciones, y estaba a punto de caerse desmayada por el hambre y el cansancio. Pero consiguió hablar con la voz cantarina que los niños esperaban mientras continuaba su actuación con la marioneta.
—¡Es verdad, Bobbie! Tenemos tiempo para una canción más, ¿a que sí? ¿Queréis cantar conmigo, niños? Es la canción preferida de Bobbie, y la mía también, ¡y seguro que todos os sabéis la letra! ¿Estáis preparados?
A su espalda, una enorme pantalla comenzó a emitir imágenes a todo color mientras aparecían las palabras «Si eres feliz y lo sabes, aplaude» al tiempo que una pelota que rebotaba guiaba a los inquietos niños por la canción.
—Otro día, otro dólar y otros dos mil niños histéricos de seis años —dijo su director de producción, James, diez minutos después, mientras la acompañaba a lo que el contrato describía como «una zona de vestuarios cómoda». En realidad, era un almacén con un pequeño espejo, iluminado por lo que a todas luces era una lamparita prestada.
Ojalá James no fuera tan cínico todo el tiempo.
—Parecían disfrutar, y eso es lo importante.
—Audrey, los niños no tienen gusto. Disfrutarían aunque le dieras la vuelta a Bobbie y te pusieras a darle patadas durante dos horas.
Fingió tapar las orejas inexistentes de Bobbie con la mano.
—No hagas caso al hombre malo, Bobbie. Esos niños te quieren. Sus padres te quieren. Greg y yo te queremos.
—Yo también te quiero, Bobbie —dijo James con un suspiro—. Échale la culpa a mi resaca. Hubo un tiempo en el que soñaba con Hollywood, ¿sabes? Con el West End. Incluso con Bollywood. ¿Y dónde estoy? Atrapado en centros comerciales sin aire acondicionado una semana tras otra.
Audrey decidió que ya estaba harta de James por ese día. Miró el reloj. Poco más de las siete de la tarde.
—¿Has visto a Greg? Me dijo que posiblemente llegara para esta hora.
James negó con la cabeza.
—Pero te han llamado al móvil un par de veces durante la actuación. A lo mejor está en un atasco. En ese miniatasco de quince minutos que tenemos en nuestra patética hora punta.
Audrey también pasó del último comentario mientras sacaba el móvil. Tenía dos llamadas perdidas. Frunció el ceño al ver el número. No era el de su marido, Greg, sino el de su hermana Charlotte. Charlotte nunca la llamaba para hablar. Su primer pensamiento fue que había pasado algo malo. Que les había pasado algo a sus padres.
—Perdóname un momento —le dijo a James al tiempo que salía. El repentino chillido de los niños hizo que volviera dentro enseguida.
—Si sales por esa puerta, a lo mejor hay menos ruido —comentó James—. Anda, dame a Bobbie.
Audrey extendió el brazo, obediente, para que James le quitara la sudada marioneta.
—Airéalo un poco antes de guardarlo, ¿quieres? Hoy esto parecía una sauna —dijo antes de salir por la puerta trasera y pulsar la tecla de rellamada. Esperó a que diera señal mientras calculaba la diferencia horaria con Chicago. Si acaso Charlotte estaba en Chicago, claro. Porque a lo mejor ya estaba en Londres si la situación era muy mala.
La llamada fue desviada directamente al buzón de voz: «Ha llamado a Charlotte Templeton, directora de Niñeras Templeton, la galardonada agencia de formación para niñeras y la mejor empresa de servicios de atención y educación infantil del Medio Oeste. Si quiere contratar un servicio a medida para su familia o recibir información acerca de nuestros galardonados cursos de formación, llame al número gratuito de la agencia. También puede dejarme un mensaje para que le devuelva la llamada lo más pronto que sea humanamente posible.»
¿Humanamente posible?, se preguntó Audrey. ¿En contraposición con qué? Suspiró mientras esperaba que terminase la larguísima publicidad. Por fin, sonó el pitido.
—Charlotte, soy yo, Audrey. ¿Va todo bien? Me has pillado en plena actuación. Llámame cuando puedas, ¿vale?
Sin embargo, la preocupación de que les hubiera pasado algo a Henry o a Eleanor le impedía quedarse cruzada de brazos, esperando. Volvió a hacer cálculos con la diferencia horaria. Era por la mañana temprano en Inglaterra. Llamó a Gracie al móvil. Otro buzón de voz. Pero al menos uno normal: «Has llamado a Gracie. Por favor, deja tu mensaje.»
—Gracie, soy Audrey. ¿Va todo bien con todos? Tengo dos llamadas perdidas de Charlotte. Llámame cuando puedas.
Buscó el número de Spencer en la agenda, llamó y luego cortó la llamada. No estaba de humor para hablar con Spencer. Rara vez lo estaba.
Dio un respingo cuando sonó el teléfono. No era ni Charlotte ni Gracie, sino su marido. Sonrió.
—Hola, cariño.
—¿Cómo te ha ido? ¿Se han quedado roncos pidiendo un bis? Estoy a unos diez minutos. He comprado la cena. Y no me digas que tienes que recoger las cosas. Para eso le pagamos al vago de James. Y voy a llamarlo para decírselo. Nos vemos pronto, cariño.
—Lo mismo te digo. —Seguía sonriendo cuando comenzó a desmaquillarse. Su adoradísimo Greg. ¿Qué haría sin él?
Llevaba años haciéndose la misma pregunta. ¿Qué habría sido de su vida si su madre no la hubiera llevado a la consulta de Greg aquel día? ¿Estaría ingresada en alguna clínica? ¿Encerrada entre las paredes del silencio? «De la oscuridad puede brotar la luz», esa era una de sus citas preferidas. ¿Qué si no oscuridad del alma habían sido esos terribles años en silencio que había padecido? Porque los había padecido, no se los había inventado por mucho que dijera Charlotte.
Cuando echaba la vista atrás hacia aquella etapa de su vida, era como ver a otra persona, no era ella misma. Aún recordaba la espantosa noche del ataque de pánico escénico, aún recordaba la humillación, el pánico, la terrible laguna mental… no se parecía a nada que hubiera experimentado ni antes ni después. No le había quedado más remedio que encerrarse en sí misma, que intentar bloquear el mundo exterior de cualquier manera.
«Mutismo selectivo» se llamaba, hasta ahí llegaba. Pero su caso no había tenido nada de selectivo.
Incluso en ese momento, tantos años después, era capaz de recuperar la sensación de seguridad y, sí, también de paz que le había brindado el elegir guardar silencio. Había eliminado muchísima presión. De repente, las expectativas de todos se redujeron. Además, aunque solo lo admitiera en su fuero interno, había disfrutado de toda la atención recibida. Una atención que no necesitaba que ella interactuara. Su intención jamás fue la de preocupar a su familia, mucho menos a su madre. Por supuesto que no había sido su intención. Si hubiera podido hablar con normalidad, lo habría hecho y le habría ahorrado a su madre todos esos años de preocupaciones y de investigación sobre tratamientos. Pero la mente era algo muy complicado, como le habían dicho incontables especialistas y médicos.
Y podría haber sido mucho peor, ¿verdad? Podría haberse dado a la bebida o a las drogas como Hope. Podría haber empezado a automutilarse. Haber desarrollado un desorden alimenticio. Dentro de lo que cabía, su decisión subconsciente de dejar de hablar, de bloquear el mundo exterior a través del silencio, era lo más amable que podría haberle hecho a su familia. Incluso Gracie le había dicho que le encantaban las notas que solía escribirle, ¿verdad? Y su padre le había dicho a menudo lo agradable que era tenerla cerca. Estaba sufriendo, pero había conseguido guardarse su dolor, no había sido egoísta. Aunque Charlotte nunca le reconoció el mérito. Ni Spencer. Los dos habían sido muy impacientes con ella, incluso después de tomar la decisión y sí, de hacer el esfuerzo, de volver a comunicarse con su familia en casa.
—Si puedes hablar con nosotros, ¿por qué no puedes hablar con los demás?
No era tan sencillo. Pero no lo entendían. Ninguno lo entendía.
Hasta que Greg llegó a su vida. Aún recordaba su primera cita, en un centro de terapia alternativa en Sheperd’s Bush. Tenía veintidós años. Greg estaba en el suelo, rodeado por piezas de Lego, cuando ella entró en la sala. Se sorprendió al ver lo joven que era, veintitantos o treinta y pocos, aunque su cara redonda le otorgaba un aspecto todavía más juvenil. Los otros especialistas que había visto rondaban los cincuenta o los sesenta e iban trajeados, no llevaban camiseta y vaqueros como ese hombre. La miró con una sonrisa, primero a ella y después a su madre, y después le dijo a su madre con su dulce y agradable acento neozelandés que Audrey y él se las apañarían muy bien a solas mientras ella esperaba en el pasillo.
—He leído tu historial, Audrey —dijo Greg, que seguía de rodillas en el suelo—. No has hablado con nadie salvo con tus parientes más cercanos en casi seis años, ¿verdad? —No esperó a que contestara con un gesto de la cabeza ni a que comenzara a hablar de repente, como algunos especialistas habían hecho—. Estoy seguro de que tienes tus motivos y de que algún día me los contarás, pero ahora… ¿puedes ayudarme con este lío? Acaba de irse un niño pequeño y se me ocurrió la brillante idea de construir un castillo mientras hablábamos, pero la cosa no ha salido muy bien. Hemos terminado más con las ruinas de un castillo que con un castillo en sí. Claro que a lo mejor eso era lo que quería hacer el niño.
Se sentó en el suelo con él mientras Greg hablaba y le hacía preguntas que solo requerían que asintiera o negara con la cabeza, hasta que recogieron todos los bloques. En ese momento, Greg hizo una pausa, y fue entonces cuando Audrey esperó las preguntas habituales: «Dime, Audrey, ¿qué te pasa? ¿Qué sucedió? ¿Por qué no quieres hablar? ¿Quieres que vaya en busca de papel y lápiz para que puedas contármelo por escrito?»
En cambio, Greg volvió a esparcir los bloques, le sonrió y dijo:
—Nosotros somos mucho más maduros. ¿Quieres que veamos si somos capaces de construir un castillo juntos?
Cuarenta minutos después, su sesión se había terminado y el castillo estaba a medias. Lo miró, miró a Greg y no dijo nada, pero él pareció leerle la mente.
—Es una pena no terminarlo, ¿no te parece? ¿Vas a volver mañana? ¿Sobre las once?
Terminaron el castillo al día siguiente. A la semana siguiente, tuvo otras dos sesiones con él. Pintaron paisajes juntos. A la semana siguiente, se pasaron a las marionetas. A la siguiente, fue la alfarería.
—La verdad es que no tengo formación médica —confesó Greg, a lo largo de la constante charla que conformaba la banda sonora de la hora que pasaban juntos—. Quería ser profesor de arte, pero después me interesé por las mentes humanas tanto como por sus manos y sus ojos. Y me di cuenta de que en el mundo todo se reduce a algún tipo de creatividad, ¿no crees? No se construirían puentes si alguien no los imaginara antes. Ni las carreteras. Ni los rascacielos. No habría libros, ni obras de teatro, ni películas, ni poemas. Ni siquiera habría guerras, golpes de estado o crímenes, nada de eso existiría si la gente no se imaginara una vida distinta. Eso también lo puedes hacer tú, por cierto. Imaginarte una vida distinta.
Durante una sesión en la semana número doce, habló. Greg le preguntó cómo estaba y ella respondió: «Bien, gracias.» No reaccionó de ninguna manera, no hizo aspaviento alguno. Se limitó a asentir con la cabeza, a decirle que se alegraba de oírlo y a comenzar con el proyecto de esa semana, un colorido collage de papel y pintura. Su madre estaba extasiada cuando Greg se lo contó. A la semana siguiente, pronunció tres frases mientras preparaban una jardinera para la primavera, enterrando bulbos de tulipanes y campanillas en la tierra oscura.
A la semana siguiente, además de sus sesiones ordinarias entre semana, Greg sugirió una salida el sábado. Solo si su madre estaba de acuerdo, puntualizó. Su madre lo estaba. A lo largo de los meses siguientes, salieron todos los sábados: a Hyde Park una semana; a Covent Garden otra; una excursión a Oxford; un paseo por el Támesis; una visita a la Tate Gallery. Viajaron en metro y taxi, pasearon y cogieron autobuses y trenes. Era Audrey quien se despedía de los chóferes, quien compraba las entradas, quien preguntaba por las indicaciones para llegar a los sitios y quien sugería adónde ir a continuación.
Cuatro meses después de que le hablara por primera vez, Greg le dijo que lo sentía mucho, pero que tenía que traspasar su caso a uno de sus colegas.
—¿Por qué? —preguntó ella con esa voz titubeante que seguía aprendiendo a usar—. ¿Ya no te caigo bien?
—Ese es el problema, Audrey. Que me caes demasiado bien. De hecho, creo que estoy enamorado de ti. Así que, éticamente, no puedo seguir tratándote.
Charlotte se convirtió en la Indignada de Chicago nada más enterarse.
—Deberían echarlo de la profesión médica —le dijo a su madre—. Es evidente que se ha aprovechado de ella. Demándalo. O lo haré yo si tú no lo haces. —Se calmó un poco cuando se enteró de que Greg no estaba colegiado—. ¿¡Qué!? ¿Ahora salen clínicas de terapia alternativa como setas en Inglaterra? ¿Qué está pasando ahí?
Muchísimas cosas buenas, una detrás de otra. Su compromiso. Su mudanza a Manchester, donde le ofrecieron a Greg un puesto en una clínica. El día de su boda, su día especial, los dos juntos, con dos trabajadores del juzgado como únicos testigos, que no tuvieron el menor problema en escuchar cómo ella pronunciaba sus votos con voz delirante de felicidad. Era lo más cerca que podían estar de una fuga. Una boda por la iglesia era impensable. No solo Greg estaba lejos de su casa y de su familia, sino que además se había criado sin educación religiosa. En cuanto a ella, no quería tener que lidiar con el drama de que sus padres estuvieran bajo el mismo techo en una iglesia. Era su día. No quería gafarlo de ninguna manera.
Tras las esperadas quejas por haberle negado a su familia el gran día, Charlotte les dio su bendición, aunque Audrey tuvo que soportar un montón de chistes de mal gusto al principio.
—¿Casada? ¿Cómo narices has dicho «Sí, quiero» cuando debías?
Como Audrey ya hablaba, a Charlotte le parecía graciosísimo hacer chistes de su etapa muda.
Gracie recibió a Greg con los brazos abiertos, por supuesto. Audrey no recordaba si Spencer había sido amable con Greg o no. No estaba mucho en casa por aquel entonces, y si estaba, solía estar tan colocado que no decía nada.
En cuanto Eleanor aceptó el hecho de que no solo era éticamente aceptable que Audrey se hubiera enamorado de su terapeuta, sino que también se hubiera casado con él, pareció alegrarse mucho por ella. En cuanto a su padre…
—¿No debería conocerlo antes de casarnos? —le preguntó Greg en una ocasión—. No para que me dé su permiso, pero sí para conocerlo al menos.
Eso había sido más difícil de decir que de hacer. Ninguno de ellos sabía con seguridad dónde estaba su padre.
—Viaja mucho por cuestiones de trabajo —solían decir todos. Por Reino Unido, por América, por Asia o por dondequiera que estuviese el trabajo.
Su madre nunca hablaba de él, aunque, por lo que Audrey sabía, seguía mandándole un cheque de forma regular. En una ocasión, abrió una carta suya por error y se quedó de piedra al ver la cantidad. Se atrevió a mencionárselo a su madre, atreviéndose además a preguntarle por qué seguía viviendo en una zona tan vulgar de Londres si Henry le pasaba semejante pensión. La furiosa respuesta de su madre la sorprendió.
—Me gano el pan, Audrey. El dinero que tu padre manda no tiene nada que ver con la pensión. Y créeme, esos cheques solo son un granito de arena en el desierto.
Una vez, Greg le preguntó si sus padres se iban a divorciar, y ella se avergonzó un poco al reconocer que no lo sabía. Tampoco recordaba haberse alterado mucho cuando anunciaron que se iban a separar. Al fin y al cabo, su vida era un caos por aquel entonces, ya que estaba probando muchos tratamientos distintos. Que la condujeron hasta Greg. Su adorado Greg.
Sus aventuras no cesaron con su boda sorpresa. Llevaban casados unos cuantos meses cuando se dio cuenta de que Greg echaba de menos su país, de que hablaba con nostalgia del paisaje y de la libertad de su infancia, de lo mucho que lo aburrían las multitudes que se encontraban por todas partes, de los largos trayectos, del constante cielo gris. Detalles que hacían que Nueva Zelanda pareciera muy hermosa y virgen. Muy, pero que muy atractiva…
Sacó el tema una mañana, durante el desayuno. Mientras Greg trabajaba, ella hacía labores voluntarias en la sala de terapia artística de un hospital local. Fue él quien sugirió que no volviera a estudiar ni a trabajar a jornada completa todavía. Que había tiempo de sobra para eso en el futuro.
Vio la inmediata reacción positiva en sus ojos, y también se percató de la rapidez con la que Greg intentó ocultarla.
—Pero, ¿qué me dices de tu familia? —le preguntó él—. ¿Cómo vas a dejarlos?
«Sin problemas», se dio cuenta. Era muchísimo más feliz con Greg de lo que lo había sido con su familia. Aunque creyó conveniente expresarlo de otra manera.
—Seré feliz allí donde tú estés, y si tú vas a ser más feliz en Nueva Zelanda, yo también.
Faltaban pocos meses para la fecha de su vuelo a Auckland cuando Gracie, Spencer y Tom tuvieron el accidente en Italia. Había sido una pena. Pobre Tom. Y pobre Gracie, claro. Audrey se imaginaba lo culpable que se sentiría.
Por insistencia de Greg, Audrey se ofreció a retrasar el viaje a Nueva Zelanda, pero por suerte su madre insistió en que Greg y ella no debían alterar sus planes. Spencer ya se estaba recuperando y Gracie lo haría a su debido tiempo y a su manera, le dijo su madre. Solo podían dejar que el tiempo curase las heridas.
—Vete, Audrey. Es hora de que disfrutes de tu vida.
Y así lo hizo. El mes siguiente se cumplirían ocho años desde su traslado a Auckland. Ocho años muy felices. Tenían una maravillosa casa en Ponsonby, llena de luz, y cerca de muchísimos restaurantes y galerías de arte; y tenían una segunda vivienda todavía más maravillosa en la isla de Waiheke, con su maravilloso paisaje y sus viñedos, a un corto trayecto en ferry, donde pasaban los fines de semana. Habían discutido la posibilidad de tener hijos, pero decidieron que la paternidad no era para ellos. Al fin y al cabo, trataban mucho con niños en su vida laboral. En su exitosa y maravillosa vida laboral. Había momentos en los que todavía se pellizcaba para creerse que todo le hubiera salido tan a pedir de boca. Aunque todo se lo debía a Greg, por supuesto.
Seis semanas después de llegar, Greg vio en un periódico un anuncio solicitando gente para un grupo teatral de la zona.
—Inténtalo. Si no te gusta, no tienes que volver.
El grupo estaba haciendo pruebas de selección para la pantomima infantil anual, y ese año sería una mezcla de actores con marionetas. La pega era que los actores debían llevar sus propias marionetas y escribir sus guiones.
—¿Qué sé yo de marionetas? —protestó esa noche en casa.
—Solo tienes que hacer algo sencillo y colorido —le aconsejó Greg—. Como esto. Mira. —Y allí mismo sacó un largo calcetín naranja de su cajón, se lo puso en la mano y empezó una animada y chistosa conversación.
—¿Una marioneta hecha con un calcetín? —preguntó Audrey—. ¿Te has vuelto loco?
Greg llamó a los hijos de sus vecinos para que sirvieran de cobayas. Audrey, un poco avergonzada y bastante tímida, probó sus aptitudes como titiritera y diferentes voces con los niños. Que ni se inmutaron. Solo cuando fingió que la marioneta le susurraba y que solo ella podía oír lo que le decía consiguió captar su atención.
—Es gracioso —dijo uno de los niños—. ¿Cómo se llama?
—Pues la verdad es que se llama como tú —contestó ella—. Bobbie.
Tres semanas después de que acabara la aclamada actuación de Audrey en la pantomima, Greg vio que anunciaban una vacante en un nuevo programa infantil de una cadena nacional. «Magos, saltimbanquis y titiriteros son bienvenidos», decía el anuncio. Los dos estuvieron de acuerdo en que Bobbie, la marioneta-calcetín, estaba bien para una pantomima, pero que no bastaría para un programa de televisión. De modo que hicieron otra marioneta, también con forma de calcetín, pero de mejor calidad y con el mismo cuerpo naranja, botones negros por ojos y una mata de pelo azul hecha con lana. Cuando los productores del programa le ofrecieron a Audrey un espacio habitual, como el enlace entre los dibujos animados y los juegos patrocinados por marcas comerciales, Greg la instó a aceptarlo.
—No es el West End, cierto, pero es un trabajo remunerado, es divertido y se te da genial. ¿Por qué no probarlo?
En ese momento, más de seis años después, ¡La hora de Bobbie! era uno de los programas infantiles más populares de Nueva Zelanda, había ganado un montón de premios educativos y también se había vendido a televisiones por cable de Australia, Singapur, Dinamarca y algunos países de Latinoamérica. El programa no solo le había dado cierta fama en Nueva Zelanda. También había hecho que Greg y ella fueran bastante ricos. Si bien ella tenía un contrato personal con la cadena de televisión, había conservado los derechos de autor de cualquier producto relacionado con la marioneta Bobbie, más por suerte que por iniciativa propia. En los tres años anteriores, dichos productos se habían multiplicado e incluían juguetes, maletines para el almuerzo, chubasqueros, rompecabezas, juegos de mesa, botellas e incluso cepillos de dientes. Greg había dejado su trabajo como terapeuta y era el administrador universal de Bobbie Enterprises.
—San Greg —lo llamaba Charlotte, aunque a Spencer y a ella les resultaba muchísimo más gracioso, por patético que fuera, llamarlo «San Grig», exagerando el acento neozelandés. Si no se reían del acento de Greg, se reían del trabajo de Audrey.
—¿Os ha llamado ya Peter Jackson para la siguiente película de El señor de los anillos? —preguntó Spencer la última vez que volvió a casa para una visita muy breve—. Ya me lo imagino: EL BOBBIT.
—Seguro que el escenario es el gran amor de Bobbie, ¿no? —dijo Charlotte—. Ya me lo imagino interpretando a Hamlet. Ser Bobbie o no ser Bobbie, he ahí la cuestión.
Los dos se habían desternillado de la risa.
Audrey se echó a llorar mientras hablaba largo y tendido con Greg esa noche. Había estado ansiosa por compartir los detalles de su vida en Nueva Zelanda. Incluso había comprado un DVD de ¡La hora de Bobbie! para enseñárselo. No habían visto ni diez minutos.
—No les hagas caso —le dijo él—. Están celosos.
—No están celosos. Son malos.
Eleanor pareció la más interesada en sus anécdotas, pero Audrey se dio cuenta de que estaba distraída. Y Hope, por una vez, no tenía la culpa. Su tía llevaba años sin probar el alcohol en aquel entonces. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que su madre siempre había estado distraída. Uno de los terapeutas a los que acudió durante su «etapa mala», como se refería a su periodo de silencio, había intentado ahondar en la relación con su madre. Audrey creía que todo iba bien entre ellas, pero tal vez no fuera así…
Al menos, Gracie sí parecía interesada.
—¡Mi hermana, la estrella de la tele! —exclamó cuando fue a buscarla a Heathrow en una de sus visitas.
También le dijo que creía que Bobbie era monísimo, que era maravilloso que hubiera encontrado su lugar, que la televisión infantil era una forma de entretenimiento muy importante, que ayudaba a formar las mentes jóvenes, a estimular su imaginación. En el fondo, creía que Gracie había exagerado bastante. Como si estuviera interpretando el papel de hermana interesada y no lo sintiera de verdad.
Audrey recordó que en aquel momento Gracie estaba parada. Greg se preguntaba si el historial laboral de Gracie se veía influido por el accidente, si tal vez el sentimiento de culpa le había provocado un trauma, impidiéndole centrarse en un trabajo o en un interés en concreto. Audrey le explicó que Gracie era así desde pequeña, que pasaba de una idea a otra, de una actividad a otra, siempre llena de entusiasmo. Sin embargo, el accidente sí que la había cambiado, pensó. Había hecho que fuera más seria. Que estuviera más triste. Claro que nunca se había atrevido a hablar de Tom con Gracie. Al principio, porque su madre le había dicho que alteraba demasiado a su hermana, que ya estaba atormentada por la culpa. De modo que decidió que si Gracie quería hablar de Tom, ella misma sacaría el tema. De momento, y para su alivio, no lo había hecho.
Audrey nunca lo diría en voz alta, ni siquiera lo reconocería ante Greg, pero se alegraba de que hubiera miles de kilómetros de distancia entre su familia y su nueva vida. Tal vez ellos sintieran lo mismo. Ninguno se había molestado en ir a Nueva Zelanda, después de todo. La farsa que solía repetir su padre de que todos volverían a Templeton Hall y de que se pasarían por Nueva Zelanda de camino seguía en pie, pero Audrey no creía que eso llegara a pasar. Siempre le había parecido improbable, mucho más después de la separación de sus padres. Pero después del accidente de Tom, cuando Nina se mudó de forma tan repentina… en fin, a saber en qué estado se encontraría la propiedad en la actualidad.
A menudo, temía recibir una llamada como la que debió de recibir Nina, con la noticia de que algo malo le había pasado a un miembro de su familia y de que tenía que volver a Inglaterra de inmediato. Sobre todo en un momento como ese, cuando estaba tan ocupada con Bobbie. Al menos, el mensaje de Charlotte tenía algo bueno, porque si les hubiera pasado algo a sus padres, sin duda su hermana se lo habría dicho, no se habría limitado a dejarle una llamada perdida. La llamó de nuevo. Directa al buzón de voz. Suspiró antes de dejarle otro mensaje.
—Charlotte, soy yo. ¿Puedes llamarme de nuevo? Pero que no sea muy tarde. Tengo que acostarme pronto. —Se le ocurrió que a lo mejor eso no había sonado muy bien—. Espero que todo vaya bien —añadió. Y después salió para esperar a Greg como si nada.