20

Whitby, Yorkshire, Inglaterra

2009

Gracie estaba sentada en el borde de la cama de su hostal barato, con el portátil en el colchón, a su lado, mientras ensayaba por quinta vez la presentación de esa mañana. Miró el reloj de la mesilla. Las nueve y veinticinco. Faltaban treinta y cinco minutos para su entrevista.

Llevaba despierta desde la cinco de la mañana, tras haber renunciado a dormir por los nervios y por el picor que le provocaban las sábanas; ambas cosas le hicieron imposible un sueño de más de dos horas. En cuanto amaneció, se puso unos vaqueros y una sudadera para dar un enérgico paseo por el sendero de los acantilados, dando un rodeo a la vuelta a fin de visitar la estatua del capitán Cook que vigilaba la bahía desde las ruinas de Whitby Abbey.

—Por favor, ayúdame a conseguir este trabajo —murmuró con timidez al tiempo que tocaba el pie de la estatua para que le diera buena suerte.

Como eso no le pareció un ritual adecuado, le dio tres vueltas a la estatua antes de tocarla de nuevo.

—Por favor, por favor, por favor, ayúdame a conseguir este trabajo —suplicó.

Un mes antes, regresó bien entrada la noche a casa, exhausta físicamente después de hacer un turno doble sirviendo mesas en el bullicioso restaurante griego que había cerca de su apartamento en Kensal Green. Esos dos últimos años había sobrevivido gracias a su trabajo como camarera, mientras intentaba conseguir un «trabajo adecuado», tal como le gustaba decir a Charlotte. Cansada pero demasiado alterada como para dormir, entró en un portal de empleo. Menos de un minuto después, vio una vacante como ayudante del director del prestigioso museo en honor al capitán Cook de Whitby, Yorkshire. Leyó la oferta dos veces, sin creerse lo perfecta que era: no solo era el trabajo perfecto, sino que ella tenía que ser la candidata perfecta. Y también tenía la edad perfecta, veintisiete años, ni demasiado joven ni demasiado mayor. Su ferviente carta de presentación la había conducido a la entrevista en Whitby. Le habían pedido que hiciera una presentación de diez minutos para exponer todo lo que sabía acerca del capitán Cook, así como las habilidades que beneficiarían al puesto.

Tenía que conseguirlo. A lo mejor no lo conseguía. O a lo mejor sí. Sus pensamientos batallaban, negándose unos a otros. Repitió la presentación. Comenzaría con una breve historia del capitán Cook para demostrar su conocimiento y su pasión por el tema, seguiría con ideas para futuras exhibiciones y terminaría con lo que esperaba que fuera un factor determinante: el hecho de que uno de sus antepasados hubiera viajado con el propio capitán. ¿Debería mencionar que la madre de James Cook también se llamaba Grace? Seguro que era una buena señal.

La alarma del despertador sonó a las nueve y media. Hora de marcharse. Se echó un último vistazo en el espejo. Ojalá hubiera elegido el atuendo adecuado: una camisa blanca, una falda azul marino por la rodilla y zapatos de salón con poco tacón. Se había cortado el pelo, casi rubio platino, con un estilo masculino. Con la esperanza de ser la viva imagen de una mujer moderna y estudiosa, inspiró hondo, recogió sus pertenencias y cerró la puerta al salir.

Había recorrido las empinadas calles de Whitby y el puerto en dirección al museo la tarde anterior, para situarse. Todas las guías de ayuda para conseguir un buen trabajo aconsejaban realizar una inspección previa de la zona. La desconcertó ver tantos chicos y chicas de estilo gótico por todas partes, en la calle, en las cafeterías, en los bares y en los restaurantes, hasta que su casera le informó de que Whitby no solo era la ciudad natal del capitán Cook, sino que también era el centro gótico del Reino Unido, sede de un festival gótico semestral, debido a su conexión con Drácula. Bram Stoker había escrito parte de la novela en la ciudad, mencionándola en los primeros capítulos. En otro momento, Gracie habría hecho un sinfín de preguntas. No en esa ocasión. Le preocupaba la posibilidad de mezclar los detalles de Drácula con los del capitán Cook en su cabeza, lo que arruinaría la presentación del día siguiente. Por lo que se disculpó y regresó a su habitación en cuanto pudo.

La llamaron al móvil cuando estaba cerca del museo, con diez minutos de sobra antes de que comenzara su entrevista. Vio el nombre de su hermana mayor en la pantalla. Titubeó un segundo antes de contestar. Como de costumbre, Charlotte fue directa al grano.

—¿Qué narices quiere ahora, Gracie? ¿Le has devuelto la llamada? La verdad, creo que me caía mejor cuando era una loca borracha, no esta versión mejorada con ganas de hacer las paces una y otra vez. Voy a negarme, sea lo que sea, y tú también tienes que hacerlo, ¿vale?

—Charlotte…

—No, Gracie. Sabes muy bien que nunca va de frente. ¿Dónde estás? Creía que los parados os pasabais el día en pijama. ¿Por qué no has cogido el fijo de tu casa?

—No estoy parada. Soy camarera. Y no estoy en casa. Estoy en Whitby.

—¿¡Dónde!?

—En Yorkshire. Tengo una entrevista de trabajo dentro de… —Miró el reloj—. Dentro de siete minutos.

—¿Otra entrevista de trabajo? ¿Otro trabajo? Gracie, ¿quieres batir algún récord o algo?

—Ahora no puedo hablar. Estoy intentando concentrarme.

—Olvídate de ese trabajo. Ven a trabajar para mí. Ya no sé cuántas veces te lo he dicho.

—No quiero trabajar para ti ni ser niñera. Quiero trabajar en el museo del capitán Cook, aquí, en Whitby.

Dos transeúntes se sorprendieron al escuchar su fervor.

Charlotte pasó de su vehemencia.

—¿Todavía no has escuchado el mensaje de voz de Hope? En el mío dice que iba a llamar a todo el mundo hoy. Aún no he llamado a Audrey ni a Spencer, como comprenderás. Seguro que Spencer está tirado en algún pub irlandés y nunca me aclaro con la diferencia horaria con Nueva Zelanda para llamar a Audrey. ¿Estás segura de que Hope no te ha dejado un mensaje en el contestador?

—Ya te he dicho que no estoy en casa, y todavía no tiene mi nuevo número de móvil. Charlotte, tengo que dejarte. Deséame suerte, ¿vale?

—¿Con qué? Ah, con ese trabajo. No, no quiero que consigas ese absurdo trabajo con el capitán Cook. Quiero que vengas a trabajar para mí. Ojalá que la entrevista sea un fracaso. —Al escuchar el chillido angustiado de Gracie, soltó una carcajada—. Pues claro que te deseo suerte. Lo harás genial. Y llámame en cuanto termines. Tenemos que llegar al fondo de este asunto con Hope. Recuerda que si permanecemos unidas, venceremos, pero si nos dividimos, estamos perdidas.

Gracie metió el móvil en el bolso. Faltaban tres minutos para las diez. Titubeó antes de meter la mano en el bolso en busca del silbato de plata y lo sostuvo entre los dedos unos segundos para calmar sus nervios. Funcionó. Siempre funcionaba. Enderezó los hombros y echó a andar hacia el museo.

Quince minutos después, en frente de tres personas, sabía que la entrevista no marchaba bien. Ni siquiera había comenzado con la presentación a esas alturas.

—No parece que le duren mucho los trabajos, ¿no es así, señorita Templeton? —preguntó uno de los entrevistadores con la vista clavada en su currículum—. Ha tenido… ¿doce trabajos en ocho años? ¿Y los ha conservado una media de seis meses? ¿Cómo vamos a estar seguros de que no va a hacer lo mismo con este trabajo?

—Porque lo quiero de verdad —contestó con voz apasionada.

—¿Eso quiere decir que no quería de verdad el puesto de… —le preguntó el hombre, aunque hizo una pausa para mirar de nuevo su currículum— administradora de un teatro en Brighton? ¿Ni el de organizadora del festival comunitario de Stoke Newington? ¿Ni el de auxiliar de clínica en Reading?

Parecía una horripilante versión de ese programa de televisión en el que contaban la vida de los concursantes, sobre todo cuando el entrevistador enumeraba sus fracasos de esa manera. Hizo un último intento a la desesperada, presentando a toda velocidad la ponencia que había preparado sobre la vida del capitán Cook en su portátil y terminando con la anécdota de que un hermano de su tatarabuelo, por parte de su madre, había viajado con el propio Cook.

—¿De verdad? —preguntó otro de los entrevistadores, que parecía interesado por primera vez—. ¿Cómo se llamaba?

Gracie se quedó en blanco. ¿Le habían dicho alguna vez su nombre? ¿Lo sabía su padre? Sintió que se ruborizaba.

—Lo siento, pero no me acuerdo.

—Tenemos un listado con los nombres de todos los compañeros de viaje de Cook durante las primeras expediciones, por si quiere echarles un vistazo.

De repente, Gracie tuvo la desagradable sospecha de que su padre se había inventado la historia. Intentó hablar, hacer cualquier cosa para enmascarar su vergüenza.

—A lo mejor estoy confundida. Puede que fuera de mi rama paterna. Mi tatarabuelo. Era de Yorkshire, creo. O de Escocia, tal vez. Hace tiempo que no repaso mi árbol genealógico. Era la gran afición de mi padre. Me contó todas las historias familiares cuando era pequeña. Verán, vivíamos en Australia, que fue fundada por el capitán Cook y…

—¿En serio? —preguntó uno de los entrevistadores con mucha sorna.

Gracie parecía incapaz de callarse.

—Mi padre heredó una preciosa mansión colonial. Vivimos allí tres años, usándola como una especie de museo. Así fue como comenzó mi interés por la historia, por eso creí que este trabajo sería perfecto. Historia y el capitán Cook juntos. —Se calló por fin. A juzgar por sus expresiones, sabía que o bien no la creían o bien no le estaban prestando atención.

La mujer que la acompañó a la calle diez minutos después fue muy amable.

—Siento mucho que no hayas tenido suerte, Gracie —dijo—. Es que hemos tenido demasiada gente que se va del trabajo y tenemos que asegurarnos de que el nuevo empleado se queda durante unos cuantos años. Y me temo que tu historial laboral no nos inspira mucha confianza.

—Pero me habría quedado, estoy segura.

La mujer no parecía convencida.

—¿Has pensado alguna vez en la terapia?

Gracie asintió con la cabeza.

—Estuve probando ese campo durante cinco meses, pero tampoco funcionó.

—No te sugería que tú fueras la terapeuta, Gracie. Creo que te convendría ver a alguien.

En el tren de vuelta a Londres, Gracie reflexionó sobre las palabras de esa mujer. No era la primera vez que le aconsejaban ir a terapia. Su madre, sus hermanas e incluso los que habían sido sus compañeros de trabajo durante un breve periodo de tiempo le habían sugerido, unos de forma sutil y otros sin tapujos, que tal vez le iría bien recibir lo que su madre denominaba «ayuda profesional».

—El accidente fue una experiencia traumática, Gracie —le había dicho Eleanor—. Es posible que no puedas recuperarte tú sola y no tienes por qué avergonzarte de que siga afectándote. Mira lo bien que le vino a Audrey conseguir ayuda profesional.

Gracie intentó quitarle hierro al asunto.

—¿También quieres casarme?

Su madre sonrió.

—No, cariño, nada de eso. Solo intento mejorar tu vida.

—Mis problemas para encontrar trabajo no tienen que ver con el accidente.

Las dos sabían que estaba mintiendo. A lo largo de los ocho años que habían pasado desde aquella noche en Italia, le había costado permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. No solo había cambiado de trabajo continuamente, sino que se había mudado de un apartamento a otro, recorriéndose todas las zonas de Londres. Había vivido sola, había compartido casa y había vuelto con su madre una y otra vez. Incluso intentó volver a la universidad, pero sin éxito. Daba igual lo mucho que se esforzase, los proyectos nuevos no duraban mucho. Algo había cambiado en su interior. Todo había cambiado.

Si alguna vez la hubieran parado por la calle para preguntarle el motivo, habría respondido que se debía al accidente. Antes de que sucediera, todo parecía alegre, divertido, prometedor, optimista. Aunque no lo veía todo de color rosa, claro. Al fin y al cabo, había presenciado la lenta desintegración del matrimonio de sus padres. Pero antes de Italia, había sido optimista con muchas cosas. Creía que el mundo era un lugar bueno y justo, lleno de posibilidades y de aventuras.

Sobre todo, sabía lo que lo que sentía por Tom, y lo que Tom sentía por ella, no era la ilusión del primer amor. Era importante. Era serio. El hecho de que su relación hubiera evolucionado tan deprisa, de forma tan natural, se debía a que estaba predestinada, no era cosa de suerte, ¿verdad?

Sin embargo, su mente se quedaba paralizada al llegar a ese punto. Si creía que el destino los había unido, también debería creer que el destino los había separado. ¿O podría haber evitado todo lo que sucedió? ¿Y si Tom y ella hubieran elegido otro lugar de Europa para reunirse con Spencer? ¿Y si ella hubiera escogido otro restaurante esa noche? ¿Habría cambiado eso todos los pasos que los llevaron aquella noche a los tres a aquel preciso lugar donde Spencer le tiró de la trenza justo cuando el camión aparecía por la colina? ¿Sería todo distinto a esas alturas? ¿O el destino ya había decidido justo desde que Tom y ella se conocieron de niños en Templeton Hall que todo terminaría en desastre, físico para él y emocional para ella?

Gracie se mordió el labio mientras intentaba detener el rumbo de sus pensamientos. Sabía por experiencia que la única manera de conseguirlo era distraerse. Lo intentó en ese momento encendiendo su iPod, leyendo una revista y mirando por la ventanilla del tren el paisaje que iba dejando atrás cuando la revista no funcionó. Nada funcionó. Demasiados recuerdos de aquella noche, de los días posteriores, de los años posteriores, viajaban con ella en el vagón. La acompañaban a todas horas.

«Tienes que sobreponerte», le decía la gente una y otra vez. «Hablar del tema.»

Sabía que tenían razón. Sin embargo, solo dos personas en el mundo sabían lo que estaba sintiendo. Tom, en especial. Sin embargo y a pesar de que lo intentó todo, de que lo deseó de todo corazón, nunca se había puesto en contacto con ella. Eso le dolía muchísimo, tanto como el sentimiento de culpa que le provocaba el accidente, todos los días. Su silencio.

En cuanto a Spencer… desde aquella noche en Italia, Spencer y ella solo habían hablado del accidente en una ocasión, dos años después de que sucediera. O más bien habían discutido, no hablado.

Estaban en casa de su madre para cenar. Spencer acababa de volver de su última aventura, financiada una vez más por Hope. Después de que Victor muriera de repente seis meses antes, Spencer había vuelto a irse a casa de su tía.

«Necesita mi compañía y mi apoyo», les dijo Spencer a sus hermanas en uno de sus escasos correos electrónicos.

«Yo más bien diría que tú necesitas un sitio donde vivir después de perder ese trabajo como mensajero», le respondió Charlotte.

Charlotte también tenía mucho que decir cuando Spencer les mandó otro mensaje de correo electrónico para alardear del fabuloso viaje que estaba a punto de emprender por Sudamérica, otra vez a expensas de Hope.

«Es un regalo de agradecimiento», les explicó. «Hope me ha dicho que no habría podido superar el dolor de la muerte de Victor si yo no hubiera estado a su lado.»

«Está hasta el moño de ti y te está pagando para no verte durante unos cuantos meses, vamos», replicó Charlotte.

Spencer parecía muy despreocupado, recordó Gracie, con sus largos rizos rubios muy enredados, y con su intenso bronceado. Parecía tener dieciséis años, no casi veinte. La saludó alegremente, le preguntó si todavía estaba trabajando, que no era el caso, y se fue directo al frigorífico para coger una cerveza antes de revisar el montón de postales que les había mandado su padre y sentarse a la mesa del comedor, seguro de su lugar una vez más, seguro de su encanto.

A regañadientes, ya que quería mantener las distancias, Gracie se sentó un poco más apartada. Aunque no tardó mucho en acabar sonriendo cuando su hermano empezó a contarles una anécdota tras otra. Viajes calamitosos en decrépitos medios de transporte público. Noches durmiendo en la playa y perros que lo despertaban meándosele encima. Clases de surf en México, donde dos semanas después él mismo empezó de profesor de surf.

—Pero no sabes hacer surf, ¿verdad? —le preguntó Eleanor—. Si casi no sabes nadar.

—Lo mismo que los alumnos. Por eso nos llevamos tan bien.

Al ver que Eleanor reía, Gracie se puso celosa. Su madre había estado muy deprimida últimamente, después de seguir discutiendo con Henry por las facturas impagadas a través de sus abogados. Y Gracie sabía que ella tampoco había sido la alegría de la huerta. Sin embargo, allí estaba Spencer, recién llegado, derrochando encanto, contando una mentira tras otra, y no solo conseguía que su madre sonriera, sino que se echara a reír, con tantas ganas que incluso se le habían saltado las lágrimas.

—Menos mal que no sé ni la mitad de lo que haces, Spencer —dijo Eleanor al tiempo que se secaba las lágrimas—. No podría pegar ojo.

—Pues la verdad es que he decidido que ha llegado el momento de que sepas lo que hago cuando estoy fuera —replicó él con una sonrisa—. Así que te he traído documentación.

Rebuscó en la raída mochila que descansaba en el suelo, a sus pies, hasta que sacó un sobre grande que le tendió a su madre.

Como Gracie vio que a su madre se le ponían los ojos como platos al leer lo que contenía, fue incapaz de resistirse y lo leyó también. Era un artículo de periódico, con un titular enorme que rezaba: «¡Tiburón!» Debajo había una foto de un sonriente Spencer levantando un pulgar al tiempo que se subía la camiseta para dejar al descubierto un aparatoso vendaje que le cubría la parte izquierda del torso. Un enorme tiburón muerto yacía en la arena, a su lado. Era un artículo muy breve.

AFORTUNADO DE SEGUIR CON VIDA: Sábado, Spencer Templeton, de 19 años y oriundo del Reino Unido, junto al tiburón que casi le costó la vida.

«De haber sabido que era tan grande, habría nadado el doble de rápido», dijo el afortunado muchacho.

Templeton, de viaje por la zona, fue atacado por el tiburón el jueves mientras hacía surf con unos amigos. Sigue insistiendo en que no sabe cómo consiguió deshacerse del tiburón y lo atribuye a una mezcla de «pánico atroz y adrenalina… así como al ferviente deseo de no convertirme en comida para tiburones».

—Es un montaje, ¿verdad? —preguntó Gracie—. De los que hacen los periódicos sensacionalistas.

Spencer se levantó la camiseta. Tenía una larga cicatriz en el costado derecho.

—¡Spencer! —exclamó Eleanor—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Con una misión de rescate ya tuviste bastante, ¿no crees?

—¿Qué narices pasó?

—Lo que dice el periódico —respondió Spencer, que se encogió de hombros—. Estaba haciendo surf con unos colegas y la tabla se volcó de repente. Creía que era uno de ellos que me estaba gastando una broma, pero volvió a pasar. Y antes de darme cuenta, sentí un dolor espantoso en el pecho, y no sé lo que pasó después, si fue cosa del instinto o del pánico, pero usé la tabla para apartarlo de mí, aunque volvió a atacarme. Volví a apartarlo y luego tomé una ola, que me alejó del bicho. Acabé en la orilla, con sangre por todas partes, gente gritando y yo mismo gritando. Todo el mundo vio lo que pasó.

Eleanor se había cubierto la boca con una mano.

—¿Huiste de un tiburón nadando?

Spencer asintió con la cabeza, orgulloso.

—Tienes más vidas que un gato, Spencer —dijo Gracie.

—Gracias, Gracie. —En ese momento, se echó a reír. Disimuladamente, pensó ella después. Como un niño travieso en un tebeo—. Salvo que no es verdad, claro.

—¿La foto es falsa? —preguntó Eleanor.

—No, no, es real. Y había un tiburón. Pero la historia sí es falsa. Era un periódico local editado en inglés. Solo lo leen unos cuantos turistas. Necesitaban una historia para acompañar la foto, así que un colega y yo nos la inventamos.

—Pero, ¿qué me dices de la cicatriz? —quiso saber Gracie.

Una sonrisa…

—La primera regla de papá. Basa la mentira en una verdad. Me hice una herida un par de días antes intentando hacer surf. Alguien había tirado una caja por la borda de algún barco. Me enganché con ella y no veáis cómo sangraba. Parecía un mordisco de tiburón, sangraba como un mordisco de tiburón, así que al día siguiente, cuando alguien atrapó a un tiburón de verdad… —Se encogió de hombros—. El periódico sacó montones de fotos de la gente que se paró a ver el tiburón. ¿Cómo iba a saber que usarían la mía?

—Déjame ver la cicatriz otra vez, Spencer —le ordenó Eleanor, preocupada. Frunció el ceño cuando él se levantó la camiseta—. Quiero que te la vea un médico de aquí, por si se ha infectado.

—Ya es demasiado tarde para eso. Se curó hace mucho —replicó él, que besó a su madre—. Eleanor, deja de preocuparte. Estoy bien. Deberías sentir lástima por el pobre tiburón.

Más tarde, Gracie estaba en la cocina, fregando los platos, cuando Spencer entró silbando.

—Bueno, ¿qué has estado haciendo mientras yo daba vida a Julio Verne o a quien escribiera esas batallitas con horripilantes criaturas marinas?

—¿Horripilantes criaturas? Cajas, querrás decir.

—Podría haber sido un tiburón.

—Pero no fue un tiburón.

—Pero podría haberlo sido.

—Pero no lo fue, Spencer. No fue un tiburón.

—Joder, Gracie, tranquila. ¿Qué te pasa?

«Tú, Spencer», pensó. «Tú me pasas.»

—Nada —contestó en voz alta. Pero enseguida cambió de opinión. Se dio la vuelta, cruzó los brazos, se apoyó en el fregadero e intentó escoger las palabras con sumo cuidado—. ¿Sabes lo que más me molesta?

—¿De mí? —Sonrió—. No se me ocurre nada, pero me muero por escuchar lo que tengas que decirme.

—Todo es fácil para ti, ¿verdad? Nunca te pasa nada malo. Nunca te preocupas por nada. Si pierdes el trabajo, es una pena, pero Hope te saca las castañas del fuego… y te largas de viaje para hacer lo de siempre, engañar a la gente…

—¿A quién he engañado?

—Al periódico, para empezar.

—Es un panfleto para turistas, Gracie, por el amor de Dios. Relájate un poco, ¿vale?

—¿Como tú? ¿Como tú haces a todas horas? Spencer, algún día tendrás que enfrentarte al mundo real. Deja de ir por la vida como si fuera un chiste grandioso, como si todo el mundo estuviera ahí para que tú te lo pases en grande, mientras que el resto tenemos que hacer todo lo posible por superar cosas, por conseguir un trabajo… —Empezó a llorar. Joder. Empezó a llorar.

Spencer no se acercó a ella. Se quedó donde estaba, y se limitó a cruzar los brazos por delante del pecho.

—Esto es por lo de Italia, ¿verdad? No es por mí. —Suspiró—. Gracie, tienes que olvidar el pasado. Fue un accidente, un error por tu parte. Te distrajiste…

—Porque me tiraste de la trenza, Spencer. ¡Me tiraste de la trenza! ¿No te sientes ni un poquito culpable?

—Mira, lo siento tanto por Tom como tú. Pero podría haber sido peor.

—¿Peor? ¿Y cómo podría haber sido peor?

Spencer se encogió de hombros.

—Pues Tom podría haber muerto. O tú podrías haber perdido el carnet de conducir.

Se le secaron las lágrimas. Y regresó la rabia.

—Tom estuvo a punto de morir, Spencer. ¿Y a quién le importa mi dichoso carnet de conducir?

—¿Y qué problema hay?

Le costó la misma vida no gritarle a su hermano, no ponerse a chillar y a tirarle cosas hasta que admitiera que él tenía tanta culpa como ella. Solo se lo impidió la idea de alterar a su madre, que estaba en la habitación contigua. Mantuvo la voz calmada con mucho esfuerzo.

—Todo es el problema, Spencer. ¿Es que lo has borrado todo de tu cabeza? ¿Ni siquiera piensas en Tom?

—A eso me refiero. De eso va todo esto, ¿verdad? De Tom y de ti. No tiene nada que ver conmigo.

—Tom ya no puede andar, Spencer. Por lo que le hicimos tú y yo, los dos. ¿No te sientes ni un poquito culpable? ¿No sientes ni una pizca de responsabilidad?

En ese momento, Spencer cambió de postura, el primer indicio de incomodidad que le vio.

—Pues claro que me gustaría que no hubiera pasado. Y siento lástima por Tom, por supuesto. Pero fue un accidente, Gracie. Los accidentes pasan. No me cargues con tu culpa solo porque Tom y Nina no quisieron mantener el contacto contigo, con ninguno de nosotros, después de lo que pasó.

En el vagón del tren, Gracie se dio cuenta de que se le había acelerado la respiración y de que tenía los puños apretados solo de recordarlo. Habían pasado seis años desde aquella conversación, ocho desde el accidente, y parecía que no había hecho el menor progreso. Spencer lo había olvidado por completo, se había ido a vivir con su novia a Irlanda y tenía su propio negocio, con unos pretextos totalmente falsos, pero de momento también le estaba saliendo bien esa jugada. Sus dos hermanas también habían conseguido hacer algo con sus vidas. Charlotte era una empresaria de éxito en Chicago. Audrey no solo era felicísima con Greg en Nueva Zelanda, sino que había conseguido labrarse una brillante carrera en el mundo del espectáculo. Ella era la única que no había encontrado su camino.

Lo había intentado, una y otra vez. Había hecho todo lo que se le había ocurrido en los años transcurridos desde el accidente para compensar su error de algún modo kármico. Había sido voluntaria en diversas obras de caridad. Había buscado trabajos que fueran importantes para los demás, en los que no primara ganar dinero. Parecía que daba igual. Los trabajos no le duraban. Y siempre era culpa suya. Parecía haber perdido su capacidad de concentración. Lo máximo que había durado en un trabajo eran seis meses. De no ser por su habilidad como camarera, tendría graves apuros económicos. Intentó retomar los estudios, no en la universidad, sino en una escuela universitaria local, pero los dejó después del primer semestre. Intentó viajar de nuevo, con dos compañeras de clase. Se pasó todo el tiempo deseando estar con Tom, deseando estar en otra parte, y sabía que sus dos compañeras deseaban lo mismo.

Intentó volver a salir con un chico, con la esperanza de que eso ayudara. El primero fue un camarero del mismo restaurante en el que ella trabajaba. Había insistido mucho, invitándola a salir una y otra vez, hasta que aceptó. Fueron juntos al cine, a conciertos y al teatro, y al principio creyó que la cosa podría funcionar entre ellos. Hasta que se dio cuenta de dos cosas en la misma noche, seis semanas después de empezar a salir: el chico nunca le hacía preguntas y ella odiaba que la besara. Seis meses después, lo intentó con otro, un chico que era voluntario en un festival comunitario en el que ella estaba trabajando. Duró dos meses, durante los cuales pasaron de salir a acostarse juntos, hasta que él la acusó una noche de estar siempre distraída, incluso en la cama.

—Hay otro, ¿verdad? —le preguntó él. Y tenía razón.

Tom. Por fin sabía con certeza que había compartido algo especial con él. Pese a su edad, pese a la brevedad de su relación. ¿Habría sido distinto si llevaran más tiempo juntos, si la imperfección y la impaciencia se hubieran colado en sus vidas? ¿Habría sido distinto si tuviera recuerdos amargos? ¿Si Tom no se hubiera quedado congelado en su mente y en su corazón? ¿Si supiera algo, cualquier cosa, del hombre en el que se había convertido?

Aún lo echaba de menos, todos los días. Lo echaba tanto de menos que le dolía, mucho después de que el dolor por las heridas del accidente hubiera desaparecido, mucho después de que hubiera perdido la esperanza de que el cartero le llevara una carta, o una postal, suya. Sabía que la culpaba por lo sucedido. Nina la culpaba. Tenían todo el derecho del mundo. Era culpa suya. Nada podría cambiar ese hecho. Nada podría sacárselo del todo de la cabeza. Ni la música, ni una revista ni el paisaje a través de la ventanilla de un tren. Vivía con esa certeza a todas horas.

Eran más de las seis cuando llegó al pequeño apartamento que tenía alquilado en la última planta de una casa de Kensal Green. No se preparó la cena, ni se cambió de ropa ni llamó a su madre para contarle qué tal le había ido. Primero tenía que hacer otra cosa. Había tomado una decisión en el tren. Si no podía librarse de los recuerdos, al menos sí podía librarse de otros recordatorios físicos.

Fue hasta el armario y buscó en el estante superior. La caja estaba escondida detrás de los jerséis de invierno. La cogió, abrió la tapa y apartó el montón de entradas de teatro, de recortes de periódicos y de postales de su padre que habían servido como peso todos esos años, manteniendo lo que buscaba oculto y aplastado. Seguía en su sobre, con el sello de Australia y el franqueo de la central de correos de Melbourne.

No le hacía falta leerlo por última vez. Había memorizado cada trazo de la caligrafía de Nina, cada palabra de esas crudas frases. Sacó la carta del sobre e hizo una bola con el papel. A continuación, metió la bola en un cuenco, lo colocó en el alféizar de la ventana y le acercó una cerilla encendida, tras lo cual contempló cómo la llama se extendía poco a poco por la carta hasta reducirla a cenizas. Después, abrió la ventana de par en par y dejó que el viento esparciera los pedazos por todo el jardín.

El único recordatorio que le quedaba de Tom estaba en su bolso. El silbato antiguo. Volvió a acariciar el grabado con los dedos. «Para Gracie, con todo mi amor. Tom.» Siempre lo llevaba consigo. En los días posteriores al accidente, de vuelta en Londres, incluso había dormido con el silbato aferrado en un puño. Con el paso del tiempo había pasado de amuleto de la buena suerte a talismán y después a algo más. Lo sujetaba el primer día de cada trabajo nuevo, pedía que le diera suerte cada vez que respondía a una oferta de empleo, lo tocaba cada vez que la tristeza volvía a embargarla. Había necesitado tocarlo hacía muy poco, esa misma mañana, antes de la entrevista.

Aunque no le había dado suerte ese día, ¿verdad? Tal vez esa era la señal que había estado esperando. Tal vez esa fuera la prueba de que no era bueno que lo hubiera conservado tanto tiempo. Sin embargo, ¿qué podía hacer con él? ¿Tirarlo al contenedor de basura? Si lo hacía, al día siguiente a esa misma hora ya se lo habrían llevado y habría desaparecido de su vida.

Lo sujetó con una mano antes de pasarlo a la otra, acariciando el grabado una última vez.

No podía hacerlo. Era lo único que le quedaba. Lo devolvió al bolso, relegándolo al fondo, fuera de su vista.