19

Gracie sabía que Spencer estaba colocado en cuanto lo vio en la estación de tren de Roma. Así que no le sorprendió verlo sacar una bolsita de hierba con la que se lio un porro mientras circulaban por las laberínticas callejuelas romanas de vuelta al pequeño apartamento que Tom y ella habían alquilado por un módico precio al norte de la ciudad, en las colinas.

—¿Gracie, Tom? —dijo, ofreciéndoles una calada. Ambos rehusaron—. Genial. Más para mí.

Al principio, fue divertido. Vieron muchos monumentos, tomaron el sol, escucharon música, disfrutaron de larguísimos almuerzos y pasaron horas decidiendo los planes para cada noche.

La cuarta noche, la última que Spencer pasaría con ellos, le tocó a Gracie elegir restaurante. Se decidió leyendo una guía turística. Estaba situado a las afueras de la ciudad, junto a una serie de tortuosas carreteras comarcales y, al parecer, era uno de los secretos mejor guardados de la región.

—¿Uno de los secretos mejor guardados en una guía turística? —le preguntó Tom—. ¡Pues menudo secreto!

La noche empezó bien para los tres. Hubo muchas risas mientras Spencer los entretenía nuevamente con sus historias. Hasta que empezó a pedir chupitos de distintas bebidas: grappa, limoncello y sambuca. Gracie no lo acompañó, ya que se había ofrecido voluntaria a llevar el coche de vuelta. Pero sí le sorprendió ver que Tom seguía bebiendo, a la par que Spencer durante dos rondas seguidas.

—Bien por ti, Tom —dijo Spencer, que levantó su vaso—. Por los últimos días de nuestra despreocupada juventud.

—Es una mala influencia para ti —le comentó ella a Tom a modo de broma cuando Spencer volvió a la barra.

—Gracie, son mis últimos días de libertad. Spencer tiene razón.

La inquietud de Gracie fue en aumento a partir de ese momento. El ambiente cambió de forma palpable. Se sentía un paso por detrás de ellos. Tom y su hermano hablaban demasiado alto, se reían de forma escandalosa, mientras ella se mantenía en silencio. Quería que Tom se percatara, quería que hiciera lo mismo que aquella vez en Londres, que se la llevara del restaurante para volver a estar los dos solos, no los tres y ella al margen.

Fue ella quien le puso punto y final a la noche al ver que Spencer se levantaba para ir en busca de otra ronda. ¿Era la cuarta o la quinta?

—No, Spencer. Tenemos que irnos. Ahora mismo. —Fue al baño huyendo de las burlas que sabía que tendría que soportar. Spencer diría que era una aguafiestas, una cascarrabias.

Cuando volvió, su hermano había desaparecido. Tom estaba en la puerta del restaurante, contemplando las oscuras colinas y los valles, las luces de Roma visibles en la distancia.

—¿Dónde está?

—Esperando en el coche, enfurruñado.

—No te habrás enfadado tú también conmigo, ¿verdad?

Tom se inclinó y la besó en la coronilla.

—¿Enfadarme contigo? ¿Con mi Gracie? Jamás.

Spencer estaba sentado al volante cuando Tom y ella llegaron al coche. La puerta estaba abierta y había arrancado el motor.

—¡Qué chiquitín más apañado! —les gritó al verlos.

Gracie se detuvo junto a su puerta.

—Spencer, fuera. Estás demasiado borracho como para conducir.

—Qué va. Estoy completamente sobrio.

—¡Fuera!

Spencer levantó las manos en un gesto de rendición.

—¡Por Dios, Gracie! ¿Qué te ha pasado? Tom, ¿cómo la aguantas? Vaya verdulera. No sé qué va a ser de ti si seguís. Con lo joven que eres, deberías ser libre como yo, no tener que aguantar a una tía que esté todo el rato dándote órdenes como ella.

Gracie se sintió dolida por el comentario. Porque había tocado un punto sensible, era demasiado parecido a los temores que la asaltaban por la noche.

—Vale —claudicó, casi a voz en grito—. Conduce tú, Spencer. Llévanos a casa.

—Gracie, tranquilízate —le dijo Tom—. No le hagas caso. Está borracho.

—Yo estoy borracho —afirmó Spencer—. Tú estás borracho. Nosotros estamos borrachos. ¿Crees que podría dar clases de Lengua?

—Fuera, Spencer —masculló Gracie—. Dame las llaves y sal.

A partir de ese momento, se produjo una especie de dueto entre Spencer y Tom, que comenzaron a comportarse con exagerada educación mientras se abrían el uno al otro las puertas del coche. Gracie se sentó al volante, furiosa, intentando pasar de ellos y deseando que su hermano desapareciera. Al final, ambos se sentaron, Tom delante, a su lado, y su hermano, atrás.

Mientras avanzaba despacio por el camino de acceso al restaurante y después señalaba con el intermitente izquierdo, Spencer empezó a cantar «That’s Amore» con una exagerada voz de opereta.

Tom lo acompañó. Ella guardó silencio, concentrada en conducir por el lado derecho. Su apartamento estaba cerca, a unos kilómetros de distancia. La carretera estaba oscura. Esa era una de las ventajas de alojarse en el campo. Tenían la carretera para ellos solos.

Tom y Spencer siguieron cantando, ambos intentando hacerse reír con exagerados gorgoritos a medida que se acercaban al crescendo de la canción.

Mientras Spencer cantaba a sus espaldas e iba subiendo la voz, comenzó a tirarle de la trenza en un intento por irritarla. La primera vez pasó de él y se limitó a darle un guantazo en la mano. Al cabo de un momento le dio otro tirón. Y ella intentó golpearlo de nuevo para que la dejara tranquila.

—Ya vale, Spencer. No tiene gracia.

La tercera vez que lo hizo, mientras cantaba a voz en grito, le tiró con más fuerza y Gracie sintió que la furia se apoderaba de ella. Se volvió en el asiento para gritarle:

—Spencer, ¡te he dicho que ya vale!

Todavía escuchaba la canción en la cabeza cuando abrió los ojos al día siguiente en el hospital. Recordaba un grito. ¿De Tom o de Spencer?

«¡Gracie, cuidado!»

Las luces de un camión que aparecía de repente en la carretera directo hacia ellos. Un bocinazo. El chirrido de los frenos. De los suyos y de los del camión. Y después otras sensaciones tomaron el control, dejando de lado el oído. El momento del impacto, lento, muy lento al principio y después todo sucedió con gran rapidez. La fuerza la lanzó hacia delante, el golpe del cinturón de seguridad fue un latigazo en el pecho mientras la aseguraba. El tirón en el cuello mientras el volante se le clavaba en el pecho. Después, su cuerpo voló hacia atrás. El coche seguía moviéndose, pero de forma equivocada. Había mucho ruido. Más chirridos, golpes y gritos. Sus propios gritos. Los de Spencer. El silencio de Tom.

Después, todo quedó en silencio durante unos segundos. Un silencio total. Sin embargo, seguía habiendo movimiento. Su coche seguía moviéndose y ella estaba mareada. ¿Qué había pasado? Se incorporó como pudo, se tocó la cabeza y sintió algo líquido. Sangre. Todo estaba oscuro. Escuchó unos gemidos. ¿Eran suyos? ¿De Tom? ¿De Spencer?

Comenzó a llamarlos sin parar. Estaba segura de que pronunciaba sus nombres, aunque ninguno le contestaba. ¿Estaba muerta? ¿Había muerto? ¿Estaban todos muertos?

—Gracie, ¿estás bien?

La voz procedía de atrás. Spencer.

Tom seguía sin hablar.

—Hemos tenido un accidente —siguió su hermano. El comentario más obvio y absurdo del mundo.

—Tenemos que salir —dijo ella. Olía a gasolina. El coche iba a explotar.

Tom estaba tumbado sobre la puerta. Inmóvil. Tenía que sacarlo. A la orden de ya. Logró abrir su puerta, y sintió un agudo dolor en el pecho al moverse. Cuando se puso en pie, sufrió un terrible dolor en un tobillo. Siguió moviéndose. Tenía que sacar a Tom. Se cayó, se puso en pie y el dolor la abrumó de nuevo. Escuchó sollozos. Jadeos. Y se percató de que eran suyos.

El conductor del camión estaba bajando de la cabina. Caminando. Le sangraba la cabeza, pero podía moverse. Les estaba gritando. En italiano, así que no lo entendía. Cuando Gracie llegó a la puerta de Tom, escuchó que otro coche se detenía, que salía otra persona que también hablaba en italiano. El conductor del camión estaba hablando por teléfono a voz en grito. Gracie entendió polizia y ambulanza. A esas alturas estaba junto a la puerta de Tom, intentando abrirla, pero no podía. Veía su cara gracias a las luces intermitentes del camión. Comenzó a llamarlo sin pausa.

—¡Tom, Tom!

El cristal de la ventanilla estaba resquebrajado, pero no se había roto. Tom estaba tumbado en una mala postura. Tenía los ojos cerrados y no se movía. No se movía. Estaba muerto. Ella lo había matado.

Spencer llegó a su lado.

—¿Gracie? ¿Tom está bien? —Parecía un niño.

Lo agarró de la mano con tanta fuerza que sintió un ramalazo de dolor en el brazo. Estaba llorando y sentía que las lágrimas corrían por su cara, pero no podía limpiárselas.

—Creo que está muerto, Spencer. Está…

—No está muerto, Gracie. Mira, se está moviendo.

Solo atinó a mirar por la ventanilla y a colocar la mano libre sobre el cristal. Spencer tenía razón. Tom se movía. Todavía tenía los ojos cerrados, pero estaba moviendo un brazo. Lo llamó una y otra vez mientras intentaba abrir la puerta, como si pudiera abrirla solo con las manos, empujando el cristal como si así pudiera llegar hasta él. Siguió empujando y escuchó que el cristal cedía por fin con un crujido que se asemejó al de un disparo en el silencio de la noche.

—Déjelo. No lo toque. Déjelo. —Una voz masculina. Con acento americano. Un hombre de unos cincuenta años. Con barba. Seguro de lo que hacía—. Apártese. Tiene que apartarse. No le eche los cristales encima. No intente moverlo. Si tiene lesionada la columna, puede provocarle una lesión de por vida. Déjelo.

—Es mi novio. Necesito que sepa que estoy aquí. —Volvió a llamarlo. Tom tenía sangre en la frente—. Tom, ¿me oyes? —No podía dejar de llamarlo.

Sirenas. Luces. Más ruido. La voz americana otra vez.

—Señorita, retroceda. Déjele sitio al personal de la ambulancia.

La obligaron a apartarse. Demasiado. No podía hacer otra cosa salvo observar mientras esas personas hablaban y decidían que la puerta estaba demasiado dañada, que tenían que sacarlo de otra forma. El dolor del tobillo era casi insoportable, pero Gracie no podía moverse. Spencer estaba en la ambulancia. Lo vio hablando con una chica, incluso sonreía. Estaba sonriendo. La llamaron. Negó con la cabeza, apartó las manos que intentaban alejarla. Tenía que quedarse con Tom, tenía que hacerle saber que estaba con él, tenía que seguir llamándolo, tenía que hacerse oír por encima del terrible chirrido de las herramientas con las que estaban cortando el coche para sacarlo.

Con Spencer de nuevo a su lado, observó al personal sanitario sacar a Tom del coche todavía inconsciente. Los observó colocarle un collarín con infinito cuidado antes de trasladarlo a una camilla rígida. Le temblaban las manos, le temblaba todo el cuerpo y las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas. Vio que se cerraba la puerta de la ambulancia y en ese momento llegó otra para Spencer y para ella. Se acercaron dos policías que hablaron en su idioma, pero con un fuerte acento italiano.

—¿Quién conducía?

Y en ese momento debió de desmayarse. Por el shock y por la pérdida de sangre. La primera vez que se despertó estaba en la ambulancia. La segunda vez estaba en el hospital. Tenía una venda en la frente y el pie, escayolado. Tardó una hora en encontrar a alguien que hablara inglés lo justo para contestarle la pregunta que no paraba de repetir: «¿Está bien?»

—¿Su hermano? Está bien.

—Mi hermano no. El otro chico. Tom. ¿Está bien? El chico que sufrió el accidente conmigo.

—Está peor. Cirugía. Su madre viene de camino.

Más tarde se enteró de que Spencer había llamado a Eleanor. Mientras a ella le hacían pruebas y radiografías en Urgencias, Spencer había llamado a Eleanor.

—Habíamos ido a cenar y nos tomamos unas copas. Gracie conducía y chocó contra un camión.

Le tomaron muestras de sangre mientras estaba inconsciente para comprobar el nivel de alcohol en sangre. Estaba por debajo del límite permitido. Pero era demasiado tarde para cambiar la historia que Spencer había esparcido sin querer. Habían salido a cenar, habían bebido y luego ella se había puesto al volante. Era una conductora borracha.

Eleanor tardó ocho horas en llegar desde Londres. Gracie lloró nada más ver la expresión ansiosa de su madre. Eleanor también estaba llorando.

—Mamá, lo siento mucho. —Gracie era incapaz de dejar de disculparse—. Lo siento mucho.

—Gracie, ha sido un accidente. Un accidente. Todos lo sabemos. Nina lo entenderá.

Su padre creía que se estaba disculpando por lo que le había pasado a Tom.

—¿Nina ya ha llegado?

—Viene de camino.

—Tengo que verlo —dijo, intentando salir de la cama y forcejeando con las manos de su madre, que acabó impidiéndoselo.

—Gracie, tienes una doble fractura en el tobillo, varias fisuras en las costillas y un corte muy feo en la cabeza. Tienes que guardar reposo. Y él está en cuidados intensivos, cariño. No puedes verlo todavía. Todavía no.

—Pero tengo que verlo. Tiene que saber que estoy aquí.

—Gracie, solo dejan pasar a la familia. Lo siento mucho.

Nina llegó a Roma treinta y seis horas después. Gracie la escuchó hablar en el pasillo la tarde de su segundo día en el hospital. Puesto que no podía abandonar la cama, se incorporó para esperar a que entrase. Pero Nina no entró. Se quedó fuera, hablando y gritándole a alguien. A Eleanor, descubrió al cabo de un momento.

La voz de Nina era una especie de lamento, hablaba de forma atropellada, presa del shock y del pánico. La escuchó gritar el nombre de Tom, luego siguió hablando de él y después pronunció su nombre, Gracie, y la oyó gritar: «¡Conducía borracha!» Pero ella no conducía borracha. Estaba por debajo del límite permitido. ¿Quién le había dicho a Nina que conducía borracha? Esperó a que su madre le dijera a Nina que no era cierto, pero se produjo un silencio. Se habían ido del pasillo para que no las escuchara.

Gracie solo pudo esperar con las manos entrelazadas, rezando para que Nina entrara, para que se acercara a su cama y la abrazara, para que le permitiera pedirle perdón y decirle que había sido un accidente, que lo entendiera, para enfrentar juntas la situación y ayudarse mutuamente, ayudar a Tom, sin importar lo que el destino les deparase.

Cuando Eleanor volvió diez minutos después, lo hizo sola. Gracie intentó sentarse.

—Necesito verlos, mamá. Quiero ver a Tom y a Nina ahora mismo. No estaba borracha. Te prometo que no lo estaba. Fue un accidente. Tengo que decirle la verdad a Nina.

—Está demasiado alterada como para verte, Gracie. Y de momento solo dejan pasar a Nina para que vea a Tom.

—¿Está bien?

—Todavía no lo saben.

—¿Va a morir? —Y añadió, levantando la voz—: ¿¡Eso es lo que quieres decir!? No, mamá. No puede…

—Gracie, no, no es eso. Es su columna. Tiene un grave traumatismo medular. No creen que…

Todavía no podía escucharlo.

—Mamá, por favor, por favor. Pregúntale a Nina si puedo ver a Tom. Si puedo verla a ella. Necesito hablar con ella también. —Vio algo en el rostro de su madre—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?

—Gracie, Spencer y tú seréis trasladados mañana a Londres.

—Pero antes necesito hablar con Nina. Necesito ver a Tom.

—No, Gracie. Lo siento, pero no es posible.

—Tengo que hacerlo.

—Nina no te lo permitirá.

—Pero él querrá verme.

—Gracie, Tom sigue inconsciente.

En ese momento se sentó, helada por la voz de su madre, por su expresión.

—Tienes que dejarme verlo. Por favor, mamá, habla con Nina.

—Gracie, lo siento mucho pero no puedes. Esta tarde lo trasladarán a otro hospital. A otro con una unidad de lesionados medulares. Nina tiene que encargarse de todos los trámites.

—Pero necesito verla. Necesito ver a Tom.

—Gracie, lo siento, pero no puedes.

Lloró hasta que el pecho le dolió todavía más, hasta que ya no le quedaron lágrimas, pero no le sirvió de nada. Eleanor siguió repitiéndole lo mismo una y otra vez.

El regreso a Londres fue una pesadilla, lento, doloroso y difícil. Los días posteriores fueron todavía peor. Encerrada en casa, sin poder apoyarse en el pie y esperando una llamada de Nina, de Tom. Se pasaba las horas suplicándole a su madre que la pusiera en contacto con Nina. Necesitaba saber que Tom estaba bien. Necesitaba hablar con él. Su madre no lo entendía. ¿Por qué no llamaba a Nina?, le preguntaba. ¿Por qué no la llamaba ella? Necesitaba saber la verdad. No iba borracha. Había sido un accidente. Un terrible accidente.

Spencer fue a verla una semana después, el día que empezó a trabajar para la productora de cine. Sus rasguños estaban curados. Era la primera vez que se quedaban a solas después del accidente. Su hermano nunca había reconocido el papel que jugó en el mismo, su estado de embriaguez y su insistencia en tirarle del pelo. Pero a Gracie no le importaba. Lo importante era Tom.

—¿Sabes algo, Spencer? Lo que sea.

Él negó con la cabeza sin mirarla a los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que sabes?

—Lo mismo que tú. Lo que te ha dicho mamá. Nina no quiere hablar con ninguno de nosotros.

—¿De momento? ¿Te refieres a que de momento no quiere hablar con nosotros o es para siempre? Spencer, ¿qué quieres decir?

Sin embargo, su hermano se fue.

Una semana después seguía sin saber nada. Se obligó a salir de la cama, desoyendo el dolor del tobillo, y bajó a la cocina donde encontró a su madre de pie, mirando por la ventana.

—Mamá, ¿está muerto? ¿Ha muerto y no queréis decírmelo? —Empezó a llorar otra vez. No podía dejar de llorar. Tenían que decirle algo. Le suplicó a su madre que la ayudara. Que descubriera algo. Lo que fuera.

Le costó otra semana de súplicas y después Eleanor le pidió ayuda a una compañera de trabajo que hablaba italiano. Con Gracie a su lado, la mujer llamó a los hospitales más importantes cercanos a Roma, pidiendo información, solicitando nombres de clínicas especializadas en lesiones medulares. Lo localizaron a la séptima llamada, en una clínica situada al sur de Roma. Sí, tenían un paciente llamado Tom Donovan. Un chico australiano. La compañera de Eleanor preguntó todo lo que pudo antes de que la telefonista colgara.

—Gracie, está vivo. No tiene lesiones cerebrales. Está consciente y habla. De cintura para arriba no tiene problemas, pero la lesión le impide mover la parte inferior del cuerpo. Lo han operado, pero de momento es pronto para saber el diagnóstico exacto.

Tres días después llegó una carta de Nina, enviada a Eleanor, no a Gracie. No había saludo, ni firma. Solo unas cuantas líneas escritas en negro en el centro de la página.

Mi hijo no volverá a andar nunca más. Estamos haciendo los trámites para llevarlo de regreso a Australia. Ni Tom ni yo queremos volver a saber de vosotros. Me iré de Templeton Hall cuanto antes.

Gracie leyó la carta un sinfín de veces, en busca de algo que sabía que no decía. Un mensaje de Tom. Sabía que él sí querría hablar con ella. Tenía que hablar con él.

Necesitaba hablar con él. Tenía que pedirle perdón. ¿Por qué no le permitía Nina hablar con él? ¿Por qué no la entendía su madre? ¿Por qué no la ayudaba? Le suplicó de nuevo, le suplicó que la acompañara a Roma para ver a Nina y a Tom antes de que regresaran a Australia.

—Gracie, es muy difícil, lo sé, pero tenemos que aceptar lo que Nina dice. Es su madre.

—Pero Tom era mi…

¿Su qué? ¿Su novio? ¿Su casi prometido? Lo veía en los ojos de todo el mundo, no solo en los de su madre: «Tom y tú sois muy jóvenes. No era nada serio. Olvídalo. Es una de las tragedias de la vida.»

Eleanor desoyó todas sus súplicas.

—Gracie, yo no puedo hacer nada más. Nina no ha podido ser más clara. Lo siento.

Sin embargo, no entendía la actitud de Nina. Y tampoco entendía la de su madre. Necesitaba que Eleanor la apoyara, que le dijera: «Seguiré llamando a Nina, Gracie. No te preocupes, lo entenderá una vez que se recupere del shock.» Pero su madre no claudicaba.

—¿Qué te dijo Nina en el hospital? —Recordaba la expresión de su madre después de hablar con Nina, después de que Nina gritara en el pasillo aquel día—. ¿Te peleaste con ella?

La expresión de su madre la delató. Gracie se percató del gesto, aunque fue fugaz.

—¿Qué te dijo? ¿Era de Tom y de mí? ¿Le molestaba que estuviéramos juntos?

—No dijo nada.

—Sí que dijo algo.

—Gracie, ya has leído su carta. Nina no quiere volver a saber de nosotros en la vida. Tenemos que respetar su decisión.

¿Cómo iba a respetar ella algo así? ¿Cómo iba siquiera a comprenderlo? Nina había sido su amiga. Esa había sido una de las bonificaciones, de las cosas maravillosas de su relación con Tom. Saber que Nina, su amiga Nina, se alegraría por ellos. ¿No habían sido amigas durante tantos años? ¿Cómo era posible que cortara todos los lazos con ellos de esa forma?

—Me voy a Australia —anunció Gracie, una semana después—. Tengo que encontrarlo.

—No, Gracie. No empeores más la situación.

—Necesito verlo. Necesito pedirle perdón. ¿No puedo escribirle por lo menos?

—No sé dónde están. Lo único que sé a través de nuestro abogado es que ya no está en Templeton Hall.

Alguien debía de saber dónde estaban. Un día, aprovechando la ausencia de su madre, Gracie llamó a la comisaría de Castlemaine. Pidió hablar con el inspector que recordaba de su infancia. Le dijeron que se había jubilado hacía años. No conocía a nadie más.

—Necesito hablar con alguien que conozca a Nina Donovan. A Nina y a Tom Donovan.

—Lo siento. Soy nuevo en esta ciudad. —Parecía un chico muy joven—. ¿Quién es usted?

Gracie no podía decirle su nombre. Y colgó.

Recordó que la hermana de Nina vivía en Cairns, y después comprendió que no sabía su apellido ni tampoco sabía dónde trabajaba. No había manera de localizarla. Lo intentó en todos los hospitales de Victoria, de Nueva Gales del Sur, de Australia Meridional. Si a Tom no le habían dado el alta, tal vez estuviera ingresado en algún centro hospitalario. Pero ninguno le dio información.

Lo intentó en la academia de críquet en Adelaida. Decidió preguntarle al amigo de Tom, Stuart Phillips.

—Llamo desde Londres. De la revista London Cricketer. ¿Podría hablar con el señor Stuart Phillips?

—Lo siento. El señor Phillips está de vacaciones. ¿Puede ayudarle otra persona?

Se obligó a decir:

—Esperaba obtener un informe sobre la situación de Tom Donovan.

—¿Tom Donovan? ¿Es un entrenador de la academia o un jugador?

—Un jugador. Un lanzador.

—No lo conozco, lo siento. Ahora mismo le pregunto a alguien. —La recepcionista le preguntó a la persona que tenía al lado—. ¿Conoces a alguien llamado Tom Donovan? Una revista londinense solicita un informe sobre su situación.

—¿Tom Donovan? ¿No es el chico que se ha quedado paralítico por un accidente en el extranjero?

Gracie colgó.

Su padre fue a Londres para verlos. Pero su visita no sirvió de mucho. Su madre lo saludó con tal desprecio que Gracie sintió ganas de gritarles a los dos: «¡Olvidad vuestros problemas un minuto! ¿¡Es que no podéis pensar en nosotros por lo menos una vez, no podéis pensar en mí!?» Al ver sus sorprendidas expresiones, comprendió que lo había dicho en voz alta.

—Gracie, volveré mañana —le dijo Henry y se marchó sin necesidad de que lo acompañaran a la puerta.

Volvió al día siguiente, mientras su madre estaba fuera, y Gracie supo que el momento era deliberado. Le llevó un puzle, uvas y una bolsa de chucherías, como si tuviera ocho años y estuviera en el hospital después de haberle quitado las amígdalas.

Sin embargo, si su madre no quería ayudarla, a lo mejor la ayudaba su padre.

Nina y él siempre se habían llevado bien.

—Papá, necesito hablar con Tom. Hablar con Nina. ¿No me puedes ayudar a encontrarla? ¿A encontrar a Tom? ¿No puedes llamar al abogado de Castlemaine? Seguro que él te dice dónde están.

—Gracie, lo siento muchísimo. No puedo. He visto la carta. Nina ha dejado muy claros sus sentimientos.

—Papá, por favor. Tengo que hablar con ella. Tengo que pedirle perdón.

—Gracie, todos lo lamentamos mucho.

Pero nadie lo lamentaba más que ella. Tom nunca volvería a andar y ella era la culpable. A partir de ese momento, empezó a escribirles. A Tom. A Nina, a ambos, muchas cartas. Todas las semanas. Las enviaba a cualquier dirección que se le ocurría con la esperanza de que alguna llegara a sus manos. Cartas emotivas, cargadas de remordimientos, angustia y pesar. Le suplicó a su madre que las enviara. Se percató de la preocupación que reflejaban los ojos de Eleanor. Dos días después, se lo pidió también a su tía Hope. Hope la había visitado de forma regular desde el accidente. Incluso se había sentado con ella a veces, le había llevado el almuerzo, revistas y libros. Gracie se aferraba a cualquier gesto amable que le ofrecieran. Para su alivio, Hope accedió a enviar las cartas.

Pasó un mes y después otro. Debería haber vuelto a la universidad, pero era incapaz de afrontarlo. Se excusaba con el dolor que todavía sentía en el tobillo. La verdad era que el mundo exterior le parecía aterrador. Siguió escribiendo cartas, pero todavía no había recibido contestación desde Australia. En cuanto se le curó el tobillo y dejó de usar las muletas, se obligó a ir a la Biblioteca Británica y a leer los periódicos australianos, desesperada por encontrar alguna mención de Tom, alguna mención de un accidente en Italia en el que se había visto involucrado un jugador de críquet con un futuro prometedor. En el caso de que hubieran reseñado la noticia, ella no la encontró.

Eleanor la obligó a detenerse.

—Gracie, te estás torturando.

—No puede acabar así.

—Tiene que ser así. Tienes que aceptarlo.

Lo intentó una vez más.

—Por favor, mamá. ¿No puedes intentar localizar a Nina? Era tu amiga. Seguro que habla contigo. Por favor, ayúdame a hacerla entender. Por favor, mamá.

—No puedo, Gracie. Lo siento, pero no puedo.

Lo único que podía hacer era seguir escribiéndole. Si Nina no le contestaba, tal vez por fin lo hiciera Tom. Durante los dos meses siguientes, envió dos o tres cartas semanales. Le confesó lo preocupada que estaba por él. Lo mucho que lo quería. Le dijo que se pasaba los días pensando en él y que estaba muy arrepentida. Por las noches, todas las noches, intentaba imaginárselo sin poder andar, sin poder correr. Las imágenes la atormentaban. Intentó suplirlas con otras imágenes. Tom en el barco durante el trayecto a la isla de Skye, tirando de ella para que subiera las escaleras hasta la cubierta superior y viera la luz plateada y mágica del agua. Tom en aquella piazza italiana de cara al sol, con sus largas piernas estiradas. Recordó el roce de su piel desnuda, de su cuerpo contra el suyo en la cama. Y descubrió que esas imágenes la atormentaban más aún. Ya no quedaba lugar pacífico alguno en su mente donde refugiarse.

Pasaron cinco meses. Tenía la impresión de que su vida se había detenido. No había vuelto a la universidad. Seguía viviendo con su madre. Los demás parecían seguir adelante con sus vidas. Spencer nunca mencionaba el accidente. Solo hablaba de su trabajo como mensajero y del mundo del cine. Sus hermanas también llevaban vidas muy ocupadas y productivas. El negocio de Charlotte y sus niñeras iba viento en popa. Audrey sorprendió a toda la familia con sus noticias: su marido y ella habían decidido mudarse a Nueva Zelanda. Visitó a Gracie la víspera de su partida. Estaba muy contenta, muy emocionada y no paró de hablar.

—Espero que vuelvas pronto a la universidad, Gracie —le dijo—. ¿Has pensado en hacer algún trabajo de voluntariado mientras tanto? A lo mejor te ayuda a no pensar en otras cosas.

Pero Gracie solo podía pensar en el accidente. ¿En qué otra cosa iba a pensar?

Sabía que sus padres estaban muy preocupados por ella. Su padre llamaba cada quince días y le enviaba más postales que antes, acompañadas de libros y revistas de los países y ciudades en los que trabajaba. No la ayudaron. Leer le resultaba imposible. Todo le resultaba difícil. Apenas hablaba con Charlotte o con Audrey cuando llamaban. ¿Para qué? Era incapaz de hacerlas entender. Su madre intentó que razonara.

—Gracie, fue un terrible accidente, pero esas cosas pasan. Tienes que intentar seguir adelante.

Pero ella no podía seguir adelante. ¿Cómo iba a seguir adelante? No tenía sitio alguno adonde ir.

Siguió escribiéndole a Tom. Una carta a la semana. A veces una página; otras veces, más de una. Escribía con el corazón en la mano, le contaba todo lo que era capaz de contarle, incluso intentaba animarlo a veces con anécdotas y recuerdos de sus viajes. Cualquier cosa que pudiera restablecer el vínculo entre ellos. Se convirtió en su trabajo. Organizaba sus días en torno a ese momento. Podía pasar horas escribiendo cada carta, eligiendo las palabras adecuadas, redactándola de nuevo hasta que la consideraba perfecta. Todas las mañanas comprobaba si había carta con los dedos cruzados, siempre con la esperanza de que ese sería el día en el que tendría noticias de Tom o de Nina. Cualquier cosa. Porque el silencio la estaba matando.

Seis meses después del accidente, recibió una carta remitida desde Australia. Y dirigida a ella. Con la letra de Nina.

Eleanor había ido al supermercado. Gracie estaba sola en casa. Siempre estaba en casa. Había cancelado formalmente su matrícula universitaria. Apenas se alejaba del vecindario. Le resultaba muy difícil viajar por Londres. Había demasiados lugares que le recordaban a Tom. Cogió la carta del felpudo y la sostuvo en alto. Se le disparó el corazón y empezaron a temblarle las manos mientras la abría con mucho cuidado. Quería que fuera de Tom, pero la segunda opción, que fuera de Nina, también era aceptable. Solo había dos frases, sin saludo y sin firma.

Deja de escribirnos. No tenemos nada que decirte y jamás te perdonaremos.

Gracie seguía en el vestíbulo, llorando y con la carta en la mano, cuando su madre volvió una hora después.