18

Al otro lado del mundo, Nina estaba sentada a la mesa de la cocina del apartamento de Templeton Hall, en frente de su hermana. Hilary había llegado el día anterior para disfrutar de unas breves vacaciones mientras su marido llevaba a Lucy, su hija de dos años, a casa de sus abuelos paternos. La mesa estaba cubierta con los restos del almuerzo y con un montón de postales que Gracie y Tom le habían enviado a lo largo de las últimas seis semanas: coloridas imágenes de los monumentos londinenses, montañas escocesas, pubes irlandeses y soleados pueblecitos franceses e italianos.

Hilary suspiró mientras soltaba la última, una postal de Florencia que llegó el día anterior.

—En fin, creo que es maravilloso. Imagínate, Gracie y Tom juntos. —Se fijó en la cara de su hermana—. ¿Por qué pones esa cara tan triste?

—No estoy triste.

—Nina, te conozco. ¿Qué pasa? ¿No te alegras por ellos?

—No es que no me alegre. No es asunto mío. Es su vida. Es un adulto. Es cosa suya con quién sale y lo que hace.

Hilary soltó una carcajada.

—Seguro que crees que eso es lo que deberías sentir, pero me doy cuenta de que no es lo que sientes de verdad. Nina, estamos hablando de Tom y Gracie. Tu Gracie. ¿No crees que habría algo, no sé… perfecto en el hecho de que estén juntos? ¿Como si estuviera predestinado? —Cogió otra de las postales—. Ella parece estar en una nube y él no tiene una sola preocupación en el mundo mientras recorren Europa juntos. Me muero de la envidia. Sé que debes de echarlo de menos, pero…

—Lo echo de menos cuando está en Adelaida, no te digo cuando está en la otra punta del mundo.

—Va a volver, Nina. No va a estar dando tumbos por ahí toda la vida.

—¿Ah, no? ¿Y si decide que quiere vivir en Inglaterra con Gracie? ¿Sabes que ha pedido otro mes de excedencia de la academia? ¿Y si deja de jugar al críquet para siempre?

—Pues que lo haga. O a lo mejor ella es la que se viene aquí y se ganan la vida recogiendo fruta. —Hilary soltó otra carcajada—. Nina, tiene casi veintiún años. Es un hombre. No puedes esperar que se pase la vida sin tener novia. Al menos, conoces a Gracie. No es una completa desconocida que se ha encontrado por ahí. Gracie es una de los Templeton. De tus Templeton.

Nina se puso en pie de un salto y comenzó a recoger la mesa.

—No son mis Templeton.

—Perdona que te lo diga, pero solo faltaba que te adoptaran formalmente, ¿no te parece? Vives en su apartamento, cuidas de Templeton Hall, Eleanor y tú sois prácticamente amigas por correspondencia…

—Hilary, tuve una aventura con Henry Templeton.

Hilary se quedó pasmada.

—¿Cómo dices?

Nina lo repitió.

—Pero, ¿cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Aquí.

—¿Aquí? ¿¡Aquí!?

Nina asintió con la cabeza.

Hilary no daba crédito.

—Pero, ¿cómo has podido hacerle eso a Eleanor?

—Yo no le hice nada a Eleanor. Ya se habían separado.

—Espera un momento. ¿No pasó cuando estaban viviendo en Templeton Hall?

Nina negó con la cabeza.

—Fue el año pasado. Cuando volvió para…

—¿Henry volvió el año pasado? —Hilary miró a su alrededor como si esperara verlo aparecer—. ¿Y no me lo dijiste?

—En su momento no pude. Lo siento, Hilary. Pero no podía contártelo.

—Pues cuéntamelo ahora —dijo Hilary.

Era un cálido martes por la tarde. Nina estaba en su estudio, limpiando, que no pintando. Se sentía nerviosa e intranquila. El contrato anual que tenía con uno de los colegios locales había finalizado. Su trabajo como freelance era más escaso que antes. Había entregado su último encargo tres días antes de la fecha tope y se quedó esperando a que llegara otro. Y esperando. Al final, llamó a las oficinas de la empresa. Necesitó tres intentos para que le devolvieran la llamada.

—Te tendremos en mente si sale algo más. Es que… la situación económica… la informática… el cambio del mercado…

Captó el mensaje. Desde entonces, los días se habían hecho eternos y solitarios. Las noches eran todavía más solitarias. No se trataba de que no estuviera acostumbrada a estar sola. Lo había estado desde que Tom consiguió esa beca para estudiar en el colegio de Melbourne, ya que solo iba a casa los fines de semana y en vacaciones. Sus visitas se habían espaciado desde que se mudó a la academia de críquet en Adelaida. De un tiempo a esa parte, se había comenzado a preguntar si era bueno que pasara tanto tiempo sola. ¿No le iría mejor si viviera en la ciudad con vecinos a quienes sonreír y a cinco minutos andando de la calle principal en vez de a veinte minutos en coche?

Su vivienda gratis seguía teniendo ventajas. Y seguía enamorada del entorno: las suaves colinas, los extensos prados, el cielo infinito, Templeton Hall como si fuera un accidente natural más, cuya arenisca cambiaba de color según le diera el sol. Sin embargo, era imposible pasar por alto el cambio en su forma de pensar. Un cambio para peor. No solo se sentía físicamente sola. La soledad también era emocional. Tenía la sensación, inconfundible y oculta, de que se le había escapado la vida. Ya no tenía la posibilidad de que le sucediera algo bueno, emocionante o sorprendente.

No había hablado del tema con Hilary, ni siquiera con Jenny, su mejor amiga de Castlemaine. Todavía no había encontrado las palabras adecuadas. La sensación la acosaba desde que cumplió los cuarenta, hacía tres años, tan despacio pero con tanta insistencia que le daba miedo hablar de ella en voz alta por si la abrumaba por completo. Sin embargo, la acompañaba todos los días, cuando se miraba en el espejo y veía arrugas donde antes no había, cuando veía el asomo de papada y las bolsas debajo de los ojos. Lo sentía cada vez que se vestía y sacaba del armario ropa que sabía que no la favorecía, pero que era cómoda. Además, iba más allá de lo físico. Era como si su espíritu la hubiera abandonado. Como si ya no le encontrase sentido a nada, ni a su trabajo, ni a su persona, ni a su vida. No tenía tendencias suicidas, no llegaba a ese extremo. Estaba… aburrida. Aburrida de sí misma, aburrida de eso en lo que se había convertido su vida.

Si su madre estuviera allí, más concretamente si Hilary estuviera allí, sabía lo que le diría:

«Solo es una fase. Tu reacción al hecho de que Tom está creciendo. El síndrome del nido vacío. Tienes que cambiar de actitud, no de vida. Vamos. Arréglate antes de que ya no quede nada que arreglar.»

A lo largo de la última semana, había intentado seguir ese consejo, comenzando por el exterior y obligándose a maquillarse aunque no la viera nadie. Tiró a la basura la falda ancha y la vieja camiseta con el descosido debajo de la axila izquierda y comenzó a ponerse los alegres vestidos veraniegos, los vaqueros caros y las blusas de seda que había comprado durante una excursión de compras a Melbourne con Hilary varios años antes. Incluso se depiló las piernas, se puso mascarillas faciales, se depiló las cejas y se hizo la manicura. Al principio, se sintió ridícula, como una adolescente que jugara con el maquillaje de su madre, poniéndose de punta en blanco aunque no fuera a salir. ¿Qué más daba? ¿Quién iba a verla? Además, no estaba funcionando, ¿verdad? Esa triste sensación de abandono seguía presente, debajo de la colorida ropa, debajo del maquillaje, como si esa sensación de soledad, de cansancio, formara parte de su cuerpo, como si se le hubiera colado bajo la piel. Sin embargo, no se dio por vencida. Se negaba a darse por vencida. Todavía no.

Cuando escuchó el ruido de un coche esa tarde de martes, no se sorprendió. Pese al cartel de cerrado que había en la salida de la carretera, pese al segundo cartel que había a medio camino de entrada y pese al tercer cartel que había en lo que solía ser el aparcamiento de la propiedad, a veces llegaban turistas decididos a Templeton Hall, tras consultar alguna guía de viaje muy desfasada.

—¿Cuándo volverá a estar abierto al público? —le habían preguntado en incontables ocasiones.

—Nos han dicho que era graciosísimo. ¿Qué le ha pasado a la familia?

Tenía una respuesta preparada:

—Los Templeton tuvieron que regresar a Inglaterra por motivos familiares, pero mantienen la esperanza de poder volver algún día. —Lo había dicho tantas veces que ya no estaba segura de creérselo siquiera.

Al escuchar que se cerraba la puerta del coche, Nina comprobó su aspecto en el espejo a toda prisa, se limpió una mancha de polvo de la frente y enfiló el sendero lateral.

Había un hombre de pie, protegiéndose los ojos del sol con una mano, contemplando Templeton Hall.

—Buenas tardes —le dijo Nina con amabilidad—. Lo siento, pero no estamos abiertos al público.

El hombre se volvió, sonrió y dijo:

—Lo sé. Hola, Nina.

Su cerebro tardó un segundo en asimilar su aspecto y el hecho de que la hubiera llamado por su nombre.

—¿Henry? ¿¡Henry Templeton!? —Sabía que estaba boquiabierta—. ¿Qué narices…? —Se interrumpió y soltó una carcajada—. Lo siento. ¿Me he dejado algún mensaje sin leer? ¿Me habías dicho que ibas a volver?

Se acercó a ella, sonriendo de oreja a oreja y la besó en ambas mejillas con actitud muy relajada, como si se hubieran visto por última vez hacía un mes y no hacía siete años. Apenas había envejecido, y su cuerpo seguía siendo tan atlético como la primera vez que lo vio. Tal vez tenía el pelo más canoso, pero sus ojos tenían el mismo tono azul y su expresión era tan inteligente y vivaz como de costumbre.

—Me temo que no. Ni siquiera yo sabía que iba a volver. Me surgió de repente un viaje a Melbourne, tenía la tarde libre y parece que mi coche tenía ideas propias, porque me ha traído aquí antes de que yo supiera lo que estaba pasando.

—¿Has vuelto para quedarte? Quiero decir que es genial. Que me alegro mucho de verte. Solo ha sido una sorpresa. —Adoptó el papel de anfitriona. Una anfitriona incómoda y sorprendida, pero anfitriona al fin y al cabo—. Pasa. ¿Quieres tomar algo? Una taza de té o de café. Pero seguro que quieres ver el interior de Templeton Hall antes de nada, ¿verdad? Si hubiera sabido que venías…

—¿Habrías hecho una tarta? Nina, por favor, relájate. No he venido para ver qué hacías. ¿Me has ofrecido algo de beber? ¿Sabes lo que me encantaría? Una copa de un buen riesling, si por casualidad tienes una botella de vino en la casa.

—Es mi preferido. Claro que tengo una botella.

Diez minutos después, Henry y ella estaban sentados a la mesita que Nina había colocado bajo un manzano, en un rinconcito del jardín del apartamento. El abrasador sol del mediodía había dejado paso a una cálida tarde. Los pájaros trinaban encaramados a los árboles.

Henry levantó su copa.

—Brindo por ti, Nina. Por Templeton Hall y por seguir así el resto de mi vida.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te va todo? —Soltó una carcajada avergonzada mientras brindaban—. Lo siento. Es que no termino de creerme que estés aquí.

—¿Creías que nunca más volverías a vernos? Nina, mujer de poca fe. Solo han pasado cinco años, ¿no?

—Casi ocho —lo corrigió.

—¡Por el amor de Dios! —Henry soltó una carcajada—. Pero no te dejamos en la estacada, ¿verdad? Por favor, dime que no para librarme de los remordimientos de conciencia.

—En todo caso, yo me llevé la mejor parte. Vivir aquí gratis todos estos años. No me parece muy justo.

—Nina, no es gratis. Eres nuestra encargada. Eleanor y yo somos los que estamos en deuda contigo.

—¿Sabe Eleanor que estás aquí?

—No, no lo sabe. —Su cara tenía una expresión neutral—. Eleanor y yo llevamos casi cuatro años sin hablarnos.

—Siento oírlo.

—Ha sido una época muy dura para todos. —De repente, cambió de tema—. ¿Y cómo le va a ese maravilloso hijo tuyo, Nina? ¿Sigue jugando al críquet?

Le habló de Tom, que estaba viviendo en Adelaida en ese momento, para asistir a la academia nacional de críquet, y que además estaba planeando un viaje como mochilero por todo el mundo.

—¿Eso quiere decir que no voy a poder verlo? —preguntó Henry—. Una pena. Me habría encantado poder sobornarlo de alguna manera para asegurar la victoria de Inglaterra en los futuros torneos Ashes que se jueguen.

—Puede que te arrepientas de no haberlo hecho. Su entrenador está convencido de que llegará al equipo nacional con el tiempo. —Parecía que estuviera alardeando. De hecho, estaba alardeando.

—En ese caso, me arrepentiré —convino Henry—. Sigo pensando en él como en un niño pequeño.

—Ya no es tan pequeño. Mide metro noventa y cinco.

—Tiene habilidad y estatura. No tenemos la menor oportunidad.

Mientras los dos bebían vino, se produjo un breve silencio.

Nina se apresuró a llenarlo.

—¿Y qué me dices de ti, Henry? ¿Qué te ha traído a Australia?

—¿El sol? ¿La fruta fresca? —Sonrió—. Me temo que el trabajo. Ahora solo viajo por trabajo.

—¿Sigues con las antigüedades?

—A veces, sí, pero me he expandido en estos años.

—¿Coches de época?

—¿Lo sabes?

—Creo que me lo comentó Charlotte. O tal vez fue Gracie.

—¿Tienes una red de información completa de los Templeton? Sí, empecé comprando y vendiendo coches de época, pero hemos ampliado a coches de gama alta, servicios de coche con chófer y ese tipo de cosas. Nina, creo que no fuimos sinceros del todo contigo cuando nos fuimos, pero había problemas económicos. Asientes con la cabeza. ¿Lo sabías?

—No estaba segura. Pero supongo que lo intuía.

—Estábamos hasta el cuello, para no andarme con rodeos. Culpa mía. Sí, culpa mía. Y por tanto tenía que solucionarlo yo. Tenía la esperanza de poder afrontarlo juntos, como una familia. Por desgracia, Eleanor era de otra opinión. Creía que el problema lo había creado yo y por tanto solo yo tenía la responsabilidad de arreglarlo.

—Los asuntos de dinero siempre son espantosos —dijo, sintiéndose incómoda al recordar algunos faxes de Eleanor. Aunque no había entrado en detalles, Nina tenía la impresión de que Eleanor había estado muy implicada en todo. La siguiente pregunta de Henry la sorprendió.

—Nina, ¿te has preguntado alguna vez cómo habría sido tu matrimonio, cómo habría sido tu vida, si tu marido no hubiera muerto tan joven?

Nina no tenía ni que pensarlo.

—Todo habría sido distinto. La persona que soy. Dónde vivo. Mi trabajo…

Henry le llenó la copa antes de hacer lo propio.

—Dime qué te habría gustado hacer. Si la vida se hubiera desarrollado de acuerdo a tu plan.

Nina sonrió. A lo largo de los años, había pensado en esa vida imaginaria en numerosas ocasiones estando sola, a veces para consolarse en las noches solitarias y otras para demostrarse que había conseguido labrarse una buena vida para Tom y para ella. Se sentía halagada, incluso fascinada, porque le hiciera esa pregunta en ese momento. La situación en sí la fascinaba, se percató. Era como si estuviera interpretando un papel cinematográfico y Templeton Hall fuera el trasfondo perfecto. Bebió un sorbo de vino y comenzó a hablar.

A las siete de la tarde, todavía estaban fuera, enfrascados en la conversación, bebiendo vino despacio, saboreando cada sorbo. A las nueve, estaban en la cocina, comiéndose la pasta que había preparado. Habían abierto una segunda botella de vino para acompañar la cena. Dicha botella estaba casi vacía.

Cuando se puso en pie para recoger la mesa, Nina se dio cuenta de que le daba vueltas la cabeza, y no solo por el vino. Se lo estaba pasando bien. Era feliz. Además, no quería que acabara la noche.

—Vas a quedarte esta noche, ¿verdad? No puedes conducir. Con vino o sin él, es demasiado tarde. Hay habitaciones de sobra. Dieciocho, para ser exactos. —Soltó una carcajada—. No puedo creerlo. Ni siquiera te he enseñado Templeton Hall.

—Por el amor de Dios, Templeton Hall. A mí también se me había olvidado. Quería pasarme por aquí, saludar, echar un vistazo y volver a Melbourne para la cena. Qué cambio de planes más interesante. —Le devolvió la sonrisa—. Qué mujer más sorprendente e interesante eres.

—¡Ay, Nina, no! —El asco de Hilary era patente en su expresión—. ¿Te tragaste esa frase?

—Por favor, presta atención.

Algo le pasó a Nina cuando Henry la tocó. Pero consiguió esbozar una sonrisa relajada, mantener un tono de voz despreocupado al mismo tiempo que intentaba desentenderse de la intensa atracción que le corría por las venas. Era culpa del vino, se dijo. Del hecho de haber pasado demasiado tiempo sola últimamente. De los cinco años que hacía, cinco, desde la última vez que estuvo a solas con un hombre en esa situación. La última vez fue una brevísima relación con un primo de Jenny que acababa de divorciarse. Salió a cenar cuatro veces con él, se acostaron un par de veces, la primera vez fue bastante incómoda y la segunda no tanto. A los dos días, la llamó por teléfono para decirle que era demasiado pronto, que seguía enamorado de su mujer.

—Si no lo estuviera, te daría una oportunidad —le dijo a modo de consolación.

La experiencia de esa noche no podría haber sido más distinta. Nunca había hablado con un hombre como hablaba con Henry. No solo de Templeton Hall o de sus respectivas familias. Hablaron de política, de teatro y de libros. La hizo reír con anécdotas de sus clientes en el negocio de las antigüedades, así como, por sorprendente que pareciera, de sus clientes durante el mes que ejerció de chófer en Los Ángeles. Se quedó de piedra al escucharlo.

—Era necesario —afirmó—. ¿Qué mejor manera de aprender el negocio que empezar desde abajo? Lo hice durante un mes y se me daba fatal. El chófer ideal es una persona callada. Yo era incapaz de mantener la boca cerrada.

En ese momento, mientras buscaba en su dormitorio la llave de Templeton Hall, se descubrió mirándose en el enorme espejo situado frente a la puerta principal. Tenía las mejillas sonrosadas. Y los ojos brillantes.

—Estás preciosa.

Se dio la vuelta al escucharlo.

—Lo estás. —Henry sonrió—. Bueno, ¿haces tú de guía oficial o me encargo yo?

—No estoy segura de acordarme.

—Ay, Nina. ¿Cómo se te iba a olvidar? Ven, deja que lo haga yo.

Dejó que la cogiera de la mano y que la llevara a la puerta principal de Templeton Hall. Cuando llegaron a los tres escalones que conducían a la puerta, le soltó la mano y extendió los brazos como si se dirigiera a una multitud que los esperase en el patio vacío.

—¡Bienvenidos! Bienvenidos sean todos a Templeton Hall, uno de los mejores ejemplos de arquitectura colonial de todo el país. Entren y regresen al pasado mientras pasan un día en casa con los Templeton. Bueno, con un Templeton y con una… —Se detuvo—. Nina, lo siento, ¿cuál era tu apellido?

—Donovan.

—Por supuesto que sí… Mientras pasan un día, no, una noche, en casa con un Templeton y con una Donovan. Por aquí, por favor.

Una vez que entraron en la mansión a oscuras, Nina fue hasta el cuadro eléctrico. Había cortado la corriente más como protección contra cortocircuitos que para ahorrar. Henry la esperaba junto a la puerta principal mientras ella encendía la luz del vestíbulo. La pequeña araña que tenían sobre sus cabezas comenzó a brillar, aumentando su luz hasta que un cálido halo dorado iluminó la estancia.

Henry miró a su alrededor con una sonrisa.

—Se me había olvidado lo glorioso que es.

Dejó que Henry la guiara de una habitación a otra, observándolo levantar las sábanas que protegían los muebles para tocar los que todavía quedaban. Todos los objetos de menor tamaño habían ido a parar a Inglaterra hacía años. Se detuvo al llegar al salón.

—Qué lugar más hermoso. Es una pena que tuviéramos que irnos. Parece que nos hubiéramos ido en mitad de la noche, ¿verdad? Como si nos hubieran abducido unos extraterrestres. Estábamos aquí un día y al siguiente habíamos desaparecido.

—La teoría alienígena caló entre algunos lugareños.

Henry se echó a reír. Tenía una risa muy atractiva. Nina empezaba a ver muchos detalles atractivos en él.

Subieron a la planta superior, donde estaban los dormitorios, sin adorno alguno, amueblados únicamente con las camas sin hacer y los armarios vacíos, todo cubierto por sábanas. Nina señaló la contraventana que tuvo que cambiar, un tablón del suelo que necesitó reparación, y la cómoda y el armario antiguos del dormitorio principal que había barnizado hacía poco.

Henry meneó la cabeza.

—Cuanto más veo, más me doy cuenta de todo lo que has hecho por nosotros a lo largo de estos años. Te confieso que estoy avergonzado. —Se acercó a ella y una vez más le tocó la mejilla, con suavidad—. Muchas gracias de nuevo, Nina. Por todo.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Hilary—. ¿No puede dejar las manos quietecitas?

—No me interrumpas.

Nina sabía lo que iba a suceder entre ellos. Se moría por levantar la cabeza y rozarle la mejilla con los labios. Tocarle la piel como él la había tocado a ella.

Durante el resto de la visita, fue consciente de todo lo relacionado con él: su voz, su cuerpo, sus movimientos… Era como si su vulgar vida en blanco y negro se hubiera pasado al tecnicolor de repente. Como si la llegada de Henry esa tarde, por sorpresa y mostrándose tan interesado, tan simpático y tan atento, la hubiera cambiado a ella y a su vida de algún modo. Como si pudiera hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, ese día.

Cuando se encontraron en la puerta del último dormitorio, cuando lo pilló mirándola con expresión interesada, admirada, cuando oyó que le decía:

—Nina, ¿son imaginaciones mías o estamos…?

Cuando sucedió eso, fue ella la que lo interrumpió y le dijo que no eran imaginaciones suyas. Fue ella quien se pegó a él y lo besó.

Daba igual que hubiera llegado unas cuantas horas antes, que fuera casi un desconocido, que fuera el marido, aunque separado, de Eleanor, que fuera el padre de Gracie. Todo daba igual. Solo quería besarlo. Quitarle la chaqueta. Tocarle la piel. Sentir, a su vez, esos labios sobre los suyos, esos dedos en la piel, en la espalda, desabrochándole la camisa, deslizando muy despacio el tirante del sujetador por el brazo, besándola en el cuello y más abajo…

Fue ella la que le pidió que no parase cuando él titubeó. Lo silenció con los labios. Quería que sucediera. Iba a suceder. La cama crujió cuando se acostaron en ella, aunque los crujidos quedaron silenciados por sus gemidos mientras él la desnudaba y después por los quedos suspiros de Henry mientras ella le quitaba la ropa, hasta que ambos quedaron desnudos.

Su voz era dulce contra su piel, y sus labios, cálidos.

—Deberían ser sábanas de seda, Nina, no sábanas de algodón para proteger el colchón del polvo.

Volvió a silenciarlo con un beso.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Hilary—. No puedes pararte ahora.

—Usa la imaginación.

—No quiero. ¿Fue bueno, malo, ni fu ni fa?

Nina titubeó un segundo.

—Fue maravilloso.

Estaba mintiendo. No había sido maravilloso. Al menos la primera vez. Pero sí había sido excitante. Erótico y breve, torpe y demasiado rápido. Después, hablaron, se besaron y hablaron todavía más. Y luego hicieron el amor de nuevo, más despacio, más acompasados. Era un buen amante. Muy bueno. Generoso, habilidoso y experimentado. Ella estaba un poco avergonzada la segunda vez, ya que forcejeó contra los sentimientos que la abrumaban hasta que por fin se rindió al momento, a sus caricias, a sus dedos, a sus labios y a su cuerpo. Lloró cuando todo terminó.

—Nina, ¿por qué lloras? —le preguntó—. ¿Pasa algo?

Sonrió al escucharlo, incluso soltó una carcajada. No lloraba de dolor. Sino de alivio. Era maravilloso volver a hacerlo.

Se durmieron después de la segunda vez. Nina se despertó en primer lugar, con la habitación a oscuras y una picazón por culpa de la sábana. Por un instante, no supo dónde estaba. Estaba desnuda, había un hombre a su lado, no se encontraba en su dormitorio, tenía la boca seca, había estado bebiendo… ¿Dónde estaba? Se incorporó cuando todo cobró sentido. Estaba en la cama con Henry Templeton. Acababa de echar un polvo con Henry Templeton. Un par de polvos muy satisfactorios. ¡Por el amor de Dios! Con mucho tiento, echó un pie al suelo y empezó a moverse despacio mientras se preguntaba dónde estaba su ropa, mientras se preguntaba…

Dio un respingo al escuchar la voz de Henry.

—No vas a escabullirte, ¿verdad? No cuando acabamos de empezar…

La calidez de su voz la detuvo.

—Acabamos de cometer un error, eso es lo que hemos hecho. —Le resultaba más fácil decirlo al amparo de la oscuridad.

Sintió sus dedos en la espalda, acariciándole la columna antes de descender, provocándole una nueva oleada de deseo.

—Creía que habíamos empezado con un pie estupendo. Pero si quedan áreas en las que mejorar, estaré encantado de intentarlo otra vez. Y otra.

La voz de Henry se ralentizó al compás de las caricias de sus dedos, que trazaron círculos en su cintura antes de subir al tiempo que se incorporaba en la cama y se pegaba a ella para tomarle los pechos con las manos y besarle el hombro y el cuello.

Nina se volvió entre sus brazos.

Se quedaron en Templeton Hall los dos días siguientes. Hicieron el amor, hablaron, rieron y volvieron a hacer el amor. Nina era consciente de que su vida real se encontraba a escasos metros de distancia. A Henry le esperaba el trabajo en Melbourne. Se lo había explicado. Un contacto en Los Ángeles le había comentado que querían vender en secreto un negocio de chóferes. Como había planeado un viaje a Singapur por su trabajo en el campo de las antigüedades, decidió dar un rodeo. El negocio de chóferes podía esperar, decidió Henry. Sería bueno que no lo creyeran ansioso por firmar. También pospondría su reunión en Singapur. Nina escuchó cómo llamaba a los dos sitios, oyó su voz agradable y persuasiva.

Henry se llevó la maleta a Templeton Hall. Ella hizo una rápida visita al apartamento en busca de ropa, café, pan, queso y vino. Era lo único que necesitaban para sobrevivir.

Decidió que era como estar aislada en una lujosa isla de piedra. No terminaba de creerse lo que estaba pasando. Se sentía como otra persona. No solo en el plano físico, aunque su cuerpo se había convertido en algo sensual, en algo hermoso. Siempre había cuidado su peso y se había mantenido en forma, y en ese momento disfrutaba del contorno de su cuerpo, disfrutaba de los dedos de Henry mientras acariciaban sus curvas, mientras le besaba la piel y mientras tocaba cada centímetro de su cuerpo. A su vez, ella se deleitaba con el contacto de ese cuerpo masculino. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin eso, sin ese contacto, sin ese placer?

A la tercera mañana, estaba tumbada en la cama cuando oyó que sonaba el móvil de Henry en la planta baja. Lo oyó contestar, oyó los murmullos y supo incluso antes de que volviera al dormitorio, con la bandeja del té, que las cosas estaban a punto de cambiar.

—Nina, lo siento muchísimo. Me han llamado para que vuelva a la vida real. Es por el acuerdo de Singapur. No puedo retrasarlo más.

No se enfadó. ¿Cómo iba enfadarse?

—Por supuesto. ¿Cuándo tienes que irte?

Le dijo que tenía que coger el vuelo de esa noche.

—Pero todavía tenemos el día de hoy.

Le llevó el desayuno a la cama. Henry había encontrado una botella de champán en el sótano. Volvieron a hacer el amor. Y observó, desnuda bajo la sábana, cómo Henry hacía el equipaje.

La despedida por la tarde fue breve, pero perfecta. En los escalones de entrada a Templeton Hall, Henry la abrazó y le sonrió.

—Nina, ha sido maravilloso. Tú eres maravillosa. No esperaba que pasara esto, pero me alegro muchísimo de que haya pasado.

—¿Volveré a verte? —No se sintió desesperada ni patética al hacer la pregunta. Sabía que ese no era el fin. Sabía que había pasado algo especial entre ellos.

Henry le tocó la mejilla.

—Claro. Volveré en cuanto pueda.

Hubo un beso más, otro «Gracias por todo, Nina», antes de que Henry se fuera en su coche. Ella se quedó de pie, despidiéndolo con la mano, hasta que lo perdió de vista. Después, regresó a Templeton Hall y encendió las luces de todas las habitaciones, no porque estuviera oscuro, sino porque quería celebrarlo de alguna manera, quería estar envuelta en luz. Subió al dormitorio en el que habían hecho el amor y lo limpió; después bajó a la cocina, donde fregó las copas que habían usado, sumida en una especie de estupor. Cuando se acostó esa noche, en su propia cama, seguía sonriendo.

—¿Y después? —preguntó Hilary.

Nina la miró fijamente.

—¿Nada? —insistió Hilary—. ¿Ni una llamada? ¿Ni una nota?

—No he vuelto a saber de él.

—Pero todo lo que te dijo…

—Sí —contestó Nina.

Esperó una semana sin preocuparse. Estaba ansiosa, pero no preocupada. Rememoró todas las conversaciones que había mantenido. Se volvieron más ingeniosas, más emocionantes. Recordó todas las veces que hicieron el amor. Sentía la piel más sensible, y su cuerpo, más sensual. Se sintió más animada de repente. La semana posterior a su marcha pintó más que en todo el mes anterior. Usó colores más vivos y sus trazos fueron más seguros.

Sus amistades de Castlemaine le comentaron que tenía muy buen aspecto.

«Creo que estoy enamorada», quería decirles. Esa era la sorprendente, increíble y maravillosa verdad. Se había enamorado. De Henry Templeton, nada menos.

Mientras pintaba, mientras arreglaba el jardín, mientras limpiaba la casa, mientras hacía la colada, estaba desarrollando su vida cotidiana por fuera, pero por dentro todo le parecía distinto. Se imaginó que Henry y ella estaban juntos. Viajando al extranjero. Cenando fuera de casa. Yendo al teatro. Pasando lánguidas tardes haciendo el amor… Su conversación siempre era inteligente e ingeniosa, y las respuestas de Henry rezumaban encanto y sensatez. Lo hacía reír. Se lo presentaba, orgullosa, a sus amistades. A Hilary.

«He oído tantas cosas de ti», diría su hermana. Para después susurrarle a ella: «Es fantástico. Y está coladito por ti, salta a la legua. Evidentemente estaba predestinado.»

Así lo sentía. Como algo predestinado. Como si esa brillante y arrolladora sensación fuera su recompensa por los largos años de soledad. Se alegraba de que hubiera sido así. Porque Henry no habría tenido cabida en su vida de otra manera. Le había enseñado otra forma de vivir. Una forma mejor. Con él, se había convertido en una persona mejor, en una mujer relajada y sexy. Querida.

Pasó otra semana. Ni una palabra. A la tercera semana, todavía era capaz de decirse que el asunto de Singapur se había complicado. A la cuarta semana, sabía la verdad, pero se negaba a admitirla.

A la quinta semana, no se pudo contener. Le mandó un mensaje de correo electrónico a Eleanor, finalizando el cuidado texto con una pregunta todavía más cuidadosamente formulada. ¿Tenía noticias de Henry?

Pasaron dos días antes de recibir una respuesta. En el mensaje había noticias de los niños y del tiempo en Londres. Nina saltó los párrafos hasta encontrar lo que estaba buscando:

Según me ha contado Gracie, Henry ha vuelto a Estados Unidos. ¿Necesitas tratar algún tema urgente con él?

Nina dejó pasar un día antes de contestar. «No», le dijo. No necesitaba tratar de tema alguno con Henry.

—¿Y eso es todo? —quiso saber Hilary—. ¿No has vuelto a saber nada de él?

Nina se puso en pie y meneó la cabeza.

—Así que ya sabes por qué no me hace mucha gracia que Gracie y Tom estén juntos.

—Pero no puedes juzgarla por algo que ha hecho su padre. Siempre me has dicho que Henry rezumaba encanto a espuertas, que era un encantador de serpientes. Esto es típico de ese tipo de hombres.

—Pero yo no soy una de esas mujeres. —Alzó la voz para sorpresa de ambas—. ¿Cómo se atreve, Hilary? ¿Cómo se atreve a entrar en mi vida, a decirme todas esas cosas y a irse sin volver a ponerse en contacto conmigo?

—Nina, lo siento, pero los hombres llevan siglos haciéndoles eso a las mujeres.

—A mí no, Hilary. A mí no.

—Oye, siento que sigas dolida por…

—Ya no estoy dolida. Estoy enfadada. Estoy furiosa.

—Y te entiendo, pero no puedes dejar que eso afecte a Gracie y a Tom.

—¿Por qué no? ¿Por qué iba a querer que mi hijo vuelva a involucrarse con esa familia? No son de fiar, ninguno de ellos. Dijeron que se iban para tres meses. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Ocho años? Me han dejado en la estacada, me han dejado tirada para que solucione sus problemas…

—No te han dejado en la estacada. Me has dicho muchas veces que ha sido un acuerdo genial para ti…

—Pues ya no lo es. Ya va siendo hora de pensar en marcharme. Ya va siendo hora de que los Templeton se enfrenten a un par de verdades sobre cómo tratan a los demás.

—Nina, solo porque Henry…

—Solo porque Henry ¿qué? ¿Porque me jodió, literal y metafóricamente? ¿Porque me tomó por tonta? La primera vez que los vi te dije que no eran de fiar. Debería haber confiado en mi primer instinto, Hilary. Debería haberme mantenido lejos de ellos.

—Nina, estás exagerando…

—No, no exagero. No son de fiar, Hilary. Ninguno. Todos ellos son egoístas y egocéntricos. Debería haberme dado cuenta hace mucho tiempo. Y te juro por Dios, Hilary, que si algo malo pasa entre Gracie y Tom, si le rompe el corazón, si le hace daño de alguna manera, la…

—¿Qué le vas a hacer?

Nina guardó silencio un rato.

—Nunca se lo perdonaré.