Londres, agosto de 2001
En cuanto vio a Tom bajar del vagón del tren en la estación de Paddington, Gracie supo que esa visita sería distinta. Estaba esperándolo en el andén, vestida con su abrigo rojo preferido y una bufanda verde, con el pelo recogido en su acostumbrada trenza. Lo vio de inmediato. Era más alto que la gente que lo rodeaba, más atlético y su pelo castaño estaba muy alborotado. Llevaba vaqueros, un chaquetón oscuro de estilo marinero y una ajada mochila a la espalda.
Después de que dejara la mochila en el suelo se abrazaron como dos viejos amigos que volvían a encontrarse, pero incluso en ese momento Gracie sintió que el gesto era distinto. Como una descarga eléctrica, se lo describió más tarde a Tom. Él había sentido lo mismo, le aseguró.
Durante la visita que les hizo dos años antes, pasaron el tiempo recorriendo Londres y hablando, pero ni siquiera se besaron. Las cartas que se habían enviado desde entonces habían sido amistosas, nada más. Sin embargo, en esa ocasión, todas las células del cuerpo de Gracie, que tenía diecinueve años, fueron conscientes de la presencia de Tom desde el primer minuto. Al parecer, no podían dejar de tocarse. Al principio, eran roces accidentales. Cuando ella alargó el brazo para coger su mochila al mismo tiempo que lo hacía él. Cuando lo cogió del brazo un momento para indicarle la entrada correcta al metro antes de ver el mensaje de que había retrasos. Era un frío e inusual día de agosto. Lo invitó a tomar una copa de oporto caliente al mismo tiempo que él sugería un whisky calentito.
Se tomaron uno de cada en un pub oscuro y lleno de humo, situado cerca de la estación. A Gracie le preocupaba que no tuvieran nada de lo que hablar, descubrir que debería haber insistido en que Spencer la acompañara para recibir a Tom. Sin embargo, casi hablaban ambos a la vez.
Ella le describió su vida en la universidad, le habló de lo mucho que estaba disfrutando de su primer año, de la alegría de estudiar por amor al estudio. Le confesó sus planes para mudarse a un piso ella sola tan pronto como pudiera permitírselo. Le contó que seguía trabajando de canguro los fines de semana y que también trabajaba de camarera para ahorrar todo lo posible. Él le preguntó por su familia y ella le habló de la separación de sus padres, del trabajo de maestra de su madre, de los constantes viajes de su padre, del negocio de Charlotte y sus niñeras, de la boda de Audrey con el psicólogo neozelandés, de la eterna rebeldía de Spencer y su creciente vínculo con su tía Hope, que sí, seguía sobria y había montado su propia clínica de desintoxicación con Victor, su novio, mayor que ella y forrado de dinero.
Tom la escuchó atentamente, preguntándole cosas y riéndose a veces, meneando la cabeza cuando ella acabó y diciéndole que tenía la impresión de haber visto una recopilación de los mejores episodios de una comedia familiar.
—Así somos los Templeton, en resumen —replicó Gracie, también entre carcajadas.
Tom le habló de sus ocho meses en la academia de críquet y de la segunda etapa que comenzaría después de las vacaciones. Le habló de la nueva vida de Nina como maestra. Le describió sus viajes por Laos, Camboya, Tailandia y Vietnam. Le describió los paisajes que había visto y cómo era la vida de un mochilero. Se interrumpió varias veces para disculparse.
—Lo siento, Gracie, últimamente no he hablado con mucha gente.
—No, por favor, sigue.
Dos horas después de que se encontraran, dejaron de hablar y hubo un momento en el que solo atinaron a sonreírse.
—Gracie, estás genial —le dijo—. Londres te favorece.
—Tú también estás muy guapo. —Y lo dijo en serio, aunque se riera. Era un chico fuerte, guapo y en forma, pensó. Como el personaje de una historia de aventuras. Estuvo a punto de decírselo antes de decidirse por un tema de conversación más normal—. Dentro de unos años no podrás sentarte aquí sin que te molesten, ¿verdad? —le preguntó—. Los aficionados del críquet te acosarán.
Él meneó la cabeza y esbozó esa sonrisa tímida que Gracie atesoraba en su memoria.
—Confundes a los jugadores de críquet con las estrellas del pop. ¿Ves a aquel hombre de allí?
Gracie se volvió y miró al hombre mayor que él le señalaba, y que ocupaba un rincón.
—Tal vez haya sido el mejor lanzador de la historia del críquet en Inglaterra, pero la gente no recuerda las caras. No, porque con la equipación blanca todos nos parecemos.
—A ti te recordarán —insistió ella con lealtad—. Sobre todo cuando hayas dejado fuera de juego a todos los bateadores de la selección inglesa en los torneos Ashes.
—Antes tendrán que seleccionarme —señaló Tom—. Un detalle sin importancia.
—Lo conseguirás, Tom. Lo sé.
Después de la tercera copa, lo llevó a casa de su madre. No había ni rastro de Eleanor, salvo la nota que había dejado esa mañana sobre la mesa para darle la bienvenida a Tom, diciéndole que se sintiera como en casa, que volvería de la conferencia lo antes posible. No había ningún mensaje de Spencer. Gracie se disculpó en su nombre.
—Me parece que está otra vez con Hope. Mi tía viaja mucho y él parece acompañarla como botones, asistente o algo así. No lo sabemos con certeza.
Tom sonrió.
—No te preocupes. Será genial verlo cuando aparezca.
¿Se estaría Tom cansando ya de su compañía?
—Si quieres puedo probar a localizarlo en varios números de teléfono. Puede que esté con Hope, o puede que esté con algunos amigos. No para mucho en el mismo sitio.
—¿Podemos salir a comer algo antes? ¿Tú y yo? Todavía no hemos acabado de ponernos al día.
La atracción se intensificó durante la cena. Tom parecía aprovechar cualquier excusa para tocarla, y ella hacía lo mismo. Pidieron una botella de vino, pasta y postre mientras la conversación y las carcajadas se sucedían con facilidad, mientras compartían historias. Al salir del restaurante, les pareció lo más normal cogerse de la mano mientras se internaban entre el tráfico y corrían para guarecerse de un repentino chaparrón. Y siguieron de la mano aun cuando no hacía falta, hasta que llegaron a casa.
Eleanor no había vuelto todavía. Había un mensaje en el contestador automático. La conferencia había acabado tarde y se quedaría a dormir en casa de una compañera. Les dijo que los vería por la mañana y que tenían la casa para ellos solos.
Decidieron fingir que no era verano y encendieron el fuego en la chimenea del salón. Tom la ayudó a llevar leña desde el pequeño cobertizo del jardín, a encender el fuego y después a elegir la música. Hubo más conversación y más risas. Gracie le ofreció otra copa de vino y le avergonzó descubrir que no había más botellas.
—Iré a comprar. Hay una licorería al final de la calle —dijo.
—Voy contigo. Está oscureciendo.
—Te prometo que no me pasará nada por ir sola. —Necesitaba ralentizar un poco las cosas y recuperar el aliento aunque solo fuera unos minutos—. ¿Quieres darte una ducha mientras yo vuelvo?
—Creo que ha sido una indirecta poco sutil.
Otra sonrisa.
—No lo necesitas, pero ¿quieres ducharte?
—La verdad es que me encantaría. ¿Estás segura de que no te importa salir sola?
—Segurísima —contestó y estuvo a punto de preguntarle si él estaba seguro de querer meterse solo en la ducha.
Luchando contra un repentino sonrojo, le indicó dónde estaban las toallas y le dijo que usara el champú de Spencer, mucho más consciente de su proximidad física que antes.
Una vez en la calle, el aire frío la ayudó a relajarse. Caminó hasta la licorería, eligió una botella de buen vino y se sentó en el banco cubierto de pintadas que había al final de la calle para pensar.
¿Qué estaba pasando? ¿Se lo estaría imaginando? ¿O definitivamente estaba pasando algo entre ellos?
Intentó analizarlo todo de forma racional. Se trataba de Tom. De Tom, el hijo de Nina. De Tom, el chico que vivía en la granja. El jugador de críquet. El mismo que los había visitado dos años antes sin que entre ellos sucediera nada parecido a lo que estaba pasando en ese momento. Era Tom, a quien conocía desde los once años. Tom, del que estaba (sí, tenía que reconocerlo) coladita desde los once años.
Pero ya tenía diecinueve. Y él, casi veintiuno. Y sí, algo había cambiado. Lo único que quería era besarlo. Y mucho más.
Nunca se había sentido así, nunca había sido tan consciente de la proximidad física de otra persona, nunca había experimentado semejante atracción. Porque era más que atracción. Era una especie de fuerza magnética que casi se escapaba a su control. Nunca se había sentido así con Owen, lo más parecido a un novio que había tenido. Owen era un chico escocés de su edad que también colaboraba como voluntario en la residencia de ancianos. Habían ido al cine varias veces y también habían compartido pizza y una película en casa. Un día fueron a Brighton. Se habían besado y habían ido un poco más lejos, pero ella no quiso llegar hasta el final. Ni siquiera había pasado un mes desde que comenzaron a salir cuando comprendió que se habían quedado sin temas de conversación. Decidió posponer el momento de la ruptura porque no quería hacerle daño y fue un alivio que Owen cortara con ella.
Sin embargo, todo lo que le faltaba en la relación con Owen (atracción verdadera, curiosidad, conversación constante, deseo físico… sí, deseo físico) estaba presente con Tom. Y lo había sentido desde el primer minuto que habían pasado juntos esa tarde.
Se levantó de un brinco. Ya llevaba demasiado tiempo fuera. A lo mejor se lo estaba imaginando todo. A lo mejor estaba un poquito borracha. A lo mejor solo era porque se trataba de Tom, de Tom Donovan, a quien conocía desde hacía tanto tiempo. Solo era un antiguo amigo de la familia que iba a pasar unos días con ellos. Estaba confundiendo esa confianza con otra cosa. Sí, eso era.
Supo que se estaba engañando en cuanto volvió a verlo. En cuanto entró en el salón con el vino y lo vio volverse después de echar un leño en la chimenea. En ese momento, se percató de todos los detalles de su persona. Su pelo oscuro estaba húmedo. Iba descalzo. Se había cambiado de ropa y llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta azul de manga corta. Tenía los brazos morenos y musculosos. Le sonrió y la dejó sin aliento. No se estaba imaginando cosas. No se lo estaba imaginando. Le estaba pasando algo, a él le estaba pasando algo. Les estaba pasando algo. Algo sorprendente.
—¿Gracie, estás bien?
—Sí. —Le sonrió—. Muy bien. Genial.
Él le devolvió la sonrisa.
—Me parece muy bien. Genial.
Y desde ese momento Gracie supo lo que iba a suceder. Porque deseaba que sucediera. Era como si todas las conversaciones que habían tenido de niños, todos los juegos a los que habían jugado, toda la simpatía que él le había demostrado, las cartas que se habían enviado a lo largo de los años, las fotografías que él había hecho especialmente para ella, todo, absolutamente todo, los hubiera conducido a ese momento: ambos a solas en ese salón iluminado tan solo por la luz del fuego.
¿Fue ella quien se sentó primero en el sofá o fue él? ¿Fue él quien extendió los brazos primero o fue ella? Después fue incapaz de recordar los detalles de ese momento concreto, aunque recordó cada segundo de lo que pasó a partir de entonces. Ese maravilloso y lento primer beso, cada roce, cada caricia que lo siguió. Recordaba cómo se quitaron despacio la ropa, su top, la camiseta de Tom, su falda, los vaqueros…
Jadeó cuando él le besó la piel desnuda.
—¿Quieres que pare? —susurró Tom.
—No. No te pares. —Ya lo había decidido. Quería que sucediera esa noche, quería hacer el amor con él en ese mismo momento, esa noche, durante su primera noche en Londres, su primera noche juntos. Era muy pronto, aunque no lo era para ellos. Hubo más caricias, más besos, más sensaciones. En oleadas. Abrumándola desde el interior. Intentó encontrar las palabras, pero solo fue capaz de repetir—: Eres tan guapo…
Sintió la sonrisa de Tom cuando la besó en el cuello, en los pechos, más abajo.
—Atractivo, Gracie, no guapo. Tú sí que eres guapa.
En caso de haber imaginado cómo sería la primera vez que hiciera el amor, jamás pensó que fuera tan maravillosa. Si se hubiera atrevido a imaginar que iba a pasar con Tom, nunca habría imaginado la realidad. Porque era como un baile muy lento de movimientos suaves, pero cuyo ritmo iba aumentando y cada caricia se hacía más insistente, más importante, acompañada por sus susurros y sus palabras. Se trasladaron del sofá al suelo, a la suave alfombra de algodón, templada por el fuego.
—¿Te gusta? ¿Te gusta esto? ¿Estás bien?
Paso a paso, caricia a caricia, como si se guiaran mutuamente hacia ese momento final que fue una explosión de sensaciones, de calidez, de cercanía. Algo maravilloso. Solo le dolió un poquito. Él se percató y le preguntó si estaba bien. Y después le hizo otra pregunta:
—Gracie, ¿ha sido tu primera vez?
Ella asintió con timidez. Y se vio obligada a preguntarle:
—¿Y la tuya?
Tom titubeó un segundo, pero después negó con la cabeza.
—Pero ha sido la mejor.
La segunda vez que lo hicieron esa noche no le dolió. La tercera vez, a la mañana siguiente, descubrió lo que era el placer, un hormigueo de placer que se convirtió en una marea imparable. Cuando Eleanor llegó a casa a primera hora de la tarde, la cama de Tom estaba tan revuelta que parecía haber dormido en ella, aunque no lo había hecho. Su cama también estaba revuelta, aunque tampoco habían dormido en ella. Parecía no haber tiempo para dormir, ni tampoco lo necesitaba. Lo único que le había apetecido durante la noche era hablar con él, tocarlo, besarlo y abrazarlo.
Era una especie de ansia, descubrió Gracie a lo largo de los siguientes días. Un anhelo. Un secreto. El secreto de ambos. Un secreto especial. El roce de su piel, el sonido de su voz o su simple cercanía le provocaban una especie de escalofrío. Como si fuera una especie de corriente eléctrica entre ellos que provocaba algo semejante a un zumbido.
Eleanor se dio cuenta.
—¿Tan obvio es? —le preguntó Gracie, mortificada y emocionada al mismo tiempo.
—Dos son compañía, tres son multitud. ¿Lo hacéis con protección?
—¡Mamá!
—¿Sí o no?
Gracie asintió con la cabeza. A esas alturas, sí. No lo habían hecho la primera vez, delante de la chimenea, porque solo podían pensar en hacer el amor deprisa, allí mismo. Ninguno quiso pararse, ni fue capaz de hacerlo. Desde entonces, Gracie había calculado los días y sabía que no pasaría nada, aunque prefería cruzar los dedos.
—Me ha sorprendido un poco —le dijo Gracie a su madre mientras miraba hacia la puerta.
Tom había salido en busca de los ingredientes para la cena que iba a preparar. Eleanor se quedó pasmada cuando él lo sugirió y sonrió con timidez ante su halago.
—Nina me dijo que no me marcharía de casa hasta que supiera preparar por lo menos diez platos decentes —adujo.
—Disfruta a tope —le dijo su madre a Gracie—. Eres una chica con suerte.
Gracie tenía que preguntar una cosa antes de que él volviera.
—¿Te parece bien? —Esa simple pregunta encerraba muchas cosas. ¿Le parecía bien que hubiera sucedido tan pronto? ¿Le parecía bien que Tom durmiera en su dormitorio?
—Gracie, tienes diecinueve años. Eres adulta. Creo que puedes decidir estas cosas tú sola.
Todavía estaba colorada cuando Tom volvió de la tienda.
A lo largo de la siguiente semana, Gracie descubrió que Tom podía hacer muchas más cosas además de besarla y acariciarla con tanta ternura que su cuerpo, todo su cuerpo, piel y huesos incluidos, parecía a punto de derretirse. Podía hacer más cosas además de cocinar. Y hacerla reír. Tenía la impresión de que la había conquistado por completo. No era solo un amante ocasional y repentino. Era el amigo que no había tenido hasta ese momento. Había visto muchas veces a las chicas de su edad paseando con sus novios, hablando y riendo, felices y cómodas en pareja, y se había preguntado qué se sentiría, cómo sabrían qué decirse el uno al otro. Por fin lo sabía. Ni siquiera tenía que pensarlo. Le salía solo. Era lo más natural del mundo cogerse de la mano, querer compartir sus pensamientos, querer saber qué estaba sintiendo él, ansiar la proximidad física (disfrutar de ella). Nunca había sentido un vínculo semejante con otra persona. Y eso hacía que algo que era especial lo fuera incluso más.
Puesto que estaba de vacaciones, Gracie tenía libertad para pasar todos los días con él. Exploraron diferentes partes de Londres. Viajaron en autobús, en metro. Atravesaron puentes. Visitaron galerías de arte y museos. Se sentaron cogidos de la mano en Trafalgar Square. Hicieron un picnic en Hyde Park. Pasearon por el río. Tom la escuchaba, le hacía preguntas, la retaba. Le gustaba leer tanto como a ella. Descubrieron un interés mutuo por los crucigramas y se pasaron un día entero haciendo uno tras otro.
Una tarde en su dormitorio, mientras Gracie se hacía la trenza sentada a su tocador, Tom leía en la cama el montón de postales que Henry le había enviado a lo largo de los años. Se lo había sugerido ella porque quería que las viera. Había más de cincuenta, remitidas desde todas las ciudades y países que su padre había visitado en los últimos años por cuestiones de trabajo. Todas empezaban con la misma frase: «Me lo estoy pasando genial, querida Gracie, ojalá estuvieras aquí.» Y después seguían enumerando una larga lista de detalles geográficos sobre cada lugar antes de llegar a la conclusión con su característica letra grande e inclinada: «Te quiere, como siempre, papá. Besos.»
Tom le había preguntado mucho sobre Henry, sobre su negocio de antigüedades, sobre la venta de coches de época, sobre todos los negocios en los que estaba metido (según él, con gran éxito). Le había preguntado si lo echaba de menos, si había sido muy traumático para ella que sus padres se separaran. Le dijo que al principio lo había sido. Sobre todo cuando comprendió que sus padres no soportaban estar juntos en la misma habitación.
—No lo veo muy a menudo, pero me encantan sus postales. Son un buen sustituto. Nos las manda a todos. Un montón de postales. Charlotte dice que las manda porque se siente culpable, por supuesto. Dice que el problema de mi padre es que no es capaz de manejarnos ahora que somos adultos. Spencer dice que ya ni se molesta en leerlas, pero a mí me encantan. Sé que significan que piensa en nosotros. Audrey dice que no es suficiente, que debería esforzarse por visitarnos, pero hace lo que puede y, la verdad, ni ha desaparecido de la faz de la tierra ni se ha muerto. ¡Ay, Tom, lo siento!
—No pasa nada, Gracie.
Era el momento que había estado esperando. La oportunidad de disculparse por un peso que llevaba en la conciencia desde que comprendió el error que había cometido hacía tantos años.
Se acercó a él y lo tomó de las manos con mucha seriedad.
—No debería haber sido yo quien te hablara sobre la muerte de tu padre, Tom. Lo siento.
Su reacción le dijo que jamás había olvidado que fue ella quien se lo dijo. Le dio un apretón.
—Me habría dolido igual de todas formas.
—Lo siento mucho.
Él alargó un brazo y le acarició una mejilla. Incluso en ese momento, la caricia le provocó un ramalazo de deseo. Tom sonrió.
—No pasa nada, Gracie.
Tom estaba devolviendo las postales a la estantería cuando lo vio. El silbato de plata que le había dado a Gracie cuando eran pequeños. En una de las baldas. Lo reconoció de inmediato.
—¿Todavía lo tienes? ¿Después de todos estos años?
Ella asintió, avergonzada.
—Es mi amuleto de la suerte.
Tom lo cogió, lo sostuvo en la mano y le sonrió.
—¿Y te ha funcionado?
—Mejor de lo que esperaba —contestó, más colorada que antes. Desde esa tarde, comenzó a llevarlo siempre consigo, guardado en el bolso.
Ocho días después de que Tom llegara a Londres, Eleanor anunció como si tal cosa que se iba unos días a York por cuestiones de trabajo.
—¿Os importa quedaros solos?
—Por supuesto que no —respondió Gracie, demasiado rápido—. Estaremos bien, mamá.
—Es posible que Spencer aparezca cualquier día. He dejado otro mensaje en casa de Hope para recordarle que Tom está en Londres.
—No pasa nada si no viene. —Se sonrojó—. A ver, que Tom quiere verlo, sí, pero…
Eleanor sonrió.
—El primer amor es maravilloso, Gracie. Me dais mucha envidia.
Gracie se apresuró a intentar que su madre se sintiera mejor y le repitió lo mucho que sentía todo lo que había pasado entre Henry y ella, hasta que su madre la detuvo levantando una mano.
—Gracie, ahora te toca a ti, no a mí. Diviértete.
—Te gusta Tom, ¿verdad?
—Mucho, siempre me ha gustado. ¿A ti te gusta?
—Lo quiero —confesó.
Y se lo dijo a Tom esa noche. Había leído en las revistas que lo último que una mujer debía hacer era decirle a su pareja que lo quería antes de que lo hiciera él. Que debía hacerse la interesante y guardar las distancias para mantenerlo interesado. Pero ella no quería hacerse la interesante con Tom. No quería guardar más el secreto. Quería gritarlo a los cuatro vientos. Estaba enamorada de Tom Donovan, del cariñoso, tierno, simpático y listo Tom Donovan.
Se había imaginado confesándoselo de una forma espectacular y romántica. Nunca pensó que se lo soltaría de buenas a primeras. Estaban en Camden, en un club donde se celebraban actuaciones de cómicos en directo y Tom volvía a la mesa después de haber ido a la barra. Llevaba una pinta en una mano y una copa de vino para ella en la otra. Alguien se volvió de repente, dándose de bruces con él y Tom se limitó a sonreír y a asegurarle que no pasaba nada. Eso fue lo único que Gracie necesitó para convencerse.
—Te quiero —le dijo cuando se acercó.
—¿Qué?
—Te quiero —repitió.
—¿Por qué?
—Por cómo eres. Por cómo has manejado el encontronazo con esa persona ahora mismo, aunque se te haya derramado la cerveza.
—¿Me quieres porque soy torpe?
—No eres torpe.
—¿Porque soy capaz de llevar dos copas al mismo tiempo?
—Sí, pero no es por esa razón por lo que te quiero. Te quiero y punto.
Tom se sentó a su lado, le ofreció el vino y después se inclinó y la besó en los labios.
—Pues es una feliz coincidencia —dijo él como si tal cosa—. Porque yo también te quiero.
Spencer apareció al día siguiente.
A primera hora de la tarde. Gracie y Tom estaban en la cama cuando ella escuchó que alguien abría la puerta principal. Detuvo los besos que Tom le estaba dando en el cuello y se quedó muy quieta mientras aguzaba el oído. Escuchó que arrastraban algo, un portazo y después alguien dijo: «¡Joder!» al mismo tiempo que algo se caía del taquillón de la entrada.
—Es Spencer —dijo, levantándose de un salto—. Rápido, Tom.
Él no se movió, se limitó a mirarla con un brillo risueño en los ojos.
—¿Rápido, qué? ¿Que acabe lo que he empezado?
—No. Sí. —Gracie se detuvo de repente—. ¿A qué viene este ataque de pánico?
—Eso digo yo.
Gracie sabía por qué. Porque Tom era el amigo de Spencer. Porque estaba desnuda en la cama con él. Porque en cualquier momento Spencer entraría en tromba y ella no quería que se enterara todavía de lo suyo con Tom. No sabía por qué. Pero sí sabía que no quería.
Lo escuchó subir las escaleras mientras las llamaba a gritos:
—¿Mamá? ¿Gracie? ¿Dónde estáis?
—¡Aquí! —le contestó ella, alzando también la voz—. Quédate donde estás. No te muevas.
—¿Por qué? ¿Es un atraco? —le preguntó Spencer.
Gracie se puso una camiseta y unos vaqueros y salió del dormitorio. Spencer estaba en el pasillo, con las manos levantadas a modo de broma. Llevaba una camiseta sucia, unos vaqueros desgastados y sus rizos eran más bien rastas. Sonrió.
—Gracie, no das mucho miedo, la verdad.
Ella agarró el pomo de la puerta y la cerró.
—¿Estabas dormida? —le preguntó Spencer.
Gracie asintió con la cabeza.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
—Por supuesto que no.
—¿Dónde está Tom?
—Dormido. Fuera.
Spencer la miró en silencio y ella le devolvió la mirada.
—¿Está dormido y está fuera? —repitió su hermano—. ¿O está dormido fuera? ¿O no sabes dónde está y estás fingiendo que sí lo sabes? ¿O te sientes culpable por no decirme que Tom y tú estáis liados y que seguro que está ahí, en tu habitación, ahora mismo? —Se inclinó hacia delante y gritó en dirección a la puerta cerrada—: ¡Hola, Tom, bienvenido a Londres! Arriba, perezoso. Nos vamos de pubs.
Gracie lo golpeó.
—¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho esa señora que también vive aquí. ¿Cómo se llama? Ah, sí. Mamá. Me llamó anoche.
—¿Te lo ha dicho mamá?
—¿Por qué? ¿Es que era un secreto de estado? Me dijo que me comportara con un poco de delicadeza y que no os sorprendiera así de repente.
—¿Tal como acabas de hacer?
—Pero ahora me estoy comportando con delicadeza, ¿verdad? —Fingió una expresión delicada—. Me alegro mucho por ti, Gracie. Es un chico maravilloso, maravilloso. Espero que seáis muy felices juntos. —Su voz recuperó la normalidad cuando gritó de nuevo en dirección a la puerta—: ¡Arriba, Donovan! Ya deberíamos estar bebiendo. Tengo casi los dieciocho, así que no me queda nada para la mayoría de edad. ¡Vamos de celebración!
—No puede —dijo Gracie—. Tenemos planes para la tarde. Una película…
La puerta del dormitorio se abrió tras ella. Y apareció Tom en vaqueros, descalzo y con una camisa azul de lino sin abrochar.
—Spencer…
El aludido sonrió.
—¡Tío! Bienvenido, bienvenido. Venga, nos largamos. Aunque deberías ponerte unos zapatos. Está lloviendo otra vez.
Gracie frunció el ceño.
—Spencer, te he dicho que…
Tom le pasó un brazo por los hombros como si tal cosa.
—Gracie, nos da tiempo a tomarnos por lo menos una.
—¿Una? —le preguntó Spencer—. Bueno, eso es mejor que nada. Pero tú invitas. Yo estoy tieso.
Dos horas después, Spencer, Tom y ella seguían en un pub cercano a casa. Spencer estaba que se salía. Según él había pasado una temporada con Hope y Victor, recorriendo Gales mientras buscaban un posible emplazamiento para otra de sus clínicas de desintoxicación.
—Soy más o menos la mascota de Hope, ¿verdad, Gracie? —preguntó.
—Es una forma de verlo. Charlotte prefiere la palabra «parásito».
—¡Gracie! No le hagas caso a Charlotte. —Spencer se volvió hacia Tom—. Hope ha experimentado una epifanía, Tom. ¿Te lo ha contado Gracie? Ha sido un milagro en toda regla. El cielo se abrió sobre su cabeza un día y apareció una mano enorme que la señaló con un dedo mientras una voz estentórea decía: «No vuelvas a beber, enamórate de un ex alcohólico muy viejo y muy rico llamado Victor y pasa el resto de tus días consintiendo a tu sobrino favorito, Spencer, el único que tienes.» Y como por arte de magia eso es exactamente lo que pasó. Desde entonces, los dos hemos pasado página.
—Me alegro por vosotros —replicó Tom.
Gracie se limitó a poner los ojos en blanco.
Spencer soltó una carcajada.
—Gracie, no hace falta que seas tan rencorosa porque Hope me haya señalado como su Elegido.
—¿El Elegido? Spencer, lo que tú haces es exprimirla al máximo. Me sorprende que te salgas con la tuya.
—¿Exprimirla? Que sepas que me obliga a trabajar para ganarme cada penique que me da. Soy su Voz de la Juventud. La mantengo al día sobre lo que opinan los jóvenes hoy en día, sobre las drogas que toman, sobre lo que más les gusta beber. ¿Crees que esas clínicas tendrían tanto éxito sin ese tipo de información? Me necesita tanto como yo la necesito a ella. Es una relación perfecta. —Levantó su pinta, bebió un buen trago y después volvió a sonreír—. Ya está bien de hablar de Hope y de mí. Vamos a hablar solo de mí.
Al principio, Gracie se rio igual que Tom mientras escuchaba las historias que Spencer les contaba sobre los reveses que había sufrido su vida social y las desgracias que se sucedían en su esporádica vida laboral. Oficialmente, se estaba tomando un año sabático antes de hacer la prueba de acceso a la universidad. Extraoficialmente, no tenía la menor intención de hacerla. Le dijo a Tom, porque Gracie ya lo sabía, que lo único que quería era ser rico. Lo antes posible y de la forma más fácil que pudiera. Sin embargo, de momento no había tenido suerte. Sus intentos de despegar en el negocio de la compraventa habían fracasado. Así que había decidido que su siguiente objetivo era el mundo de la música. No como artista, sino como representante, que era lo que dejaba pasta. Por desgracia, lo más cerca que había llegado de un cantante era recogiendo vasos en un pub cercano donde se celebraban actuaciones en directo, y ya le habían dado un aviso por beber sin pagar. Contada por él, la historia tenía su gracia.
—Empiezo a pensar que la culpa es mía —concluyó—. Tú no tienes ningún problema, Tom. Te has ganado la adoración de un país entero que ama el deporte. Están puliendo tu talento, mimándolo y cuidándolo. Te han guardado una plaza en la academia nacional de críquet, como si fuera el trono de un reino consagrado al deporte. ¿Y qué pasa con los siervos como yo? ¿Con la escoria sin talento del mundo? ¿Necesitas a alguien que te lave la equipación? ¿O para pulirte el bate? ¿O para llevarte la bolsa…?
Gracie decidió que estaba harta de sentirse encerrada en un vestuario con un adolescente de trece años.
—Vale, Spencer, gracias. Hemos captado la idea.
Su hermano la miró.
—¿En plural? ¿Hemos captado la idea? ¿Un plural mayestático? ¿Sois la pareja real? —Soltó una carcajada. Muy desagradable—. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Una semana? ¿Diez días como mucho? Ni que fuerais a celebrar vuestras bodas de oro, sentaditos en vuestra algodonosa nube de amor, Gracie. —Bebió un buen trago de cerveza. Era la quinta pinta. Bebía el doble que ellos. Y, hasta el momento, era Tom quien lo había pagado todo—. Perdona por aguarte tu maravilloso primer amor y todo eso, pero no creo que te haga daño poner los pies en el suelo un rato. Gracie, en el mundo real, existe una cosa que se llama «rollito de verano». Y da la casualidad de que yo he tenido un par de ellos. Nada como recoger vasos para echarles el ojo a las turistas guapas. Ellas vienen, yo las examino y después me lanzo. Y ahora, aquí nuestro Tom tiene toda la pinta de un caballero, con sus buenos modales, y tal como mamá estuvo dándome la tabarra anoche por teléfono. También sabe cocinar. Con razón Gracie está coladita. —Fue una pobre imitación de Eleanor—. Pero mi papel en esta familia es manteneros a los demás con los pies en el suelo. Gracie, no quiero que imagines que esto es lo que no es, ¿vale? Tom está de vacaciones. Dentro de poco se irá sin mirar atrás, así que me toca a mí mantenerte pegada a la realidad y evitar que te encariñes demasiado para que luego no sufras o pienses que…
Gracie no quiso oír más. Se puso de pie, cogió su abrigo rojo y salió a la calle al cabo de unos segundos. Le temblaban las manos; no sabía si por la ira o por el gélido viento. En menos de un minuto había retrocedido en el tiempo y se había convertido en la niña que miraba desde lejos a Tom y a Spencer mientras hacían planes y se divertían sin ella. ¿Cómo se atrevía su hermano a aparecer destrozándolo todo de esa forma como si estuvieran en Templeton Hall otra vez jugando en la charca? ¿Y por qué Tom había guardado silencio en vez de defenderla, en vez de defender lo que había entre ellos? ¿Porque lo que había dicho Spencer era cierto? Por supuesto. Esa era la respuesta. ¿Cómo había podido ser tan tonta? Para Tom solo era un rollito de verano, una aventura al otro lado del mundo antes de volver a casa y de entregarse por completo al críquet…
Escuchó que la puerta se abría tras ella y una voz que decía:
—Si nos damos prisa, todavía llegamos a la sesión de las cinco.
Se volvió y vio que era Tom. Se estaba abrochando el chaquetón y llevaba su bufanda en la mano. Se la había dejado olvidada en el respaldo de la silla.
Lo miró sin decir nada.
—A no ser que ya no quieras ir al cine. Una lástima, porque quería ver esa película.
—¿Y qué pasa con Spencer?
—No creo que Spencer quiera ver esa película. De hecho, Spencer no está invitado a ver esa película.
—¿No prefieres quedarte aquí? ¿Con él?
Tom fingió considerar la idea.
—A ver, déjame pensar. Primera opción: quedarme en un pub y ver cómo un amigo de la infancia se emborracha cada vez más y se pone más ofensivo. Segunda opción: ir al cine con mi preciosa novia, que no es un rollo de verano, los dos solos. O no ir al cine. Ir a dar un paseo. Ir a contar puentes. Hacer cualquier cosa con tal de pasar todo el tiempo posible con ella. La verdad, no sé por cuál decidirme.
—Pero Spencer es tu amigo. Creía que te lo estabas pasando bien.
—Es tu hermano. Yo también creía que te lo estabas pasando bien. Lo siento, Gracie. No soy un gran bebedor. Un par de pintas es mi límite.
—Entonces, ¿por qué te has quedado tanto rato?
—Porque es tu hermano. Porque Spencer era, sigue siendo, mi amigo. Me caía bien. Me sigue cayendo bien. Pero no me gustan las tonterías que ha empezado a soltar al final. Cuando se despeje, se lo diré. Regla número uno cuando tratas con alguien que lleva un colocón, Gracie. —Sonrió—. Spencer no es el único que ha trabajado en un bar, Gracie. Es imposible hacer que un borracho entre en razón.
Gracie se relajó.
Tom le colocó con delicadeza la bufanda en torno al cuello. Le dio una vuelta, dos y a la tercera se inclinó y la besó en la frente.
—Entonces, ¿qué? ¿La película? ¿El paseo? ¿Los puentes?
—¿Podemos irnos a casa y ya está?
—¿Prefieres la cuarta opción?
—Sí, por favor.
—¿Y si corremos en vez de andar? ¿O cogemos un taxi?
Ella sonrió.
—Tenemos un problemilla. Spencer tiene llave de casa. Supongo que siempre podemos cambiar la cerradura.
—Pobre Spencer. ¿Quieres comprobar si está bien antes de marcharnos?
Gracie titubeó. En ese mismo momento, le encantaría no volver a ver a su hermano en la vida. Siempre se le olvidaba los problemas que ocasionaba. Pero era su hermano pequeño. Su ofensivo, irritante y maleducado hermano pequeño. Se despediría de él por lo menos. Se asomó de nuevo al interior del pub. Spencer estaba encima de una mesa con un palo de billar en las manos a modo de guitarra, fingiendo tocar la canción de Bon Jovi que sonaba en la gramola. Un par de chicas muy jovencitas lo animaba. Lo llamó varias veces a gritos, pero él no la oyó.
—Adiós, Spencer —dijo.
Y después cogió a Tom del brazo, se volvió y volvieron caminando a casa.
Gracie se pasó la siguiente semana esperando a que las cosas cambiaran entre ellos, a que perdieran el brillo dorado. Pero no sucedió. Al contrario, el brillo se intensificó. Londres se transformó en una ciudad mágica, llena de edificios preciosos que querían ver juntos, obras de teatro, películas y actuaciones a las que querían asistir, parques y jardines que querían visitar juntos. El sol brilló durante cinco días seguidos. Incluso salieron otra noche con Spencer, en esa ocasión sí se lo pasaron bien, y compartieron una pizza mientras asistían al concierto de un grupo en un pub cercano. Spencer se pasó todo el rato comentando lo bien que se estaba comportando. Una tarde, Gracie recibió una sorprendente llamada de Hope. Su tía fue directa al grano.
—Gracie, me han dicho que las cosas entre el tal Tom Donovan y tú se están poniendo muy serias. Creo que debería volver a verlo, ¿no te parece? Para darte mi aprobación. Y no me discutas, por favor.
Al día siguiente, Tom y ella fueron al Hotel Dorchester, en Mayfair, tal como les habían ordenado. A Tom no le importó acceder, movido por la curiosidad de ver a la «nueva Hope» en acción.
—No te pongas nervioso, ¿vale? —le dijo Gracie mientras entraban en el lujoso vestíbulo—. Ha cambiado muchísimo.
—No estoy nervioso —le aseguró él.
—Está sobria, pero sigue siendo ella, no sé si me entiendes. Sigue teniendo la misma lengua afilada, aunque no hay motivos para que te asustes.
Tom se echó a reír.
—No estoy asustado, Gracie. Pero creo que tú sí lo estás.
Gracie se detuvo.
—Tienes razón. Estoy asustada. Muerta de miedo.
Hope ocupaba uno de los asientos mejor situados en la elegante zona de recepción del hotel. Se puso en pie, y su imagen dejó claro que era una mujer rica y con mucho éxito. Llevaba un fantástico traje de chaqueta de color rojo oscuro y unos tacones altísimos. Iba perfectamente maquillada, y tenía un corte de pelo favorecedor y muy a la moda. Gracie pensó en su madre, siempre demasiado ocupada con sus dos trabajos como para perder el tiempo pensando en la ropa o en el maquillaje. Decidió que prefería el aspecto de su madre.
Hope la saludó con un par de exagerados besos en las mejillas, le dijo de pasada que estaba preciosa y después se volvió hacia Tom, a quien miró de arriba abajo.
—Bueno, bueno. Mírate —dijo con su habitual voz engolada—. Qué alto, moreno y guapo te has puesto y yo sin saberlo… Ven, siéntate aquí a mi lado, Tom Donovan. Cuéntame todo lo que has estado haciendo desde la última vez que te vi. Ya han pasado… ¿cuántos años, cinco?
—Cerca de ocho, creo.
—El tiempo vuela cuando una se está divirtiendo y desintoxicándose. Eres jugador de críquet, ¿verdad? Me gustan los deportistas. Por lo que veo, haces mucho ejercicio, ¿verdad?
Gracie se levantó media hora después, tras lo que había sido un calvario para ella. Decidió que ya no aguantaba más el exagerado coqueteo de Hope. Y, aunque la situación tenía su gracia, no estaba segura de que Tom quisiera seguir permitiéndole a su tía que lo cogiera de la mano.
Hope no intentó detenerlos. En cambio, le echó un vistazo al reloj de oro que llevaba en la muñeca y dijo que ella también tenía una cita.
—Otro cliente, en realidad. Mi querido Victor y yo tenemos que quitárnoslos de encima últimamente. Los problemas sociales redundan en nuestro beneficio. —Se despidió de su sobrina con otros dos besos en las mejillas y a Tom lo besó demasiado cerca de la boca. Después, se apartó y los miró de arriba abajo antes de asentir con gesto pensativo—. Si, Gracie, lo apruebo. Es guapo, es listo, tiene unos modales impecables y, para ser sincera, un cuerpo de infarto. Una lástima que sea australiano y no inglés, pero supongo que no se puede tener todo en esta vida. Largaos ya. Y sé que vais a hablar de mí en cuanto os hayáis alejado, así que aseguraos de dejarme en buen lugar, ¿eh?
Ni siquiera lograron llegar a la calle antes de estallar en carcajadas.
Dos días después, Tom le sugirió a Gracie que viajaran juntos. Ella llevaba un tiempo temiendo el momento en que le dijera que había decidido abandonar Londres. Tom le había contado lo mucho que estaba disfrutando de su viaje, lo mucho que había significado para él sentirse tan libre, decidir sin pensarlo mucho adónde ir a continuación. Gracie también quería viajar, pero de momento no había tenido ni la oportunidad ni el dinero necesario para hacerlo. Había pensado que antes acabaría sus estudios universitarios. Sin embargo, ya no lo tenía tan claro. A lo mejor se tomaba un año sabático. Cuando Tom se fuera, por ejemplo. Podía volver a Australia, por ejemplo, para ver Templeton Hall de nuevo. Y para ver a Nina. Para ver a Tom.
—Gracie, ¿has ido alguna vez a Escocia? —le preguntó un día mientras estaban en la cama, con las piernas entrelazadas.
Estaban leyendo, completamente vestidos, pero las caricias de Tom en su brazo desnudo empezaban a provocarle deseos de volver a desnudarse.
Gracie apartó la mirada del libro, entornando los párpados por culpa del deseo que comenzaba a excitarla. Se preguntó cómo era posible pasarse el día deseando hacer el amor con él como si fuera una especie de adicción.
—¿Me has preguntado si quiero hacerlo otra vez?
—Esa era mi siguiente pregunta. —Su mano descendió un poco más—. Pero, ¿te importaría contestarme antes a lo de Escocia? Antes de que me distraiga, me refiero.
—No, no he ido a Escocia.
—¿Te gustaría ir?
Gracie cerró los ojos, encantada cuando él introdujo la mano por debajo de su camiseta.
—Gracie, ¿me estás escuchando?
—Hummm…
—Escocia. ¿Sí o no?
—Sí. Algún día, desde luego. —Mantuvo los ojos cerrados.
—¿El viernes? ¿Conmigo? ¿Y después Irlanda, quizá? ¿O Gales? ¿Europa? ¿El mundo?
Eso la hizo abrir los ojos de par en par.
—¿Viajar juntos? ¿Tú y yo? ¿Juntos?
—¿No quieres?
Gracie se sentó.
—Me encantaría. ¡Me encantaría! Pero pensaba que este era tu gran viaje, tu oportunidad para moverte con libertad.
—Ya lo he hecho. Me he movido con total libertad por Asia. Pero ahora estoy aquí. Contigo. Quiero que me acompañes. Te suplico que me acompañes. —Rodó sobre el colchón y bajó de la cama con agilidad para ponerse de rodillas en el suelo—. Te lo suplico, Gracie Templeton. Vente conmigo.
—Pero no puedo. Tengo que volver a la universidad dentro de tres semanas.
—Te prometo que te traeré de vuelta para entonces. Te acompañaré de la mano al campus. Te afilaré los lápices. Te llevaré los libros. Compraré una caja de manzanas para que se las regales a tus profesores. Pero antes vente conmigo.
Gracie se echó a reír.
—No tengo mochila.
—Meteremos tu ropa en la mía.
—Creo que me ha caducado el pasaporte.
—Lo renovaremos.
—No tengo mucho dinero.
—Ya somos dos. Nos alojaremos en hostales. Pediremos juntos por las calles. Comeremos sobras juntos. —Titubeó—. ¿Te vienes conmigo?
Gracie gateó sobre la cama y bajó al suelo para colocarse a su lado.
—Me voy contigo —contestó.
Empezaron pasando diez días en Escocia. Cogieron autobuses, trenes e incluso hicieron dedo un día. La majestuosidad y la elegancia de Edimburgo los enamoró y se quedaron cuatro noches más. Comentaron que algún día volverían para asistir al festival anual e incluso se plantearon la posibilidad de establecerse en la ciudad en el futuro. Gracie comprendió que su relación había llegado tan lejos como para plantearse esa cuestión. De alguna manera, se habían saltado la parte de las angustiosas dudas que ella suponía que sufrían todas las parejas: «¿Me quiere o no me quiere?» A su lado se sentía muy cómoda, pero todo era muy… emocionante a la vez. No se le ocurría otra palabra mejor. Tom la emocionaba. Le encantaba hablar con él, reírse con él, dormir con él, hacer el amor con él, estar con él. Todo era tan maravilloso que comenzó a preocuparse. El amor no podía ser tan sencillo, ¿verdad?
Le planteó sus dudas una noche, mientras estaban sentados en un bar, en un pueblecito de la costa occidental. Habían planeado quedarse una sola noche en la localidad. Sin embargo, la belleza salvaje de la zona y la promesa de trasladarse en barco a la isla de Skye había convertido una noche en una estancia de tres días.
Tom la escuchó mientras ella le explicaba sus temores y después asintió con gran seriedad.
—Tienes razón. Esto va demasiado bien. Vamos a cortar. Estoy demasiado contento. Tú estás demasiado contenta. Esto no durará mucho.
Ella frunció el ceño.
—Pero, ¿no debería ser más complicado? ¿No deberíamos discutir?
—Por supuesto. ¿Crees que somos producto de la genética o de nuestro entorno? ¿Qué opinas sobre el aborto? ¿Crees que Churchill debería haber intervenido antes para parar a Hitler?
—No me refiero a una discusión sobre ese tipo de temas sociales y políticos.
—En ese caso, podemos discutir de deporte. ¿Tocó Maradona la pelota o fue la mano de Dios?
—No me estás tomando en serio.
—Pues no. Vamos a discutirlo. ¿Debería o no debería tomarte más en serio?
Gracie rio.
—Deberías. Deberías tomarme muy en serio. Y también deberías adorarme, escuchar asombrado todo lo que digo y pensar que soy la chica más guapa del mundo, pese a mi horroroso pelo.
Tom alargó un brazo y le dio un tirón a uno de sus encrespados rizos rubio platino.
—Te adoro, me asombras y tu pelo es lo que más me gusta de ti.
Sin embargo, la inseguridad no desaparecía. La certeza de que todo era temporal entre ellos. De que era demasiado bueno como para que durase mucho.
Después de Escocia, Tom y ella viajaron a Irlanda en ferry, y una vez allí recorrieron el país en autobús. Estuvieron una semana. Dos noches en Dublín, un día en Cork, dos noches en Galway, fueron en barco a las Islas Aran, volvieron a Dublín y desde allí regresaron a Londres. Tom había reservado el billete de vuelta a Australia. Acababan de llegar a la estación de Euston después de haber viajado durante toda la noche cuando Tom le preguntó:
—¿Has ido alguna vez a Francia, Gracie? ¿A Italia?
—No. —Empezaba a avergonzarse por lo poco que había viajado—. Algún día, espero.
—Vámonos la semana próxima. Unas semanas. Un mes incluso. Podemos alquilar un coche, coger el ferry de Dover a Calais y conducir al lugar que nos apetezca.
—Pero no podemos. Tienes que volver a la academia la semana que viene.
Él negó con la cabeza.
—Llamé anoche.
—¿Ah, sí?
Gracie recordó que le había dicho que tenía que hacer un par de llamadas, que había prometido llamar a casa por lo menos una vez al mes. Cuando volvió y ella le preguntó si todo iba bien, él se limitó a asentir y a decirle que Nina le mandaba recuerdos.
—Le he pedido a mi entrenador que me amplíe la excedencia.
—Pero, ¿cómo? ¿Por qué?
Tom parecía un poco avergonzado.
—Le dije que tenía un asunto personal, que necesitaba unas semanas más…
—¿Un asunto personal?
—Iba a decirle que me había enamorado de ti y que estar contigo aquí era más divertido que jugar al críquet, pero decidí que era demasiada información.
—Pero a ti te encanta jugar al críquet.
—Y también me gusta viajar contigo. Así que les he dicho la verdad. Estoy sufriendo una crisis. ¿Tú o el críquet? ¿El críquet o tú?
—Tom, no tienes por qué elegir. Sé muy bien lo que significa el críquet para ti.
Habían hablado del tema mientras viajaban. Tom le había descrito la disciplina que requería ser un deportista profesional, el placer físico que se obtenía al estar en forma, al estar concentrado, al saber que era especial: uno entre mil, admitió por fin con timidez. En los quince encuentros que había jugado hasta la fecha, cada uno de ellos acercándolo más a un puesto en la selección nacional, había derribado un número récord de blancos. Le dijo que no solo le gustaban los partidos. Que también le gustaban mucho los entrenamientos. La camaradería entre los compañeros. Gracie le dijo que había escuchado anécdotas sobre las locuras, las borracheras y las imprudencias. Tom les restó importancia. Sí, a veces pasaba, pero no era lo normal. En su caso, se mantenía distante de los demás en ese sentido. Además, había otras personas alrededor. Gente con experiencia con la que hablar y con la que trabajar, sus mentores en realidad. Él contaba con dos, su entrenador y otro hombre llamado Stuart Phillips, un reconocido periodista especializado en críquet que había cambiado de bando para trabajar como asesor en la academia. Stuart era un cincuentón con tres hijas, todas ellas ajenas al mundo deportivo. Tom era el hijo que no había tenido, según le confesó un día.
—¿Y tú qué opinas de él? —le preguntó Gracie.
—Es el padre que nunca he tenido. Es obvio, ¿no?
En ese momento, compartió los detalles de la conversación que había mantenido con Stuart y con su entrenador. Les había dicho que en cuanto volviera a casa, el críquet sería el centro de su vida durante varios años, tal vez más si lograba entrar en la selección nacional. Que quería esas últimas semanas extra de libertad antes de volver a entregarles su vida.
—Stuart me sometió al tercer grado para comprobar que no estaba empinando el codo ni metiéndome algo. Cuando te mencioné de pasada, me obligó a asegurarle que eres una chica sensata y guapísima. Le dije que eras ambas cosas y me dio su bendición. —Sonrió—. En realidad, me dijo que estaba celoso. Porque adora Francia e Italia. También me dijo que como no esté dentro de un mes exacto en la academia, me… bueno, no hace falta que te diga cuál fue su amenaza. —Su expresión cambió—. Gracie, lo siento. Debería haberte preguntado antes, asegurarme de que querías venir conmigo.
—¿Preguntarme si quería pasar contigo un mes en Francia y en Italia? Me parece espantoso. Horrible. Lo último que me gustaría hacer.
—¿Vendrás conmigo entonces?
La sonrisa de Gracie fue su respuesta.
En caso de que Eleanor se sorprendiera por los últimos acontecimientos, no lo demostró. Por lo que Gracie sabía, Nina tampoco le había comentado nada a Tom. Gracie no le había escrito a Nina desde que Tom llegó, pero estaba segura de que se alegraría por ellos tanto como se alegraba su madre. Tuvieron que solucionar el pequeño problema de pedirle un préstamo a Eleanor para sumarlo a sus ahorros. Había insistido en pagar su parte del alquiler del coche y demás gastos. Después de un breve sermón, Eleanor no solo les dio el dinero, más sus bendiciones, sino que también les prestó su pequeño Volkswagen durante todo el mes. Les aseguró que apenas lo usaba. Dos días más tarde, llegó otra inesperada sorpresa. Un mensajero llegó en moto y les entregó en la puerta de casa un sobre grande remitido por Hope. Dentro encontraron una tarjeta deseándoles buen viaje y un cheque por dos mil libras. La nota era muy breve y directa: «Es un regalo, no un préstamo. Gastadlo alocadamente. Os quiere, Hope. Besos.»
El único problema fue Spencer. Que los sorprendió con su insistencia en acompañarlos.
—Necesito un descanso. Este mes he recogido más de tres mil vasos. Mis manos parecen garras a estas alturas. No soy capaz de extender los dedos. Y cuando no estoy recogiendo vasos o aguantando borrachos, estoy llamando a la puerta de todos los medios de comunicación que conozco, pero de momento solo he conseguido que me sangren los nudillos. No soy yo quien necesita unas vacaciones en la bella Francia y la preciosa Italia. Son mis pobres tendones. Lo necesito. Me lo merezco. De cualquier forma, de no ser por mí, no estaríais juntos. Yo fui quien encontró a Tom, Gracie. Os dejaré a solas tres semanas para que disfrutéis de vuestro amor de juventud en Francia y en Italia y pasaremos juntos la última. Así que ¿dónde nos encontraremos? ¿En Roma? Todos los caminos llevan a Roma, ¿verdad?
Fue un viaje especial desde que Gracie y Tom pusieron un pie en Calais al bajar del ferry. Gracie solo hablaba el francés que había aprendido en el colegio y Tom había estudiado el idioma durante sus dos años de instituto en Melbourne. Entre ambos se las arreglaron para preguntar cómo ir de un pueblo a otro, para conseguir habitaciones en hostales o pensiones, y para pedir platos baratos y con una pinta estupenda en pequeñas cafeterías y restaurantes. Pasaron dos días en París, haciendo lo que deberían hacer todos los turistas: subir a la Torre Eiffel, hacer un crucero por el Sena, pasear por los Campos Elíseos, beber champán en el Barrio Latino. El resto del tiempo lo pasaron en pueblecitos rurales, sentados en soleadas plazas, bebiendo vino barato, comiendo pan crujiente, queso y fruta. Dos días en el glamuroso sur del país les bastaron a ambos, ya que les resultó excesivo para su pausado ritmo. En Italia no contaban con la ventaja del idioma, pero les dio igual. Se comunicaban mediante señas, intentaban hacerse entender en inglés, e incluso en francés, pero estaban tan relajados y a gusto que el idioma era algo secundario. El tiempo fue perfecto, días cálidos y noches agradables. El paisaje italiano los hechizó. Campos dorados salpicados por el verde de los enhiestos cipreses. Pueblecitos emplazados en suaves colinas. Bulliciosas ciudades. Soleadas piazzas. Bares ruidosos, animadas conversaciones, gente abierta. La ropa tendida en los cordeles de balcón a balcón en los callejones adoquinados. Escalones adornados con geranios rojos. Gracie jamás había pensado que un país pudiera ser tan bonito.
Una tarde estaban sentados en una cafetería en Florencia, disfrutando de un café al solecito, cuando Tom la sorprendió preguntándole si todavía llevaba el silbato de plata que le había regalado. «Por supuesto», contestó ella. Y lo sacó del bolso.
—Ahora vuelvo —dijo Tom.
Gracie lo observó recorrer a la inversa el camino que los había llevado a la cafetería, hasta llegar a una callejuela llena de joyerías. Volvió un cuarto de hora después, con el silbato guardado en un estuche de terciopelo. Gracie lo sacó. Lo había mandado grabar.
«Para Gracie, con todo mi amor. Tom.»
Si antes lo guardaba como un tesoro, a partir de ese momento, todavía más.
Hablaban constantemente, sobre todo lo que veían, sobre los lugares que visitarían, y cada vez más sobre su futuro juntos. «¿Podrás volver pronto a Australia?», le preguntó Tom. Estaba seguro que allí encontraría trabajo y podría estudiar o hacer lo que quisiera.
Gracie ya lo había pensado. A fondo. Era el siguiente gran paso en su relación. Sin embargo, titubeó a la hora de contestar.
Tom se percató.
—¿No quieres volver a Australia? ¿No te gustan nuestros animales? ¿Nuestros insectos? Los mataré a todos. Dime qué especie tiene que ser la primera en desaparecer.
Ella se echó a reír.
—Me encanta vuestra fauna. Estaba pensando en el visado, y en cosas de adultos como esa.
—No necesitas un visado.
—¿Por qué no?
—Porque me casaré contigo.
Gracie sabía que estaba bromeando, así que le siguió la corriente.
—¡Ah, gracias, qué amable! Pero soy demasiado joven para casarme.
—Entonces nos limitaremos a comprometernos. Nos casaremos cuando cumplas los cincuenta.
—¿Así me propones matrimonio?
—¿No ha sido romántico? —Tom sonrió—. Lo siento, Gracie. La próxima vez lo haré mejor.
Y a partir de ese día, cada vez que se detenían frente a un edificio significativo o una vista memorable en cualquier ciudad o pueblo italiano que visitaban, Tom le hacía la misma pregunta:
—Gracie Templeton, ¿quieres casarte conmigo?
—Por supuesto, Tom —contestaba ella invariablemente.
La décima vez que se lo preguntó, Gracie ni siquiera le hizo caso.
—Claro. ¿Te apetece un café?
Tal como acordaron tres semanas antes en Londres, Gracie comprobó su correo electrónico la víspera de la llegada de Spencer. Estaba sentada en un pequeño cibercafé en Roma, en la Piazza Navona, esperando que se quedara libre algún ordenador. Miró hacia el exterior para observar a Tom, que estaba sentado en un banco de piedra con la cara levantada hacia el sol y las piernas extendidas. La postura hizo que Gracie sonriera. Llevaba un tiempo que sonreía constantemente. Tom le había vuelto a proponer matrimonio esa mañana, delante de la Fontana de Trevi. En esa ocasión, le había dicho que sí con gran entusiasmo, echándole los brazos al cuello como si fuera la primera vez y no la décimo primera. Un grupo de personas que se encontraba detrás de ellos lo escuchó todo y acabó aplaudiendo.
Después, caminaron por las callejuelas y se detuvieron para sentarse en unos escalones al sol. Tom le cogió la mano, se inclinó hacia atrás y comentó a la ligera:
—Lo digo en serio, ¿sabes? Quiero casarme contigo.
Gracie estaba a punto de bromear, hasta que vio su expresión. Estaba muy serio. Se mordió el labio con el corazón acelerado de repente.
La expresión de Tom cambió.
—Pero si no quieres, tranquila. De verdad. Olvida que lo he mencionado siquiera.
Gracie soltó una carcajada, incapaz de contenerse.
—¿Qué ocasión quieres que olvide? ¿Todas o solo la última?
—Todas. Olvida que he mencionado el tema. —Sonrió—. No, no olvides la tercera, la de la plaza de Siena. Esa fue muy especial. Quiero que recuerdes esa cuando seas una anciana de pelo canoso y estés en una residencia de ancianos, recordando tu juventud y preguntándote qué será de aquel simpático jugador de críquet al que conociste.
—¿El simpático jugador de críquet que espero que esté sentado a mi lado en la residencia de ancianos?
—¿Estaré a tu lado? ¿Te habrás casado conmigo entonces?
—No. Espero que acabes estudiando enfermería para que puedas cuidarme cuando llegue el momento.
Él le besó la mano y después se puso en pie con la agilidad que lo caracterizaba, obligándola a hacer lo mismo.
—Algún día te casarás conmigo, Gracie Templeton. Ya lo verás. Protesta todo lo que quieras, pero está escrito en las estrellas.
En ese momento, sentada en el cibercafé, sonrió mientras lo observaba. En cuanto Spencer se fuera y volvieran a quedarse solos, lo hablaría con él en serio. Hablarían en serio sobre su relación. Porque había comprendido algo que la hacía sentirse rara, emocionada y asustada a la vez. La próxima vez que le propusiera matrimonio, le diría que sí y lo diría en serio. Quería casarse con él. Irse a Australia. Tener hijos. El paquete completo.
Cuando por fin le llegó su turno para usar el ordenador, cruzó los dedos con la esperanza de que Spencer hubiera cambiado de opinión, de que su mensaje de correo electrónico dijera que no podía reunirse con ellos. Le dio un vuelco el corazón al ver el asunto del mensaje (Malas noticias) y después se le cayó el alma a los pies.
Sé que voy a decepcionaros, pero solo puedo pasar cuatro noches con vosotros, no siete. HE CONSEGUIDO TRABAJO EN LA INDUSTRIA CINEMATOGRÁFICA. Un trabajo como Dios manda, remunerado y serio, que no implica noches en vela ni tarados borrachos (salvo yo mismo, claro). Seré el mensajero de una productora de cine. Sé que no parece gran cosa, pero es un comienzo, mi primer paso para convertirme en un magnate. Tengo mi propia furgoneta (bueno, vale, es de la empresa) y todo. Es pequeña, blanca y preciosa. Estoy enamorado de mi furgoneta. En fin, que ya os lo contaré todo mientras nos tomamos un Campari o veinte. Llegaré a la estación de Termini el sábado a las dos de la tarde. Quiero veros a los dos esperándome. Mis últimos días de libertad. ¡Tenemos que celebrarlo!
Gracie y Tom estaban en un extremo del andén cuando el tren de Spencer llegó a la estación. El sol brillaba mientras ellos esperaban cogidos de la mano. Spencer bajó de su vagón y se acercó muy sonriente a ellos, ajeno al hecho de que estaba a punto de arruinar sus vidas.