15

Después, Gracie siempre recordaría ese día como el Lunes Negro. Había estudiado el término en Historia, algo relacionado con un crac bursátil que tuvo lugar en Nueva York, una catástrofe tras otra, que hizo caer el mundo entero. Así fue también en su casa. Todo empezó con una llamada de Charlotte. Gracie contestó y charló con ella un momento antes de ir en busca de su madre.

—Ojalá que sean buenas noticias —dijo antes de soltar el auricular—. Todo el mundo está de un humor de perros últimamente. Necesitamos algo que nos anime.

—Son unas noticias estupendas, Gracie. Te lo prometo. Al menos para mí.

Gracie cruzó los dedos, deseando que estuviera relacionado con la postura de Charlotte acerca de Hope. ¿Una visita de prueba con la condición de que Hope se quedara encerrada en su habitación, fuera de su vista, tal vez? ¿O un plan intermedio con una reunión en territorio neutral para romper el hielo? Había muchas posibilidades. De modo que le pareció lógico y normal quedarse a escuchar cuando su madre cogió el supletorio de la cocina. Se produjo un largo silencio mientras Charlotte contaba sus buenas noticias. Gracie no daba crédito al escuchar los gritos de su madre:

—¿¡Que te vas a Estados Unidos!? ¿El mes que viene? Ni hablar.

Otro silencio, pero muy breve en esa ocasión. Gracie agradeció el hecho de que su madre, con la sorpresa por las noticias de su hermana, repitiera todo lo que Charlotte le decía.

—¿Tú? ¿Niñera? Si eres una niña. No, que estés a punto de cumplir dieciocho años no te convierte en una adulta para mí. Sí, podemos evitar que te vayas. ¿Qué me dices del pasaporte? —Una larga pausa—. No te pongas sarcástica conmigo. Sí, te recuerdo en el avión desde Inglaterra. Charlotte, no puedes hacerlo. Es una idea ridícula. Sí, te lo prohíbo. Y sí, puedo hacerlo. Quiero que hables con tu padre antes de hacer nada, antes de acceder a nada. No, no cuelgues. Por favor, espera.

Gracie escuchó que el auricular golpeaba la mesa mientras su madre salía corriendo, llamando a gritos a Henry. Gracie sabía que estaba arreglando una fuga de agua en el apartamento del establo. Tendría unos minutos. Entró de puntillas en la cocina y cogió el teléfono.

—¿Charlotte? —susurró.

—¿Gracie? —Charlotte sonaba relajada y parecía estar pasándoselo en grande—. ¿Ya estás escuchando a escondidas otra vez?

—Eso intentaba, pero solo he escuchado a mamá. ¿Qué pasa?

—Me han ofrecido un trabajo, Gracie. Un trabajo genial, en Chicago.

—¿La Chicago que está en América?

—Chicago, estado de Illinois, Estados Unidos, para ser exactos. Empiezo el día que cumpla los dieciocho años, como niñera de un adorable niño de ocho años que, para más suerte, se ha enamorado de mí y le ha dicho a su riquísimo padre que yo, Charlotte Templeton, y solo yo puedo hacer el trabajo.

—¡Pero no puedes irte! ¡Iba a organizarte una fiesta sorpresa de cumpleaños!

—Gracie, me voy. Lo siento. Y no quiero una fiesta, gracias de todas formas. Detesto los líos.

—¡Pero vamos a echarte mucho de menos! Ya es bastante malo que vivas en Melbourne.

—Tenía que volar algún día. Solo voy a marcharme unos cuantos años, no me voy a morir, y podemos hablar por teléfono o escribirnos. ¡Ay, Gracie, no llores, por favor!

Gracie no podía evitarlo.

—Pero, ¿qué pasa con la familia? ¿Con Templeton Hall? Bastantes problemas tenemos ya. No podemos apañárnoslas sin ti.

—¿Qué problemas?

A toda prisa, sin apartar la vista de la puerta, Gracie le contó a su hermana las discusiones entre sus padres por las facturas, el descenso de visitantes, el encierro de Hope y Audrey en sus respectivas habitaciones y la pérdida de interés de Spencer en las visitas guiadas por la presencia de Tom.

—Es un lío muy gordo, Charlotte. Yo soy la única que parece preocuparse por Templeton Hall.

—Gracie, tú eres la única que se ha preocupado siempre. No iba a durar. Las ideas de papá nunca funcionan. Y no te preocupes por Hope ni por Audrey. ¿No te das cuenta de que solo buscan ser el centro de atención? Sobre todo Audrey, con esa tontería de no hablar. Lo mejor que puedes hacer es pasar de ellas. Es lo que yo haría.

—Pero…

—Gracie, dame el teléfono.

Era su padre, con cara seria, seguido de su madre, con una cara todavía más seria. Gracie le dio el teléfono y se escondió directamente en el armario del vestíbulo.

Durante el resto del día, solo se habló de las noticias de Charlotte. Incluso Audrey salió el tiempo justo de su habitación para participar. Ya no llevaba las gafas de sol, pero seguía sin hablar con nadie. Sus padres le preguntaron una y otra vez si sabía algo del tema. Audrey negó firmemente con la cabeza, hasta que por fin sacó la libreta. Sabía que Charlotte había asistido a algunas fiestas con Celia, escribió, pero lo demás era una novedad para ella.

—No puede ir, ¿verdad? —preguntó Gracie—. No sabemos nada de esa gente.

—Si nos ha dicho la verdad, podemos averiguar todo lo que necesitamos saber de ese tal señor Giles leyendo los números atrasados del Wall Street Journal —dijo Henry—. Según Charlotte, es uno de los promotores inmobiliarios más importantes de Estados Unidos. También me ha dicho que está divorciado de la madre de su hijo, que tiene la custodia total del niño y que ahora está saliendo con una abogada empresarial de altos vuelos de Nueva York, aunque no tiene planes de boda. Y antes de que alguien me lo pregunte, Charlotte me ha asegurado que no tiene intención de mantener una aventura con él. Y no, Gracie, no voy a explicarte qué quiere decir eso.

—Pero nunca ha estado en Estados Unidos, mucho menos en Chicago —dijo Eleanor, alterada—. Tienes que impedírselo, Henry.

—No puedo, Eleanor. Tiene dieciocho años y un pasaporte legal. Puede ir a la Luna si quiere.

Henry tenía razón. Pronto fue evidente que no podían detener a Charlotte. Pese a las constantes llamadas, las amenazas, los ruegos, los chantajes e incluso las lágrimas de Eleanor durante una de dichas llamadas, Charlotte se negó a cambiar de opinión. Se iba a Chicago con Ethan y con su padre, asunto zanjado, y lo que era más importante: no iba a ir a Templeton Hall para despedirse. Si querían verla, y lo más importante, si querían conocer a Ethan y a su padre en persona, tendrían que ir a Melbourne.

Una semana más tarde, Charlotte estaba en la puerta del internado, despidiéndose de su familia con la mano. Gracias a Dios que ya se había acabado. Quería a su familia, de verdad que sí, pero estaba más que preparada para poner varios miles de kilómetros de distancia entre ellos.

Al menos, el almuerzo entre sus padres y su nuevo jefe había ido bien, o todo lo bien que cabía esperar. El señor Giles había sido tan franco como de costumbre, y Ethan había sido adorable. Los padres de Charlotte habían acribillado a preguntas al señor Giles al principio, para su bochorno. Pero después de unos primeros veinte minutos muy tensos, la conversación pasó a ser bastante jovial. Su padre y el señor Giles descubrieron un interés mutuo por los relojes del siglo XVIII, y saltaba a la vista que su madre había quedado encantada con los buenos modales y la inteligencia de Ethan. A Spencer no parecía importarle, ni para bien ni para mal, ya que parecía más interesado en impresionar a Tom, ese chico tan agradable, que también los había acompañado a Melbourne. Audrey y Hope no habían ido, para alivio de Charlotte. Cuanto más le contaba Gracie acerca de su comportamiento, más se enfadaba ella. ¿Sus padres no se daban cuenta de que se estaban dando alas la una a la otra?

—No les sigas la corriente, Gracie —le aconsejó a su hermana pequeña—. Ninguna de ellas se portará como es debido si todo el mundo se mata por servirlas.

Gracie había sido un encanto durante todo el día, pegándose a ella en la mesa del restaurante, susurrándole que ojalá que fuera feliz y que si alguna vez necesitaba contarle a alguien cómo le iban las cosas en Chicago, solo tenía que llamar y ella le prestaría su total atención.

Gracie incluso había llorado cuando Charlotte abrazó a todos para despedirse. También vio lágrimas en los ojos de su madre e incluso un brillo extraño en los de su padre, pero fingió que no las había visto y les dijo a los dos, tal como llevaba repitiendo desde el principio, que Chicago iba a ser una gran aventura y que los llamaría una vez a la semana. Que no tenían que preocuparse por ella. Que era una oportunidad fantástica y que por supuesto que iba a funcionar a las mil maravillas. Todo era cierto. Además, era un alivio saber que no habría otra despedida familiar dentro de diez días en el aeropuerto. Había insistido. Al fin y al cabo, iba a ser el comienzo de su independencia.

Regresó a su cuarto con la maleta en la que su madre le había llevado sus pertenencias desde Templeton Hall. Ojalá fuera lo bastante atlética como para celebrarlo dando un salto y golpeando los talones en el aire como en las películas antiguas. No era posible. Así que mientras recorría el pasillo hasta su cuarto con paso ligero, se conformó con cantar en voz alta una versión entusiasta y bastante desafinada del «Chicago» de Frank Sinatra.

De regreso en Templeton Hall, Gracie se pasó los días posteriores a su viaje a Melbourne muy triste, limpiando la habitación de Charlotte, que ya estaba más que limpia. En ese momento, parecía muy desnuda sin su ropa y sin sus pertenencias. Se le hacía raro pensar que su hermana ya no estaría en el mismo país que ella. Ya le había escrito a Charlotte una carta muy larga, y eso que todavía no se había ido. Aunque, mirándolo por el lado positivo, al menos el viaje a Melbourne había sido muy divertido y Ethan parecía un niño muy agradable. Por desgracia, no había tenido la oportunidad de hablar con su padre. «Muy directo y honesto», así lo habían descrito sus padres. En su opinión, también era muy viejo y feo.

Audrey le preguntó por nota cómo había sido el viaje a Melbourne, pero Gracie decidió seguir el consejo de Charlotte, de modo que no le contó mucho.

—Solo responderé tus preguntas cuando me las hagas, no cuando las escribas, ¿de acuerdo, Audrey?

Su hermana se había limitado a escribir dos tacos muy vulgares y a encerrarse de nuevo en su dormitorio.

Al menos, esa semana pasó algo bueno. Cuatro días después del viaje a Melbourne, Nina por fin volvió de Cairns. Gracie dejó que Tom y ella disfrutaran de dos horas solos antes de atravesar el campo corriendo para ir a su casa. Tenía muchísimas cosas que contarle.

Tom estaba fuera, practicando sus lanzamientos contra el depósito de agua. Gracie lo saludó con la mano y le dijo que saldría enseguida antes de entrar corriendo. Para su consternación, Nina estaba hablando por teléfono, con gesto serio, mientras sostenía una carta en la mano. La miró con una brevísima sonrisa de saludo antes de seguir hablando. A Gracie se le formó un nudo en el estómago. Nina fruncía el ceño y hacía un montón de preguntas.

—Pero, ¿no tiene que avisarme con más antelación? —preguntó Nina antes de quedarse escuchando, hacer más preguntas y despedirse por fin.

—¿Va todo bien? —preguntó Gracie, con la esperanza de que no fueran más noticias tristes sobre su hermana.

Nina parecía deprimida.

—Me temo que no, Gracie. Era sobre esta casa. —Le explicó que el propietario había decidido venderla—. Así que van a rescindir el contrato de alquiler. Que nos piden que nos mudemos, vamos.

Eso era casi tan malo como que Charlotte se fuera. Gracie se puso en pie.

—Pero, Nina, ¡no puedes mudarte! ¡No puedes dejarnos! ¿No puedes comprarla?

—No, Gracie, no puedo permitírmelo.

—Pero, ¿qué pasa con Tom y con el equipo de críquet? ¿Qué va a hacer si no tiene espacio ni el depósito de agua para lanzar la pelota? ¿Y qué pasa con el trato entre Tom y Spencer? ¿Y con nuestra amistad? Nina, por favor, no puedes mudarte.

—No creo que tenga alternativa, Gracie. Lo siento.

Gracie no se quedó mucho rato después de eso. Estaba demasiado triste.

Esa noche, de vuelta en Templeton Hall, Gracie le preguntó a su padre si no podía prestarle a Nina el dinero para comprar la casa.

—Lo haría si pudiera, Gracie. Pero me temo que nosotros tampoco tenemos esa cantidad de dinero.

—Pero, ¿qué van a hacer?

—Encontrar otra casa para alquilar —respondió Eleanor—. Les irá bien, Gracie. Espera y verás.

Gracie sabía que su madre no hablaba por hablar. La había escuchado llamar a Nina después de que ella volviera a casa y les contara lo sucedido. Le alegró ver que se llevaban bien, pero también esperaba que su madre comprendiera que Nina era su amiga especial.

—Pero si se mudan cerca de la ciudad, no podré ir a verla todos los días.

—Preocúpate de eso cuando llegue el momento, Gracie. Pueden suceder infinidad de cosas.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Gracie se quedó pasmada al escuchar la idea de sus padres. Su madre se lo dijo en primer lugar y después su padre se la repitió.

—Pero no te emociones, Gracie —dijo su padre—. A lo mejor Nina no acepta. Tal vez prefiera la ciudad.

—¡Claro que aceptará! ¡Es una idea perfecta! —Ojalá se le hubiera ocurrido a ella.

Escuchó que su madre llamaba a Nina por teléfono, pero para su tormento, su madre solo le dijo que Nina lo estaba «considerando». Gracie aguantó una hora antes de escabullirse y correr hasta la casa de Nina. Empezó a hablar nada más verla.

—¿Te has decidido ya, Nina? Por favor, di que sí. ¿No crees que es la solución perfecta?

—Gracie, me ha pillado por sorpresa. No he tenido tiempo para…

—¡Por favor, Nina! Tienes que aceptar. El apartamento del establo es precioso. Incluso podrías convertir el establo en tu estudio. Puedo ayudarte a limpiarlo todo. No te cobraríamos mucho de alquiler, no más de lo que pagas aquí, y así nos ayudarías con nuestras dificultades económicas y tendrías un bonito lugar para vivir.

—Gracie, es una propuesta muy amable, de verdad que sí, pero tengo que pensármelo.

—Pero después dirás que sí, ¿verdad? A Tom le encantaría, y a mí me encantaría, porque así serías nuestra vecina de verdad. Y así sería mucho más fácil cuando nos ayudaras con las visitas guiadas de los fines de semana.

—¿Cuando qué?

Gracie se sonrojó.

—Es que ahora nos falta un guía porque Audrey ha decidido que no va a volver a hablar en la vida. En fin, dos guías, contando a Charlotte. Me preguntaba si te gustaría disfrazarte y ayudarme con las visitas guiadas. Tom también podría ayudar si quiere, pero no creo que sea una buena idea que Spencer y él lo hagan juntos. Sacan lo peor el uno del otro.

—¿Eso hacen? ¿Qué han estado tramando?

—Nada —se apresuró a contestar Gracie. Si Nina no se había enterado de que Tom y Spencer se pasaban el día en el tejado de Templeton Hall fumando, no iba a decírselo ella—. Por favor, Nina, ven a vivir al apartamento y sé nuestra guía. Te encantará. Sé que te encantará.

Nina empezó a reírse en ese momento.

—Gracie, me lo pensaré. Lo de alquilar el apartamento, claro. No lo de las visitas guiadas. Te aseguro que por ahí no pienso pasar.

Cuatro días más tarde, Nina estaba al pie de la escalinata de Templeton Hall mientras Gracie le ataba el bonete bajo la barbilla y tironeaba de su larga falda hasta que cayó con elegancia alrededor de sus tobillos.

—Te sienta de maravilla, Nina —dijo Gracie al tiempo que retrocedía para admirar su obra—. Y si te olvidas de lo que tienes que decir, llámame e iré a ayudarte.

—Nos haces un favor enorme, Nina. Muchísimas gracias —dijo Henry con una cálida sonrisa, cuando atravesó el vestíbulo para abrir la puerta principal.

Nina vio que ya había un reducido grupo de turistas esperando al sol matutino. El estómago le dio un vuelco. De repente, deseó haber pillado esa gripe que había hecho que no solo Audrey y Hope estuvieran confinadas en sus dormitorios, sino Eleanor y Spencer también. Nina había sido incapaz de negarse cuando Gracie apareció en su casa y le suplicó de nuevo, de rodillas en esa ocasión, que los ayudara.

Adiós a mantenerse alejada de los Templeton. Desde que tomara la decisión de mantener las distancias, se había relacionado más que nunca con ellos. También había querido desechar la idea de alquilar el apartamento que había sobre el establo, pero primero Eleanor y después Henry habían sido muy persuasivos.

—Ven a verlo primero —le dijeron—. Tómatelo como una solución temporal. Has sido muy generosa con nosotros. Deja que te ayudemos por una vez.

Incluso Hilary creía que al menos debería ver el apartamento antes de tomar una decisión.

Estaba más alejado de la casa principal de lo que Nina esperaba y se accedía por una entrada distinta, situada en el otro extremo de un enorme jardín. Además, la construcción de piedra no se podía ver desde Templeton Hall gracias a una huerta de manzanos y ciruelos. El apartamento era totalmente independiente y muy bonito, con paredes de ladrillo visto y suelo de madera. Contaba con una sala de estar, una pequeña cocina y dos pequeños dormitorios situados en una especie de entresuelo. Las personas que habían alquilado Templeton Hall antes de que Henry lo heredara habían hecho todas las reformas, o eso creía Eleanor, sumándole un espacio adicional para invitados.

—Gracie tiene razón. Incluso podrías usar el establo como estudio. Por favor, Nina, piénsatelo. Vivirás totalmente independiente de nosotros, te lo prometo.

Desde luego que la propiedad era lo bastante grande para dos familias, pensó Nina. Además, pedían un alquiler muy bajo, mucho menos de lo que había estado pagando por la granja. Aunque solo lo alquilara de forma temporal hasta encontrar otra cosa en la zona, sería una gran ayuda económica. Y el coste de la mudanza sería casi inexistente…

Nina llamó a su hermana para comunicárselo nada más llegar a un acuerdo. Si Hilary estaba contenta por lo del apartamento, le hizo mucha más gracia enterarse de que también había accedido a hacer de guía en una emergencia.

—¿Me mandarás fotos? —preguntó Hilary—. Pero no del apartamento. Quiero verte a ti disfrazada con un vestido colonial.

—En cuanto salga de mi escondite, por supuesto. —A Nina le gustó tanto escuchar que su hermana hablaba con normalidad que exageró su papel de guía todavía más.

Ese último mes había sido muy duro para Hilary, ya que a la tristeza por el aborto se había sumado el hecho de que su marido estuviera en Sudamérica, en un intercambio laboral con el que llevaba soñando mucho tiempo. Después de llegar a Cairns, Nina no se separó de Hilary ni un segundo y le aseguró una y otra vez que volvería a quedarse embarazada y que solo necesitaba tiempo. También habló todos los días con el marido de Hilary, que estaba muy afectado por encontrarse tan lejos e insistía en regresar enseguida. Sin embargo, Hilary también insistía en que tenía que quedarse a terminar el proyecto. Al final, Nina no dejó a Hilary hasta que Alex volvió a casa.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó a Hilary en ese momento—. Puedo ir a verte si quieres.

—Estaremos bien. Y tendremos otra oportunidad, lo sé. Mientras tanto, ve a tu máquina del tiempo de Templeton Hall y recuerda todas las tonterías que tengas que decir o que hacer. Y luego me llamas en cuanto puedas.

—Te parece gracioso, ¿verdad?

—¿Gracioso? —Nina sabía que su hermana estaba al borde de las carcajadas—. No, creo que es desternillante.

El sábado a las once de la mañana, Nina deseó poder estar en casa para llamar a Hilary. Ya no era gracioso. No se había sentido tan ridícula en la vida. El bonete se le caía cada dos por tres. No dejaba de pisarse el bajo del vestido. No recordaba ni un solo dato de los cuadros, de los muebles ni de la fiebre del oro. De todas maneras, los turistas no le estaban prestando atención. Parecían muchísimo más interesados en hablar sobre su siguiente parada para comer o en dejar huellas grasientas en los valiosísimos jarrones y lámparas. Seis largas horas después, en cuanto el último visitante salió por la puerta de Templeton Hall, Nina se dejó caer en un escalón y se quitó el bonete, dando un respingo al pegarse un tirón de pelo.

Gracie se acercó de inmediato.

—¡Has estado fantástica, Nina! Como pez en el agua.

—Un pez panza arriba, dirás. Lo siento, Gracie. Nunca más.

—¿Nunca más? —Era Henry, que se sentó dos escalones por debajo mientras se aflojaba la corbata. Le sonrió, con esa sonrisa auténtica—. Pero Gracie tiene razón, Nina. Lo has hecho de maravilla. Te has comportado con mucha naturalidad con nuestros visitantes, demostrando muchos conocimientos. Un poco creativa con los datos, cierto, pero te las has apañado a las mil maravillas.

Nina se echó a reír.

—¿Os suelen preguntar cómo se criaban los cerdos en 1860?

—Sí, en serio —contestó Henry, echándose a reír—. Nos preguntan de todo, por la cría de cerdos, por recetas con granadas e incluso por las posibilidades de Hawthorn de ganar la liga.

Gracie asintió con la cabeza, dándole la razón.

—La próxima vez solo tienes que hacer lo que nosotros hacemos, Nina. Sonríe con educación y cambia de tema. ¿No es así, papá?

¿La próxima vez? Nina pasó por alto el comentario. Aunque seguiría el consejo de Gracie. Se puso en pie, esbozó una sonrisa educada y se dirigió todo lo deprisa que sus maltrechos pies se lo permitieron al cuarto de baño de invitados, donde le esperaba su ropa.

Les había dicho a Henry y a Eleanor que ese mismo día les comunicaría su decisión acerca del apartamento. Mientras se cambiaba de ropa, supo cuál sería su respuesta. No. Ese día como guía la había ayudado a decidirse. Tom y ella ya estaban demasiado involucrados en la vida de los Templeton. No era bueno para ninguno de ellos. Estarían constantemente encima, en más de un sentido, si Tom y ella se mudaban. Solo le cabía esperar que pusieran en alquiler una casa adecuada en la zona lo antes posible.

Ensayó mentalmente su respuesta mientras recogía sus cosas. Cuando salió al vestíbulo, Henry y Gracie la estaban esperando. Nina intentó desentenderse de la expresión feliz y expectante de Gracie, así como de la afectuosa mirada de Henry.

—¿Y bien, Nina? —le preguntó Henry, mirándola con una sonrisa—. ¿Te has decidido con el apartamento?

—Pues sí, Henry —contestó ella, tajante.

Una hora después, estaba en casa, hablando por teléfono con su hermana.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Hilary con una carcajada—. ¿Mañana vuelves a hacer de guía y Tom y tú os mudáis al apartamento la semana que viene? Nina Donovan, eres incapaz de decirle que no a esa familia, ¿verdad?