A las cinco de la tarde del día siguiente, Gracie había cambiado de opinión. Ya no era tan genial que Tom se quedara con ellos. Era horrible. Hasta entonces pensaba que Tom, Spencer y ella se divertirían muchísimo inventando juegos o jugando al críquet, como aquel día en casa de Nina. Quizás incluso harían fiestas a media noche, como los protagonistas de sus libros preferidos. Spencer, sin embargo, le dejó claro el día anterior, poco después de que Tom llegara a Templeton Hall, que solo serían ellos dos, no los tres.
—Se queda aquí porque es mi amigo, no el tuyo. ¿Vale, Gracie? —masculló cuando ella los siguió hasta el apartamento del establo.
—Pero fue idea mía. Yo se lo sugerí a Nina.
—¿Y qué? Queremos hacer cosas de chicos.
—Yo puedo hacer cosas de chicos.
—No puedes, Gracie. Eres una chica. —Y con ese comentario, Spencer cerró la puerta del apartamento y ella lo escuchó echarle la llave a la cerradura.
Gracie podría haber aporreado la puerta hasta que Spencer la hubiera abierto, pero de repente se sentía muy triste. Se había imaginado a Tom muy triste mientras su madre estuviera fuera, y ella (¡ella, no Spencer!) ayudándolo a que se sintiera como en su casa, enseñándole su dormitorio y señalándole las flores que ella misma había recogido y había puesto en su cómoda. No obstante, había sido Spencer el encargado de llevar su maleta. Había sido Spencer quien arrojó dicha maleta a la cama. Y lo peor de todo: había sido Spencer quien se burló de las flores e insistió en que las sacara de inmediato del dormitorio de Tom.
—Las flores son para las chicas, Gracie.
Después ambos salieron al jardín, y Tom le demostró a Spencer una y otra vez cómo lanzar una pelota de críquet con fuerza. Luego se fueron a esa charca que tanto les gustaba y que a ella le parecía tan aburrida. Y ni siquiera regresaron a tiempo para comerse las salchichas y el puré de patata que había preparado para cenar. Se tuvo que contentar con servirlo y observar tristemente cómo se lo comían, frío, una hora después, cuando por fin volvieron. Ni siquiera se sentaron para comer, cogieron los platos y comieron de pie.
Su madre al menos notó que no estaba contenta.
—Gracie, no te lo tomes tan a pecho. Deja que Tom se acostumbre. Todo esto ha sido muy repentino para él, y a lo mejor no está acostumbrado a sentarse a la mesa para cenar como hacemos nosotros.
—Por supuesto que está acostumbrado. Nina lo ha educado muy bien. Es Spencer quien lo está llevando por el mal camino.
Y era cierto. Tom era un chico muy educado cuando estaba solo. ¿No había pasado toda una tarde jugando al críquet con ella en casa de Nina? ¿No le había dicho que jugar con ella era casi tan divertido como jugar con Spencer? Y allí estaba en ese momento, sola, mientras ellos dos se embarcaban en un sinfín de aventuras sin ella.
Enfadada por semejante injusticia, sopesó la posibilidad de vengarse de Spencer. Al fin y al cabo, tenía información de sobra para crearle muchos problemas, y no solo con su padre, sino también con su madre. Estaba segura de que acabaría castigado. En su habitación, definitivamente. Y así Tom podría jugar con ella.
Sucedió a principios de la semana. Gracie había escuchado a su padre echarle un buen sermón a Spencer y obligarlo a prometerle que no volvería a llevarle más botellas a Hope por más dinero que ella le ofreciera. Spencer asintió con la cabeza, con expresión seria, y dijo que por supuesto que no lo haría. Sin embargo, Gracie no lo creía. Sabía que Tom y él planeaban hacer algo grande, una balsa impulsada por un motor con la que querían navegar en la charca en cuanto hubiera agua suficiente. Era evidente que Spencer necesitaría más dinero además de la paga para financiar su parte del proyecto. De modo que no le sorprendió encontrárselo en el despacho de su padre, buscando las llaves de la bodega.
—¡Spencer! ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—¿Y qué haces aquí?
—Limpiando.
—Mentira. Estás buscando las llaves.
—Gracie, a ver si dejas de ser tan repelente.
Eso le dolió. Porque ella no era repelente. Pero pensaba que sería mucho mejor para todos si decían la verdad, si se portaban bien unos con otros, si intentaban ser felices. El problema era que últimamente ella era la única que parecía ser feliz en la casa.
Siguió reflexionando un poco más y al final decidió que no delataría a Spencer. Solo conseguiría que se enfadara más con ella, y seguro que al final convencía a Tom de que también la llamara «repelente». En vez de delatarlo, se sentó en su lugar preferido de la escalinata, en el quinto peldaño contando desde abajo, el décimo si se contaba desde arriba, apoyó la barbilla en las manos y suspiró.
Su momento de tranquilidad no duró mucho. Al cabo de unos minutos, escuchó voces procedentes de la cocina. Voces airadas. Parecía que sus padres estaban discutiendo. Otra vez. Bajó con cuidado los cuatro peldaños y se pegó a la pared para avanzar hasta el lugar que había descubierto que era el mejor sitio para escuchar sin ser vista.
Sus padres llevaban toda la mañana enfadados. Ella lo había notado cuando su padre entró durante su segunda hora de clases y se dirigió a su madre con una voz muy rara y educada. Durante la conversación, ambos usaron sus nombres de pila más de la cuenta.
—Tengo que ir a la ciudad y tardaré un par de horas, Eleanor. ¿Necesitas algo?
—Gracias por hacérmelo saber, Henry. No necesito que me traigas nada, gracias.
Gracie solo escuchaba a su madre hablar con ese tono durante las visitas guiadas, cuando le pedía a alguien que por favor devolviera la llave de la puerta principal a su sitio. La gente siempre intentaba robar esa llave, porque era muy grande y parecía mágica, suponía Gracie. Su padre había mandado hacer varias copias, por si acaso.
En ese momento, Gracie se inclinó hacia delante todo lo que pudo al escuchar que se abría una puerta y que escuchaba mejor las voces de sus padres.
—Les estás siguiendo la corriente —decía su padre—. Charlotte tiene razón. Audrey se ha dado cuenta de toda la atención que consigue Hope cuando se encierra en su dormitorio y está intentando imitarla.
Se escuchó el golpe de un plato que alguien soltó de mala manera.
—¿Y a ti qué más te da? De todas formas, tú no eres quien hace todo el trabajo. Por cierto, Henry, ¿qué es lo que haces últimamente? Porque me parece que te limitas a leer tus revistas y a ponerte de whisky hasta arriba noche tras noche, por lo que veo.
—Te pido disculpas. Me encantaría ayudar, pero primero tendría que abrirme paso en el Campamento de Mártires Anónimos que parece haberse instalado en la cocina.
—¡Vete a la mierda, Henry!
Gracie jadeó en su escondite. Nunca antes había escuchado a su madre usar esa expresión.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte, Eleanor. Estoy tratando de mantener una especie de conversación contigo y ¿esa es tu aportación?
—¿Una especie de conversación? Yo llevo semanas intentando hablar contigo antes de que todo se desmorone a nuestro alrededor, y lo único que haces es evitarme, evitar todo lo que sea enfrentarte a lo que está pasando, a lo que siempre pasa, una y otra vez, a lo que no deja de pasar por más ocurrencias e ideas geniales que se te ocurren.
—Eleanor, estás peligrosamente cerca de parecerte a una verdulera. Estás exagerando. Te lo he dicho. Solo es una mala racha, los altibajos del negocio.
Eleanor gritó y dijo:
—¡Henry, no te muevas de aquí!
Gracie contuvo el aliento mientras su madre entraba en el despacho de su padre y la escuchó abrir el archivador antes de que regresara a la cocina. Después, soltó algo sobre la mesa con fuerza, una carpeta o un libro, decidió Gracie.
—¿Qué es esto, Henry? —La voz de su madre volvía a ser gélida—. ¿Esto es lo que tú llamas «una mala racha»?
Gracie contuvo el aliento, deseando poder ver lo que su madre acababa de darle a su padre y, al mismo tiempo, no escuchar lo que se estaba diciendo.
Su padre no contestó. Fue su madre quien volvió a romper el silencio.
—¿Te doy una pista, Henry? Son facturas. Un montón de facturas. Algunas colean todavía desde la renovación. Y no sólo hay facturas. También hay requerimientos legales sobre algunas facturas. ¿Y dónde he encontrado todo esto? Detrás de los cajones del archivador. Escondido… —Hizo una pausa y gritó—: ¡Escondido detrás de los cajones del archivador! ¡Después de haberme prometido que las pagarías! ¡Después de haberme asegurado que las habías pagado!
—Eleanor, por el amor de Dios, tranquilízate. Seguro que se han caído de alguna forma. La otra noche te dije que creí sentir un terremoto.
—¡No! —Su madre seguía gritando—. No, no vas a hacerme esto otra vez. No vas a mentir y salir de esta con tus bromitas. Henry, aunque estas facturas fueran solo la mitad del problema, porque sabrá Dios lo que tengas escondido por ahí, debemos casi doscientos mil dólares. Además de todo lo que seguimos debiendo en Inglaterra.
—Estoy seguro de que no es tanto. De cualquier forma, parece que Audrey no tiene prisa por volver al internado, así que por lo menos eso nos lo ahorramos.
—No tiene gracia, Henry. No tiene ni pizca de gracia. ¿Por qué no puedo hacértelo entender?
—Eleanor…
—Lo digo en serio, Henry. Estoy harta. Si no solucionas esto… y me da igual lo que tengas que hacer para solucionarlo: volver a trabajar, vender todo lo que tengamos, vender Templeton Hall, mandar al cuerno las condiciones de la herencia, lo que sea. Como no lo soluciones, como no hagas algo, te dejo. Y esta vez lo digo en serio.
—Eleanor…
—Lo digo en serio, Henry. Muy en serio.
Gracie subió las escaleras de puntillas para no hacer ruido y entró en su dormitorio. Le costaba trabajo respirar. Sentía algo raro en el pecho, una especie de opresión, y cuando extendió las manos vio que le temblaban. Pasó cinco minutos sin hacer nada, sentada en la cama mientras intentaba olvidar todo lo que había escuchado, deseando no haberlo escuchado, deseando poder contárselo a alguien, pero siendo muy consciente de que no había nadie a quien contárselo. Ni Charlotte, ni Audrey, ni Hope.
Ni siquiera podía hablar con sus padres. Le habían reñido un montón de veces por escuchar cuando no debía.
En ese momento, oyó un coche y corrió hacia la ventana. Era su padre que se marchaba. ¿Adónde iba? ¿Los estaría abandonando? No podía quedarse más tiempo en su dormitorio.
Corrió escaleras abajo y entró en la cocina. Su madre estaba preparando tranquilamente dos bandejas.
—Hola, Gracie —le dijo.
Gracie le soltó:
—¿Va todo bien?
—Todo va perfectamente, gracias por preguntar —contestó su madre, otra vez con esa voz tan educada y rara.
—Siento mucho no saber cocinar bien todavía, si no, te ayudaría con todo esto. No es justo que tengas que hacer todo el trabajo sola.
La expresión tensa de su madre se relajó un poco.
—Sé que lo harías, Gracie. Y siento mucho haberte hablado mal antes o hablarte mal mañana. Las cosas están un poco…
—¿Enardecidas? —sugirió ella.
Para su alivio, su madre esbozó una fugaz sonrisa.
—Sí, Gracie. Esa es la palabra exacta. Las cosas están un pelín enardecidas últimamente. Sé buena y ayúdame con una bandeja antes de que me dé un ataque y las tire las dos al suelo.
Ya en la planta superior, Gracie dejó con cuidado una bandeja en la puerta de Audrey y observó asombrada cómo su madre hacía lo mismo con la de Hope, tras lo cual se enderezó y plantada entre ambas puertas, gritó:
—¿¡Audrey, Hope!? ¿Me estáis escuchando?
Gracie tenía la impresión de que tanto su hermana como su tía tenían la oreja pegada a la puerta. Su madre bajó la voz, pero no mucho.
—El té está servido, pero esto no va a durar mucho tiempo. Seguiré preparándoos la comida hasta el fin de semana. Nada más. Después, o bajáis a comer u os morís de hambre aquí arriba. Lo que prefiráis.
Después de un largo silencio, se escuchó una voz:
—Vale. —Era Hope.
Audrey no dijo nada.
—Bien —replicó Eleanor.
Después de ese incidente, Gracie decidió que no quería seguir dentro de la casa. Que iría a buscar a Spencer y a Tom, aunque le dijeran que se fuera otra vez. Caminó hasta la charca. Pero solo estaba Tom, sentado en la orilla mientras colocaba el cebo en un cordel. Al escucharla, alzó la vista y le sonrió.
—Hola, Gracie.
Ella se sentó a su lado, en la sucia orilla.
—¿Has pescado algo?
—Todavía no. Spencer dice que es por culpa del cebo. Ha ido en busca de algo distinto.
No era raro que ni siquiera se hubieran visto. Su hermano se conocía todos los atajos entre la charca y Templeton Hall, pero se negaba a enseñárselos.
—¿Puedo mirar?
—Claro. ¿Quieres probar?
Ella negó con la cabeza. Seguía sin entender esa fascinación por los cangrejos. Eran asquerosos y, al parecer, sabían a cieno.
—Me alegro de que estés con nosotros, Tom.
—Yo también me alegro de estar con vosotros, Gracie.
—¿Echas de menos tu casa? ¿Necesitas llamar a Nina?
Él sonrió.
—Estoy bien, gracias. —Le ofreció el cordel—. ¿Seguro que no quieres probar?
—No, gracias. Si tira demasiado, a lo mejor me caigo al agua y no soy buena nadadora.
—Gracie, tienen la misma fuerza que una hormiga. Creo que no te pasará nada. Y te prometo que te agarraré si veo que vas de cabeza al agua.
Gracie estaba imaginándose muy emocionada la idea de que Tom la rescatara cuando escuchó que alguien gritaba tras ellos.
—¡Tom, no se lo des! —Era Spencer, que regresaba—. Si pica alguno, se le escapará.
—¡Mentira! —exclamó ella, indignada.
—¿Has traído el cebo nuevo? —le preguntó Tom a su hermano cuando este se acercó.
Spencer negó con la cabeza.
—Mi madre me ha echado de la cocina. —Se dejó caer al suelo junto a Tom y empezó a lanzar guijarros para que rebotaran sobre el agua.
Al cabo de un minuto, Tom soltó el cordel y comenzó a hacer lo mismo. Le ofreció uno a ella y le enseñó el mejor modo de lanzarlo para lograr que rebotara. Gracie logró que rebotara tres veces en su primer intento.
Le parecía increíble. ¡Estaba jugando con Spencer y Tom y no le habían dicho que se fuera!
Sin embargo, no tardó mucho en aburrirse de tirar piedras.
—¿Queréis jugar a un juego de palabras? —sugirió.
—No, Gracie. Los juegos de palabras son tontos —contestó Spencer, arrojando su último guijarro—. Igual que tirar piedras al agua. ¿Quieres que juguemos al escondite, Gracie? ¿Sí?
—¿Aquí? ¿Los tres? —Estaba contentísima.
—Claro. Tú te escondes primero, ¿vale? Contaremos hasta doscientos para darte tiempo a encontrar un buen escondite y después iremos a buscarte.
Ella frunció el ceño, recelosa.
—¿No es una persona sola la que busca a todos los demás?
—Normalmente sí, pero nosotros hemos cambiado las reglas. Así es más divertido.
Tom habló en ese momento.
—Spencer…
Su hermano pasó de él.
—¿Vale, Gracie? ¿Preparada? —Miró su reloj de muñeca—. ¡Ya!
Mientras Gracie corría a toda pastilla hacia la arboleda más cercana, Spencer comenzó a contar a pleno pulmón hasta cien y después se volvió hacia Tom con una sonrisa.
—Ha funcionado mejor de lo que creía. Venga, vamos a ver la tele.
—¿Y qué pasa con Gracie?
Spencer se encogió de hombros.
—Seguro que se cansa en una hora. Le diré que no hemos podido encontrarla.
—Eso es cruel.
—¿Se te ocurre otra cosa para que no se nos pegue durante el resto del día?
Tom se puso en pie.
—Vete tú a ver la tele. Yo voy a buscarla.
—Te arrepentirás. Ahora no habrá manera de librarnos de ella.
Tom se alejó sin decir nada.
Gracie estaba escondida a cierta distancia de la charca, con el corazón acelerado. Había probado dos escondites previos antes de decidirse por ese, convencida en ambas ocasiones de que había oído a Spencer o a Tom acercarse. Se agachó todo lo que pudo y corrió de árbol en árbol, sin atreverse a mirar hacia atrás por si acaso alguno la veía. Y así siguió hasta que encontró ese sitio. Una pequeña formación rocosa situada al lado de una arboleda. Había tenido que pasar junto a una telaraña para poder meterse en una grieta y después se asustó al ver una hilera de hormigas que caminaban hacia otra roca, pero ya era demasiado tarde para moverse. Spencer y Tom llegarían en cualquier momento.
Al cabo de cinco minutos, seguía sin moverse. El corazón le latía un poco más despacio, pero las hormigas la tenían muy preocupada. Definitivamente, se estaban acercando a ella. Además, tenía la terrible impresión de que la telaraña no estaba vacía.
Intentó cambiar de postura para ponerse más cómoda y descubrió que no podía mover el pie izquierdo. Se le había quedado encajado entre dos piedras. Intentó sacarlo y sintió un ramalazo de dolor. ¡No! Primero las hormigas, luego las arañas y después se quedaba atascada en un escondite como ese, donde nadie la encontraría. Se pasaría todo el día ahí sola. Toda la noche. Empezó a llamarlos a gritos, al borde del llanto. Pero si la encontraban llorando, no volverían a dejarla jugar más con ellos. Así que parpadeó para librarse de las lágrimas.
—¡Estoy aquí! —gritó de nuevo, más alto—. ¡Estoy aquí! ¡Spencer! ¡Tom! ¡Estoy atascada!
Pasaron cinco minutos antes de que obtuviera respuesta, pero a ella le pareció una hora.
—¿Gracie, dónde estás? —Era Tom, no Spencer.
—¡Aquí! —No podía asomarse para mirar por encima de la roca—. ¡Entre las piedras!
Al cabo de unos minutos, escuchó el crujido de las hojas secas y después apareció Tom. En la vida se había alegrado tanto de ver a alguien.
—¡Tom, menos mal! ¡Me he quedado atascada! —Sabía que no pasaba nada por decírselo a él. Y siguió hablando muy deprisa, explicándole que no podía moverse—. Ya me estaba asustando un poco.
—Eso te enseñará a no esconderte tan bien. —Tom se arrodilló al lado de su escondite y alargó un brazo para aferrarle el tobillo—. ¿Puedes moverte ahora?
Gracie lo intentó. Todavía estaba atascada. Tom tiró de la piedra más grande y volvió a aferrarle el tobillo.
—¿Y ahora?
En esa ocasión, logró mover el pie. Un pequeño alud de piedrecillas cayó al suelo cuando sacó el pie de la grieta y movió el cuerpo para salir de su escondite.
—¡Por fin libre! —exclamó, intentando bromear mientras se sacudía el polvo de la parte delantera del vestido.
—Bien hecho —le dijo Tom con una sonrisa—. Definitivamente has ganado. Si no hubieras gritado, no te habría encontrado en la vida.
Avergonzada, Gracie sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se las limpió deprisa.
—Siento llorar, pero es que estoy muy contenta de verte. No paraba de imaginarme lo que me pasaría si no me encontrabais, si me quedaba aquí atascada toda la noche, con la oscuridad y el frío…
—¡Pobre Gracie! —Tom alargó un brazo y le alborotó el pelo—. Te prometo que no te habrías quedado aquí toda la noche. Te habríamos encontrado tarde o temprano.
Gracie miró a su alrededor.
—¿Dónde está Spencer?
—Se ha ido a hacer algo.
—No le digas que he llorado, ¿vale? Es que estaba asustada, nada más.
—Te prometo que no se lo diré —le aseguró él mientras emprendían el camino de regreso a Templeton Hall.
No habían avanzado mucho cuando Tom se detuvo y metió una mano en su mochila en busca de algo.
—Mira, Gracie, para ti. Por si alguna vez vuelves a asustarte.
Era un silbato antiguo. Gracie lo cogió y lo giró para examinarlo en la palma de la mano.
—Mi madre me lo regaló cuando era pequeño —le explicó Tom—. Por si me perdía o tenía algún problema. Pero ahora soy demasiado mayor, así que quédatelo si quieres.
—¿De verdad?
—De verdad. Si alguna vez vuelves a perderte, silba y vendré a por ti, ¿vale?
Gracie sintió que se ponía colorada. Lo sostuvo en la mano unos segundos más, disfrutando de la fría suavidad del metal, y después se lo guardó en un bolsillo.
—Vale —contestó.
Aún sonreía cuando llegaron a Templeton Hall.
Mientras tanto, en el internado de Melbourne, Charlotte acababa de darle una de sus noticias a Celia. Y estaba siendo sometida a un furioso interrogatorio.
—¿¡La niñera de Ethan!? —gritaba Celia—. ¿¡Tú!? No me lo creo, Charlotte. ¿¡Cómo te atreves!?
—¿A qué te refieres? Creía que ibas a alegrarte por mí.
—¿Alegrarme de qué? ¿De que le has puesto una venda en los ojos no solo al hijo de mi primo sino también a mi primo que es rico, divorciado y mayor? ¿Crees que no me he dado cuenta de lo que tramabas todos estos fines de semana? ¿Que no me he dado cuenta de tus intenciones? ¿Que te has colado de forma muy astuta en mi familia porque tienes un motivo oculto?
—¿Que me he colado de forma astuta? Tu primo, que es muy agradable y no es tan mayor, me ha invitado a pasar estos fines de semana con ellos para que cuidara de su hijo, un niño tan agradable como su padre. Y acepté sus invitaciones. ¿Eso es colarse de forma astuta?
—Y todo por mantener el boicot tan tonto que le estás haciendo a tu familia. ¿Cómo te atreves a usar a mi familia para solucionar tus problemas? No voy a permitirlo, Charlotte.
—Pues lo siento mucho, Celia. Porque tú ni pinchas ni cortas.
—Te equivocas. Voy a llamar a mi primo y le voy a decir que no eres de fiar. Y que si está buscando niñera, que me ofrezco para el puesto porque soy de su familia, no una extraña.
—¿Crees que no lo ha pensado? ¿Crees que no estaba pensando en ofrecerte el puesto hasta que vio el poco caso que le hiciste a Ethan el fin de semana que pasamos con ellos?
—No le hice poco caso, es que estaba ocupada hablando con…
—¿Con el ganadero que ahora es tu novio y del que no has parado de hablar desde entonces? Pues menos mal que no tenías que prestarle atención a Ethan, ¿no te parece?
—Pero de haber sabido que era una especie de entrevista de trabajo, le habría prestado atención. No es justo, Charlotte. ¿De qué se trata, de trabajar para él mientras estén en Australia?
—No exactamente. Es una oferta de trabajo seria, un empleo de lunes a domingo. Bueno, con un día y medio libre a la semana.
—¿Un trabajo a jornada completa? Pero, ¿cómo? ¿Y qué pasa con las clases?
—¿Se te ha olvidado que acabamos a finales de año? ¿O que las que hayamos decidido no presentarnos a los exámenes que sabemos que no vamos a aprobar podemos irnos cuando queramos, sobre todo después de cumplir los dieciocho y alcanzar la mayoría de edad?
Celia parpadeó.
—¿Vas a dejar de estudiar antes de acabar el curso? —Al ver que Charlotte asentía con la cabeza, la expresión confusa de Celia se acentuó—. Pero, ¿qué dicen tus padres de todo esto? ¿Y cómo es posible que sea un empleo a jornada completa? Mi primo solo se quedará diez días más en Australia. La semana que viene habrá una fiesta de despedida.
—Lo sé. Estoy ayudándolo a organizarla. Es una fiesta de despedida para ellos y para mí.
Celia se quedó pasmada.
—¿Te irás con ellos? ¿A Estados Unidos? ¿Tú?
Charlotte hizo una reverencia burlona.
—Estás hablando con la niñera oficial del señorito Ethan Giles, recién contratada a jornada completa y muy bien pagada, y en breve residente en Chicago.
—Ni hablar. Ethan es mi sobrino. Si alguien va a irse a Estados Unidos, tendría que ser yo.
—Pero a ti no te han ofrecido el puesto, Celia. A mí sí. Ni siquiera hablaste con Ethan.
—Es un niño, ¿de qué iba a hablar con él?
—Tú te lo has perdido. Ethan es muy simpático. Me cae muy bien y yo también le caigo muy bien a él. Somos amigos.
—¿Amigos? Es un niño de ocho años. ¿Cómo vais a ser amigos? ¿Qué estás tramando, Charlotte? ¿Un viaje pagado, una estancia pagada, permiso de residencia y luego desapareces? ¿Vas a dejarlos tirados? Es eso, ¿verdad?
—¿Por qué no puede ser lo que realmente parece?
—Porque estamos hablando de ti. Porque esto no encaja contigo y porque no me fío de tus motivos. Y tampoco creo que tus padres estén de acuerdo. No creo que vayan a permitirte irte al otro lado del mundo con un par de desconocidos con la excusa de aceptar un empleo para el que no estás cualificada. ¿Les has presentado a mi primo? ¿Cómo saben que no va a tirarte los tejos en cuanto estéis en el avión? —Celia la miró sin hablar en ese momento—. ¡Ay, Dios! Es eso, ¿verdad? Ya te ha tirado los tejos. Estás liada con mi primo. Charlotte, eres una cerda.
Charlotte se echó a reír.
—Celia, por favor. No estoy liada con tu primo. Entre nosotros no hay chispa ni va a estallar el deseo en cuanto pisemos suelo americano. Tienes razón. Es muy posible que mis padres no estén de acuerdo con esto. De hecho, estoy segurísima de que la idea los horrorizará, pero el caso es que en cuanto cumpla los dieciocho… —dijo antes de levantar la muñeca y mirarse el reloj—. Algo para lo que queda menos de una semana. Cuatro días para ser exactos, tres horas y no sé cuántos minutos, seré yo quien decida mi vida, quien maneje mi pasaporte y mi futuro. Y ellos no podrán hacer nada.
—Cerda.
—Hace poco hubo otra persona que me dijo lo mismo. Mi hermana. Y mira lo que le pasó. Ándate con ojo, Celia. Parece que tengo unos poderes sobrenaturales para vengarme que ni yo misma controlo.
—Lo has hecho a propósito, ¿verdad? Hacerte amiga mía, convencerme de que te invitara a pasar los fines de semana conmigo y con mi familia, echarle el ojo a…
—¡Celia, para ya! ¿Vale? ¿Cómo iba a planearlo todo? Por si se te ha olvidado, te recuerdo lo que pasó. Me invitaste a una fiesta aburrida; me puse a hablar con un niño que resultó muy simpático; me invitó a su fiesta de cumpleaños y después al zoo mientras su padre trabajaba. Fui con él. Nos lo pasamos genial. Después fuimos a la playa. Y a un museo. Nos reímos mucho y con él me lo paso mejor que con cualquier otro espécimen masculino que conozca. Y luego, de repente, su padre me ofrece un trabajo a jornada completa, con todos los gastos pagados, en Chicago. Sí, reconozco que soy una persona inteligente y calculadora, pero no me esperaba que el punto A me llevara al punto B.
—Pero yo siempre he querido ir a Chicago… —protestó Celia.
—Pues si prometes que vas a ser buena conmigo y dejas de ponerme verde, algún día te dejaré que vayas a verme.
—¿Cómo que me dejarás? Son mi familia, que no se te olvide.
—Sí, claro. Pero recuerda que la mano que mece la cuna (o, en mi caso, la mano que sujeta el mando de la consola) domina el mundo.
Celia por fin se echó a reír, aunque lo hizo mientras cogía una almohada para lanzársela a Charlotte.
—Eres una cerda, lo sabes, ¿verdad?
Charlotte sonrió.
—Pues sí. Pero soy una cerda muy simpática que dentro de poco vivirá en Chicago.