12

Durante la siguiente semana, Nina evitó todo contacto con los residentes de Templeton Hall. No lo hacía de forma deliberada, se dijo. Era fruto de la casualidad que no estuviera en casa a las horas que Gracie solía visitarla. Tom estaba tan ocupado con los entrenamientos de críquet que ya no le pedía permiso para visitar a Spencer. Además, los adultos de Templeton Hall tampoco la habían vuelto a llamar por teléfono. Saltaba a la vista que estaban muy ocupados con Audrey y Hope. Estupendo. Nina se negaba a preguntarse qué estaría pasando en Templeton Hall, y también se negó a morder el anzuelo de Hilary, durante una de sus conversaciones.

—¿Una semana entera sin contacto? ¿Te han desterrado del reino?

—Por supuesto que no. Si te digo la verdad, me alegra tanta tranquilidad.

—Cuando alguien dice «si te digo la verdad», siempre pienso que está mintiendo, ¿tú no?

Nina pasó de la pregunta.

—Estoy demasiado ocupada con Tom, que se está preparando para el partido, como para preocuparme por los Templeton.

—¿Cómo está? —le preguntó su hermana—. ¿Emocionado? ¿Nervioso?

—Las dos cosas, creo. No lo sé. Nunca lo había visto así.

Su hijo se mostraba preocupado, distraído e incluso distante, desde el día que consiguió entrar en el equipo. Cualquier rato que tenía libre lo pasaba fuera, practicando contra el depósito, y solo entraba para cenar, sin apenas hablarle. Después de recoger los platos, se iba directo a su dormitorio, sin pasarse siquiera a ver un rato la tele. Incluso le había pedido permiso para irse más temprano al colegio, según él porque quería entrenar en la cancha del colegio. Nina había intentado charlar con él mientras lo llevaba al colegio todas las mañanas, pero Tom se pasaba todo el trayecto mirando por la ventanilla. Le dijo a su hermana que le costaba trabajo sacarle dos palabras seguidas.

—No me extraña —replicó Hilary—. Será por la presión. Dile que lo quiero mucho, ¿vale?

Una tarde durante el entrenamiento, Nina le preguntó a la madre de Ben si había notado algún cambio en su hijo desde que le dieron las noticias. Jenny se echó a reír.

—¿Algún cambio? ¡Parece otro! Concentrado. Obediente. Se come todas las verduras que le pongo en el plato. Se pasa el día haciendo flexiones en el jardín. Es algo muy importante para los dos, Nina.

Nina comenzó a comprender lo importante que era. El periódico local publicó un artículo en primera página sobre Tom y Ben. El colegio colgó un enorme cartel en la fachada. Todos los habitantes de Castlemaine parecían conocerla de repente.

—Eres la madre de Tom, el jugador de críquet, ¿verdad?

El partido tendría lugar el siguiente martes en Ballarat, una ciudad situada a una hora de distancia en coche. La víspera del partido, Nina comprobó hasta tres veces la bolsa de deporte de Tom. Su equipación no podía estar más blanca. Le limpió los zapatos, Tom los limpió a continuación y después, en secreto, ella volvió a limpiarlos. Preparó una comida especial, la preferida de Tom, lasaña. Y le dijo que era muy buena para él, que le daría mucha energía al día siguiente. Volvió a decirle lo orgullosa que estaba de él. Tom apenas la miró.

Intentó encontrar las palabras para decirle lo orgulloso que su padre habría estado de él. Sin embargo, algo la detuvo. Una especie de instinto le decía que sería un error mencionar a Nick. ¿Sería una señal?, se preguntó. ¿Una buena señal, una prueba de que por fin había aceptado lo de Nick? ¿De que bastaba con que ella estuviera orgullosa de Tom? ¿De que la ausencia de Nick no tenía por qué regir el resto de sus vidas? Se atrevió a pensar que era cierto, a sentirse de algún modo más tranquila que en mucho tiempo.

Antes de las nueve, Tom anunció que se iba a la cama. Nina se obligó a no darle un beso de buenas noches, a recordarse que ya tenía doce años. Se detuvo en la puerta de su dormitorio, le dio las buenas noches, le aseguró que pondría los dos despertadores y después apagó la luz y cerró con suavidad la puerta. Se negó a sentirse dolida por el hecho de que no le replicara siquiera.

Una hora después apagó el televisor y estaba a punto de acostarse cuando lo escuchó preguntarle:

—¿Mamá?

Tom estaba en la puerta.

—¡Tom! ¿No puedes dormir? —Le dio unas palmaditas al sofá con una sonrisa—. No me extraña. Estoy orgullosísima de ti, lo sabes, ¿verdad? ¿Te lo había dicho antes?

Él no se movió.

—Tom, ¿estás bien?

—Gracie me ha dicho que sentía mucho la muerte de mi padre.

Nina dejó de darle palmaditas al sofá.

—¿Qué?

Tom hablaba en voz muy baja. Tanto que Nina tuvo que aguzar el oído para escucharlo.

—La semana pasada, cuando estábamos jugando al críquet. Me dijo que sentía mucho que mi padre hubiera muerto sin conocerme, pero que estaba segura de que estaría orgulloso de mí por haber conseguido entrar en el equipo. Pero papá sí que me conoció, ¿verdad?

Nina sintió que se ponía colorada. Había llegado el momento. La conversación que tanto temía. La escena que Hilary le había advertido que sucedería. ¡Y en qué momento! La víspera del partido, nada menos. No. No podía hacerle eso a Tom. Desterró la furia que sentía hacia Gracie e intentó ganar tiempo, intentó que su voz sonara normal.

—¿Gracie te ha dicho eso?

—Me dijo que le contaste lo del accidente de papá. Que pasó el día que yo nací, no tres años después. Que murió de camino al hospital.

Nina escuchó la voz de su hermana en la cabeza.

«Tienes que decírselo tú. Será peor para él y para ti si se entera de otra forma.»

Nina tragó saliva.

—Tom, vamos a dejarlo para mañana. Para después del partido.

—Necesito saberlo ahora. ¿Me conoció papá o no?

«Dile la verdad, Nina. Tienes que hacerlo», se dijo.

Miró a su hijo, odiándose a sí misma por lo que estaba a punto de hacer y de decir.

—Tom, ¿puedes venir aquí y sentarte? Tenemos que hablar.

Al día siguiente, Nina necesitó tres tazas de café para espabilarse un poco. Sabía que Tom tampoco había dormido bien. A simple vista, fue una mañana normal en casa. Tom desayunó mientras veía unos dibujos animados en la tele, le dio de comer al gato y recogió los platos. Pero sabía que estaba enfadado con ella. Furioso. Lo sabía por su forma de apretar los dientes, por el brillo de sus ojos, por su insistencia en mirar cualquier cosa menos a ella. No la había mirado a los ojos desde que le contó la verdad sobre la muerte de su padre.

Quería que Hilary viera lo que estaba pasando. «¿Ves como tenía razón en mi afán por guardar el secreto?», quería preguntarle. Sin embargo, sabía que la única culpable era ella. Porque lo había puesto todo en marcha al mentir desde el primer momento. Y después al contarle la verdad a Gracie, ¡a Gracie, ni más ni menos! No debería haber supuesto que Gracie guardara silencio. Solo era una niña. Así que ¿por qué se lo había contado? ¿Qué habría importado una mentira más? En lo más hondo, conocía la respuesta. Llevaba un tiempo analizándolo, sacando poco a poco la verdad a la luz para ver qué iba a suceder.

Y por fin lo sabía. Tom estaba destrozado. Había arruinado su relación con él. Había destrozado uno de los días más importantes de su vida.

Miró el reloj.

—Tom, es mejor que salgamos ya.

No intentó que su voz sonara alegre. Se sentía tan mal como sabía que se sentía él.

Noventa minutos después, estaba sentada en las gradas del estadio de críquet de Ballarat, viendo cómo su hijo calentaba. Pese a la distancia, sentía la energía que irradiaba. Mucho más que energía. Ferocidad.

A su lado estaba Jenny, la madre de Ben, que también lo notó.

—¡Dios Santo, Nina! ¿Qué le has dado a Tom para desayunar? ¿Copos de cereales atómicos?

Nina solo logró esbozar una sonrisa torcida. Si Jenny supiera… sabía perfectamente qué impulsaba a su hijo a lanzar con gran fuerza bola tras bola: la furia que lo embargaba.

La había sentido durante todo el trayecto en coche. Tom lo había pasado mirando por la ventanilla, sin hablarle. Bajó del coche en cuanto llegaron y, con la bolsa de deporte a la espalda, corrió hacia el vestuario donde se estaban reuniendo sus compañeros de equipo. Nina solo pudo mirarlo mientras se alejaba, y después se encaminó sola hacia las gradas. Jenny la había saludado poco después, cuando apareció con dos cafés.

—¿Lo necesitas tanto como yo? —le preguntó mientras se sentaba a su lado—. ¿Cómo estaba Tom esta mañana? Ben ha vomitado por los nervios, pobrecito mío. Se ha pasado todo el trayecto repitiendo: «¿Y si no consigo batear? ¿Y si me sientan porque no consigo hacer ninguna carrera?»

Mientras Jenny le describía la escena vivida esa mañana en su casa y la intervención de su marido que había ayudado a tranquilizar a Ben, los pensamientos de Nina volvieron de nuevo a Nick. Porque ese día en especial su ausencia era todavía más dolorosa. Ver a Tom en el campo, tan parecido a su padre por su altura, su complexión desgarbada y su energía… Debería ser Nick quien estuviera sentado a su lado, no Jenny, y deberían estar animando a su hijo, los dos juntos y orgullosos.

El equipo local bateaba primero. Ben jugó bien e hizo cuarenta y dos carreras. Tom, que no destacaba tanto con el bate, consiguió anotarse doce carreras, incluyendo cuatro de un golpe. Bateó la bola con tanta fuerza que atravesó el perímetro del campo, consiguiendo un gran aplauso.

—¡Guau! —exclamó Jenny—. No sabía que también bateaba.

Nina tampoco.

El equipo de Tom llevaba dos horas en el campo cuando llegaron los Templeton.

Jenny los vio primero.

—¡Madre del amor hermoso, la familia Addams!

Nina sabía que era el último apodo para referirse a los Templeton. Hacía referencia tanto a la blancura de todos ellos como a la enorme mansión. Se volvió para mirar, convencida de que Jenny se había confundido, pero no. Allí estaban todos, cargados con alfombrillas y cestas, caminando hacia el borde del campo. Henry, Eleanor, Hope, Gracie, Audrey (con unas enormes gafas de sol) y un emocionado Spencer, que ya estaba apoyado en la valla del campo, con las manos junto a la boca mientras le gritaba algo a Tom. Nina vio que Tom le sonreía y asentía brevemente con la cabeza.

Jenny los miraba asombrada.

—¿Qué los ha traído al mundo real?

Nina no contestó. No hacía falta. Gracie contestó la pregunta que todos se estaban haciendo cuando metió la mano en la cesta que tenía al lado y sacó una pancarta que rezaba: «¡Tom va a ganar!»

—¿Son el club de fans de Tom? —preguntó Jenny—. ¡Nina, qué callado te lo tenías! No sabía que los conocieras.

—Y no los conozco. No mucho, la verdad.

Era evidente que Jenny se moría por preguntarle más cosas, pero era el turno de Tom para lanzar. Nina se sentó y contuvo el aliento. Era un partido regional. Había visto a Tom jugar en muchas otras ocasiones. No era la liga nacional y tampoco era una final, pero nunca antes había estado tan nerviosa. Era como si su relación con su hijo dependiera de ese momento concreto.

Más tarde, ni siquiera fue capaz de decirle a Tom que lo había visto todo. La pelota abandonó su mano con tal rapidez que, al igual que el resto de los espectadores y sobre todo al igual que el pobre bateador, ni la vio. Derribó los tres palos del blanco. El bateador no protestó, los compañeros de Tom gritaron por la alegría y el público lo aclamó.

Tom derribó cinco blancos esa tarde. Durante el clamor posterior, Nina recibió tantas felicitaciones y abrazos que tenía la sensación de haber sido ella la jugadora.

—Debes de estar muy orgullosa —le decían las otras madres.

Y también le hablaban personas que no la conocían.

—Tu marido y tú tenéis una estrella.

Tardó diez minutos en llegar al lugar donde la gente se congregaba para la entrega de la copa. Tom estaba rodeado por sus compañeros de equipo y sus nuevos admiradores. Lucía una deslumbrante sonrisa, tenía la cara sudorosa y la camiseta a medio abrochar. Nunca había visto a su hijo tan feliz. Tuvo que contenerse para no correr a abrazarlo. Mientras se acercaba, Spencer pasó a su lado a la carrera, llamando a Tom a gritos.

—¡Campeón! Ha sido por mis entrenamientos, ¿verdad?

Detrás de él iban Henry, Eleanor y Hope. Y más rezagadas, Audrey y Gracie. El momento privado de Nina con Tom duró cinco segundos. Solo le dio tiempo a estrecharlo con fuerza y a susurrarle «¡Que orgullosa estoy de ti!» antes de que los Templeton lo rodearan. Intentó no pensar en el hecho de que Tom no le había devuelto el abrazo ni tampoco en que parecía más contento compartiendo su triunfo con Spencer y su familia que con ella. Saludó a Henry y a Eleanor a sabiendas de que los demás padres estaban pendientes de ellos.

—¿Lo celebraréis esta noche en casa? —le preguntó Jenny justo cuando comenzaba la entrega.

Nina asintió con la cabeza, mientras planeaba una noche de fiesta para Tom. ¿Su pizza favorita? ¿La película que él quisiera? ¿Y si invitaban a Ben a dormir? Estaba a punto de sugerírselo a Jenny cuando comenzaron los discursos. Después, mientras buscaba a Jenny, Tom se acercó a ella. Seguía sin mirarla a los ojos. Percatarse de ese detalle le dolió. Pero todavía estaba muy emocionado, y tenía las mejillas coloradas por la alegría del triunfo.

—Mamá, Spencer me ha invitado a dormir en Templeton Hall esta noche. ¿Puedo?

«¿¡Esta noche!?», quería replicarle. ¡No! Quería que esa noche fuera para los dos, para celebrarlo juntos. Quería decirle una y otra vez lo orgullosa que estaba de él, aunque estuviese tan enfadado que ni siquiera pudiera mirarla.

Spencer se acercó a ellos.

—¿Puede? —le preguntó—. ¿Le das permiso?

Se sintió asediada. Y sabía que no podía negarse. De alguna forma, sin saber muy bien cómo lo logró, esbozó una alegre sonrisa. Le alborotó a Tom el pelo con un gesto despreocupado.

—Por supuesto. Si él quiere, claro.

Tom se volvió y se alejó con Spencer y su familia sin despedirse de ella.

—Hilary, ni siquiera me habla. —Nina lloraba mientras hablaba—. No me mira. No debería habérselo dicho. Te dije que era lo peor que podía hacer.

—No es lo peor, Nina. Algún día tenía que saberlo. Nunca habrías encontrado el momento adecuado.

—Pero hoy debería ser un día genial para los dos y ha sido un desastre. Por mi culpa.

—Nina, se le pasará. Ya lo verás. Eres su madre. Te quiere.

—Pero a ellos los quiere más. Deberías haberlo visto hoy, Hilary. No veía el momento de irse a Templeton Hall. Aquí estoy, sentada yo sola mientras que ellos le preparan una fiesta.

—Pues vete tú también.

—Tom no me quiere allí.

—Nina, eres su madre. Está dolido y confundido. Vete ahora mismo.

—¿No sería un poco patético aparecer ahora de repente?

—¿Más patético que estar ahí sola? Llévale sus aperitivos preferidos. Y después vuelve a casa si quieres, pero por lo menos sabrá que lo quieres.

Era un buen consejo. Nina respiró hondo y sintió que se relajaba un poco al pensar que podía hacer algo.

—Hilary, ¿qué haría yo sin ti?

—¿Arrugarte y morir? Venga, cuelga el teléfono y vete a ver a tu hijo.

Nina se planteó la posibilidad de llamar antes a los Templeton, pero comprendió que sería como pedirles permiso para ir a ver a su propio hijo. Entró en la cocina, cogió un paquete de las galletas preferidas de Tom y de su bebida favorita. Después, buscó un pijama limpio. Cinco minutos más tarde, estaba llamando a la puerta de Templeton Hall.

Audrey abrió la puerta sin decir ni pío. Todavía llevaba las gafas de sol.

Nina sonrió y levantó la bolsa.

—Acabo de caer en la cuenta de que tenía que traerle esto a Tom.

Audrey se volvió. A Nina no le quedó más remedio que seguirla en silencio por el pasillo.

Le alivió comprobar que cuando Templeton Hall no estaba abierto al público, la casa estaba tan desordenada como cualquier otra. Vio varias zapatillas de fútbol junto a la escalinata, unos cuantos periódicos en la mesa del comedor y en uno de los armarios, lo que era la colada de la semana, a medio colocar. La imagen la tranquilizó.

Gracie fue la primera que la vio al entrar en la cocina.

—¡Nina! ¡Ahora la fiesta será perfecta!

Nina miró a su alrededor. Había globos flotando en las esquinas y guirnaldas colgadas del techo. La enorme mesa estaba llena de vasos, refrescos y sándwiches. Era una fiesta en toda regla. Los Templeton habían organizado la fiesta que ella debería haber celebrado.

Tom no la saludó. Estaba sentado a la cabecera de la mesa, vestido todavía con la equipación y con el pelo de punta. Spencer estaba a su lado. ¿Le habría contado Tom lo de su padre?, se preguntó. ¿Se lo habría contado a todos los Templeton?

—Te he traído esto, Tom —dijo mientras sacaba las galletas y las bebidas. Al ver que ni siquiera la miraba, hizo un gran esfuerzo para hablar con su voz más alegre, sintiéndose de repente incapaz de soportar el daño que le había provocado—. Tus preferidas.

—Nina, esto es un error —comentó Henry Templeton en ese momento mientras se acercaba a ella y la saludaba con un beso fugaz en la mejilla. El perfecto anfitrión—. No deberíamos estar celebrando el triunfo de Tom. Deberíamos cargárnoslo ahora que tenemos la oportunidad, mientras es pequeño. Dentro de unos años, cuando juegue en la selección australiana y acabe con los mejores bateadores ingleses, sabremos que ha sido por nuestra culpa. ¿Verdad, Tom?

—Algún día, quizá —respondió él con timidez.

—Por supuesto que pasará, Tom —le aseguró ella, aborreciendo el alegre tono de su voz. Lo que quería era que su hijo se levantara y dijera: «Me alegro de que hayas venido, mamá.» Pero no lo hizo.

Eleanor pareció percatarse de que pasaba algo raro.

—Nina, siéntate, por favor. Estaba a punto de llamarte para ver si querías comer con nosotros. Me has ahorrado una llamada.

Nina se sentó junto a Audrey, frente a Gracie, que estaba canturreando en voz baja mientras colocaba las galletas que ella había llevado en una bandeja que parecía muy cara. Spencer estaba hablando del partido con Tom, mirándolo con algo rayado en la admiración. No había señales de Hope, cosa que la alegró.

Durante unos minutos se produjo una agradable charla mientras todos se servían la comida. Gracie seguía mirándola con cariño, y a Nina la conmovió.

—Audrey sabe que tú sabes lo que le ha pasado —le susurró, si bien no demasiado bajo, mientras se sentaba a su lado—. Así que no te preocupes si sale el tema. Ah, y no les hagas caso a las gafas de sol. Ha llorado tanto que tiene los ojos hinchados.

Nina captó la indirecta.

—Lo siento, Audrey —dijo, volviéndose hacia la chica—. He oído que el pánico escénico es espantoso. Muchísimos…

Audrey se limitó a cruzarse de brazos mientras le volvía la cara de forma deliberada.

Gracie sonrió.

—Audrey, no pasa nada. Podemos hablar de esto delante de Nina. Es casi de la familia.

Tom y Spencer se levantaron en ese momento.

—Mamá, ¿nos perdonas? —le preguntó Spencer a su madre.

—¿Adónde vais? —preguntó Eleanor.

—Tom, ¿has comido bien? —preguntó Nina.

Ambas habían hablado al unísono. Se miraron y sonrieron.

—Lo siento —dijo Nina—. Es la costumbre. Pero estamos en tu casa y tú pones las reglas.

Eleanor les dijo a los chicos:

—Sí, podéis iros. ¿Adónde vais?

Ambos se encogieron de hombros a la vez. Y todos se echaron a reír.

—Gemelos. Separados al nacer —comentó Henry con una sonrisa.

Nina se obligó a no seguir a Tom con la mirada mientras se marchaba. Se obligó a no seguirlo para pedirle perdón otra vez. En cambio, se concentró en parecer tranquila y relajada, como si fuera algo habitual asistir a una fiesta con los Templeton.

—Nina, debes de sentirte muy orgullosa —dijo Eleanor—. Tom tiene muchísimo talento. Mis primos ingleses eran grandes lanzadores. Cuando era joven, los vi jugar en muchas ocasiones, pasando muchos nervios, pero ninguno tenía la energía que tiene Tom. ¿Su padre también era jugador? Esas cosas suelen heredarse, ¿verdad?

Nina miró a Gracie y después volvió a mirar a Eleanor. ¿Lo sabría? ¿Se lo habría dicho Gracie? En ese momento, Gracie pareció leerle el pensamiento.

—Nina, no les he hablado de tu marido —dijo—. Quería hacerlo, pero cuando se lo mencioné a Tom la semana pasada se puso tan raro que pensé que era mejor no decírselo a nadie más. —De repente, se puso colorada y se tapó la boca con una mano—. Nina, lo siento. Se lo dije a Tom. Lo siento muchísimo. Se me olvidó que era un secreto.

Eleanor se alarmó.

—Gracie, ¿de qué estás hablando?

—No pasa nada, Eleanor —la tranquilizó Nina—. Gracie, no te preocupes. —Las palabras que estaba a punto de decir le parecían casi impronunciables, pero era importante que las dijera. Intentó ganar un poco de tiempo para pensar la mejor forma de decirlo—. Mi marido era un buen deportista, sí. Jugaba a fútbol en vez de a críquet y estaba muy en forma.

—¿En pasado? ¿Estás divorciada? —le preguntó Henry—. Perdóname por ser tan curioso.

Nina respiró hondo.

—No, no estoy divorciada. Soy viuda. El padre de Tom, mi marido, murió en un accidente de tráfico.

—Unas horas antes de que Tom naciera —añadió Gracie en voz baja—. Tom no lo conoció.

—¡Gracie! —exclamó Eleanor—. Nina, lo siento muchísimo. No lo sabía. No te habría preguntado si…

—No pasa nada. —Y era cierto. En realidad, era más fácil decir la verdad que inventarse un cuento, que intentar caminar por la delgada línea de la verdad y la mentira—. Nick murió de camino al hospital.

—¡Ay, Nina! —Eleanor tenía los ojos llenos de lágrimas.

Pero ella no pensaba llorar otra vez. No lo haría. No en ese sitio, no en ese momento, no delante de los Templeton. No cuando cabía la posibilidad de que Tom entrara y la pillara arruinándole también su vida alternativa. Se puso en pie de repente.

—Debería irme.

—Nina, no. —Henry la detuvo cogiéndola del brazo por encima de la mesa—. No puedes irte. Es demasiado triste que estés sola. En un día como este, es normal que te hubiera encantado que el padre de Tom estuviera presente para celebrarlo contigo. —Se puso en pie—. Creo que debemos hacer un brindis, por ti y por Tom. No solo eres una mujer valiente y fuerte, sino que también tienes un hijo del que sentirte orgullosa y nosotros estamos muy honrados de conoceros. Eleanor, por favor, llena las copas.

—¡Qué gran idea! —dijo una voz desde el vano de la puerta—. La mía que sea doble.

Todos se volvieron. Allí estaba Hope, haciendo eses. Mientras todos la miraban, se cayó de bruces al suelo.

—Me da igual que esté borracha —dijo Tom.

Poco después de la repentina llegada y de la caída de Hope, se produjo una apresurada conversación entre Eleanor y Nina que hizo que esta fuera a llamar a su hijo, que seguía jugando con Spencer. En ese momento, iban en el coche, de camino a casa, y Tom estaba muy disgustado.

—¿Por qué hemos tenido que marcharnos? Spencer la ve así a todas horas.

—Spencer es su sobrino. Es mejor que nos vayamos si Hope tiene una de sus crisis.

—No es una crisis. Está borracha. Hace unas cuantas trastadas y luego se duerme. No tenéis por qué ocultarlo. Te he visto beber.

—Me has visto beber unas cuantas copas de vino, no caerme al suelo borracha ni subirme al tejado como hace Hope.

—Spencer dice que ahí arriba se está genial. Vamos a intentar… —Tom interrumpió lo que iba a decirle—. Olvídalo. Gracias por arruinarlo todo otra vez.

Nina detuvo el coche en el arcén. Había planeado mantener esa conversación cuando estuvieran en casa, pero era evidente que no podía demorarla. Se volvió hacia él, repentinamente furiosa, decidida a hablar, decidida a pasar por alto el hecho de que su hijo estuviera mirando por la ventanilla, dándole la espalda.

—Tom, lo siento mucho. Estoy tan orgullosa de ti y te quiero tanto que tengo el corazón destrozado por el daño que has sufrido al descubrir la verdad sobre la muerte de tu padre como lo has hecho. De boca de Gracie y no de la mía. Pero quiero que comprendas por qué lo he ocultado.

—Me mentiste.

—Sí, cierto. Pero para protegerte.

—¿De qué, de la verdad?

—Sí, Tom. De la verdad. Porque odio la verdad. Siempre he odiado el hecho de que tu padre no llegara a conocerte, de que no conociera al hijo tan maravilloso que concebimos juntos, al niño tan fantástico que eres. Odio cada día que pasa sin que él esté con nosotros, sin verte crecer, sin disfrutar de cada minuto de tu vida como yo. No quería que pensaras que tu padre no había tenido la oportunidad de abrazarte ni una sola vez, de besarte ni de decirte lo mucho que te quería. Así que me inventé una historia distinta. Una historia que pensé que era mejor.

—Me dijiste que estaba allí cuando yo nací.

—Y lo estaba. Lo sigo creyendo. Si existe la posibilidad de que estuviera presente, ten por seguro que estuvo allí. En espíritu o como sea.

—Yo no creo en fantasmas.

—Tom, tu padre estuvo presente en espíritu o de cualquier forma. Te quería tantísimo como te quiero yo, te quiso siempre. Tom, por favor. Por favor, perdóname.

Lo vio encogerse de hombros.

Y el gesto fue más doloroso que cualquier cosa que pudiera haberle dicho. En ese momento, sintió deseos de gritarle, de decirle que no imitara los gestos de Spencer Templeton, que dejara de ir a Templeton Hall, que no le restregara por las narices que prefería la vida con los Templeton a la solitaria vida que llevaba con ella, sin su padre y sin hermanos. ¿Pensaba que ella no se daba cuenta de que merecía una vida diferente? ¿Una vida mejor que la que ella había podido darle?

Logró detener las palabras, pero no pudo contener las lágrimas. Para el evidente espanto de Tom, se puso a llorar. Intentó reprimir el llanto, pero fue imposible. Le dolía todo el cuerpo.

Tom la miró en ese momento.

—Mamá, no. Por favor, no.

En ese instante, se percató de que él también estaba mal, de que necesitaba consuelo, pero sus sentimientos eran incontenibles a esas alturas. La ira, los secretos y la culpa de haberle mentido la invadieron y salieron de ella en forma de sollozos. Intentó hablar, intentó explicárselo todo a Tom de nuevo, pero era como si se hubiera quedado sin palabras. Solo parecía tener lágrimas, nada más.

Tom alargó un brazo en busca de su mano.

—Mamá, lo siento. Siento mucho haber sido cruel hoy contigo. Por favor, deja de llorar.

Eso la detuvo. Tomó una entrecortada bocanada de aire, se limpió los ojos e intentó arreglar las cosas.

—Tom, no has sido cruel. No lo has sido. Me lo merecía. Debería habértelo contado hace años. Debería habérselo contado a todo el mundo. Debería haberte dejado que les contaras a los demás lo que tú quisieras. Yo tengo la culpa.

—No la tienes.

—Sí. Quería que tuvieras una vida perfecta, Tom. La mejor que pudiera darte.

Y se lo contó todo. Los planes que había hecho con Nick. Los cuatro hijos, sus planes de montar un negocio juntos. La idea, o más bien el sueño, de comprar una autocaravana cuando los niños fueran mayores y de tomarse un año sabático, fuera del trabajo y del colegio, recorriendo Australia juntos. Le habló del día que descubrió que estaba embarazada de él, de la alegría que les produjo la noticia. Le contó que habían decidido no saber si era niño o niña. Le contó cómo Nick la llevó al hospital a paso de tortuga, emocionado y feliz. Le contó lo mucho que lo habían querido antes siquiera de nacer. Lo mucho que lo quería en ese momento.

Después, ambos guardaron silencio durante un buen rato. Lo único que se escuchaba era la entrecortada respiración de Nina.

Fue Tom quien rompió el silencio al volverse en su asiento para mirarla. Para mirarla a los ojos por primera vez ese día.

—Mamá, hoy he derribado cinco blancos. Es el récord del colegio. ¡Los cinco!

Las lágrimas de Nina regresaron, pero eran distintas, ofrecían consuelo. Eran lágrimas de alegría.

—Desde luego que sí, Tom. —Lo abrazó y él se aferró a ella—. Mi maravilloso Tom, tan listo. ¡Cinco fantásticos blancos!