Iba a vomitar, Audrey lo sabía. Iba a vomitar y a ponerlo todo perdido, el disfraz, los zapatos y el suelo. No podía hacerlo. No podía salir a escena.
Desde el lugar que ocupaba, a un lado del escenario, escuchaba cómo los demás actores recitaban su texto a la perfección, justo en el momento indicado. La acción se desarrollaba deprisa, llegando al instante de su entrada. Quería salir corriendo. Lo habría hecho, pero de repente estaba paralizada. No le cabía la menor duda de que si salía a escena, de que si se ponía delante de la audiencia, sería incapaz de hablar. Toda la preparación había sido en vano. No había una sola palabra en su cabeza, solo un vacío enorme, en el que resonaba su miedo. Respiraba de forma superficial y jadeante, demasiado jadeante. Sintió un apretón en la mano, era el profesor de Arte Dramático, que estaba a su lado y le sonreía para darle ánimos, pero ya era demasiado tarde. No podía hacerlo. Pensó en su familia, que se encontraba entre el público. En sus amigos y en sus compañeras de clase. Nadie la aplaudiría, estaba segura. Se reirían de ella, criticarían su pobre actuación. No podía salir a escena. No podía.
Le dieron el pie. Una vez. Dos. Escuchó que la actriz pronunciaba la frase una tercera vez con expresión rara, delatando su preocupación, y supo lo que estaba pensando: «¿Qué pasa? Sal ahora mismo.»
Audrey no podía moverse. Su profesor le tocó el brazo.
—Audrey, ese era tu pie. Venga.
No podía. Algo le pasaba a su cuerpo. Se había convertido en piedra.
—¡Sal, Audrey!
Salió. Su empujón (nada sutil) la obligó. Antes de saber lo que había pasado, estaba en el escenario. Con los focos clavados en ella. Sentía el sudor en la frente, en las axilas y en la base de la espalda. Las otras actrices que había sobre el escenario la miraban a la espera de que ella hiciera algo. Retrocedió un paso. Escuchó cómo el apuntador mascullaba su frase desde un lateral. Le pareció un zumbido ininteligible.
Retrocedió otro paso y se tropezó con una parte del decorado. Sus ojos se acomodaron a la luz. En ese momento podía ver a los espectadores. Cientos de personas. Filas y filas de gente, mirándola fijamente. A la espera de que ella hiciera algo. A la espera de que hablara. Sin embargo, su cabeza estaba vacía y era incapaz de articular palabra. Estaba muda, inmóvil, abrumada por el pánico.
Alguien masculló entre bambalinas.
—Vamos, Audrey. Haz algo. Di algo.
¿Que hiciera el qué? ¿Que dijera el qué? No recordaba una sola palabra. Nada de nada. Escuchó las risas y las conversaciones procedentes del fondo de la sala. Se acercaban a ella como una ola que iba creciendo de tamaño hasta hacerse gigantesca. Se estaban riendo de ella. Todos. Escuchó voces más cerca, las otras actrices, que hablaban entre dientes. Podía ver el odio en sus caras. Siempre la habían odiado. Lo habían dejado bien claro en los últimos ensayos, mientras la criticaban, celosas. Lo sabía, sí, pero en ese momento también estaban furiosas con ella. Se escucharon más risotadas del público. ¿Cuánto tiempo llevaba allí de pie? ¿Un minuto? ¿Más? ¿Menos?
Abrió la boca. Nada. Ni un sonido. Lo intentó una vez más. Un gritito. Como el chillido de un ratón o el crujido de una puerta que necesitaba que la engrasaran. Un sonido ridículo y estúpido. En esa ocasión, fue imposible pasar por alto las risas. Otra de las actrices que estaban sobre el escenario también se había echado a reír. Audrey la escuchaba, burlándose de ella, riéndose de ella. No podía soportarlo. ¿No entendía nadie lo que eso significaba para ella? Lo era todo. Se volvió, con una expresión aterrada en los ojos, y vio que el profesor estaba preparando a la suplente, ayudándola a ponerse el disfraz…
No, no podían hacerle eso. Tenían que dejarla continuar. Encontraría la voz, lo haría. Lo estaba intentando. ¿No se daban cuenta? Abrió la boca. Otro gritito.
Sintió una mano en el brazo, otra de las actrices. Tenía una expresión furiosa y la cogía con fuerza, clavándole las uñas como si intentara sacarla a rastras del escenario, en ese preciso momento, delante de todo el mundo. No. ¡No! No se lo iba a permitir. ¿Cómo se atrevía a intentarlo siquiera? Retrocedió un paso, soltándose y tropezando con otra actriz a la que no había visto. Se volvió para disculparse, pero no le salió la voz, de modo que se dio la vuelta, se pisó el largo vestido y perdió el equilibrio. Por un segundo, consiguió mantenerse en pie, pero al final se fue al suelo. Mientras el vestido se le subía y le dejaba al aire las piernas desnudas, el golpe resonó como un disparo.
—¿Está borracha? —escuchó que preguntaba alguien en voz alta, demasiado alta.
Más oleadas procedentes de la audiencia, más susurros, más risillas, más carcajadas. Intentó ponerse en pie. No podía. No podía. Tenía el vestido enredado y sentía las piernas entumecidas. Quería hablar, quería decir su parlamento, quería insistir en que no estaba borracha, por supuesto que no lo estaba, pero parecía incapaz de moverse, de hablar, de pronunciar una sola palabra.
Se echó a llorar, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Consiguió arrastrarse hasta el lateral del escenario, donde se acurrucó y escondió la cabeza en las rodillas deseando y esperando morir, incluso sintiendo que lo hacía. Apenas escuchaba la conmoción a su alrededor, los murmullos, las breves discusiones, hasta que por fin comprendió que la obra seguía su curso. Por encima de las voces, y pese a las carcajadas procedentes de los espectadores, vio desde el lugar donde estaba acurrucada en el suelo que la suplente estaba en el escenario, con el vestido medio abrochado, leyendo de un manoseado guión con voz monótona, en vez de ser Audrey, con su vestido y sus parlamentos perfectos, la que representara una conmovedora y triunfal actuación…
El resto de la obra pasó en una especie de neblina. A los pocos minutos de que bajara el telón, la rodearon las actrices, los tramoyistas y cualquiera que tuviera que ver con la obra. La misma obra que ella acababa de estropear. Aún no podía hablar, no podía explicarse, no podía mover las piernas ni ponerse en pie. Solo atinó a seguir acurrucada mientras lloraba en silencio, con el estómago revuelto, el corazón destrozado y más sola de lo que se había sentido en la vida. No solo había arruinado su carrera como actriz. Había arruinado su vida entera.
Charlotte apareció en ese momento, apartando a todo el mundo, y la agarró del brazo.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Audrey solo consiguió menear la cabeza.
—¿Qué te pasa? Audrey, ¿qué ha pasado?
Una chica que estaba al lado habló en ese momento, furiosa:
—Supuestamente es pánico escénico.
Otra chica resopló.
—Ella, que decía que se sabía la obra de pe a pa. Y que lleva semanas diciéndonos cómo teníamos que interpretar nuestros papeles.
Charlotte levantó a Audrey del suelo con dificultad y comenzó a tirar de ella entre la multitud.
—Déjennos pasar, por favor. Déjennos pasar.
Audrey había perdido las fuerzas por completo. Había repasado cada instante en su cabeza, se había imaginado saludando al respetable tras una actuación brillante y aceptando el ramo de flores. No se había imaginado eso, no se había imaginado algo tan espantoso. Un río que no podía cruzar, un negro abismo, tan ancho, tan profundo y tan aterrador. No podía suceder de nuevo. Jamás volvería a pisar el colegio, jamás hablaría de la interpretación, jamás volvería a hablar. Nunca más.
En Templeton Hall, a Nina no le iba demasiado bien eso de «cuidar de la casa» con Hope. Ya había supuesto que no saldría bien esa tarde, a los pocos minutos de llegar a Templeton Hall con Tom.
—Lo siento mucho, Nina —dijo Eleanor—. Hope estaba bien esta mañana, y durante el almuerzo, pero no ha salido de su habitación desde las dos de la tarde.
—¿Quieres que vaya y le hable desde el otro lado de la puerta? ¿Que le diga que estoy aquí? Porque sabe que estoy aquí, ¿verdad?
—Sí, claro que lo sabe. —Eleanor titubeó—. Le recordamos hoy que ibas a venir. Fue entonces cuando se encerró en su habitación.
—No te preocupes —replicó Nina con toda la despreocupación de la que fue capaz—. Si quiere bajar para estar con nosotros, estupendo. Y si no quiere, pues también.
—Saldremos de Melbourne mañana, justo después de desayunar —continuó Eleanor—. Estaremos aquí antes del almuerzo. Antes de las once con suerte.
—Tomaos vuestro tiempo. No tengáis prisa. Estaremos bien.
¿Bien? Ojalá, pensó Nina en ese momento, mientras subía las escaleras y llamaba a Hope una vez más. Desde que Tom le había dicho que la puerta del dormitorio de Hope estaba abierta, pero que la habitación estaba vacía, habían estado deambulando por la casa, llamándola a gritos. No obtuvieron respuesta.
—Seguro que ha salido —dijo Tom—. Ya hemos mirado en todas las habitaciones.
—No he oído abrirse la puerta principal, ¿y tú? —Nina miró la hora. Las nueve. Iba a ser una noche muy larga—. ¿Hope? —la llamó de nuevo—. Hope, por favor, sal de donde estés.
Apareció durante su segunda batida por la casa. Nina y Tom acababan de bajar las escaleras cuando la puerta principal se abrió y Hope entró. Llevaba un camisón y un chal. Y los pies descalzos.
—Hope, gracias a Dios —dijo Nina, incapaz de ocultar su alivio—. Hemos estado preocupadísimos.
Hope apenas la miró. Tampoco dio señales de reconocerla.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—Porque Eleanor me pidió que… —Se detuvo al tiempo que Hope la miraba con una sonrisa muy desabrida.
—¿Qué te pidió? —preguntó Hope—. ¿Que me cuidaras? Qué gracia. Porque Eleanor me dijo que tu hijo y tú ibais a cuidar Templeton Hall. Y siendo así, me pareció sensato dejaros solos mientras yo daba un tranquilo paseo.
Sonrió al ver que Nina desviaba la mirada hacia el teléfono.
—Vamos, llama a Eleanor. En mitad de la noche más especial de Audrey. ¿Crees que no sé dónde están? Que sepas que soy su madrina. Han sido muy amables al invitarme, ¿verdad?
—No creían que estuvieras… —Se detuvo en busca de las palabras adecuadas—. Que estuvieras lo bastante bien.
Hope resopló.
—No tienes ni remota idea de lo que creen, y si la tienes, no deberías hacerlo. Eres vecina nuestra solo por una casualidad geográfica. Eso no te da derecho a conocerme, a cuidarme como si fuera una niña. —Y añadió con deje desdeñoso—: Ni a estar enterada de los asuntos familiares.
A Nina le costó hablar con voz serena.
—No quiero enterarme de vuestros asuntos familiares. Eleanor se ha limitado a pedirme un favor y he querido hacérselo.
—Ya me imagino cómo te lo ha pedido. —Hope adoptó una expresión dulce—. «Hacemos todo lo que podemos por la pobre Hope, pero me temo que ella siempre quiere más.» No son más que mentiras. He renunciado a mi vida por ella, por todos ellos, para venir aquí, para diseñar toda la propiedad. ¿Y me dan las gracias? ¿Me permiten guiar a algún grupo? ¡No!
Nina se volvió hacia Tom y le hizo un gesto para que entrara en la sala de estar. No quería que su hijo oyera esa conversación. A Tom no le gustó tener que obedecerla, pero lo hizo. Después de que Tom cerrara la puerta, Nina se volvió hacia Hope.
—Hope, estoy segura de que Henry y Eleanor estarán encantados de que te encargues de las visitas guiadas de algunos grupos…
—No estás segura. No tienes ni idea. No nos conoces. Deja de comportarte como si lo hicieras. Eleanor te está utilizando, como me utilizó a mí. Han empezado con tu hijo, utilizándolo para evitar que Spencer acabe con antecedentes penales, pero no funcionará, y tu hijo acabará malcriado. No sabes de la misa la mitad, ¿verdad? Spencer es un niño malísimo. Sí, dicen que es muy nervioso… ¡Ja! No lo es. Es malo. Perverso. Y también dañará a tu hijo. Lo digo en serio.
Nina se negó a picar en el anzuelo.
Hope siguió hablando.
—Lamentarás haberte mezclado con esta familia, que lo sepas. Te exprimirán y te dejarán seca como me exprimieron y me dejaron seca a mí. Así que luego no digas que no te lo advertí. A ti y a tu hijo. Vete mientras puedas. Ojalá yo lo hubiera hecho.
Nina solo atinó a quedarse boquiabierta mientras Hope pasaba a su lado y subía las escaleras.
Tom se acostó poco después. Nina intentó calmar sus nervios mientras recorría la casa apagando las luces y haciendo oídos sordos a los crujidos que sonaban por Templeton Hall mientras la casa se preparaba para terminar el día. El incidente con Hope resonaba a su alrededor. Sus palabras habían tocado un punto sensible.
De repente, ya no quería estar en Templeton Hall. Quería estar en casa, solos Tom y ella, en su casita, tan lejos de la familia Templeton como fuera posible. Hope tenía razón. Había sido un error permitir que Tom jugara con Spencer, había sido un error dejar que Gracie la visitara con tanta frecuencia, había sido un error dejarse arrastrar a su órbita. Debería haber confiado en su instinto y haber mantenido las distancias.
Cuando por fin cerró todas las puertas y se metió en la cama de uno de los dormitorios de invitados (el doble de grande que su propia habitación, y decorado con tantas antigüedades que le daba miedo tocar algo), había tomado una decisión. Era hora de alejarse de todos ellos. Era lo mejor, para Tom y para ella.
Un ruido la despertó a las tres de la madrugada. Se le subió el corazón a la garganta mientras intentaba comprender qué era. Una puerta que se abría. Pasos. Susurros. Se despertó de golpe, salió de la cama, se acercó a la puerta de puntillas y miró por el pasillo. La puerta de Hope estaba cerrada. Fue a ver a Tom, que dormía en el dormitorio de Spencer (que por raro que pareciera también estaba decorado con antigüedades). Su hijo dormía. Escuchó más susurros en la planta baja y los crujidos del suelo de madera. Después, escuchó una voz más grave. La de Henry Templeton.
Se acercó a la escalera y miró hacia abajo justo cuando se encendían las luces. En el vestíbulo estaban Eleanor, Gracie, Spencer, Henry y una chica que debía de ser Audrey. Nina no sabía que volvería con ellos. Bajó la escalera a toda prisa mientras se cerraba bien la bata.
—¿Ya habéis vuelto?
—Un inesperado cambio de planes —contestó Eleanor, que le echó una miradita a Audrey—. ¿Algún problema por aquí?
Nina se percató de la expresión desdichada de Audrey. Gracie parecía haber estado llorando. Henry y Eleanor estaban tensos, mientras que Spencer parecía cansado y malhumorado. Tenía que haber pasado algo malo, tal vez con Charlotte. Algo que Eleanor todavía no podía decirle. Estupendo, pensó Nina. Si iba a guardar las distancias con esa familia, empezaría a partir de ese momento.
Consiguió esbozar una sonrisa.
—Todo ha ido sobre ruedas —mintió.
Menos de doce horas después, Nina estaba de vuelta en su propia sala de estar, intentando trabajar sin conseguirlo, cansada y nerviosa por la falta de sueño. Tom y ella se habían marchado de Templeton Hall antes de que los demás se despertasen, tras dejar una nota en la mesa de la cocina. A Tom no le hizo gracia, ni siquiera cuando le explicó que había pasado algo en Melbourne y que la familia necesitaba estar sola.
—Pero Spencer y yo teníamos planes para hoy. No tengo entrenamiento de críquet hasta después del almuerzo.
Nina se había mantenido en sus trece. Tom ventiló su enfado pasándose una hora lanzando la pelota de críquet contra el depósito de agua. Algo bueno para su juego, pero pésimo para los nervios de Nina. Al principio, sería así, se dijo. Pero ya se olvidaría de Spencer y de los Templeton. Fue un enorme alivio que su amiga Jenny pasara a recogerlo para ir al entrenamiento, dejándola por fin trabajar en paz.
Fue un alivio muy breve. Apenas había empezado a trabajar cuando escuchó que gritaban su nombre. Un segundo después, la puerta principal se abría y Gracie entraba sin llamar, empezando a contarle de inmediato y con pelos y señales lo que sucedió en Melbourne.
—… así que es una tragedia, Nina —dijo Gracie cuando terminó—. El gran sueño de Audrey de convertirse en actriz se ha hecho añicos y está inconsolable. Mi madre ha intentado animarla llevándole el desayuno a la cama, revistas… Mi padre incluso le ha puesto una tele en el dormitorio para que se distraiga, pero no ha funcionado. Se niega a hablar y a comer, y no para de llorar. Claro que entiendo a la pobrecilla. Como le he dicho, ¿qué va a hacer con su vida ahora que su sueño se ha hecho añicos?
Nina mantuvo una expresión seria.
—Gracie, su sueño no se ha hecho añicos. Solo es un caso extremo de pánico escénico. Tendrá otra oportunidad de interpretar otro papel en el colegio.
—No. Le ha escrito una nota a mi madre en la que le dice que no puede volver jamás. Que todos la odian. Es un internado muy competitivo, ¿sabes? Cruel. Charlotte me lo ha contado todo hoy.
—¿Charlotte también está en casa? —preguntó Nina. No recordaba haberla visto con los demás.
—No, no. Hemos hablado por teléfono esta mañana. Insiste en que no volverá mientras Hope esté aquí. —Gracie bajó la voz—. ¿Puedo contarte un secreto?
La promesa de Nina de no volver a involucrarse en la vida de los Templeton no iba demasiado bien. Asintió con la cabeza.
—Creo que Charlotte está tramando algo —dijo Gracie—. Algo emocionante. Le pregunté qué iba a hacer cuando acabara el colegio este año, cuando cumpla los dieciocho, y me susurró que está todo organizado, que es un plan muy emocionante y que me lo contará en cuanto pueda. Creo que puede estar relacionado con marcharse a alguna parte. Me dijo con una voz muy misteriosa: «Tengo mi pasaporte y voy a viajar, Gracie.» ¿Qué crees que quiere decir? Porque no tiene dinero, ninguno de nosotros lo tiene, así que ¿adónde va a ir?
—No lo sé, Gracie.
La niña la miró con expresión triste.
—Creo que necesitamos una taza de té, ¿no te parece? ¿Puedo prepararte una, Nina? Tú también debes de estar cansada después de lo de anoche.
La decisión de Nina se quebró. Gracie tenía razón. Estaba cansada y le encantaría una taza de té. Parecía que iba a tener que aparcar su alejamiento de los Templeton un día más.
Estaban apurando el té cuando escucharon que se acercaba un coche. Segundos después, la puerta trasera se abría y Tom entró corriendo, vestido con la equipación de críquet. Nina miró el reloj. Había vuelto pronto. Antes de que pudiera preguntarle el motivo, Tom le rodeó la cintura con los brazos e intentó (y casi consiguió) levantarla en volandas.
—¡Me han aceptado, mamá! ¡Me han aceptado en el equipo!
—¿En serio? —Por un instante, no supo de qué le estaba hablando, hasta que recordó que ese día su amigo Ben y él iban a hacer unas pruebas de selección. Con todo lo que había pasado en Templeton Hall, se le había olvidado.
—¡Y también han cogido a Ben! ¡Nos han aceptado a los dos! —Lanzó los guantes de críquet al aire y los atrapó de un salto.
—¡Tom, eso es genial! ¡Felicidades! —Nina abrazó a su hijo como era debido. Y Tom la dejó, ya que la tensión entre ellos había desaparecido.
En ese momento, Tom se volvió y vio a su visita, por lo que se zafó del abrazo al punto.
—Hola, Gracie, no te había visto.
—¡Felicidades, Tom! —Gracie lo miró con una sonrisa deslumbrante—. ¿Habéis formado un equipo para algo?
Tom asintió con la cabeza, tímido y orgulloso a la vez.
—Para una competición nacional. Me han seleccionado para el equipo regional de cadetes. Si ganamos al equipo de la ciudad el mes que viene, podremos jugar contra los demás estados, puede que incluso internacionalmente.
—¡Tom, eso es genial! —Gracie también lo abrazó—. ¿De qué deporte?
—¡Gracie! —exclamó Tom, sin rastro de timidez—. De críquet, claro. Soy un lanzador muy rápido.
—¡Ah, me encanta el críquet! Nos encanta a todos, sobre todo a mi padre. ¿Cuándo es tu gran partido? ¿Podemos ir a verte? ¿Vendrás a Templeton Hall ahora mismo para contárselo a los demás? Nos hace falta una noticia alegre.
Nina intervino.
—No puede, Gracie. Lo siento.
—Claro —dijo Tom al mismo tiempo.
Nina lo intentó de nuevo.
—No me parece bien, Tom. Ahora no. Y tal vez tú deberías volver a casa, Gracie. Tu madre debe de estar preguntándose dónde andas.
A Gracie se le desencajó la cara.
—Sabe que estoy aquí. ¿No te gusta que venga a visitarte? No volveré si no quieres que lo haga.
—Gracie, no he querido decir eso.
—¿Y qué has querido decir? —preguntó Tom.
Nina no sabía cómo responder.
—Lo que quiero decir es que el hecho de ser vecinos no nos obliga a pasar todo el tiempo juntos. Todos necesitamos nuestro propio espacio de vez en cuando. —Estaba parafraseando a Hope, comprendió. Pero tenía toda la razón del mundo. Solo era una coincidencia geográfica el que fueran vecinos.
—Quieres que te dejemos tranquila un tiempo, ¿eso es lo que quieres decir? —preguntó Gracie—. ¿Unos días? ¿Más tiempo? ¿Preferirías que mis visitas fueran más formales? ¿Que llame por teléfono para avisarte?
—Gracie, no, no me has entendido. —Los dos niños miraban a Nina con enorme interés. ¿Dónde estaba la sensación de superioridad y sabiduría que debía sentir un adulto en situaciones así?—. Todos estamos muy ocupados, así que tal vez sea mejor que no…
La expresión de Gracie se iluminó de repente.
—Es por Hope, ¿verdad? ¿Sientes lo mismo que Charlotte? ¿No quieres tener nada que ver con nosotros mientras ella esté allí?
¿Por qué no aceptar ese salvavidas?, pensó Nina.
—Sí, en parte. Creo que nosotros… que Tom y yo, pudimos haberla alterado anoche, y no es justo para vosotros.
—No es culpa vuestra, lo prometo. Todo el mundo la altera. Y ella altera a todo el mundo. Así es ella. —Miró a Nina con una sonrisa—. Y detestaría tener que pedir cita para verte. Me encanta venir a tu casa cuando me apetece. Todo es más divertido cuando es espon… —Frunció el ceño.
—¿Espontáneo? —sugirió Tom.
—¡Exacto! —exclamó Gracie.
—Tienes razón —dijo Tom—. Yo voy a salir para practicar espontáneamente mis lanzamientos.
Gracie se volvió hacia él con expresión ansiosa.
—¿Puedo ayudarte?
—¿Eres buena bateando?
—A lo mejor. No lo sé. Podría intentarlo.
—Vale, pero si te doy con la pelota, no puedes llorar.
Una hora más tarde, seguían jugando fuera. Nina había retomado la pintura y miraba de vez en cuando por la ventana para ver a Gracie de pie delante del depósito de agua, con actitud valiente y bate en mano, mientras Tom le lanzaba una bola tras otra. Mientras Nina miraba, una bola muy rápida pasó junto al bate y golpeó a Gracie en la pierna. Contuvo el aliento a la espera de que la niña gritase. No lo hizo, aunque Gracie tenía la cara muy roja y apretaba el bate con fuerza, a todas luces dolorida.
Tom corrió hacia ella.
—¿Estás bien, Gracie?
—Sí —contestó la niña como si nada—. Ni me he enterado. Estoy lista para la próxima cuando tú digas.
Nina vio que Tom sonreía, admirado, antes de recoger la pelota.
—Eres casi tan buena como Spencer —oyó que decía su hijo por encima del hombro mientras regresaba a su puesto.
La sonrisa de Gracie casi iluminó el patio.