9

Tres días más tarde en Templeton Hall, Henry acababa de colgar el teléfono después de hablar con Eleanor, que seguía en Londres, y estaba buscando a su hija menor. La encontró en la salita matinal, acurrucada en el alféizar acolchado, haciendo como que leía, aunque era evidente que lo estaba esperando. Tenía una expresión ansiosa cuando levantó la vista.

Sonrió al verla.

—Señorita Gracie, me complace decirle que la respuesta es sí. Tu madre está de acuerdo en que no es justo que tú tengas que trabajar mientras que tu hermano se lo está pasando en grande con su nuevo amigo, así que estás de vacaciones hasta que ella vuelva el fin de semana.

—¡Hurra! —exclamó Gracie. Se puso en pie, soltó el libro y siguió a su padre a la planta baja—. Está funcionando, ¿verdad? Spencer está mucho mejor desde que Tom puede venir a jugar.

—¿Mejor? Más bien es que no lo vemos. Pero yo sigo esperando escuchar una explosión.

—No te preocupes. Solo están usando bicarbonato sódico.

Henry se detuvo de golpe.

—¿Qué quieres decir con eso de que «solo están usando»? ¿Para qué lo están usando?

—Para su volcán. Lo están construyendo en el apartamento que hay sobre el establo. Spencer me dijo que lanzaría lava a diez metros de altura. Pero va a tener que añadirle el doble de combustible al bicarbonato sódico para ver si alcanza los veinte metros. ¿Papá? ¿Adónde vas, papá?

A la mañana siguiente, Gracie le contó toda la historia a Nina.

—No era tan grave como papá se esperaba. No le conté bien lo del combustible. Solo era bicarbonato sódico y queroseno.

—Podría haber explotado de todas maneras —dijo Nina—. Es una suerte que se lo contaras cuando lo hiciste.

—Spencer se enfadó muchísimo conmigo. Creo que Tom también. Spencer dijo que era una chivata. Por eso he venido. Porque no tengo a nadie con quien hablar en casa. No te importa que haya venido, ¿verdad?

—No, Gracie. Me alegro de verte.

Se alegraba, aunque también estaba sorprendida. Nina había pensado pasar el día preparando lienzos. Le había llegado un pedido por fax de doce paisajes. Así, sin especificar nada más. La empresa había recibido el pedido de un restaurante de estilo colonial. Eucaliptos y charcas con colinas y cielos azules a lo lejos, ese tipo de cosas. Menos mal que no tenía un enorme ego artístico, pensó Nina. Pintar por encargo, siguiendo unas instrucciones. Eso era lo que los había mantenido a Tom y a ella durante casi tres años, pensó. No iba a quejarse.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Gracie—. Tendrás que decirme qué estás haciendo, pero me encantaría echarte una mano.

Nina contuvo una sonrisa. Gracie hablaba como si hubiera aprendido el idioma viendo demasiados culebrones históricos de la BBC, con una curiosa mezcla de rígida formalidad y vocabulario excelente. Nina le explicó lo que estaba haciendo, que era aplicar una primera capa a los lienzos para tener una superficie limpia sobre la que trabajar. Le dio a Gracie una camisa vieja y la puso a trabajar con la pintura y los pinceles. Estuvieron en silencio menos de un minuto antes de que Gracie hablara.

—Nina, ¿cómo supiste que querías ser pintora?

—No lo supe. Al principio, quería ser gimnasta. Solía ver a los gimnastas en las Olimpiadas y soñaba con ser una de ellos. Una vez intenté balancearme en la barra de las cortinas, me caí, me rompí el brazo y ahí se acabó todo. Mientras esperaba que me quitasen la escayola, mi hermana me llevó lápices y un cuaderno para colorear, y así empecé.

—Pero, ¿cómo supiste que se te daba bien?

—Al principio, no se me daba bien. Tuve que aprender a hacerlo. Y sigo sin ser buenísima. Estos cuadros no son obras de arte, Gracie. Pinto lo que la gente me pide que pinte.

—Creo que son preciosos. Creo que tienes mucho talento.

—Muchísimas gracias.

—Sin ánimo de molestarte, ¿dónde está tu marido, Nina?

La pregunta pilló a Nina por sorpresa. Todas las respuestas que solía dar se volvieron inadecuadas para una niña como Gracie: «La cosa no funcionó. Ya no estamos juntos.» Además, sabía que si le decía eso, Gracie haría otra pregunta: «¿Por qué no? ¿Dónde está ahora?» Titubeó un momento antes de contestar.

—Murió, Gracie. —La verdad le dejó un regusto raro en la boca.

Gracie soltó el pincel.

—¿Murió? ¿Está muerto? ¿Cómo?

—En un accidente de coche.

—¡Ay, Nina! —Para su asombro, a Gracie se le llenaron los ojos de lágrimas—. Qué pena. ¿Cuándo fue?

Otra vez experimentó esa sensación de estar a punto de saltar al vacío.

—Hace doce años.

Gracie frunció el ceño.

—Tom tiene doce años, ¿no? —Cuando Nina asintió con la cabeza, Gracie guardó silencio un momento y luego preguntó—: ¿Eso quiere decir que murió cuando Tom era un bebé?

«Dilo, Nina, dilo», se ordenó.

—Murió el mismo día que Tom nació, Gracie. Iba de camino al hospital.

—¡Ay, Nina! ¿Y no conoció a Tom?

—No, no lo conoció. —Joder, joder. Ella también iba a echarse a llorar.

—Qué pena. Seguro que habría querido mucho a Tom.

Nina parpadeó para contener las lágrimas.

—¿Eso crees?

—Estoy convencida.

Nina no terminaba de creerse que le hubiera contado a una niña de once años algo que llevaba años sin poder contarle a nadie. Había sido un error. No debió mencionar el tema.

—Gracie, tengo que pedirte un favor enorme. Muy poca gente sabe lo que acabo de contarte. Por favor, ¿puedo contar contigo para que no se lo digas a nadie más? Ni siquiera a tu familia. Mucho menos a Tom.

—Pero Tom sabe que su padre está muerto, ¿no?

—Sí. Lo sabe. Pero no sabe toda la historia.

—¿Estás esperando a que sea lo bastante mayor?

—Precisamente.

Gracie asintió con la cabeza, con gesto solemne.

—No diré ni una palabra. Sobre todo a Tom. Es un niño muy agradable. Lo has educado muy bien tú sola.

Eso aligeró el ambiente. Nina se descubrió conteniendo una sonrisa.

—Gracias, Gracie.

Trabajaron en silencio durante cinco minutos antes de que Gracie levantara la vista hacia el reloj situado en la repisa de la chimenea.

—Es hora de irme. Me toca preparar la cena hasta que mi madre vuelva y tengo que decidir el menú de esta noche. Mi padre me está dando dos dólares por comida.

—¿Estás cocinando para tres personas con dos dólares por comida?

—No, me está pagando dos dólares. Estoy siguiendo el orden alfabético usando el libro de recetas preferido de mi madre. Así es más sencillo decidirme. Voy por la ge, pero sólo he encontrado gelatina o guisos, y Spencer no quiere ni olerlos. A lo mejor paso a la siguiente letra esta noche. Gracias por dejar que te ayude, Nina. Nos vemos.

—Adiós, Gracie —se despidió Nina, aliviada y apenada a la vez por su marcha. ¿Eso era lo que se sentía al tener una hija? ¿Una mezcla de diversión constante y cansancio? Tal vez debería alegrarse de tener solo a Tom.

Una hora más tarde, Gracie estaba agazapada entre las sombras del pasillo, pegada a la puerta del despacho de su padre. Sabía que no debería estar escuchando. Pero era algo que ocurría en esa casa con frecuencia. Era tan grande, con tantos escondrijos detrás de las cortinas o en los huecos de la escalinata, que a veces podía sentarse para pensar tranquilamente y acababa escuchando una conversación o una discusión.

En ese caso en concreto, era una discusión por teléfono entre su padre y su madre, que seguía en Inglaterra. Era por dinero, se percató Gracie enseguida. Facturas que tenían que pagar. Trabajo que había que hacer. Y dinero que no tenían.

—Es la pescadilla que se muerde la cola, Eleanor —dijo Henry, alzando la voz. A Gracie no le gustó eso. Su padre solía hablar en voz baja—. ¿Quieres que te recuerde lo que cuesta anunciarse? Sí, sí. Si no conseguimos más visitantes, perderemos más dinero todavía, dejaremos sin pagar más facturas y tendremos que posponer más reparaciones. Soy consciente de todo lo que me estás diciendo.

Gracie se quedó muy quieta, casi sin respirar mientras escuchaba el silencio que reinaba en el despacho de su padre, que en ese momento escuchaba la versión de su madre. Fue un silencio muy largo. Era evidente que su madre tenía mucho que decir.

La voz de su padre sonó otra vez, con más fuerza que antes.

—No, no pienso aceptarlo. Estuviste de acuerdo en que era mejor hacerlo nosotros mismos, mantener las distancias, y ha funcionado muy… No. Por favor, no me interrumpas, Eleanor. Sí, funcionó al principio y volverá a funcionar. Por favor, déjame terminar. —Otra larga pausa—. Lo sé. Lo sé. Por supuesto que no puedo irme para hacer otra venta. ¿Quién cuidaría de Gracie y de Spencer? Pues dile que no puedes quedarte más tiempo. Tienes una familia que te necesita.

Gracie se percató de que estaba conteniendo la respiración. Sabía de lo que estaban hablando. Hope. Habían pasado casi dos semanas desde que su madre y Hope se marcharon, y aunque no echaba de menos a Hope (si bien se sentía un poquito culpable al admitirlo), echaba muchísimo de menos a su madre. Si volviera a casa, la vida sería casi perfecta, solos los seis, sin Hope en su habitación, sin el nudo en el estómago cada vez que bajaba a la sala de estar o a la cocina por miedo a que Hope estuviera allí, bebiendo, a la espera de cualquiera que bajase. En los días previos a la marcha de Hope y de su madre, Gracie había perfeccionado su sigilo cada vez que pasaba por delante de una puerta para que pareciera que iba a otro lugar, aunque no fuera verdad, por si acaso Hope la veía.

Gracie quería a su padre, pero siempre estaba ocupado esos días y pasaba mucho tiempo en su despacho, suspirando, mirando revistas de muebles y repasando carpetas llenas de papeles. También había empezado a llamar mucho por teléfono, a horas intempestivas, de día o de noche. Cuando se atrevió a preguntarle al respecto, su padre le contestó, de no muy buenas maneras en su opinión, que había niños que resultaban repelentes por cotillas y que ella estaba a punto de convertirse en uno de ellos.

—Pero, ¿llamas a mamá todas esas veces? ¿Puedo hablar con ella la próxima vez?

—Gracie, no siempre puedes conseguir las respuestas que quieres, ¿sabes? A decir verdad, he estado llamando a unos antiguos compañeros de trabajo.

—¿Del anticuario de Brighton?

—No, Gracie, no son de Brighton. Y es lo único que necesitas saber de momento, ¿vale?

Gracie se preguntó si debería plantarse en la puerta del despacho y pedirle hablar con su madre. Así tendría el placer de hablar con ella y de detener la discusión que estaba a punto de producirse. Se acercó un poco más a la puerta. Seguían discutiendo de dinero. Su padre parecía muy enfadado.

—No, no podemos reducir más costes a menos que quieras sacar a las niñas del internado. Exacto. Mira, ya se me ocurrirá algo. —Escuchó que se despedía de su madre de repente y que colgaba, tras lo cual suspiró.

Gracie esperó unos segundos antes de llamar a la puerta.

—¿Papá? —No obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo—. ¿Papá? ¿Va todo bien?

Henry levantó la vista del escritorio, se pasó los dedos por el pelo y le hizo un gesto para que entrara.

—Gracie, ¿estás merodeando por las sombras de nuevo? Te estás volviendo peor que Spencer.

—Spencer ha dejado de hacerlo porque ahora puede jugar con Tom.

—A lo mejor deberíamos buscarte una amiga a ti también.

—No quiero amigas. Estoy muy bien aquí sola. —Y lo estaba. Tenía sus libros, sus puzles y esperaba ansiosa la llegada de los sábados, cuando la casa se llenaba de visitantes. Pero no eran suficientes, según había oído—. Papá, ¿puedo hacer algo?

—¿Ahora? No, cariño, vete a leer o haz lo que sea que hagas a las… —Miró el reloj—. Lo que sea que hagas a las siete de la tarde.

—Me refiero al dinero.

—¿Me has escuchado? —Al ver que Gracie asentía con la cabeza, sonrió—. Gracie, no te preocupes. Todo va bien. Solo estamos atravesando lo que los empresarios han llamado una «mala racha» desde hace siglos. Nos llegan muchas facturas y no tenemos dinero para pagarlas ahora mismo, pero ya encontraremos la solución, tú no te preocupes.

—Puedo guiar a más grupos si necesitas que lo haga.

—Ya guías a más grupos que los demás. No, Gracie, solo necesitamos que los grupos sean más numerosos.

—¿No podríamos abrir la mansión al público también entre semana?

—Demasiado caro, cariño. Tendríamos que anunciarlos para empezar, y tendríamos que mantener las luces encendidas más tiempo y limpiar más a menudo. El dinero extra que recaudáramos no nos compensaría, al menos no a corto plazo.

—¿Y si hacemos visitas nocturnas los fines de semana?

Henry volvió a sonreír.

—Ya te pasas bastante tiempo disfrazada los fines de semana, Gracie. Me da miedo que vengan los de asuntos sociales. Por favor, no te preocupes. Todo va bien, de verdad que sí. Repite conmigo: todo va bien.

Gracie lo repitió. Pero no estaba segura de creérselo.

Esa misma noche, una Gracie un poco más alegre estaba poniendo la mesa para la cena. Spencer todavía no había aparecido. Estaba desaparecido en combate desde que Tom lo visitó después del colegio. Había escuchado muchos gritos y risas en el establo, pero cuando Gracie fue a investigar, o se habían marchado o se habían escondido para que no los viera. Su padre seguía en el despacho. Se había escabullido para pegar la oreja a la puerta, pero solo escuchó una conversación en voz baja y regresó a la cocina de puntillas, aliviada. Según sus cálculos, su madre ya estaría de camino al aeropuerto, de modo que sabía que no podía estar hablando con ella. Pero mientras no hubiera gritos, Gracie sabía que todo iba bien.

Sonrió cuando su padre entró en la cocina.

—La cena está casi lista. No se parece mucho a la foto —dijo, al tiempo que sostenía en alto el libro para que viera una foto a todo color con un pie en el que se leía «kedgeree»—. Pero creo que estará bueno si lo bañamos en mucha salsa.

—Seguro que está delicioso, Gracie. Y tu madre te manda muchos besos y me ha dicho que te diga que tus platos parecen estupendos y que ojalá que sigas cocinando cuando vuelva.

Gracie frunció el ceño cuando se volvió para sacar el plato del horno.

—¿Estabas hablando con mamá? ¿Cómo? Creía que ya estaría en el aeropuerto.

—En fin, sí. Casi estaba allí. Por desgracia, ha habido un contratiempo de última hora con su vuelo y se vuelve a principios de la semana que viene.

—¿La semana que viene? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

—Está bien. Pero tengo más noticias. Sobre tu tía Hope.

—¿No le gusta su nueva casa?

Henry hizo una pausa.

—Hope se alteró mucho por la idea de que tu madre la dejara sola. Se alteró muchísimo. Así que va a volver con ella.

—¡Papá, no!

Henry se apartó justo cuando el kedgeree caía al suelo.

Charlotte no se tomó las noticias mucho mejor cuando se lo dijeron, poco después.

—Ni de coña, papá. No puede. Olvídalo.

Henry se cambió el teléfono de oreja.

—Charlotte, sí que puede y va a hacerlo. Audrey ha comprendido la situación. ¿Por qué tú no puedes hacerlo? Además, no nos queda alternativa.

—Audrey ha comprendido la situación porque ella también es una diva, y sí que tenemos alternativa. Lo mismo que Hope. ¿No le quedan amigos en Londres que puedan acogerla?

—Sí le quedan amigos, y han hecho todo lo posible, pero por desgracia tuvo uno de sus episodios durante la segunda noche y…

—¿¡Episodios!? Dirás que se emborrachó como una cuba, les vació el botiquín o intentó seducir a su jardinero, ¿no? Llama a las cosas por su nombre, papá. Deja de andarte por las ramas con tanta tontería de «episodios» e «incidentes», ¿vale?

—Es la hermana de tu madre, Charlotte, tu tía, parte de la familia. Y como te he repetido hasta la saciedad, tenemos la obligación de ayudarla.

—Tú la tienes. Y mamá. Pero nosotros no. Es a nosotros a quienes nos afecta. Somos nosotros los que no podemos ver la tele algunas noches porque toca el piano de forma obsesiva. Somos nosotros los que no podemos invitar a nuestros amigos a dormir por si le da por asaltar la bodega y monta una escena. No podemos cuidar de ella solo porque sea nuestra tía. Las cosas no funcionan así.

—¿Y qué sugieres, Charlotte? ¿Que abramos las páginas amarillas y busquemos los psiquiátricos disponibles en Londres para encerrarla?

—Si alguno la acepta, sí, es justo lo que sugiero.

—Charlotte, es un ser humano frágil que necesita…

—¡No es frágil! ¿¡Qué va a ser frágil!? Es una borracha egoísta y egocéntrica, y os tiene totalmente engañados a mamá y a ti. Haríais cualquier cosa por ella mientras los demás sufrimos.

—¿Que sufrís? ¿Qué parte de tu educación privilegiada y tu cómoda existencia se puede calificar de sufrimiento, Charlotte? ¿Acaso he pasado por alto los años en los que estuviste encerrada en una mazmorra?

—No te enteras, ¿verdad? Nunca hemos estado nosotros solos, únicamente la familia, los seis. Ella siempre ha estado ahí, estropeándolo todo. Daba igual adónde fuéramos, ella siempre aparecía y nos estropeaba las cosas. Y no solo me molesta a mí…

—Eres a quien más le molesta.

—No sabes ni la mitad de las mentiras que cuenta, papá. De las cosas que dice de todos nosotros.

—La mayoría de las personas se da cuenta enseguida de lo perturbada que está.

—La verdad es que no, no se dan cuenta. La he escuchado, papá. También habla de ti, ¿sabes? ¿Sabes que va diciendo que tenéis una aventura? —Charlotte comenzaba a levantar la voz.

—No hace falta que grites, Charlotte, y sí, he escuchado esos rumores. Varias veces a lo largo de los años, a decir verdad.

—Estupendo. Genial. Pues ya puedes ir diciéndoles a Gracie y a Spencer que es mentira, porque en cualquier momento van a empezar a preguntarme por ellos.

—Es la hermana de tu madre, Charlotte. Tú harías lo mismo por una de tus hermanas o por Spencer.

—¿Tú crees? Si no lo llevara haciendo por Hope toda la vida, a lo mejor, pero, ¿ahora? Ni de coña. Papá, si ella vuelve a Templeton Hall, no pienso volver a casa.

—No digas tonterías. Tú estás a cargo este fin de semana.

—Lo digo en serio. Si Hope está ahí, no volveré ni este fin de semana, ni el siguiente ni ningún otro.

—¿Vas a vivir en el internado para siempre? ¿Vas a quedarte en la universidad?

—Ni me voy a quedar aquí ni voy a ir a la universidad.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a trabajar.

—¿Haciendo qué? No tienes un título ni experiencia.

—Ya se me ocurrirá algo. Encontraré lo que sea. Volveré a Inglaterra. Haré lo que tenga que hacer, papá, pero no volveré a Templeton Hall mientras esté ella.

—Cambiarás de idea en un par de días. Espera a que tu madre vuelva a casa y habla con ella.

—Mamá ya sabe lo que pienso del tema. Hablo en serio, papá, o Hope o yo.

Henry soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? ¿No hay sitio para las dos?

—No empieces con tus bromas, porque no te van a servir. Adiós, papá.

Henry se quedó mirando el auricular después de que Charlotte le colgara.

Spencer aceptó las noticias del regreso de Hope sin aspavientos mientras cenaban unos sándwiches de queso esa misma noche. Se limitó a encogerse de hombros cuando Henry se lo contó.

—¿No te importa, Spencer? ¿No te molesta tanto como a los demás? —Henry miró a Gracie, que estaba muy callada desde que le contó la amenaza de Charlotte.

Spencer volvió a encogerse de hombros.

—Me cae bien. Está un poco loca, pero me gusta cuando me da dinero.

—¿Te da dinero?

—Bueno, no me lo da sin más. Tengo que hacer cosas por ella.

Henry se quedó pasmado.

—¿Como qué?

—Nada difícil. Tengo que sacar botellas de su habitación. Y llevarle más.

—¿Qué botellas, Spencer?

—Las botellas de vino. Me paga un dólar por botella.

Henry siguió hablando como si el tema careciera de importancia.

—¿Y de dónde sacas las botellas?

—Del armario que hay en el hueco de la escalera. Siempre está lleno botellas. Tenemos un sistema. Yo le llevo una botella llena y ella me da una vacía y dos dólares.

—¿Y cómo abres el candado?

—Con tus llaves —contestó Spencer con tranquilidad.

—¿Y qué haces con las botellas vacías?

Spencer empezaba a hartarse de las preguntas.

—Las tiro a la charca. O las escondo debajo de los arbustos del camino de entrada. O en el depósito para recoger el agua de lluvia. Hay un montón de sitios.

Antes de que Henry pudiera decir nada, Gracie habló:

—Tengo una idea, papá. A lo mejor podrías pagarle a Nina para que cuidara a Hope en su casa. Así estaría cerca pero no viviría en casa y Charlotte podría venir.

La sugerencia distrajo a Henry.

—No creo que sea buena idea, Gracie. Pero ya se nos ocurrirá algo. No te preocupes.

—Se nos tiene que ocurrir, papá —insistió Gracie, al borde del llanto—. O perderemos a Charlotte para siempre.

Al día siguiente, Gracie le contó a Nina lo sucedido con todo lujo de detalles.

—Charlotte habla en serio, Nina, lo sé. Pero mi madre no echará a Hope de nuevo. Es una situación muy incómoda.

—Estoy segura de que sí —replicó Nina, que seguía asimilando todo lo que Gracie le había contado desde que se presentó sin avisar esa tarde. Ya ni se molestaba en llamar a la puerta, sino que anunciaba su llegada saludándola a gritos antes de entrar sin más—. Seguro que tus padres encuentran la solución.

—Ojalá que sí. —Gracie se puso en pie—. Será mejor que vuelva a casa. Gracias por la taza de té, Nina, y por dejar que me desahogue. Nos vemos mañana.

Nina tardó un buen rato en retomar el trabajo después de que Gracie se fuera.