7

Nina rara vez tenía una noche para ella. Una noche completa, una noche para pasar sola en la granja, con todo el tiempo para ella y con la posibilidad real de quedarse en la cama hasta bien tarde. En ese momento, mientras se alejaba de Castlemaine por la carretera, se dio cuenta de que era una sensación desconocida, casi inquietante. Cuando era más pequeño, Tom detestaba pasar una noche lejos de ella. Pero a esas alturas parecía aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase para quedarse en la ciudad con alguno de sus amigos.

Sabía que no era la única madre de un niño de doce años que descubría que su relación estaba cambiando. ¿Qué le había pasado a ese Tom que le contaba lo que había hecho, lo que estaba haciendo o lo que planeaba hacer con todo lujo de detalles? Lo echaba de menos. Aún no conocía al nuevo Tom. Se estaba volviendo misterioso. Independiente. Se estaba haciendo mayor.

—No se está volviendo en tu contra ni te odia de repente —le dijo Hilary. A sus dos hijastras les pasaba lo mismo, le aseguró—. Está empezando a volar. Averiguando hasta dónde puede llegar. Tenía que cambiar en algún momento. Recuerda que es casi un adolescente.

Casi un adolescente, sí. Y, sin embargo, todavía no le había contado la verdad acerca de su padre. Había tenido la intención de contárselo todo aquella noche en Castlemaine, unas semanas antes. Mientras iba a recogerlo, había ensayado lo que le diría e incluso había decidido a qué altura de la cena contárselo. No obstante, cuando llegó dicho momento, después del primer plato y antes de que les llevaran el postre, fue incapaz de hacerlo. Hilary se había enfadado con ella, como era de esperar.

—Cuanto más lo retrases, peor será. No montes un teatro para contárselo. Hazlo sin más.

Pero en ese momento estaba demasiado nerviosa, comprendió Nina. Demasiado preocupada por la posibilidad de que cambiara las cosas todavía más. De que aumentara la distancia que los separaba.

Esa misma noche, mientras lo dejaba en la casa de su mejor amigo con quien iba a pasar la noche, reparó en lo mucho que había cambiado. Casi no se despidió de ella. Le dio las gracias por haberlo llevado, entró en casa de Ben y se fue directo a su dormitorio.

Su amiga Jenny, que estaba junto al coche, se compadeció de ella.

—Cualquiera diría que los han abducido los extraterrestres, ¿verdad? Nuestros maravillosos niños han sido reemplazados por estas extrañas criaturas. Sigue ahí dentro, no te preocupes. Ben es mi cuarto hijo y he pasado exactamente por lo mismo con todos ellos.

Una vez sola en casa, Nina decidió intentar ser positiva. Disfrutar de esa noche que tenía para ella. Tomarse un par de copas de vino. Poner la música que le gustaba. Ver los programas de televisión que quería. Pintar hasta las tres de la madrugada si le apetecía, a sabiendas de que no tenía que levantarse a las siete para llevar a Tom al colegio o a los entrenamientos de críquet.

Sonó el teléfono y corrió para contestar. Seguro que era Tom, que la echaba de menos y que quería que fuera a buscarlo. No era Tom. Era otra de las madres del colegio para confirmar que le tocaba turno en el comedor la semana siguiente. Fue una conversación amigable y breve que no duró lo suficiente para Nina.

Dos copas de vino después, por fin comenzaba a relajarse. Había cenado una ensalada de atún. Había leído una revista de cotilleos de cabo a rabo. Estaba a punto de decidirse entre apagar la tele o ver una película cuando escuchó pasos en el exterior. En la gravilla y después en el porche.

Se quedó helada. No había escuchado coche alguno y la gente no solía ir a verla a pie, no estando tan lejos de la ciudad. Alguien llamó a la puerta. Un golpe seco y breve. Un ladrón no llamaría a la puerta, ¿verdad? Se puso en pie. Menuda tontería. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Si Tom hubiera estado allí, no le habría pasado nada.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Era una voz de mujer.

Nina se relajó al punto. Las mujeres no solían ser ladronas, violadoras o prisioneras fugadas. Abrió la puerta con una sonrisa amable en la cara y se quedó helada. En el porche se encontraba Hope. Hope, de Templeton Hall.

—Buenas noches —la saludó Hope con gran educación, como si fuera ella quien estuviera recibiendo a Nina. No parecía reconocerla—. Soy Hope Endersley. De Templeton Hall.

—Sí. Sí, lo sé.

—¿Y usted es?

Nina parpadeó.

—Nina Donovan.

—¿Puedo pasar? —preguntó Hope.

Nina titubeó un instante. Si esa mujer no sabía quién era, ¿por qué había ido a verla?

—Hace bastante frío aquí —comentó Hope.

—Lo siento. Por favor, pase.

Nina había oído muchas cosas sobre Hope desde la fiesta. Escenitas durante las visitas guiadas, rumores de que tenía un problema con el alcohol, con las drogas o con las dos cosas a la vez. Que solía pasearse por Templeton Hall vestida de punta en blanco. Esa noche parecía sobria y llevaba un vestido bastante sencillo. Aunque tal vez no tan sencillo, se dijo Nina al reparar en la calidad de la tela y en el corte de la prenda. De repente, fue muy consciente de sus vaqueros desgastados y de la camiseta. Hope también llevaba unos preciosos zapatos rojos de tacón. Estaban cubiertos de polvo. Saltaba a la vista que había ido andando. Nina iba descalza. Después de abrir la puerta del todo para que Hope entrara, se puso a toda prisa unas bailarinas de estilo oriental.

Hope se quedó en la entrada mientras echaba un vistazo, relajada y segura de sí misma.

Nina consiguió hablar:

—Por favor, pase a la sala de estar.

La televisión seguía encendida. En la mesita auxiliar estaban los restos de su cena en solitario. Un plato. Media botella de vino. Una copa medio vacía. Nina se sintió consumida por una extraña culpa, como si la hubieran pillado en plena travesura.

—¿Quiere una taza de té? ¿Una copa de vino? ¿Agua? —preguntó al tiempo que colocaba bien el cojín del único sillón que estaba en condiciones y le indicaba a Hope que se sentara. En el último segundo, cogió una zapatilla deportiva que estaba medio escondida en el asiento del sillón—. Lo siento —se disculpó, y sonrió por primera vez—. Es de mi hijo.

—¿Tiene un hijo? Sí, ya me acuerdo, alguien me dijo algo.

Nina se percató en ese momento de que Hope no recordaba en absoluto el altercado que habían mantenido durante la fiesta. Decidió que al menos debería ser educada.

—¿Qué le apetece? ¿Agua, zumo o té?

—¿Tiene whisky?

¿Tenía? Tal vez algo de brandy, el que había sobrado del pudín de ciruelas que hizo en Navidad. Se lo ofreció.

—Perfecto, gracias. Con un poco de agua.

Nina volvió a experimentar la misma sensación. Se preguntó por qué esa mujer conseguía que se sintiera de esa manera mientras estaba en la cocina, preparándole la bebida, y mientras se aseguraba a conciencia de que el vaso estaba limpio y dejaba el grifo abierto más tiempo de la cuenta para asegurarse de que el agua estaba lo más clara posible. ¿Sería por sus modales arrogantes? ¿Por esa seguridad en sí misma? ¿O solo se debía a su acento aristocrático?

—Su vaso —dijo al tiempo que se lo daba, tentada de añadir «señora» al final de la frase.

Hope bebió un sorbo, cerró los ojos como si estuviera muy complacida y le dio las gracias a Nina, otra vez con magnanimidad.

Nina se sentó en el otro sillón, cogió su copa de vino y esperó.

Hope comenzó a hablar poco después de beber un segundo sorbo.

—Estoy segura de que se está preguntando por qué he venido. Suelo ver sus luces encendidas cuando doy mis paseos nocturnos.

Nina fue incapaz de no mirar de nuevo los zapatos de Hope. De brillante seda roja. Desde luego que no eran zapatos para caminar.

—Y me parecía de pésima educación pasar sin decir nada otra vez.

—¿Pasea todas las noches por aquí?

—Casi todas las noches. Mi doctora londinense me recomendó hacer ejercicio de forma regular. Por supuesto, también estoy hasta arriba de pastillas y tranquilizantes, así que no sé por qué cree que un paseo me beneficiará más que todos esos medicamentos, pero es una forma de salir de la casa y supongo que de esa manera también me quito de en medio un rato y me los quito de encima. ¿Soy yo la que está encima de ellos o son ellos los que están encima de mí? ¿O más bien estoy en sus garras?

A Nina le costó trabajo contestar. De modo que se decantó por asentir con la cabeza.

—Quiero que sepa que para mí es muy difícil —continuó Hope—. A menudo me siento como uno de esos presos condenados que sacan en las fotografías del corredor de la muerte. Un ser humano sabe cuándo no es querido. Sabe cuándo la gente le desea cosas malas. Sé que querrían que estuviera en cualquier parte menos donde estoy. ¿Creerán que no siento lo mismo en ocasiones? ¿De verdad creen que quería pasar tanto tiempo de mi vida aquí? Te necesitamos, me dijeron. Vente con nosotros, me suplicó Eleanor. No es caridad. No hay nadie mejor preparado que tú para arreglar los jardines de Templeton Hall, Hope, me dijeron.

—¿Los jardines? ¿Es usted jardinera?

—Soy paisajista —la corrigió Hope, enunciando las palabras con suma claridad—. Aunque no sé cómo pretenden que cree un vergel en este lugar cuando este ridículo sol suyo amenaza con tostarnos a todos en cualquier época del año. Pero insistieron. Diseña un jardín que enorgullezca a nuestros antepasados, Hope, me repetía Henry una y otra vez. A la mierda con los antepasados, le dije. Diseñaré un jardín del que me enorgullezca yo, le solté. Verá, soy muy buena en lo mío. La gente siempre decía que Eleanor era la inteligente, con todas sus licenciaturas y su defensa de la enseñanza en casa y todo lo demás, pero soy yo quien hizo el trabajo duro. Porque no solo se trata de escoger las plantas que mejor huelan o los setos más bonitos. Claro que ninguno de los palurdos —dijo con palpable desprecio— que vienen a patear Templeton Hall y sus jardines se fija. ¿Sabe que todos los fines de semana pillo a la gente cortando rosas? Y llevándose las plantas enteras. O cortando esquejes. Son unos ladrones, todos ellos. ¿Por qué no desenterramos las plantas y se las damos cuando se vayan? Ya se lo dije a Henry una vez. Dale a todo el mundo una carretilla y también podrán llevarse unos cuantos árboles, le dije. ¿Tiene tabaco?

Nina parpadeó.

—Lo siento, no. No fumo.

—Qué pena. ¿Sabe que no pasa un fin de semana sin que roben algo de Templeton Hall? Si no arrancan de la tierra trozos de mis plantas, con todo lo que me costó y la imaginación que requirió el proyecto, se llevan las velas. Los jarrones. Un fin de semana fue un felpudo. Otra vez fueron mis gafas de sol. Solo las solté un segundo. Ni siquiera me había dado cuenta de que Templeton Hall estaba abierto al público.

Nina se devanó los sesos en busca de algo que decir.

—Podrían poner esas cintas rojas, como hacen los museos.

Hope le lanzó una mirada desdeñosa.

—¿Cree que no se lo he sugerido ya a Henry? ¿Cree que no le he sugerido que podría guardar algunas de las reliquias familiares antes de que desaparezcan todas? Pero es imposible hacer cambiar de opinión a Henry cuando ya ha tomado una decisión. Si hacemos eso, Hope, podemos olvidarnos de todo este asunto, me dijo. —Y continuó Hope con voz grave—: Es lo que nos hace tan atractivos. Por eso la gente viene a vernos, me aseguró.

—¿Para robar cosas?

Otra mirada desdeñosa.

—No. Porque Henry cree que los visitantes están convencidos de tener una experiencia auténtica. De que están viajando en el tiempo.

—Es una atracción muy popular —se atrevió a decir Nina.

—Es ridículo. Todo esto es ridículo. Cuando heredó la propiedad, le aconsejé venderla. Venderlo todo. Pero no, Henry no iba a vender. No vendería ni en el caso de que no existiera la cláusula que le impide vender la propiedad en veinte años. Era una aventura, dijo. Una oportunidad que solo se presentaba una vez en la vida. ¡Qué emocionante! Y, cómo no, Eleanor lo apoyó. Que sepa que también la advertí a ella. De la diferencia de edad. Cuando se conocieron, cuando me habló del hombre que había encontrado para que tasara las pertenencias de nuestros queridos abuelos fallecidos, de lo simpático y encantador que era, le pregunté por su edad. Fue vaga a conciencia. No me contó la verdad hasta después de comprometerse, y ya era demasiado tarde. A nuestros padres no les hizo ni pizca de gracia. Y si nuestros abuelos hubieran estado vivos, se habrían revuelto en sus tumbas.

Nina se mordió el labio para no sonreír. Seguro que Hope no lo había dicho en broma.

—Es muy romántico al principio, claro. El novio maduro. Lo sé por experiencia propia. Pero los problemas comienzan después. Porque él se acostumbra a estar al mando. Y eso es lo que pasó. Eleanor se sometió por completo a él. No solo era una novia jovencísima, casi una niña, con veinte años, sino que se quedó embarazada antes de que la tinta se secara en el acta matrimonial, o esa impresión me dio. Siempre me había dicho que no quería tener hijos. Y ahora mírela, tiene cuatro. Y no solo los está criando, sino que también los está educando. ¿Dónde ha dejado la independencia? Claro que eso es lo que Henry quería. Por mucho que Henry hable de los derechos de la mujer y repita que adora el espíritu de mi hermana, la tiene donde quería, bajo su yugo, controlada y ahora también encerrada al otro lado del mundo en un ridículo museo —concluyó, pronunciando con desprecio la última palabra.

Nina se encontraba en una situación complicada: estaba disfrutando de cada detalle a sabiendas de que no debería estar escuchando una información tan íntima. Intentó cambiar de tema.

—¿Ha recorrido usted Australia?

Hope no mordió el anzuelo.

—Que digo yo, ¿qué sabíamos de él además de que era un experto en antigüedades? A fin de cuentas, no deja de ser un negocio. Es un vendedor. Empecé a hacer preguntas. Siempre obtuve la misma respuesta: ¿Henry Templeton? Ah, lo adoramos. Es un encanto. Guapísimo. Educadísimo. Muy generoso. Demasiado bueno para ser verdad, en mi opinión. Y acerté. Le llevó tiempo, pero sabía que pasaría.

—¿Qué sabía que pasaría?

Hope se desperezó, recordándole a un gato. Un gato exótico, como un siamés. Hope bebió un buen trago de brandy antes de mirar a Nina fijamente.

—No hay forma de suavizar la verdad. Me tiró los tejos.

—¿Henry le tiró los tejos?

—No ponga esa cara de inocentona. Es una mujer adulta con un hijo. No se lo trajo la cigüeña, ¿verdad? Seguro que sabe lo que le pasa a la vida sexual de una pareja cuando nacen los niños. ¿Dónde está su marido? Da igual. No quiero saberlo. Se distanciaron, la abandonó por otra mujer y blablablá, lo típico. O la respuesta más tediosa todavía: decidieron seguir juntos por el bien de los hijos. Es evidente que usted no se decantó por ese camino tan aburrido. Bien por usted. En cuanto la confianza se acaba, es imposible recuperarla, se lo digo de verdad. —Soltó una carcajada ronca—. Yo debería saberlo. Y Eleanor también debería saberlo. ¿Cómo no iba a saberlo? Dígamelo usted.

—Lo siento. ¿Saber el qué?

—Que Henry y yo tenemos una aventura desde hace años.

Nina fue incapaz de ocultar la sorpresa.

—¡Por el amor de Dios! No ponga esa cara. A Eleanor nunca le interesó el sexo tanto como a mí. Los escuché discutir por eso. La primera vez que Henry y yo nos acostamos, estábamos borrachos. Esa fue nuestra excusa, pero estábamos tan embriagados por el deseo como por el vino. Demasiado deprisa esa primera vez. Mejor la segunda. Y después de eso, increíble. Es la culpa, por supuesto. El mejor afrodisiaco del mundo. Por eso tantas personas tienen aventuras. El sexo no es más que eso en el fondo. Es lo que sucede antes y después lo que da ese subidón. ¿Cómo he podido hacerle algo así a mi propia hermana? Eso es lo que está pensando, ¿a que sí?

Nina parpadeó. Sí, esa era una de las cosas en las que estaba pensado. Abrió la boca para decirle que lo que sucediera entre su hermana y ella era asunto suyo, pero Hope comenzó a hablar de nuevo:

—Solía encontrarme con él en Londres. En aquella época vivían en Brighton. ¿O era en Yorkshire? Siempre se estaban mudando, dos años en un sitio y tres en otro. Muy duro hacerlo solo, mucho más con niños. Aunque por eso se involucró tanto con la educación en casa. Me refiero a las dos mayores. Por aquel entonces todavía no habían nacido los dos más pequeños. —Hope soltó una carcajada desagradable—. Normal que haya tanta diferencia de edad. Henry solía decirle que solo un milagro conseguiría que Eleanor volviera a quedarse embarazada. Siempre estaba demasiado cansada. Demasiado ocupada. ¿Quién puede culparlo de que buscara en otra parte? Además, yo no era la única de su vida extramatrimonial. Su trabajo era una tapadera perfecta… —Fulminó a Nina con la mirada, una expresión que hizo que Nina se sintiera como si estuviera en la casa de Hope y no a la inversa—. ¿Cómo ha dicho que se llama?

Nina se lo dijo.

Hope asintió con la cabeza, como si confirmara sus sospechas.

—Se pasaba todo el día en grandes mansiones, engatusando a viudas y a jóvenes inocentes. Eran sus mejores clientes. Es que puede ser muy convincente, ¿sabe? Te habla de una manera que hace que te sientas la persona más interesante, más hermosa y más importante de su vida. Y también controla el tema. Eso resulta muy atractivo en un hombre.

—¿El tema?

—El negocio de las antigüedades. Henry tiene un ojo buenísimo para la belleza. Belleza con valor, por supuesto. Una vez lo acompañé a un viaje por Escocia. Claro que Eleanor no sabía que yo estaba allí. Henry y yo fingimos que era su secretaria. Eso le añadió emoción al asunto. Lo seguí por una casona vieja, arriba y abajo, y cuando por fin terminó, la vieja dueña le habría entregado la casa y todo su contenido en bandeja. Pero, ¿sabe lo que le compró? Dos objetos. Un enorme armario al que le regaló muchos cumplidos y un jarroncito al que apenas le prestó atención, como si se le hubiera ocurrido en el último momento. Por supuesto, lo realmente valioso era el jarrón. Valía cientos de miles de libras, mientras que el armario no valía nada. Creo que lo usó de leña. Nuestra primera aventura no duró mucho. Un año, tal vez menos. Yo le puse fin. No quería lo que me ofrecía, a decir verdad. Estaba hablando de divorciarse de Eleanor, de huir los dos juntos. Una ridiculez como una casa. Sabía que yo estaba perdiendo el interés. Además, estoy segura de que Eleanor había empezado a sospechar por aquel entonces. Empezó a acompañarlo en todas sus visitas. Desde luego, nunca le conté lo que pasó entre Henry y yo. Fue un error en lo que a mí respecta. Y pasaron los años, como he dicho, antes de que volviera a pasar, unas cuantas semanas después de llegar aquí. Me pregunto si fue el miedo a la muerte lo que hizo que Henry se me acercara de nuevo. Dicen que los hombres piensan en la muerte más que en el sexo al llegar a los cuarenta. —En ese momento soltó una carcajada, un sonido repentino y estridente—. Está claro que Henry piensa en las dos cosas. Eleanor estaba en Melbourne, intentando convencer a ese internado para que aceptara a Charlotte. El mejor lugar para ella. Es una niñata arrogante, lo ha sido desde que empezó a hablar. En cuanto a Audrey, sólo piensa en sí misma… pero le estaba hablando de Henry, ¿verdad?

Nina asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.

—Le aseguro que Henry me suplicó que viniera. Me suplicó. Te necesito, Hope, me dijo. Y no era por los jardines. Él lo sabía. Lo mismo que yo. Una atracción tan potente como la nuestra no muere. Se aletarga. Se dice así, ¿no?

Una vez más, Nina solo se atrevió a asentir con la cabeza.

—Siempre te queda cierta curiosidad, ¿verdad? Después de acostarte con alguien cuando eras más joven. Sobre todo si fue bueno. Maravilloso, de hecho. Siempre te preguntas qué se sentiría al volver a hacerlo. Por los viejos tiempos. Sobre todo si la atracción sigue existiendo. Y existía, desde que llegué. Los dos en Templeton Hall, yo haciendo todo lo que podía por los jardines y Henry con un montón de obreros las veinticuatro horas del día deambulando por la propiedad. Me necesitaba. Y por supuesto que, durante todo ese tiempo, la tensión sexual creció. Una delicia. Comenzó con unos cuantos besos robados. Siempre es más excitante de esa manera, ¿no cree? Como los diferentes platos de un elaborado banquete, pequeños bocaditos que van aumentando el placer entre…

Nina no quería seguir escuchando. De pronto, recordó la primera y única vez que vio a Eleanor, y recordó que le gustó su cara, su expresión y sus ojos risueños. Lo que hasta el momento le habían parecido cotilleos estupendos que contarle a Hilary se convirtieron en algo soez y vulgar. Se puso en pie.

—¿Quiere que la lleve a casa?

—¿A casa? —El tono altivo reapareció al punto—. No pienso volver esta noche.

«Tampoco te vas a quedar aquí», pensó Nina.

—Tengo el coche en la puerta. La dejaré en casa en cuestión de cinco minutos. O puedo llamar a Templeton Hall para que vengan a buscarla.

Nina no quería hacer ni una cosa ni la otra. No estaba segura de conseguir que Hope se montara en el coche. Y en cuanto a que uno de los Templeton fuera a su casa a recoger a Hope… No, tampoco quería verlos, no después de haberse enterado de tantos detalles sobre ellos.

En ese instante, Hope la sorprendió al incorporarse de golpe.

—¿Tiene bañera?

—¿Bañera?

—Sí, bañera. Lo siento, estoy alterada. Si pudiera darme un baño, se me pasaría.

Nina se imaginó a Hope sumergiéndose en el agua. Quedándose dormida en la bañera. O quedándose en la casa hasta la mañana siguiente, cuando Tom volviera.

—Está estropeada —improvisó.

—¿Y una ducha?

—¿Una ducha?

—Tengo que volver a casa. Pero creo que si me aseo un poco antes de volver, me sentiré mucho mejor. Por favor.

Esa nueva Hope, tan razonable, la desconcertó. A decir verdad, prefería que Hope no viera el cuarto de baño. Necesitaba una reforma con urgencia y la equipación de críquet de Tom estaba en remojo en la bañera. Claro que no creía que Hope se diera cuenta.

—¿Dónde está? Me daré prisa —dijo Hope al tiempo que se ponía en pie y se enderezaba tras un brevísimo traspiés.

Nina tomó una decisión.

—Voy a preparárselo.

—Gracias. Es usted muy amable. —Hope se volvió a sentar, con elegancia pero tambaleándose por su estado de embriaguez.

En el cuarto de baño, Nina sacó a toda prisa la ropa de Tom de la bañera, le dio un repaso a la ducha, buscó toallas limpias, le pasó el paño al espejo y puso una pastilla de jabón nueva. Tardó menos de cinco minutos. Cuando volvió a la sala de estar, Hope se había ido.

—¿Hope? —la llamó.

Miró en la cocina. En los dormitorios. Debajo de las camas. En el lavadero. Ni rastro de ella. Salió al jardín, llamándola. Nada. ¿Adónde habría ido? Mientras rodeaba la casa, pensó en el coche. Tenía la mala costumbre de dejar las llaves en el contacto. Corrió hacia el camino de entrada. El coche seguía allí.

—¿Hope? —repitió. Tenía que estar cerca. No podía haberse alejado mucho con esos tacones.

En ese momento la vio, con mucha dificultad, recortada por la luz de la luna, trastabillando por el camino que conducía a la carretera principal. Ni se paró a pensar que ella también había bebido. Se metió en el coche y se detuvo al lado de Hope en menos de un minuto. Salió del coche, lo rodeó y se colocó al lado de Hope, temiendo que la atacara o que se cayera redonda al suelo.

Hope no hizo ni lo uno ni lo otro. Se limitó a mirarla con expresión confiada, como si no hubiera salido huyendo en mitad de la noche con unos zapatos rojos de altísimos tacones.

—Quiero que me lleve a la comisaría de policía. He decidido presentar una denuncia.

—¿Contra mí?

—Contra los ladrones que se han estado llevando mis plantas.

—Por favor, Hope, entra en el coche. Te llevaré a casa —dijo, tuteándola.

—No. Lléveme a la comisaría de policía.

—No creo que sea una buena ide…

—Por favor. Por favor, Nina. Necesito tu ayuda.

Fue el uso de su nombre de pila y el tuteo lo que la convencieron. La cogió del brazo y la acompañó hasta el asiento del copiloto. Consiguió que entrara en el coche con cierta dificultad y le puso el cinturón de seguridad. Hope estaba sollozando.

—Creo que sería mejor que te llevara de vuelta a casa —sugirió Nina una vez más—. Puedes ir a la policía en otro momento. Cuando estés más… —¿Cómo decirlo? ¿Más sobria?—. Menos cansada.

Los sollozos cesaron.

—Olvídalo. Iré yo sola.

Hope abrió la puerta justo cuando Nina arrancaba el coche. Con la misma rapidez, Nina extendió el brazo y la cerró de nuevo. Para su alivio, comprobó que Hope no se resistía, sino que comenzaba a llorar de nuevo, tapándose la cara con las manos.

Nina volvió a titubear. Si llevaba a Hope a la comisaría en ese momento, se correría la voz en cuestión de horas. Pero, ¿no hablaban ya los lugareños de los Templeton? Además, ¿qué alternativa tenía? Si conducía en dirección a su casa, era muy posible que Hope saltara del coche en marcha. Y si conseguían llegar sin incidentes, no estaba segura de querer presenciar el recibimiento.

—Pues vamos a la comisaría de policía —dijo, con más ánimo del que sentía.