6

Un mes después de haber acordado las nuevas condiciones laborales, la paz reinaba, más o menos, en Templeton Hall. Henry solo había cumplido dos de las reivindicaciones de sus hijos: los disfraces nuevos y el calendario laboral. Había localizado una empresa especializada en confeccionar disfraces de época para productoras de televisión y había comprado un montón de disfraces usados procedentes de una reciente miniserie histórica. También había alterado el calendario laboral, de forma que todos tenían un día libre más al mes. Esas eran las buenas noticias, les dijo. Las malas noticias eran que no habría aumento de sueldo. Pese a la atención que habían conseguido con el accidente de Gracie, el número de visitas había vuelto a bajar, y ya iban dos trimestres consecutivos. De momento, iban muy justos de dinero como para conceder un aumento de sueldo, concluyó con pesar.

Charlotte, que había vuelto al internado después de pasar otro fin de semana guiando turistas por Templeton Hall, no estaba contenta. Necesitaba ese aumento de sueldo. Quería viajar, cuanto más lejos mejor, y lo antes posible. A poder ser, en cuanto acabara el Bachillerato. Había decidido no ir a la universidad. Al fin y al cabo, lo cierto era que sus notas dejaban mucho que desear. Pero si quería ver mundo, necesitaba una fuente de ingresos inmediatos a toda costa.

Discutió el tema en profundidad con su compañera de cuarto en el internado. La situación de Celia era un poco mejor que la suya, ya que era la hija única de un matrimonio mayor formado por un estadounidense y una australiana, si bien eran muchísimo más estrictos que Henry y Eleanor. Le pasaban una reducida paga mensual y también le habían dicho que en el caso de que murieran pronto, el grueso de sus propiedades pasaría a un fideicomiso hasta que ella cumpliera los treinta.

—Treinta —dijo Celia, asqueada—. A lo mejor me muero antes y todo. Lo que más me revienta es la hipocresía de todo esto. Mi madre se casó con mi padre porque era rico, nada más. Apenas si se hablan.

—Por lo menos tienes la seguridad de que el dinero será tuyo. Y eres hija única. En mi caso, dejen lo que dejen habrá que dividirlo entre cuatro.

—Pero Templeton Hall vale una fortuna, ¿no? En las fotografías es increíble.

Charlotte desoyó a propósito el deje anhelante de la voz de su compañera. Todavía no había invitado a Celia a Templeton Hall, pese a sus continuas indirectas y sus comentarios de que le encantaría pasar un fin de semana en la propiedad. De momento, Charlotte había recurrido a un sinfín de excusas y mentiras: los recurrentes brotes de sarampión de su hermano; problemas con las cañerías; alertas por posible contaminación del agua. Bastante humillante era que la vieran disfrazada todos esos desconocidos que pagaban por las visitas como para que también la vieran sus compañeras de colegio. Además, también quería evitar que sus amigas fueran testigos de los episodios «beodos» de Hope. De un tiempo a esa parte, eran cada vez más frecuentes.

Charlotte suspiró.

—No quiero ser desagradable, pero mi padre está tan sano que pueden pasar muchísimos años hasta que podamos ponerle las manos encima. Incluso entonces tendremos que ponernos de acuerdo para vender, y no lo veo claro. Sobre todo en el caso de mi hermana pequeña, que está obsesionada con el lugar.

—¿Y no puedes pedir un anticipo de tu herencia? —sugirió Celia, cuya voz quedó amortiguada por la toalla caliente que se había puesto en la cara. Las chicas dedicaban las noches de los lunes a aplicarse tratamientos de belleza en los dormitorios—. Además, ¿no me has dicho que tu padre es un experto anticuario? Las antigüedades son valiosas, ¿verdad?

—Todo el dinero que consigue mi padre lo reinvierte en la propiedad. Mantenerla cuesta una fortuna. —Una verdad que solo había admitido con Celia. El resto de sus compañeras parecía tener acceso a cuentas bancarias con fondos ilimitados.

Lo que jamás le diría a Celia, no obstante, era lo mucho que costaba mantener Templeton Hall. Durante uno de los últimos fines de semana que había pasado en casa, Charlotte había entrado en el despacho de su padre y había visto por casualidad un archivador repleto de facturas pendientes. Y no solo eran del mantenimiento diario de la casa, sino que algunas todavía eran de las renovaciones. Estaba tan alucinada por las cantidades adeudadas que se llevó otro susto cuando vio a Spencer salir gateando de debajo del escritorio. Ella le recriminó que se hubiera escondido, él le recriminó que estuviera fisgando y cuando su padre entró, les echó la bronca a los dos por estar en su despacho.

Charlotte volvió a suspirar.

—A lo mejor tenemos que olvidarnos de nuestros principios feministas y casarnos por dinero —sugirió al tiempo que levantaba los pies para contemplar sus uñas recién pintadas.

Aunque, de todas formas, un marido no solucionaría sus problemas más inminentes. Ni siquiera había cumplido los dieciocho. Podía tardar años en casarse.

—No hace falta correr tanto —le aconsejó Celia—. ¿Qué viene antes de un marido rico?

—¿Un lifting facial? —aventuró Charlotte, que en ese momento se estaba mirando en un espejo de mano mientras se preparaba para depilarse las cejas, oscuras y demasiado pobladas, a fin de parecerse más al ideal de belleza femenina actual—. ¿Un curso acelerado de engaños femeninos y trucos sexuales irresistibles?

—Un novio rico, imbécil —contestó Celia.

Charlotte soltó el espejo, se bajó al suelo y comenzó con los cincuenta abdominales que intentaba hacer todas las noches. Abandonó al décimo. Jamás adelgazaría. ¿Qué sentido tenía malgastar toda esa energía?

—Claro, qué imbécil soy. Lo único que tengo que hacer es pasarme por la tienda de novios ricos la próxima vez que vaya a la ciudad. ¿Quieres que te compre uno para ti también?

—Imbécil, ya estás en la tienda de los novios ricos. Este internado. Que nosotras dos estemos a dos velas en este momento no significa que las demás también lo estén. ¿Conoces a Margaret, la que tiene el cuarto en este mismo pasillo? Su padre está en la lista de los diez hombres más ricos de Australia. Tiene tres hermanos. ¿Y a Paula, la pelirroja? Su padre es el dueño de una empresa de prospección petrolífera. Tiene dos hermanos mayores. ¿Y Samantha, la de las gafas? Tiene una gigantesca mansión en South Yarra, una residencia de verano en las islas Whitsunday y tres hermanos mayores.

A esas alturas Charlotte estaba de pie.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Porque escucho y pregunto, y no pierdo el tiempo intentando mosquear a los profesores como haces tú.

—Yo no intento mosquear a mis profesores. Yo mosqueo a mis profesores. Vale, de momento sabemos quiénes tienen hermanos ricos. Pero, ¿cómo los conocemos?

—Estás perdidísima, la verdad. ¿Dónde te has criado, en los barrios bajos?

—Sabes muy bien dónde me he criado. En muchas ciudades inglesas y ahora en un parque temático colonial en el culo del mundo. En serio, ¿cómo conocemos a esos tíos?

—Es muy fácil —respondió Celia.

Dos semanas después, Charlotte estaba frente al teléfono público del internado. Por primera vez en la vida, iba a llamar a Templeton Hall e iba a mentir. Una mentira de verdad. Pero era importante. Celia se había esforzado mucho durante las últimas semanas, tejiendo con gran entusiasmo una red de contactos para Charlotte, sonriendo con orgullo como una madre primeriza cuando Paula, la hija del magnate del petróleo, las invitó a pasar un fin de semana con su familia en la residencia estival que tenían en la península Mornington.

—Pero ni siquiera sabemos cómo son sus hermanos —protestó Charlotte al principio—. A lo mejor son espantosos.

—Da igual. Si no nos gusta el mayor, trasladamos nuestras deslumbrantes atenciones al segundo. O al padre, si hace falta. Estoy de broma, Charlotte. Su padre tiene sesenta y tantos.

—Mi padre es diez años mayor que mi madre. A lo mejor llevo en los genes lo de buscar un marido viejo.

—Vamos a empezar con los hermanos, ¿vale?

Charlotte marcó y escuchó los tonos de la llamada con el corazón en la garganta. Fue su madre quien contestó. «¡Joder!», pensó. Habría sido más fácil mentirle a su padre. Normalmente estaba más distraído.

Después del intercambio mutuo de noticias, Charlotte se lanzó al ataque.

—Mamá, siento muchísimo tener que hacer esto y sabes que no lo haría si pudiera evitarlo, pero no podré ir a casa este fin de semana. Sé que me toca dirigir las visitas. Y espero que a Gracie no le importe hacerlo en mi lugar. Es por Celia, mi compañera de cuarto. Es que tiene problemas personales muy serios. Prefiero no entrar en detalles por teléfono, pero resulta que va retrasadísima con los trabajos. Y como tenemos los exámenes a la vuelta de la esquina, me ha suplicado que me quede para ayudarla a hincar los codos. Por supuesto que preferiría irme a casa, pero se ha portado tan bien conmigo desde que llegué…

Celia, que estaba a su lado, hizo un gesto como si fuera a vomitar.

—Gracias, mamá. ¿Se lo dices tú a Gracie o se lo digo yo? Pues gracias por eso también. Dile a Gracie que le debo una. —Charlotte rio—. Estoy segura de que lo hará, sí. Adiós, mamá. Besos para todos. —Colgó y comenzó a dar vueltas con una enorme sonrisa—. Novios ricos, ¡allá vamos!

Audrey estaba memorizando su papel en su cuarto, situado en otra planta distinta de la de Charlotte. Era lo único que había hecho en su tiempo libre durante las últimas semanas. Su profesor de Arte Dramático, el señor Reynolds, le había dicho, de una forma que ella consideraba muy sarcástica, que debería tratar de regresar a las filas de la raza humana algún día, pero ella se había limitado a reírse de forma educada (porque no quería molestarlo) y había vuelto a su cuarto para seguir estudiando. Y no solo estaba ocupada con el guión de la obra. También se estaba empapando de todos los libros relacionados con el teatro, con técnicas interpretativas, con trucos de maquillaje y con biografías de actores que había encontrado en la biblioteca del colegio.

El señor Reynolds le había comentado que le preocupaba que estuviera abandonando el resto de las asignaturas. Cosa que era cierta, pero no pensaba admitirlo. En cambio, se había lanzado a una vehemente explicación asegurándole que esa era su gran oportunidad, y que si no funcionaba, si las críticas eran malas («No sé yo si vamos a conseguir críticas, Audrey. Es una función escolar, no una producción del West End»), si no conseguía la reacción del público que deseaba («Nos conformamos con que no se duerman todos»), asumiría que la actuación no era su camino en la vida.

—Solo necesito dedicarle toda mi energía, darle todo lo que tengo —añadió con gran pasión.

—¿Ah, sí? —replicó su profesor. Tenía la costumbre de hablar muy despacio cuando se dirigía a sus alumnos, como si quisiera ser su colega, suponían. En realidad, todos pensaban que parecía idiota—. Audrey, tienes que darle muchísimo más. Tienes que darle hasta lo que no sabes que tienes.

Audrey no estaba muy segura de lo que le estaba diciendo, pero asintió mientras intentaba parecer pensativa.

Todavía no les había hablado a sus padres del papel que iba a interpretar y, aunque no sabía cómo, había conseguido que Charlotte guardara el secreto. Había decidido que era mejor que sus padres ignoraran que les dedicaba demasiado tiempo a sus estudios de Arte Dramático. Porque si lo descubrían, empezarían a darle la tabarra con las otras asignaturas, estaba segurísima. Lo único que les había dicho era que el colegio estaba preparando una representación especial para el tercer martes de octubre y que le encantaría que estuvieran presentes. Todos, Gracie y Spencer también. Sí, incluso Hope.

—Audrey, ¿van a darte un premio? —le preguntó Gracie una noche mientras hablaban por teléfono.

—Eso espero —contestó ella, pensando en el premio a la Mejor Actriz que el profesor de Arte Dramático podía otorgar si veía que una de sus alumnas lo merecía—. No lo sabré seguro hasta que llegue esa noche.

Los ensayos iban bien, pensaba Audrey. Al menos, esperaba que fuesen bien. Era difícil asegurarlo. Porque ella era la única que se sabía su papel de memoria, la única que había leído todos los estudios sobre la obra y, lo más importante, la única que había alquilado un sinfín de vídeos para ver la obra representada por varias compañías, además de una versión televisiva realizada hacía unos diez años.

—Vas a liarte —le había advertido su profesor—. Tienes que bucear en tu alma para encontrar tu propia interpretación, no convertirte en un mero eco de las que te han precedido.

El problema era que Audrey no sabía exactamente cómo debía ser su interpretación por más que lo intentara. Bueno, había ciertas partes de la noche del estreno que se imaginaba perfectamente. Por ejemplo, la hora previa a salir a escena, sentada en la sala de vestuario, mirándose en el espejo con la cara pálida enmarcada por la luz de las bombillas del espejo mientras se aplicaba despacio y con maestría el maquillaje que la transformaría de Audrey Templeton, estudiante, en Ofelia, la trágica heroína. Se imaginaba de pie a un lado del escenario, en el hombro, le gustaba recordar que se llamaba, esperando su pie. Se imaginaba saliendo a escena en el momento preciso con porte real y electrizando a la audiencia. Incluso visualizaba al detalle el momento en el que acababa la representación y la audiencia estallaba en aplausos que ella escuchaba en oleadas mientras aceptaba con gran elegancia un enorme ramo de orquídeas (a veces eran rosas, pero prefería las orquídeas) de manos del director, y después otro que le ofrecía un admirador anónimo, a ser posible que fuera el profesor de Educación Física del colegio, por quien estaba coladita.

Lo único que no podía imaginarse era su interpretación. Sabía que desde el punto de vista técnico era imposible estar más preparada. Había memorizado el papel. Se sabía todos los movimientos que debía hacer en el escenario. En realidad, se sabía los papeles de todos los personajes de la obra y sus movimientos en el escenario. Si el elenco de actores caía fulminado por la gripe, cabía la posibilidad de que ella sola pudiera interpretar la obra completa como si fuera una producción ideada para una sola actriz. Pero, ¿sería capaz de interpretar? ¿Tendría lo que el papel realmente necesitaba? En todas las entrevistas que había leído, los actores y actrices famosos siempre hablaban de sus inseguridades, de sus dudas. Ella también tenía esos defectos, pero ¿tendría también las habilidades interpretativas?

—Tienes entusiasmo, estoy seguro de que el talento pronto le seguirá —le contestó el señor Reynolds sin mucha convicción el día que reunió el valor para preguntarle.

—¿No es mejor poseer primero el talento e impulsarlo con el entusiasmo? —se atrevió a replicarle.

—Audrey, lo único que te pido es que memorices el papel, que asistas a los ensayos y que no engordes de aquí a la noche del estreno porque si lo haces, la encargada del vestuario te matará y después me matará a mí.

Audrey había seguido sus consejos al pie de la letra y había comenzado a vigilar su peso. Era muy fácil hacerlo en el internado. Todas las chicas de su clase y de su planta parecían estar obsesionadas con sus cuerpos. Ella era delgada por naturaleza y nunca había pensado en hacer dieta, pero quizá su profesor tenía razón. Comenzó a llevar un diario sobre las comidas.

En ese momento, intentó desoír los rugidos de su estómago, suspiró y volvió al principio del guión para empezar, otra vez, a leerse su papel.

En Templeton Hall, Eleanor, Gracie y Spencer habían llegado a un estupendo acuerdo con sus tareas escolares. Además de las tareas diarias que debían hacer por la tarde, de las exploraciones científicas del entorno y de los proyectos de Educación Física, Eleanor insistía en que debían estudiar cuatro horas al día. Dependía de ellos si querían dividirlas a lo largo del día o hacerlas todas seguidas por las mañanas, con lo que tendrían el resto del día libre. Spencer había sugerido hacer una jornada de estudio de veinticuatro horas seguidas para poder tener libre el resto de la semana, pero para su desilusión, Eleanor no estuvo de acuerdo.

Como de costumbre, estaban trabajando en la salita matinal, sentados a la enorme mesa redonda situada junto al mirador. Las lecciones del día se habían retrasado un poco, ya que su padre había llamado a su madre para lidiar con lo que él llamaba «un incidente» de Hope.

—Pobre Hope —se lamentó Gracie mientras se afanaba en sacarles punta a sus lápices de modo que todos tuvieran exactamente el mismo tamaño—. Algo ha debido de molestarla otra vez.

—No está molesta. Está borracha.

—¡Spencer! No hables así de ella. Ya sabes lo que dice mamá.

—Pero es verdad. Está borracha de nuevo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque lo sé, ¿vale?

Ambos guardaron silencio al escuchar que su madre volvía.

Spencer no tardó en estar ocupado con sus ejercicios de Matemáticas mientras Gracie sopesaba posibles temas para su trabajo de Historia.

—¿Puedo hacer la biografía de cualquiera? —le preguntó a su madre.

—De quien tú quieras.

—Hazla de mí —se ofreció Spencer, sin levantar la vista de sus sumas—. Soy muy interesante.

Gracie no le hizo caso.

—¿Tiene que ser de un muerto? —le preguntó a su madre.

—No. Tiene que ser de alguien a quien te gustaría conocer más. Alguien que haya jugado un papel importante en la historia de Australia.

—¿Puedo hacerla de papá? —quiso saber.

—Él no es tan interesante como yo —dijo Spencer.

—¿Sí, mamá? ¿De papá y de sus antepasados en Templeton Hall y de todas las historias sobre el capitán Cook?

—¿Qué historias sobre el capitán Cook? —Spencer soltó el lápiz—. Papá no lo conoció, ¿verdad?

—No, Spencer, se llevan unos doscientos años de diferencia. ¿Qué historias sobre el capitán Cook, Gracie?

—Una vez escuché a papá contarle a un grupo de turistas que uno de sus antepasados era de la misma ciudad inglesa que el capitán Cook y que incluso aprendieron a navegar juntos.

—¿De verdad? Gracie, no te muevas de aquí, ¿de acuerdo? Ahora mismo vuelvo. Spencer, haz la tabla del nueve, por favor. Y no, no la has hecho. Lo veo desde aquí.

Gracie comenzó a mecer las piernas por debajo de la mesa mientras esperaba que su madre volviera. Spencer también empezó a hacerlo, pero con mucho más entusiasmo que su hermana, golpeando la mesa cada vez que subía los pies. Gracie sabía que si le decía que parase, lo único que conseguiría sería alentarlo para que lo hiciera todavía con más ganas.

Spencer se detuvo de repente y la miró.

—El capitán Cook descubrió Australia en 1770. Su barco se llamaba Endeavour. Con él iba un botánico llamado Joseph Banks. Que dio su nombre a una flor, el rosal de Banksia.

—Lo sé —replicó Gracie, mordisqueando su lápiz.

—También lo sé todo de Neil Armstrong. El primer hombre que pisó la Luna.

—Y yo. Recuerda que soy mayor que tú.

Spencer empezó a darle patadas a la mesa otra vez.

—¿Y sabes quién es John Fitzgerald Kennedy?

—Sí.

—¿Y Phar Lap?

—¿El caballo de carreras? Sí.

—¿Y Ned Kelly?

—El fugitivo. Sí.

—Entonces, ¿a quién no conoces que yo conozco?

—No lo sé. Si digo sus nombres, significará que los conozco.

—Pero seguro que hay cosas que yo sé y que tú no sabes.

—No muchas.

Spencer le tiró el lápiz a Gracie justo cuando Eleanor volvía. Ella cogió el lápiz en el aire.

—Muy bien, Gracie. Me gustarían seiscientas palabras sobre uno de los antepasados de tu padre para esta tarde.

—Eso no es justo —protestó Spencer—. ¿Puedo hacer mi trabajo sobre ti, mamá?

—No, Spencer. Yo soy muy aburrida.

—Entonces, ¿lo puedo hacer sobre mí?

—Déjalo para cuando estudiemos las grandes mentes criminales del siglo XX.

Gracie estuvo un rato escribiendo una lista de preguntas antes de llamar a la puerta del despacho de su padre.

—¡Gracie! Qué sorpresa.

—No, no lo es. Mamá te ha dicho que iba a venir. Tengo algunas preguntas que hacerte. —Bajó la vista hacia su cuaderno—. ¿Nombre?

—Henry Charles Templeton.

—¿Edad?

—Cuarenta y nueve muy bien llevados.

Gracie adoptó una actitud muy profesional.

—Por favor, cuéntame algo sobre tu infancia.

—Crecí bajo el abrasador sol africano, y me levantaba todos los días escuchando a los ñus. ¡Ay, Gracie! —exclamó, riéndose de la expresión enfurruñada de su hija—. No quieres que me divierta ni un poquito, ¿verdad?

—No es para mí. Es para mamá. Y es muy estricta. Tuve que redactar el trabajo sobre los Tudor tres veces antes de que me aprobara. Por favor, ¿puedes hablarme de tus antepasados?

—Será un honor para mí, Gracie. ¿Tienes el lápiz bien afilado? —Al verla asentir con la cabeza, empezó—: Como creo que sabes gracias a las numerosas visitas guiadas que has realizado, uno de mis tatarabuelos maternos nació y creció en Yorkshire, en una propiedad situada a unos treinta kilómetros de la villa costera de Whitby…

—¿Allí fue donde conoció al capitán Cook?

—Eso tengo entendido, Gracie. Así que supongo que debió de ser obra del destino que uno de sus descendientes decidiera venir a Australia también. Tu tío abuelo Leonard, durante la fiebre del oro en 1851. ¿Sobre él quieres hacer el trabajo?

Gracie asintió con la cabeza y pasó la página de su cuaderno.

Henry comenzó a recitar los datos con voz cantarina al principio, hasta que Gracie volvió a mirarlo enfadada.

—Leonard llegó a Australia en 1855, como trabajador de la empresa Smithson & Son Trading Company. Su empeño y su ambición lo colocaron en una posición ideal en la zona durante la fiebre del oro, ya que importaba todo el material que necesitaban los mineros y, sobre todo, el que necesitaban los funcionarios y sus familias. Telas, enseres y comida. En pocos años, se convirtió en uno de los hombres de negocios más acaudalados de la región de Victoria. —Henry se puso en pie y se apoyó en el escritorio—. Leonard tenía todo lo que cualquier hombre joven podía desear. Una fortuna inmensa, un próspero negocio, una buena posición en la comunidad… Lo tenía todo, menos el amor. Bajo todos los oropeles, Gracie, era un hombre solitario porque al dejar Inglaterra también dejó atrás a su amada, Julia Smithson, la hija de su jefe que en aquel entonces tenía diecinueve años. Así que, decidido a traérsela a Australia, partió hacia Londres con ese propósito en mente. Su reencuentro fue muy romántico. Le propuso matrimonio poco después de llegar y, para su más absoluta alegría, ella aceptó. Durante veinticuatro horas fue el hombre más feliz de Londres.

Gracie suspiró, emocionada.

—Al día siguiente volvió a casa de Julia para pedir su mano formalmente. El señor Smithson no solo aceptó, sino que también expresó la admiración que sentía por los logros que su futuro yerno había conseguido en la empresa. De modo que Leonard fue en busca de su amada para comunicarle la buena nueva. Le dijo que se casarían sin más demora y que así ella podría volver a Australia con él, como su flamante esposa. Y ahí fue cuando el cuento de hadas comenzó a desmoronarse. ¿Australia?, le preguntó Julia. Porque solo había escuchado historias terroríficas y salvajes sobre las colonias, lugares polvorientos y depravados. Si de verdad me quieres, querrás que sea feliz y vivirás aquí conmigo en Londres, le dijo. Sin embargo, Leonard le dijo que su vida estaba en Australia. Su negocio. Su futuro. Y así siguieron, dándole vueltas al asunto sin llegar a un acuerdo. Hasta que, con gran pesar, llegó el momento de su partida. Un momento que no podía retrasar. Se despidió de Julia reiterándole su amor, ella hizo lo propio. Su despedida en los muelles de Southampton fue muy apasionada. Mientras navegaba, Leonard tuvo mucho tiempo para reflexionar. Julia le había resumido todas las cosas que adoraba de Inglaterra. Y, por encima de todo, estaba la casa familiar. Así que decidió cuál sería su primer movimiento antes de llegar siquiera a la mitad de la travesía. Le construiría a Julia su trocito de Inglaterra en Australia. La réplica perfecta de su casa familiar, con jardines y todo.

A esas alturas, Gracie lo escuchaba absorta, sin respirar siquiera.

—Cuando llegó a Victoria, comenzó a trabajar con gran ahínco. Su negocio continuaba siendo muy próspero, de modo que contrató a los mejores arquitectos, constructores y jardineros de la colonia. En menos de un año, su preciosa mansión de dos plantas estaba lista. Había llegado el momento de volver a Inglaterra en busca de su prometida para planear la fastuosa boda y empezar su vida de casados juntos en la casa que había construido especialmente para ella. —Henry hizo una pausa—. Y entonces la tragedia los golpeó.

—Ella murió —susurró Gracie.

—No.

—Enfermó de escorbuto. —Gracie acababa de hacer un trabajo sobre el escorbuto poco antes y durante más de quince días apenas había comido otra cosa que no fueran naranjas.

—Tampoco enfermó de escorbuto. Por desgracia, Gracie, la señorita Julia Smithson le anunció a mi pobre tío abuelo que mientras él estaba ocupado en Australia construyendo la mansión de sus sueños y multiplicando su fortuna por diez a fin de que ella disfrutara de todos los elegantes vestidos, joyas y guantes que su corazoncito deseara, ella también había estado ocupada. —Otra pausa—. Enamorándose de otro.

Gracie lo miró con los ojos desorbitados.

—¿La mató?

—Estoy seguro de que le habría gustado hacerlo. Pero no, controló sus más bajos instintos como el caballero que era. Exigió conocer a su rival. Era un médico, miembro de una ilustre familia londinense. Tan rico como Leonard. Y, tal vez lo más importante para Julia, no tenía el menor deseo ni la intención, ni el afán de vivir en otro lugar, ni de atravesar el mundo en barco hasta una tierra tan calurosa e indómita como Australia.

—¿No le enseñó fotos de la casa? ¿No intentó hacerla cambiar de opinión de esa forma?

—En aquella época no había fotos, Gracie. Al menos, nada que se pareciera a lo que conocemos hoy en día. Otro día hablaremos sobre los avances tecnológicos de finales del siglo XIX. Por más que lo intentó, Leonard fue incapaz de hacer que Julia cambiara de opinión.

—Pobre Leonard.

—Sí, pobre Leonard. Pero después su suerte cambió.

—¿El médico murió?

—Gracie, hoy estás dispuesta a matar a todo el mundo. No, conoció a otra joven en casa de Julia.

—¿Su hermana?

—No, la institutriz. Una joven llamada Louisa, contratada para que le diera clases al hermano pequeño de Julia. Como verás, la enseñanza en casa es una antigua y honorable tradición. ¿A que no adivinas lo que pasó después? —Gracie negó con la cabeza.

—¡Gracie! ¿Dónde está tu sentido del romanticismo y del drama? Leonard estaba tan enfadado con Julia que decidió invitar a cenar a Louisa, a sabiendas de que eso ocasionaría un escándalo. Y así fue.

—¿Era fea?

—No, de hecho era muy guapa. Pero procedía de una clase social diferente de la de Leonard.

—¿Como los nativos aquí?

Henry estuvo a punto de sonreír.

—No exactamente. En cualquier caso, Leonard no tardó en decidir que esas antiguas reglas ya no le importaban. Y también se percató de que Louisa poseía mucha más chispa, inteligencia y belleza natural que Julia. Seis semanas más tarde, Louisa embarcó hacia Melbourne con él, como su esposa, y establecieron su residencia en esta preciosa mansión que ahora es nuestra casa.

—¿Y no le importó que fuera una copia de la casa de Julia?

—En absoluto. Porque Louisa adoraba la casa de Julia. Recuerda que también había sido su hogar durante varios años. Así que Leonard y Louisa vivieron felices y comieron perdices aquí muchos años.

Alguien aplaudió lentamente desde el vano de la puerta.

—Henry, una historia preciosa.

El aludido se volvió y le hizo una breve reverencia a su esposa.

—Es un placer complacerte, querida.

—Me muero por escucharte mientras le cuentas a Gracie cómo nos conocimos —dijo Eleanor.

Gracie lo miró, ansiosa.

—¿Me la cuentas ahora, papá?

—Cuando cumplas los doce.

—Pero todavía faltan meses.

—La espera merecerá la pena. Bueno, Gracie, ¿alguna pregunta? ¿Tienes todos los datos?

Gracie miró el cuaderno. La página estaba en blanco. Eleanor se marchó, meneando la cabeza, mientras Henry acercaba una silla y comenzaba a contar la historia de nuevo.

Esa misma noche, Eleanor llamó con suavidad a la puerta del despacho de su marido. Estaba sentado a su escritorio con un vaso de whisky al lado, un montón de revistas y la contabilidad delante.

Alzó la vista y sonrió mientras ella entraba.

—Mira, querida. Estoy trabajando. En la contabilidad. Estoy siendo responsable.

—Ya lo veo. ¿Puedo interrumpirte?

—Ojalá lo hubieras hecho hace una hora. Me muero del aburrimiento. ¿Quieres beber algo?

Ella negó con la cabeza.

—Henry, tienes que dejar de contarle esas historias a Gracie. Se cree hasta la última palabra, ¿sabes?

—Qué va. ¿Cómo va a creérselas?

—Gracie tiene once años. Su educación es muy buena, pero es una niña de once años inocente y compulsiva. Ansía creer que todas las historias que oye acerca de Templeton Hall son ciertas.

—¿Crees que no debería haber adornado tanto la historia de Leonard?

—Pues sí.

—No pensé que pudiera tragárselo todo. A ver, ¿un comerciante yendo y viniendo de Inglaterra a Australia con esa facilidad? ¿En aquellos barcos?

—La culpa es tuya. Porque has hecho que parezca verosímil y romántico. Ahora mismo está en su dormitorio, redactando el mejor trabajo de su vida.

—En ese caso, asegúrate de ponerle un sobresaliente, ¿sí?

—¿En Historia o en redacción?

—Bueno, el dilema moral es tuyo. —Bebió un sorbo de whisky—. Los demás no se tragan todos los cuentos que me invento, ¿verdad?

—No, por supuesto que no. O quizá sí. No lo sé. Puedes ser muy convincente. Y al menos los hechos fundamentales son ciertos, ¿no? ¿No hiciste una extensa investigación familiar antes de que llegáramos a Australia? —Eleanor soltó una carcajada—. En fin, sería muy gracioso que nos hubieras tomado el pelo a todos, a mí incluida.

—¡Eleanor! ¿Me crees tan retorcido?

—Me abstengo de responder. —Se sentó agradecida en el mullido sillón situado frente a su escritorio y cerró los ojos un instante—. No veo el momento de que acabe este día.

—¿Cómo está?

—Encerrada todavía en su dormitorio, gracias a Dios.

—¿Has conseguido hablar con ella?

Eleanor negó con la cabeza.

—Me he pasado el día intentándolo. Esta mañana estaba demasiado borracha. Cuando se le pasó, estaba demasiado enfadada. Y la última vez que lo intenté lloraba demasiado. Mañana volveré a intentarlo. No puedo seguir así, Henry. Está afectando otra vez el rendimiento escolar de Gracie y de Spencer, y no podemos pasarnos la vida andando de puntillas a su lado. Debo intentar que comprenda que…

—Lo has intentado. Has sido una hermana fantástica para ella.

—He sido una hermana imbécil. He vuelto a consentírselo todo… como siempre. —Suspiró mientras se ponía en pie—. ¿Te vienes a la cama?

—Todavía no. Antes tengo que acabar la contabilidad y avanzar un poco con la planificación para el año que viene. Mira el número de visitantes. Ha vuelto a bajar, por desgracia. Nada que no pueda solucionar, estoy seguro.

Eleanor rodeó el escritorio y lo besó en la coronilla.

—Eres un santo, Henry Templeton.

—Y tú, amor mío, eres un ángel.

No retomó la contabilidad cuando ella se marchó. En cambio, siguió sentado con la vista clavada en la ventana.

Al día siguiente por la tarde, Gracie estaba en su dormitorio, acabando la redacción que, en su opinión, era fantástica. Su madre le había pedido seiscientas palabras. Pero le había costado no pasar de las dos mil. Habría seguido escribiendo si no hubiera llegado a la última hoja del cuaderno. Así que lo remató con un «Continuará» escrito con su mejor letra. Era sorprendente pensar que las historias que su padre le había contado sobre sus antepasados eran también suyas. Y ni siquiera había empezado a indagar en el árbol genealógico de su madre. Ella le había dicho que ya habría tiempo para eso.

«Gracie, una rama cada vez», le había aconsejado. «Además, recuerda que también hay otras asignaturas.»

Estaba empezando sus tareas de Geografía cuando llamaron a la puerta.

Era Spencer.

—Gracie, rápido, ven conmigo. Tengo que enseñarte una cosa.

—¿El qué? ¿Qué pasa?

—Te lo enseñaré cuando lleguemos. Vamos, rápido.

Un cuarto de hora después, Gracie estaba en la orilla de la charca cercana a Templeton Hall. No parecía muy contenta.

—Spencer, ha sido un golpe bajo. No quiero pescar cangrejos. Hazlo tú. Tengo tareas.

—Es muy fácil. Mira. Tienes que atar un trocito de carne en el extremo del cordel y esperar.

—Es asqueroso. La carne y los cangrejos, todo. Además, ¿para qué quieres pescarlos? Hacen un sonido asqueroso al partirlos. Para eso, cómete una cucaracha.

—Las cucarachas no tienen carne. Vamos, Gracie. Es divertido.

—No lo es. Me vuelvo a casa. ¿Por qué no le dices a Hope que venga a jugar contigo?

—Porque sigue encerrada en su dormitorio, por eso. —Arrojó una piedra al agua, salpicando a Gracie deliberadamente—. ¿Por qué tengo que ser el único chico de la familia?

—Porque dos como tú habría sido para morirse. ¿Por qué no le dices a ese chico, a Tom, que vuelva? Era simpático.

—Está castigado. Parece que somos una mala influencia para él.

—¡No lo somos! —exclamó Gracie, indignada—. Su madre estaba enfadada porque no lo encontraba. —Ella se había enterado de todo el jaleo con el policía—. Ni siquiera vino a vernos.

—Ni falta que hacía. Llamó después de que Tom volviera a su casa. Me lo dijo papá. Y no estaba contenta.

—Entonces ve a decirle a papá que hable otra vez con ella. Y acompáñalo. Intenta fingir, aunque sea un rato, que eres una persona normal.

Spencer hizo una mueca.

—No suelo caerles bien a los adultos.

—A lo mejor ella es una excepción. —Gracie se levantó—. Me voy, Spencer. Esto es aburrido.

Spencer no intentó detenerla en esa ocasión. Pescar cangrejos no era aburrido. Sus hermanas eran las aburridas. Esperó con impaciencia a que algún cangrejo tirara del cordel mientras él lanzaba guijarros a la charca y reflexionaba sobre lo que había dicho Gracie. Suspiró. A lo mejor valía la pena intentarlo. Seguro que no era peor que pasar días y días solo como hasta ese momento.