En la granja, Nina se apartó del lienzo en el que estaba trabajando, se limpió la pintura de las manos y miró la hora. Aún faltaban quince minutos para ir a recoger a Tom al entrenamiento de críquet. En vez de ceñirse a las reglas de su castigo (ya llevaba tres semanas castigado) y volver directamente a casa después de recogerlo, decidió que al final harían lo que habían previsto hacía mucho tiempo para esa noche: cenar en uno de los restaurantes italianos de Castlemaine y ver la película en vídeo que él quisiera en casa. Era una tradición que habían iniciado hacía pocos años y que tenía lugar dos meses antes del cumpleaños de Tom, y que no era otra cosa que su manera de señalar la muerte del padre de Tom allí donde estuvieran viviendo.
Al pensar en lo que se avecinaba, Nina sintió un nudo en el estómago por los nervios. ¿Conseguiría hacerlo esa noche por fin? ¿Encontraría por fin las palabras necesarias para contarle a Tom la verdad sobre la muerte de su padre? Todos los años se hacía ese propósito. Todos los años decidía en el último minuto que no era el momento adecuado. ¿Sería diferente esa noche? Había tanta tensión entre ellos desde que lo castigó que apenas se hablaban.
—Nina, tienes que dejar de buscar excusas —le aconsejó Hilary el año anterior, cuando Nina la llamó para decirle que había pasado otro aniversario sin contarle la verdad—. De lo contrario, lo descubrirá por sí mismo y eso le hará mucho más daño.
—¿Cómo va a descubrirlo?
—Pues leyendo el certificado de defunción de Nick. O visitando la tumba de su propio padre. ¿Crees que no se va a dar cuenta de que la fecha coincide con la de su cumpleaños?
El tono de Hilary hizo que Nina se pusiera a la defensiva de inmediato.
—Eso no cambia nada. Su padre no resucitará porque Tom sepa la verdadera fecha de su muerte.
—Sabes que no me refiero a eso. No puedes protegerlo de todas las cosas dolorosas que la vida le ponga en el camino, Nina. Y Tom debe poder confiar en ti. Cuanto más continúe esta situación, peor se lo tomará cuando por fin le cuentes la verdad.
Nina sabía que Hilary tenía razón. En muchas de sus discusiones, Hilary repetía que el motivo por el que le había mentido a Tom al principio era comprensible, como también lo era que le costara contarle la verdad después de haber recurrido a la mentira.
Sin embargo, Hilary no sabía toda la historia. Su hermana pensaba que solo le había mentido a Tom sobre el año de la muerte de Nick. Ojalá fuera tan sencillo.
Nina conoció a Nick en su primer día en la universidad de Brisbane, se lo presentó un amigo común en la cafetería. Ella estudiaba Artes Gráficas y Diseño. Nick cursaba estudios de Administración de Empresas. Durante ese primer año fueron meros conocidos; confidentes y compañeros de estudio al año siguiente; hasta que por fin, cuatro semanas antes de los exámenes finales del tercer curso, fueron a una fiesta y después regresaron al amanecer cogidos de la mano por las calles iluminadas por las farolas al diminuto apartamento de Nick en Fortitude Valley y se convirtieron en amantes.
—¡Por fin! —gritaron todos sus amigos—. Creíamos que nunca os ibais a decidir.
Después de la graduación, Nina descubrió que no quería dejar de verlo todos los días, de modo que se llevó una tremenda alegría cuando se dio cuenta de que él sentía lo mismo.
—Te quiero desde la primera vez que te vi —le dijo Nick.
—¿De verdad? ¿Y por qué has esperado tanto para decírmelo?
—Quería asegurarme de que mejorabas con la edad —contestó él con una sonrisa.
Le dio una colleja juguetona y él le cogió la mano para besársela, serio de nuevo.
—Y lo has hecho. Mejoras con cada día que pasa.
Vivieron juntos en Brisbane durante un año, hasta que a Nick le ofrecieron un puesto de gerente en una importante compañía azucarera en Mackay, a una hora de la ciudad natal de Nina. Nick aceptó el trabajo, se comprometieron un mes después y se casaron en la iglesia del pueblo natal de Nina ocho meses más tarde. La idea era vivir de alquiler en la zona mientras ahorraban para dar la entrada de una casa y después pensar en ampliar la familia. Sin embargo, Tom parecía tener otras ideas. Nina acababa de cumplir veintitrés cuando descubrió que estaba embarazada. Nick tenía veinticinco.
Fueron nueve meses muy felices y sin complicaciones, sin náuseas matinales, solo con más cansancio de la cuenta. Un embarazo de manual, le dijo su médico. Se puso de parto durante el almuerzo el mismo día que salía de cuentas, para su sorpresa y la de todos los demás. Incluso su madre había insistido en que las primerizas siempre se retrasaban. Nick no había dudado ni un instante en ir a trabajar esa mañana como de costumbre.
Cuando comenzaron las contracciones, lo llamó por teléfono. Decidieron que seguramente era una falsa alarma y Nina lo convenció para que se quedara en el trabajo. La segunda vez que lo llamó, Nick supo por su tono de voz que iba en serio. Volvió a casa en media hora, un récord incluso para él, que conducía muy deprisa. Se conocía todas las carreteras como la palma de su mano, le aseguraba Nick cada vez que ella se preocupaba porque tuviera que volver a casa, exhausto tras doce horas de trabajo.
Nick se puso nerviosísimo antes de tomar el control de la situación, llamar al hospital (que estaba a una hora de distancia en dirección contraria), llamar a los padre de Nina, a sus propios padres, a la hermana de ella y a su propio hermano, emocionado por los nervios y la felicidad, de modo que todos supieran que esa primeriza en concreto iba a dar a luz el día que salía de cuentas y que el bebé ya estaba de camino. Acababa de empezar a llamar a las demás personas que tenían en la agenda (tías, tíos, primos, amigos…) cuando ella le recordó con calma que tal vez deberían pensar en llegar al hospital.
En esa ocasión, condujo más despacio de lo que Nina lo había visto conducir en la vida, con una mano en el volante mientras que con la otra le sujetaba a ella la mano, hasta que Nina le dijo que no pasaría nada si iba a más de veinte kilómetros por hora. Nick se negó a que entrara andando en el hospital, de modo que detuvo el coche delante de la puerta y corrió hacia la recepción pidiendo una silla de ruedas, aunque Nina insistió en que podía andar.
—Vamos a tener un bebé —le decía a todo el que se cruzaba con él por el pasillo—. Mi mujer está de parto.
—Menos mal que están en un hospital materno-infantil —replicó una enfermera con sorna.
Nina estaba ya tranquila en su habitación, tumbada en la cama y realizando los ejercicios de respiración que le habían enseñado, mientras Nick la acompañaba con la respiración con más entusiasmo de la cuenta, cuando recordó que, con todo el nerviosismo, se habían olvidado su maleta en casa. Nick le preguntó al médico si tenía tiempo de volver a casa para buscarla.
Según les aseguró el médico, tenía tiempo de ir y volver por lo menos tres veces.
—Su bebé nos está diciendo que viene de camino. Todavía nos queda una larga espera.
—Volveré en cuanto pueda —dijo Nick al tiempo que le daba un beso en la frente—. Te quiero.
Esas fueron las últimas palabras que le dijo.
Estaba de parto cuando le contaron lo sucedido. Se había asustado por el repentino e intenso dolor, necesitaba a Nick a su lado, en ese preciso momento, ya. No entendía por qué no estaba con ella. Lo llamó a voces, gritó su nombre y empezó a dar alaridos, pidiéndoles a las enfermeras que lo encontraran, gritándole al obstetra, a su madre, a su padre, a cualquiera, suplicando que lo buscasen. Fue su madre quien por fin entró en el paritorio con la cara lívida y retorciéndose las manos. Nina se fijó en sus manos, pese al dolor. Su madre nunca se retorcía las manos de esa manera.
Más tarde, supo que a la puerta del paritorio se produjeron acaloradas discusiones para decidir si se lo decían o no, y sobre cuándo decírselo. Saberlo le sentó muy mal.
—¿Ibais a fingir que Nick no estaba muerto? ¿Que había ido a tomarse un café mientras nacía su hijo? ¿Que se había equivocado de pasillo y se había perdido?
Se puso histérica y comenzó a gritarles al médico, a sus padres, a su hermana y a cualquiera que entrara en la habitación y que no fuese Nick.
Tres horas más tarde nació Tom, un bebé sano y fuerte. Un bebé precioso. Más tarde se enteró por Hilary de que la familia tuvo miedo de que lo rechazase. De que el trauma por la muerte de Nick borrara el amor que pudiera sentir por su hijo. No fue así. El dolor que sentía por la muerte de Nick era el peor que había sentido en la vida: descarnado, agudo y desgarrador; pero el amor que sentía por su bebé fue inmediato y abrumador. Era lo único bueno de su vida. De repente y por sorpresa, Tom se convirtió en la persona a quien más quería del mundo.
Aguantó tres días en el hospital antes de pedir el alta voluntaria, en contra de la opinión de todos.
—Sé lo que tengo que hacer —aseguró.
Una frase que repitió muchísimo a lo largo de las siguientes semanas, de los siguientes años, cuando mucha gente intentaba decirle lo que tenía que sentir, lo que tenía que hacer y cómo debía comportarse.
Si en el hospital fue duro, fuera fue peor. Echaba de menos a Nick a todas horas, tanto que le dolía físicamente. Todos los días tenía que afrontar la espantosa y constante realidad de su ausencia. Caminaba por las calles por las que solían pasear juntos, empujando el cochecito de bebé que habían escogido juntos, conduciendo por las carreteras por las que habían viajado juntos. Cuando Tom se quedaba dormido por las noches, ella se sentaba a solas en la sala de estar y dormía sola en la cama que habían compartido. Si iba a casa de sus padres, tenía que pasar por el cruce en el que Nick había muerto.
Todos los habitantes del pueblo la conocían y sabían lo que había pasado. No podía entrar en la oficina de correos, en el supermercado o en la panadería sin darse cuenta de que las conversaciones cesaban, sin ver cómo los demás cambiaban de expresión y empezaban a cuchichear incluso antes de que ella se marchara.
—Pobrecillos. Menuda tragedia.
Conforme se acercaba el primer cumpleaños de Tom y el primer aniversario de la muerte de Nick, lo sentía con más fuerza.
Dos semanas antes de que Tom cumpliera un año, supo que tenía que marcharse. Canceló el contrato de alquiler de la casa, donó todos los muebles a una asociación benéfica local y se despidió de todo el mundo. Desoyó las súplicas de sus padres, las llamadas de Hilary y los consejos de los padres de Nick. Tenía que hacerlo. Ellos no lo entendían. Ellos no vivían recreando un constante vídeo mental donde contemplaba la vida que debería haber sido y lo que podría haber sido.
Para empezar, se limitó a conducir sin rumbo fijo. Se limitó a meter toda la ropa y todos los juguetes que pudo en el coche y a conducir. Tom era un niño muy tranquilo incluso entonces, y estaba contento de ir en su sillita en la parte trasera. Enfilaron la carretera de la costa hacia el sur, y pasaron las noches en áreas de descanso para caravanas y moteles baratos. Se inventaba alguna historia si alguien le hacía preguntas. Iba a encontrarse con su marido, que trabajaba en las explotaciones petrolíferas. Llevaba a su bebé a conocer a sus abuelos por primera vez y no, por desgracia su marido no había podido escaparse del trabajo. Decía cualquier cosa que se le ocurriera para no tener que contar la verdad: «Mi marido murió en un accidente de coche tres horas antes de que naciera nuestro hijo.»
Al principio, se quedó en Queensland. Después de pasar un mes conduciendo sin rumbo de una ciudad a otra, alquiló un apartamento amueblado junto al mar en un pueblo al sur de Brisbane y se quedó allí, con Tom, durante un año. No tenía trabajo. Pero disponía del seguro de vida que Nick se había hecho sin que ella lo supiera. Si lo administraba bien, tendría suficiente para vivir varios años. Aunque no creía posible volver a trabajar algún día. No había encendido un ordenador ni cogido un lápiz desde que Tom nació.
Su familia los visitaba, la familia de Nick los visitaba. Todo el mundo intentaba convencerla de que volviera a casa, pero nadie lo consiguió. A medida que se acercaba el segundo cumpleaños de Tom, el segundo aniversario de la muerte de Nick, regresó la inquietud. La presión aumentaba desde casa.
«Nosotros también lloramos. Deja que lloremos juntos», era el mensaje de todos.
Muy en el fondo, lo entendía, pero eso no la ayudaba y tampoco podía ayudarlos a ellos. En ese momento solo contaban Tom y ella.
La víspera del cumpleaños de Tom, decidió mudarse de nuevo. Necesitaba una distracción. Mientras conducía, le cantaba canciones a Tom, todas las que se le ocurrían, menos «Cumpleaños feliz». Le parecía demasiado triste e injusto que debiera compartir la fecha de esa forma.
Pasó los siguientes nueve meses en un pueblecito del norte de Nueva Gales del Sur. A continuación le llegó el turno a Newcastle, a cinco horas de camino. Otro año en una ciudad al sur de Sydney. Su familia seguía preocupada. Su hermana intentaba enfadarse con ella.
—Nina, estás huyendo. No es bueno, ni para ti ni para Tom, cambiar de casa cada doce meses. Te echamos de menos. Vuelve a Queensland.
Sin embargo, no podía hacerlo. Ese desplazamiento continuo se había convertido en su vida. Si no iba a tener la vida con la que siempre había soñado, la vida normal y corriente que Nick y ella habían planeado, iba a tener esa sucesión de vidas temporales y distintas unas de otras. Se dijo que le gustaba que fuera así. Que encajaba con su personalidad. Doce meses era el periodo de tiempo perfecto para quedarse en un lugar, lo bastante largo como para recopilar impresiones y lo bastante corto como para no entablar demasiadas amistades.
—¿Pero qué haces durante todo el día? —quiso saber Hilary.
Al principio, Nina hacía solo lo imprescindible. Cuidaba de Tom. Ocupaba todo su tiempo. Se preguntaba a todas horas cómo habría sido de estar Nick con ella. En ocasiones, era muy duro, por su constancia y por su reiteración. Pero el estar tan cerca de otra persona, de un niño al que quería, también tenía su ritmo, una tranquilizadora cadencia. Formaban un equipo. Los dos solos contra el mundo.
Cuando Tom cumplió cinco años, hubo más presión familiar.
—Tienes que quedarte en un lugar ahora que Tom va a empezar en el colegio —le dijo su hermana—. Necesita estabilidad. Vuelve a casa.
Nina lo pensó. Se imaginó a Tom en su pueblo natal de Queensland, en el colegio, jugando junto a los hijos de quienes habían sido sus propios compañeros de clase. Sus pensamientos analizaron ese detalle. Esos hijos y sus respectivos padres sabían todo lo sucedido. En cuanto Tom pusiera un pie en el colegio, su historia lo seguiría. Pobrecito Tom, que nació el mismo día que su padre se estampó contra un camión y se mató.
—Nick no lo hizo a propósito, Nina. Fue un accidente —le recordó Hilary cuando Nina intentó explicarle lo que sentía.
—Da igual. Odio que hablen de mí y no quiero que lo hagan de Tom.
—Pues haz lo que tengas que hacer —claudicó Hilary, a la postre.
Nina siguió mudándose, tres veces durante los tres primeros años de colegio de Tom. No muy lejos, a pueblos a dos o tres horas de distancia, pero cada mudanza le parecía necesaria. Las madres del colegio siempre empezaban a cotillear. Había intentado no mencionar al padre de Tom, pero siempre preguntaba alguien. ¿Era divorciada? ¿Separada? Si al final acababa confesando que había enviudado, le hacían más preguntas.
—Prefiero no hablar del tema —acababa diciendo, a sabiendas de que sonaba muy estirada, pero eso era preferible a contar la verdad.
Tom también empezó a hacer preguntas. Siempre supo que su padre estaba muerto, pero al empezar el colegio lo convirtió en un tema recurrente.
—Los otros niños tienen papás y yo no. ¿Por qué no? ¿Por qué murió? ¿Lo sacrificó el veterinario?
Nina le contó esa conversación en particular una noche a Hilary, después de que Tom se acostara. Al menos, sabía qué había provocado la pregunta de Tom. Una de las profesoras le había contado que ese mismo día el gato del colegio había muerto por sorpresa.
—Es bueno que haga preguntas, Nina. De verdad que es bueno. ¿Eso quiere decir que por fin le has contado la verdad?
Nina titubeó en vez de contestar.
—¿Nina?
—He cambiado de tema.
—¿Que has cambiado de tema? ¿Y el tema es la verdad acerca de la muerte de su padre? Nina, tienes que dejar de mentirle.
Sin embargo, había tenido que mentirle, desde el principio, por el bien de ambos. Aunque no todo había sido mentira. Desde que tuvo edad suficiente para comprender, le contó otras verdades, una y otra vez: lo deseado que era, cuánto lo habían querido Nick y ella desde que supieron que estaba embarazada. Lo puntual que había sido al nacer, justo cuando salía de cuentas. Sin embargo, fue incapaz de detenerse ahí.
Le contó lo emocionado que estaba Nick en el paritorio. Que su padre había ayudado a cortar el cordón umbilical, que Nick había sido quien gritó (sí, gritar, a todo pulmón) que era un niño en cuanto Tom nació. ¡Gritó tan alto que sus padres, que esperaban fuera, pudieron oírlo! Le dijo a Tom lo mucho que le gustaba a Nick cogerlo en brazos, jugar con él, bañarlo y vestirlo. Que solía cantarle nanas para que se durmiera. Lo bien que se le daba cambiarle los pañales. Que solía levantarse dos o tres veces de madrugada para comprobar que su hijito dormía bien. Que su actividad preferida tras llegar del trabajo era sentarse en el porche de su casita, apoyar los pies en la barandilla y acunar a su hijo contra su pecho mientras le contaba con voz muy seria cómo le había ido el día.
—Ya se te daba muy bien escuchar incluso entonces —le dijo a Tom.
Le contó que fue Nick quien le compró su primera pelota de fútbol para su primer cumpleaños; su bate de críquet en miniatura y el juego de pelotas para el segundo; la bicicleta con las dos ruedas de apoyo para el tercero. La equipación de fútbol infantil con su nombre en la espalda para la Navidad de ese mismo año. Que fue Nick quien lo llevó a nadar por primera vez en la playa del pueblo…
—Me dijo que rugiste como un león cuando metiste los pies en el agua por primera vez.
Describió todos los detalles posibles de los tres primeros años de relación entre padre e hijo, dándole a Tom todos los recuerdos que pudo y ahorrándole la verdad de que su padre nunca lo había visto, mucho menos cogido en brazos.
—¿Le has dicho a Tom que tenía tres años cuando su padre murió? —preguntó Hilary cuando por fin lo confesó—. Ay, Nina, ¿por qué?
Intentó explicarse, intentó hacerle entender a Hilary que era muy consciente del lío en el que se había metido. Hilary, para su alivio, siguió haciéndole preguntas hasta entenderlo todo.
—¿Nunca ha querido ver fotos suyas con su padre? —preguntó.
Nina titubeó.
—Le dije que se inundó una de las casas en las que hemos vivido y que todas las fotos que teníamos de ellos dos juntos se perdieron.
—¡Ay, Nina! —repitió Hilary.
Su hermana la obligó a prometerle que le contaría la verdad pronto. Cada año, a medida que se acercaba su cumpleaños, Nina se juraba que iba a hacerlo. Y cada año pasaba la fecha sin que sucediera.
Cuando Tom cumplió nueve años, su mudanza anual parecía igual que las demás. Para ese entonces ya estaba trabajando a tiempo parcial, pero no como diseñadora gráfica, sino como auxiliar administrativa en inmobiliarias, tiendas de bricolaje, dependencias municipales o lo que surgiera. Como era habitual, el día antes del cumpleaños/aniversario, Tom y ella se montaban en el coche con el maletero y los asientos traseros atestados con sus pertenencias. Tom ya iba en el asiento del copiloto, y parecía aceptar como siempre la vida nómada que llevaban. Nina se preguntó cuánto tiempo duraría. Ya había empezado a ver signos de independencia en él. Hasta ese momento, siempre había aceptado alegremente sus motivos para mudarse. Le decía que el trabajo se había acabado en ese pueblo. O que había oído hablar de una fabulosa ciudad que quería enseñarle. A veces se limitaba a convertir su vida en una especie de historia, describiéndolos como dos personajes de un libro que iban en busca de aventuras.
—Echaré de menos este sitio —dijo Tom la víspera de la mudanza, mientras ella empaquetaba lo poco que había acumulado en su último apartamento.
Nina levantó la vista, sorprendida.
—¿Este sitio? ¿Qué tiene de especial este sitio?
—Me gusta mi habitación. Y mis amigos del colegio.
—Ay, Tom, tendrás una habitación incluso mejor que esta. Y amigos nuevos.
—¿Tengo que hacer siempre nuevos amigos? ¿No puedo empezar a quedarme con algunos antiguos?
Mientras se alejaban en coche a la mañana siguiente, las palabras de Tom resonaban en su cabeza. Por un instante sopesó la idea de quedarse en esa ciudad, de fingir que su falso trabajo en ese destino que todavía tenía que decidir había desaparecido y de volver a matricular a Tom en el colegio. Sin embargo, algo la instaba a seguir. Esa ciudad no había sido la adecuada para ellos, se dijo. Tal vez la siguiente lo sería. Dondequiera que estuviese. Todavía no se había decidido.
—Tengo una idea estupenda —dijo al tiempo que se detenía en el arcén. Acababan de pasar las últimas casas y los últimos edificios de la ciudad, y no había nada a su alrededor salvo explanadas vacías y eucaliptos, mientras la carretera se extendía hacia el horizonte—. Dentro de poco será tu cumpleaños. Tú eliges dónde vamos a vivir a continuación.
Le dio el mapa de Australia, rezando en silencio que no escogiera Perth, a casi cuatro mil kilómetros al oeste, o Tasmania, un poco más cerca, pero con un trayecto en ferry incluido. Tom estudió el mapa y después señaló un punto en mitad de Victoria, un estado colindante. Nina le levantó el dedo con cuidado y leyó el nombre del lugar que había escogido.
—Castlemaine. ¿Por qué Castlemaine, Tom?
—Me gustan los castillos[2] —respondió él.
—A mí también. —Aunque no había visto uno en la vida y tampoco creía que lo hubiera en Castlemaine—. Pues a Castlemaine nos vamos, para celebrar tu cumpleaños.
Nunca había estado en Castlemaine ni en la región de Goldfields, conocida por las minas de oro. Nunca había estado en Victoria. Sin embargo, mientras Tom y ella atravesaban la ciudad bien entrada la tarde del día siguiente sucedió algo. La luz era hermosa, suave y dorada, y calentaba los antiguos edificios de piedra que flanqueaban la amplia calle principal. Siguió las instrucciones de Tom, que le decía que doblase a la izquierda en tal calle y a la derecha en tal otra, o que siguiera recto en alguna dirección, y cuanto más veía, más le gustaba. La arquitectura era variadísima, desde un enorme mercado con columnas y una estatua que parecía sacada de Italia hasta un teatro de estilo art déco, pasando por varias iglesias magníficas de estilo gótico, con sus gabletes. Recorrieron calles flanqueadas por árboles, pasando por delante de la alegre escuela de educación Primaria, y también de muchas tiendas, de una piscina e incluso de una impresionante galería de arte.
Después de registrarse en un hotelito, compraron un cartucho de pescado frito con patatas en una tienda de la calle principal y se sentaron a comérselo en un banco cercano. Dos personas les sonrieron y los saludaron al pasar por su lado. Un perrito se les acercó corriendo, aceptó una patata frita y se marchó. Una bandada de cacatúas Galah alzó el vuelo de repente desde el enorme árbol que tenían enfrente, convirtiendo el aire en un torbellino rosa y gris, acompañadas por sus furiosos y estridentes graznidos.
Tom lo observó todo sin decir nada antes de comerse la última patata frita y volverse para mirarla.
—Me gusta este sitio.
—A mí también —dijo ella.
Pasaron la semana siguiente recorriendo la zona en busca de una casa de alquiler. Quería espacio e intimidad. Después de mirar un buen número de propiedades, encontraron una granja pequeña, amueblada con sencillez, en el campo, a veinte minutos de Castlemaine. Era perfecta. Jamás se había imaginado viviendo a miles de kilómetros del paisaje tropical donde se había criado, pero la belleza de los inmensos prados, del cielo azul y de las suaves colinas que los rodeaban la conmovió desde el primer día. Era una casita de ladrillo, con una puerta roja y con jardín delante y detrás; además, a su alrededor solo había espacios abiertos. Se mudaron en una semana. Dos días después, Tom empezó a asistir al colegio local.
Las primeras semanas en la granja le resultaron muy solitarias, pero no permitió que nadie se percatara, mucho menos Tom o su familia. Con el permiso de sus caseros, que vivían en Sydney, pintó cada estancia de un color distinto, escogiendo amarillos luminosos, azules intensos y cálidos rojos. Recorrió Castlemaine, así como Bendigo y Ballarat, dos ciudades cercanas, en busca de tiendas de segunda mano para conseguir muebles adicionales, jarrones y telas para las cortinas. Fue a los mercadillos en busca de plantones. Compró ropa de cama nueva, su único lujo.
Comenzó a pintar de nuevo. Eso también fue una sorpresa. Estaba pintando la pared de la sala de estar, con Tom a su lado, que se encargaba de otra sección más pequeña. Aburrido, Tom dibujó lo que insistió en llamar perro.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Tu perro necesita un amigo?
Cuando Tom asintió con la cabeza, los sorprendió a ambos dibujando una rápida versión de un perro de dibujos animados, con la boca abierta y un bocadillo en el que escribió «¡Guau!».
Tom puso los ojos como platos.
—Pinta otro —le pidió.
Dibujó otro perro. Tom le pidió un gato. Una jirafa. Un mono. Un canguro. Se habría pasado la noche dibujando si Tom se hubiera salido con la suya. Esa noche, después de acostarlo, terminó de pintar la habitación, tapando los dibujos. A la mañana siguiente, Tom se quedó desolado al ver que ya no estaban.
—Me encantaban esos animales.
Comenzó a pintar en cuanto volvió de llevarlo al colegio, mezclando colores, preparando el fondo, sumida en una especie de torbellino creativo, casi borracha por la alegría. No paró hasta que llegó la hora de ir a buscarlo. Esa tarde, le dejó entrar en la casa con la condición de que mantuviera los ojos cerrados hasta que ella se lo dijera. El dolor de sus brazos desapareció en cuanto le vio la cara.
Había cubierto la pared principal de su dormitorio con un mural de fauna australiana: canguros, koalas, dingos, equidnas e incluso un ornitorrinco. Pero no estaban infantilizados, sino que tenían carácter, personalidad. Se bañaban en arroyos azulados, jugaban en campos de tierra rojiza, trepaban a árboles con púas, se asomaban entre las exuberantes hojas de los arbustos. Incluso había pintado unos pájaros autóctonos en el techo: cacatúas Galah, con sus plumas rosadas y grises; loros rojos, amarillos y verdes; y cucaburras púrpura.
—Ya era hora —dijo Hilary cuando Nina se lo contó.
Dos días después, el cartero le entregó una enorme caja llena de lienzos, pinceles y buenas pinturas al óleo. No había nota en el interior. No hacía falta. Nina sabía lo que Hilary quería decirle.
Su madre dijo que lo que sucedió a continuación fue una intervención divina, pero Nina había renunciado a Dios hacía mucho. Sabía que más bien fue fruto de la coincidencia y la oportunidad. Dos meses después de que Tom y ella se mudaran a Victoria, antes de que consiguiera encontrar trabajo como secretaria, y justo cuando su situación económica comenzaba a ser preocupante, uno de sus antiguos compañeros de universidad dio con ella. En ese momento, su antiguo compañero trabajaba para una empresa que comercializaba diferentes productos. Estaban a punto de sacar al mercado una nueva línea de galletas y necesitaban un gancho. Su compañero se había acordado de un monigote que ella solía pintar en clase para pasar el tiempo y entretener a sus compañeros. ¿Le interesaba? No podía prometerle nada porque la empresa tenía un montón de diseñadores gráficos en su punto de mira…
Les mandó por fax un buen número de bocetos ese mismo día. Su compañero de clase la llamó con la buena noticia de que había conseguido el trabajo, más entusiasmado que ella.
Aunque la empresa los adoraba, el público no respondió. Todas las esperanzas y todo el alivio que sintió al conseguir el contrato se evaporaron seis meses después, cuando la empresa dejó de comercializar las galletas.
Esas fueron sus horas más bajas. Tom y ella solos en una granja apartada, a kilómetros de distancia de cualquier persona. Volvió a concentrar su miedo y su ira en Nick, obligándose a olvidar lo mucho que lo quería, a olvidar su bondad y su amabilidad, y poniéndolo a caldo por tener ese accidente, por abandonarla, por abandonarlos a ambos. Así no se había imaginado su vida. Quería una vida feliz. ¿Qué había hecho para merecer eso?
No les habló a sus padres ni a su hermana de su situación. Habrían insistido para que volviera a casa, y eso habría sido todavía peor. Pese a todo, pese a sus apuros económicos y a lo sola que se sentía, también tenía la sensación de que ese era su lugar, de que su sitio estaba en mitad de ese paisaje. Poco a poco, empezó a pintar los paisajes que rodeaban su casa. Sus primeros intentos eran demasiado formales, demasiado pulcros, ya que se dejó llevar por su formación como artista gráfica. Mientras Tom dormía, siguió pintando, reutilizando los lienzos. Las horas que pasaba sentada en el porche con la vista clavada en los pastizales comenzaron a dar sus frutos, ya que poco a poco comenzó a capturar los suaves colores, el brillo de la luz en los troncos de los eucaliptos, los sutiles cambios de color en la hierba, en la tierra y en las piedras.
Su compañero de la universidad la rescató una vez más. Una tarde la visitó acompañado por su mujer y reparó en los lienzos, en las pinturas y en los tarros con los pinceles, y le pidió ver los cuadros. Eran buenos, le dijo. Muy buenos. Se sentía culpable de que la última vez no hubiera salido bien. Tal vez no debería confiar en él de nuevo, pero estaba trabajando para una empresa que fabricaba recuerdos para los turistas. Cajitas de galletas, reglas, cartas… cualquier cosa que pudiera llevar la imagen de Australia. Le preguntó si podía enseñarles su trabajo.
La ficharon de inmediato. Su compañero de universidad lo negoció todo. El sueldo no era nada del otro mundo y no recibiría el reconocimiento por su trabajo (cedía todos los derechos a la empresa), pero sería una fuente de ingresos constante y podía trabajar en casa.
Así se había estado manteniendo ella y manteniendo a Tom desde entonces. Sus cuadros aparecían en postales, paños de cocina, cubiertas de libros y cajitas de galletas. Pintaba todo lo que le decían, a partir de la vida real si quería captar la flora o a partir de fotografías si querían captar la fauna salvaje. Nunca se quejaba, nunca pedía más trabajo del que le daban. No era ambiciosa. Solo quería seguridad.
Sabía que sus padres seguían preocupándose por ella. Al igual que su hermana. Pero también se habían ido dando cuenta de que Nina estaba, si no feliz (no era la palabra adecuada), sí contenta. Tranquila. Se habían dado cuenta de que vivir en el sur le sentaba bien, aunque a ellos no les gustase. La visitaban con frecuencia, escogiendo con sumo cuidado la estación del año, ya que el clima de Victoria les parecía demasiado frío, acostumbrados como estaban al clima tropical de Queensland.
Nina ansiaba sobre todo las visitas de Hilary. Su hermana siempre parecía muy serena, indiferente a las adversidades de la vida. Su visita más reciente se produjo la semana posterior al castigo de Tom. Nina se alegraba de que hubiera una tercera persona en la casa. Tuvo que obligarse a cumplir las condiciones del castigo y a aguantar los silencios de Tom, así como el continuo golpeteo de la pelota de críquet contra el depósito para recoger el agua de lluvia, una y otra vez, día tras día, cuando él sabía perfectamente que el ruido la desquiciaba si intentaba pintar.
El primer día de la visita de Hilary, durante la cena, Tom estuvo hablando sin parar de Spencer y de Templeton Hall.
—Parece un sitio estupendo, Tom —dijo Hilary, que miró de reojo a su hermana—. Es una pena que te fueras sin decirle nada a tu madre y le dieras un susto de muerte.
Después de que Tom se acostara, Nina y Hilary se sentaron junto al fuego para compartir una botella de vino tinto del lugar.
—Gracias por apoyarme —dijo Nina—. Empezaba a desear no haberlo castigado sin salir.
—Solo te está castigando por castigarlo. Se le pasará. Aprenderá la lección. —Se volvió para comprobar que la puerta del dormitorio de Tom estaba bien cerrada antes de continuar en voz baja—: ¿Pero qué problema hay con ese Spencer Templeton? ¿Es un adorador del diablo? ¿O es que no quieres que tu hijo tenga un amigo?
—Tiene muchos amigos.
—Pero ninguno que viva tan cerca. Nina, Tom es un chico fantástico y muy bien educado. No permitas que un error eche por tierra lo que podría ser una buena amistad para él.
—Es que no creo que deba pasar mucho tiempo en Templeton Hall.
—¿Por qué no? Me habría encantado visitar un lugar así cuando tenía la edad de Tom. ¿Qué vas a hacer? ¿Encerrarlo hasta que cumpla los dieciocho?
—No quiero que se le llene la cabeza de pájaros. Y no te rías, sabes a lo que me refiero. —Intentó quitarle hierro al asunto—. Vamos, Hilary, los Templeton no son una familia normal que vive en una casa normal. Es imposible que sean más distintos de nosotros. Yo, madre soltera que lucha por llegar a fin de mes, y ellos, los que viven en la casa grande, dan fiestas y se bañan en champán…
—¿Madre soltera? Eres viuda, Nina, y sigo sin entender por qué crees que debes ocultarlo. Y no me sueltes otra vez la excusa de que no quieres que te tengan lástima.
—No es una excusa. Es la pura verdad. Además, estábamos hablando de los Templeton, no de mí. Son un tema de conversación mucho más fascinante que yo.
—Estás obsesionada con ellos, ¿verdad?
—No estoy obsesionada con ellos. Solo tengo una curiosidad sana. No es lo mismo ni mucho menos.
—Pues vuelve a Templeton Hall. Conócelos. Averigua si es bueno que Tom se relacione con ellos.
—No puedo. Me hiciste prometer después de la fiesta que no me relacionaría con ellos.
—Eso fue hace dos años. Pero no sabía que seguías preocupada por el tema. Ve y coge el toro por los cuernos, Nina. Enfréntate a tus miedos. Has avanzado mucho desde entonces. Al igual que ellos, por lo que tengo entendido. ¿Te has enterado de que han ganado un premio importante?
—Sí.
—¿Y de que celebraron una boda hace un mes?
Saltaba a la vista que Hilary había estado hablando con varios habitantes de Castlemaine. En la ciudad se rumoreaba que los Templeton habían rociado de pintura verde los setos para que se vieran mejor en las fotografías. Y se decía que la novia los iba a denunciar por daños y perjuicios después de descubrir que se le había manchado el vestido.
Hilary sonrió.
—Puede que te cueste evitarlos si Tom se convierte en el mejor amigo de su hijo. Vendrán a tomar el té y a hablar contigo antes de que te des cuenta.
—Tom no se convertirá en el mejor amigo de su hijo y ellos no empezarán a venir para tomar el té ni para beberse un vaso de agua.
—¿Qué te apuestas?
—Nada, me niego a apostar. Ahora cierra la boca y dame esa botella.
Durante el resto de la visita de su hermana, Nina consiguió evitar cualquier conversación sobre los Templeton.
En ese momento, sin embargo, mientras se dirigía al coche para recoger a Tom, se arrepintió de no haber apostado con Hilary. Habría ganado seguro. Desde que Hilary se fue, Tom había dejado de mencionar el nombre de Spencer Templeton. Y los Templeton tampoco habían aparecido para intentar entablar una amistad.
Ya estaba bien de los Templeton y de Templeton Hall, se dijo. Era hora de concentrarse en la noche que le esperaba con Tom. Cuando arrancó el coche y enfiló la carretera en dirección a Castlemaine, se hizo una promesa. Esa noche le contaría toda la verdad sobre su padre. Ojalá.