La siguiente vez que se encontraron en la charca de los cangrejos, Spencer le contó a Tom todo lo del accidente de Gracie.
—Iba conduciendo por la avenida principal a cien kilómetros por hora y derrapó, y el coche dio cuatro vueltas de campana y estuvo a punto de quedarse sin un brazo. El policía tuvo que traerla a casa en brazos y dejó todo el suelo lleno de sangre.
—¿Sigue allí?
—Todavía queda un poco. Mi madre limpió lo demás. ¿Quieres verla? —le preguntó Spencer, emocionado.
Tom recordó que su madre le había prohibido traspasar la valla que separaba ambas propiedades. Recordó que le había dicho que no quería que volviera a Templeton Hall. Pero no recordaba por qué.
—¿Y qué pasa con los cangrejos?
Spencer se encogió de hombros.
—Mañana seguirán aquí, ¿no?
Al cabo de media hora, Tom no daba crédito a lo que veían sus ojos. Había recorrido Templeton Hall el día de la fiesta de inauguración, pero no recordaba que fuera tal como lo veía en ese momento. ¿Cómo era posible que no hubiera vuelto nunca más? ¡Era una casa fantástica! ¡Más que fantástica!
Spencer le enseñó todas las habitaciones de la planta baja y de la planta alta. El comedor, el salón y la salita matinal. Tom ignoraba que las habitaciones pudieran tener todos esos nombres. Recorrió la enorme cocina, la despensa, los tres cuartos de baño con sus grandes bañeras en las que podrían bañarse tres personas juntas. Había ocho dormitorios. ¡Ocho! Spencer también le enseñó con orgullo la sangre que manchaba el suelo del vestíbulo. Tom pensó que más bien parecía una mancha de pintura, pero Spencer insistió en que era sangre. Su madre debía de haber seguido limpiando esa mañana, adujo Spencer.
Tom también conoció a algunos miembros de la familia. Spencer le había dicho que se preparara, que sus tres hermanas eran asquerosas, sobre todo las dos que estaban en casa porque el internado les había dado vacaciones. Pero a Tom le cayeron muy bien, aunque parecieron un poco sorprendidas de verlo.
—¿Te han dejado olvidado tus padres después de la visita del pasado fin de semana? —le preguntó una de ellas, Charlie, si Tom no recordaba mal.
—Es de aquí —le explicó Spencer, pronunciando la última palabra como si ser de la zona fuera algo malo—. Quedamos en la charca.
La otra hermana le dijo algo a la tal Charlie que le pareció muy gracioso, porque se echó a reír aunque él no entendió la broma.
La hermana que tenía más o menos su edad se llamaba Gracie, la que había sufrido el accidente de tráfico, y era bastante más simpática y normal que las otras dos. Estaba en el salón. Le sorprendió ver que no llevaba el brazo en cabestrillo después de haber estado a punto de perderlo, pero Tom decidió no preguntarle. La niña estaba puliendo una hilera de jarras de plata. Spencer cogió una, se la acercó a la cara e hizo una mueca graciosa para que Tom viera su reflejo distorsionado. Después lo invitó a coger una e intentarlo. Él lo hizo. Gracie también, y fue muy divertido. Los tres sacándoles la lengua a las jarras.
En ese momento, entró el padre de Spencer.
—Bienvenido a Templeton Hall, niño de la granja de aquí al lado —lo saludó después de que Spencer lo presentara con esas palabras y se marchó sin que Tom pudiera decir otra cosa que no fuera hola.
—¡Se llama Tom! —gritó Spencer al ver que su padre se iba—. Ven, Tom, vamos arriba. Hasta luego, Gracie. Que las pulas bien.
—Hasta luego, Gracie —repitió Tom.
—Encantada de conocerte, Tom —replicó ella, muy sonriente.
Pasaron la siguiente hora turnándose para bajar por el largo y pulido pasamanos de la escalinata. Era mucho más divertido que cualquier parque de atracciones de los que Tom había visitado. Perdió la noción del tiempo, se le olvidó la cena, el silbato, se le olvidó todo mientras bajaban por el pasamanos, volvían a subir, bajaban de nuevo y repetían la operación una y otra vez, sin que nadie se lo prohibiera.
—¿De verdad te dejan hacer esto? —le preguntó a Spencer.
—Me dejan hacer lo que quiero —contestó él.
Tom acababa de realizar una rapidísima bajada por el pasamanos que Spencer celebró con un grito cuando sonó el teléfono y alguien llamó a la puerta principal.
—Escóndete, rápido —susurró Spencer.
—¿Por qué?
—Tú hazlo —dijo Spencer—. Aquí, rápido.
Tom siguió a Spencer por el vestíbulo hacia una gran estancia con sofás, mesas, una chimenea y una pantalla protectora con un ciervo pintado detrás de la que se escondieron.
—Una vez me escondí aquí durante dos horas —le susurró Spencer mientras se agazapaban—. Lo puedes escuchar todo.
Y tenía razón, descubrió Tom. Desde el escondite, escuchó al hombre que había llamado a la puerta identificarse como policía. Escuchó que mencionaba su propio nombre y después: «Su madre está frenética», «Lleva más de dos horas desaparecido», «Hemos revisado todas las charcas» y «¿Por casualidad no lo habrán visto?»
—¿Un niño de unos doce años? —preguntó el señor Templeton—. ¿De pelo oscuro? Sí, está aquí.
—¿Está aquí? —repitió el policía—. ¿Aquí? ¿Puedo usar su teléfono?
—Será mejor que salga —dijo Tom, poniéndose en pie.
—Todavía no —susurró Spencer, agarrándolo—. Espera hasta que nos encuentren. O hasta que estén desesperados del todo. Lo que pase antes.
Tom se sentía raro, como si hubiera dos versiones de sí mismo. El Tom que obedecía a su madre, que llevaba el silbato, que se entristecía cuando su madre se preocupaba por él. Pero el otro, la nueva versión de sí mismo, el Tom que se sentía en ese momento… era distinto. ¡Un policía lo estaba buscando! ¡Llevaba toda la tarde haciendo travesuras en esa casa tan grande! Se sentía mal y a la vez se sentía bien. Era emocionante. Una aventura. Sabía que después tendría problemas, lo tenía muy claro. Pero también comprendió otra cosa: había merecido la pena.
—¿Spencer? ¿Tom? ¿Spencer? —A esas alturas los llamaban tres voces distintas y una de ellas se estaba acercando.
—Ahora salimos —dijo Spencer con firmeza. Y salió de detrás de la pantalla—. Lo siento. ¿Habéis estado buscándonos? Estamos aquí.
Tom se colocó junto a Spencer, sintiendo una extraña mezcla de rebeldía y emoción.
—Estamos aquí —repitió.
Dos horas después, a Tom le dolía aún el brazo allí donde su madre lo había agarrado; la espalda, por culpa del tremendo abrazo que le había dado y los ojos, por contener las lágrimas después de verla llorar a ella. Además, seguía pasmado por la severidad del castigo.
—Un mes castigado, Tom. ¿Lo entiendes? Castigado. Teníamos un trato y has desobedecido todo lo que te he dicho. Nunca había estado tan preocupada. Pensaba que estabas muerto, que te habías ahogado o que te habían secuestrado. Un mes castigado y sin paga. Saldrás de casa o del patio para ir al colegio o al entrenamiento de críquet y punto. ¿Lo entiendes? No habrá salidas, ni caprichos ni nada.
—Pero Spencer me ha invitado a volver mañana. Él…
—Olvida a Spencer. Olvida a esa familia y olvídate de esa casa. No volverás nunca.
—Pero él también está solo. Tampoco tiene amigos por aquí.
En ese momento, Nina dejó de gritarle.
—Tú tienes un montón de amigos. En el colegio, en el equipo de críquet…
Tom no replicó.
La voz de su madre se suavizó un poco.
—Si hago esto, es porque te quiero, Tom. Pensaba que te había pasado algo terrible. De haber sido así, no podría soportarlo.
—Pero no ha pasado nada. Solo estábamos divirtiéndonos.
—Sé que tú lo ves de esa forma, pero sigues castigado. Buenas noches. Te quiero.
Tom sabía que debería haberle dicho «Yo también te quiero». Porque quería a su madre. Pero no paraba de pensar en esa casa tan enorme, en la escalinata, en Spencer y su familia… Y se sentía muy mal por pensar lo que estaba pensando, aunque fuera solo un minuto. Sin embargo, una diminuta parte de sí mismo deseaba que esa casa fuera la suya, que esa familia fuera la suya, en vez de tener que contentarse con su casita y su pequeña familia. Su madre y él.
—¿Tom? —Su madre se acercó otra vez para abrazarlo y darle un beso en la cabeza. No había parado de tocarlo desde que el policía lo llevó de vuelta a casa—. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero —replicó él por fin.
Una semana después del incidente con «el niño de la granja de aquí al lado», tal como lo conocía la familia, alguien llamó a la puerta del despacho, molestando a Henry, que en ese momento estaba intentando poner al día la contabilidad, si bien hacía un buen rato que lo había abandonado y estaba hojeando un catálogo de antigüedades.
—Adelante —dijo.
Primero apareció Charlotte, luego Audrey y después Gracie y Spencer.
—Una delegación —comentó Henry, que soltó la revista y los miró con expresión alegre—. Justo lo que me apetecía ahora mismo. ¿A qué se debe este inesperado placer?
Sus tres hijos más pequeños miraron a la primogénita, que lucía una expresión desafiante.
—Hemos venido a entregarte nuestra renuncia.
—¿Vuestra renuncia? ¿A qué renunciáis, exactamente?
—A nuestros trabajos. Renunciamos a trabajar para mamá y para ti. No queremos seguir haciéndolo.
Henry se puso en pie, apoyó las manos en el escritorio y suspiró.
—Charlotte, algunos días nos enfadamos con las circunstancias que nos ha tocado vivir. Y deseamos poder estar en otro sitio muy distinto de donde estamos. Hay días en los que nos gustaría que el destino nos hubiera repartido otras cartas. Pero, ¿renunciar a la familia? Lo siento, pero hay un pequeño detalle: tenemos lazos de sangre. No podéis abandonarla.
—No vamos a abandonar la familia. Estamos abandonando Templeton Hall.
—¿Y adónde os mudáis? ¿Al gallinero? ¿A Castlemaine? ¿O planeas vivir durante todo el año en el internado? Spencer, te encantará vivir allí. Podrás ser el niño mimado de todas las chicas.
—Papá, lo decimos en serio —terció Audrey, que se había maquillado de forma exagerada y se había peinado de forma muy elegante.
Gracie no dijo nada, pero parecía estar al borde de las lágrimas. Spencer parecía enfadado.
—Muy bien —replicó Henry—. En ese caso, vuestra madre también debería estar presente. Disculpadme un momento.
Sus cuatro hijos siguieron quietos donde estaban, sin moverse, mientras él salía al pasillo. Y lo escucharon llamar a su madre a gritos.
—No lo aceptará. Te dije que no lo aceptaría —dijo Audrey entre dientes—. Deberíamos haberlo hecho a mi manera.
—¿Con una huelga de hambre? —replicó Charlotte también entre dientes—. Olvídalo. Tendrá que aceptarlo de todas formas. ¿Qué va a hacer, obligarnos a disfrazarnos? ¿Apuntarnos a la cabeza con una pistola mientras guiamos a los turistas?
Gracie parecía estar a punto de llorar.
—A lo mejor deberíamos haberlo discutido antes con él, no venir directamente y presentarle la renuncia.
La conversación se interrumpió cuando escucharon que sus padres se acercaban. Los cuatro se enderezaron y mantuvieron la vista al frente.
Henry fue el primero en hablar:
—Eleanor, nuestros cuatro hijos acaban de aparecer diciendo una cantidad de cosas extrañísimas. Repítelo todo, Charlotte. A lo mejor lo entiendo si lo escucho una segunda vez.
En esa ocasión, Charlotte se dirigió a su madre.
—Renunciamos. No queremos seguir siendo guías.
—Ni disfrazarnos más —añadió Audrey.
—Ni que la gente venga a nuestra casa y nos mire como si fuéramos loros de circo.
—Son monos, Charlotte, no loros —la corrigió Audrey.
—Cállate, Audrey. Mamá, lo decimos en serio. Vamos a hacer huelga. Tendréis que buscar a otras personas para hacer los recorridos turísticos.
—¿A otras personas? —le preguntó Henry con voz melosa—. ¿A otros cuatro niños que posean una lealtad familiar más profunda y que comprendan que trabajar juntos de este modo es la única manera de mantener en pie Templeton Hall?
—Ya basta, Henry —lo reprendió Eleanor, que habló con voz serena y muy compuesta—. Supongo que todos tenéis vuestros motivos, ¿verdad? ¿Os parece que los escuchemos y los discutamos?
Charlotte se cruzó de brazos.
—Nuestra posición es innegociable.
—Lo único cierto en la vida es la muerte y los impuestos —dijo Henry con alegría—. Todo lo demás es negociable. Charlotte, veo que eres la líder del grupo, aunque Audrey también parece tener las cosas muy claras. En cuanto a ti, Spencer, me da la impresión de que preferirías estar ahí afuera, cazando palomas. Gracie, mi pequeña Gracie, ¿de verdad opinas lo mismo? ¿Ya no quieres seguir participando de la diversión familiar?
Un pellizco de Charlotte provocó una respuesta chillona por parte de la aludida.
—¡No! No. Ya no.
—¿Y por qué?
Gracie volvió a mirar a Charlotte, que asintió con la cabeza con vehemencia.
—Es bochornoso.
—¿Disfrazarse con ropa de la época colonial y compartir tu herencia y la historia de este gran país con los turistas es bochornoso? ¿Por qué?
Otro pellizco de Charlotte.
—Porque parecemos tontos —contestó Gracie en voz muy baja.
—Estoy seguro de que los cientos de miles de niños, niñas y adultos que llevaban esta ropa en el año 1860 no pensaban que parecían tontos. De hecho, yo creo que son los turistas que vienen a vernos con esas pintas tan modernas los que parecen tontos. Esos tops tan ajustados, esas camisetas llenas de eslóganes, esos pantalones cortos tan espantosos… Pero muy bien, queja anotada. Audrey, ¿cuáles son tus motivos?
—No tenemos tiempo para nosotros. Tenemos que hacer lo mismo todos los fines de semana. Nuestras amigas del internado tienen vidas normales.
—¿Vidas normales? ¿Qué es una vida normal?
—Ven la televisión, van de compras, practican deporte…
—¿Y ganan dinero haciendo todo eso?
—Bueno, no. Tienen pagas mensuales.
—¿Y están ganando una valiosa experiencia laboral gracias a su trato con el mundo exterior mientras ven la televisión, van de compras o practican deporte?
—Bueno, no, pero…
—¿Y están atesorando una gran cantidad de recuerdos de infancia inolvidables que alimentarán durante años cientos de conversaciones durante las reuniones familiares?
Audrey se encogió de hombros.
—¿Consiguen de esa forma que sus padres se sientan tan orgullosos de ellos como vuestra madre y yo nos sentimos todos los fines de semana de vosotros al ver que sois tan educados, tan simpáticos y tan locuaces mientras nos ayudáis a mantener Templeton Hall? Y no solo hacéis que nos sintamos orgullosos nosotros, porque seguro que también lo están vuestros antepasados, desde el tío abuelo lejano que construyó esta preciosa propiedad pasando por todos aquellos que han estado relacionados con ella a lo largo de los años, cada uno de ellos estrechando los lazos entre Inglaterra y Australia. ¿Creéis que estarán orgullosos?
Audrey, Gracie y Spencer parecían un poco perdidos. Charlotte se mantuvo firme.
—Nos tenéis esclavizados, papá. ¿De verdad es para sentirse orgulloso?
—Ni que te obligara a tejer a mano veinte alfombras al día…
—No tienes en cuenta nuestra opinión. Nos ordenas que hagamos las cosas, no pides nada por favor.
—Sí que lo hago, ¿verdad?
—No —respondieron sus cuatro hijos a la vez.
—Eleanor, ¿verdad que lo hago?
—No —contestaron cinco voces en esa ocasión.
—¿Esta huelga es porque no pido las cosas por favor?
Charlotte asintió con la cabeza.
—Esa es una de nuestras reivindicaciones. Y también nos gustaría discutir el asunto de nuestros sueldos.
—Que yo sepa no tenéis sueldo fijo.
—Exacto —replicaron Charlotte y Audrey a la vez. Gracie se estaba mordiendo el labio. Spencer se había sentado en el suelo y se estaba atando los cordones de los zapatos entre sí.
—Spencer, si te atas los dos zapatos, te caerás de bruces —le advirtió Eleanor.
Spencer siguió a lo suyo.
—Así que esto de la huelga va en serio, ¿no? —preguntó Henry.
—A menos que nos presentes un plan de trabajo con condiciones justas, mamá y tú os quedáis solos —respondió Charlotte.
—Mamá, tú y Hope —la corrigió Gracie.
Charlotte contuvo una sonrisa.
—Por supuesto. Qué tonta soy. Se me olvidaba Hope. La servicial Hope. La feliz Hope. La borrachina Hope.
—Ya vale, Charlotte —la reprendió Eleanor.
—Bueno, pues dejadme ver vuestras reivindicaciones —dijo Henry—. Supongo que están escritas en ese papel que llevas en la mano. Es obvio que no se trata de tus tareas escolares, si tenemos en cuenta tus notas.
—Papá, no tiene gracia. Ya te he dicho que mis profesores tienen problemas de actitud muy graves.
—Qué raro que la culpa siempre sea de los profesores. Charlotte, ¿por qué no reconoces aunque sea por una vez que tus malas notas tienen mucho que ver con tu mal comportamiento?
—No estamos hablando de mis notas.
Henry se enderezó de repente.
—No, pero creo que deberíamos hacerlo. Supuestamente somos una familia, una familia que trabaja unida para lograr el bien común: conseguir que Templeton Hall se convierta en una fuente de ingresos de la que todos podamos beneficiarnos. Sé que a veces pensáis que es un proyecto vanidoso por mi parte, que solo se trata de un juego, de una diversión. ¿A que ha sido divertidísimo abandonar nuestras raíces en Inglaterra y recorrer medio mundo para recibir la herencia de unos antepasados casi olvidados? Y sí, reconozco que ninguno de vosotros dio su consentimiento para hacerlo, que ninguno pidió nacer siendo un Templeton, y que a veces hay formas mucho mejores de pasar un fin de semana que interpretando el papel de un guía turístico del pasado. —A esas alturas, se paseaba de un lado a otro de la estancia y se había convertido en el centro de atención. Spencer incluso se había desatado los cordones y había vuelto a ponerse en pie—. A veces, queremos lo que no tenemos. A mí me pasa. ¿Queréis que os sea sincero? Charlotte, me gustaría mucho más que agradecieras el dineral que nos cuesta mantenerte en el internado trabajando mucho y haciéndote valer, en vez de utilizar tu gran inteligencia buscando nuevas formas para culpar a los demás de tus fracasos. Audrey, sí, sé perfectamente que el arte dramático te resulta mucho más apetecible que la química, pero me encantaría que le hicieras caso a nuestra experiencia, que consiguieras una titulación que te garantice un empleo y que después te dediques a la interpretación. Gracie, te queremos, lo sabes, os queremos a los cuatro, pero no pasa nada si a veces las cortinas de la casa no están todas descorridas a la perfección o si los cubiertos no se han puesto de forma milimétrica en la mesa. Nos encantaría que te relajaras un pelín. Y Spencer…
Todos miraron a Spencer, que parecía ansioso porque llegara su turno.
—Tienes diez años —dijo Henry—. Sigue haciendo lo que haces. Ya te diremos algo cuando cumplas los once. —Volvió a mirarlos a todos—. Y ya está. Todos deseamos que las cosas sean distintas, pero es imposible. Así que ¿cómo lo solucionamos? Más dinero, ¿eso lo arreglaría?
—Ayudaría —contestó Charlotte en voz baja.
—¿Y menos horas de trabajo? Me parece un poco injusto, más dinero por menos horas.
—¿Podemos tener algún fin de semana libre de vez en cuando por lo menos?
—Podemos organizar el calendario de trabajo de otra forma, por supuesto. ¿Algo más?
Audrey habló, pero con la vista clavada en los pies.
—Estoy harta del vestido rosa que me habéis hecho.
—Yo también. Ese color no te favorece. Muy bien, disfraces nuevos. Para todos. ¿Mejoraría eso las cosas?
Los cuatro asintieron con la cabeza.
—Genial. ¿Algo más, ahora que estamos manteniendo esta maravillosa y sincera discusión?
—Tengo una pregunta —dijo Charlotte.
—Qué sorpresa… —replicó Henry—. Dime, Charlotte.
—Me gustaría saber qué planes futuros tienes para Templeton Hall.
—¿Cómo dices?
—Me pregunto si has pensado qué va a pasar cuando…
Henry se echó a reír.
—Esto es increíble. Tú, mi hija mayor, ¿me estás preguntando si he pensado qué va a pasar con la propiedad cuando abandone el plano mortal?
—¿El plato mortal? ¿De qué está hablando? —susurró Spencer, preguntándole a Audrey.
—Plano mortal —le contestó Audrey también en voz baja—. Está hablando de cuando muera.
—¿Se está muriendo? —quiso saber Gracie, asustada.
—No, Gracie, no me estoy muriendo —contestó Henry—. Que yo sepa, claro. Y espero tardar en hacerlo. Charlotte, ha sido una pregunta muy sutil. ¿Tendré que echarle un ojo a la sopa de ahora en adelante por si lleva matarratas? ¿Debo preocuparme si te veo con el metro midiendo para encargar alfombras nuevas?
Charlotte se puso coloradísima.
—No me refería a eso. En el colegio me lo preguntan a todas horas. Si vamos a heredar Templeton Hall los cuatro a partes iguales, y si la propiedad lleva vinculada algún título nobiliario.
—Por lo que acabas de decir, el título que mejor te va es el de Ángel de la Muerte.
—No lo entiendo —protestó Gracie.
Eleanor intervino en ese momento.
—Ya habrá tiempo para hablar de esto otro día.
—Exacto —convino Henry—. Además, todavía no he terminado mi testamento. Es posible que se lo deje a las gallinas. O a Hope.
—No tiene gracia, papá —protestó Charlotte con expresión enfurruñada.
—No, ninguna. Lo siento. Charlotte, de verdad, en cuanto tenga una premonición certera del día de mi muerte, me aseguraré de llamarte para explicarte al detalle mis planes concernientes a la propiedad. ¿Te molestará mucho tener que esperar?
Charlotte negó con la cabeza, aunque seguía sin parecer muy contenta.
—Muy bien. Gracias. Gracie, por favor, alegra esa cara, te prometo que no estoy a punto de morirme. Spencer, deja los cordones de los zapatos de tu hermana. En cuanto al resto de vuestras reivindicaciones referidas al mantenimiento de Templeton Hall… perdón, en cuanto al resto de vuestras sugerencias, redactaré un contrato. Gracias por concedernos vuestro tiempo. Nos veremos esta noche durante la cena.
Eleanor esperó a que sus hijos se marcharan para cerrar la puerta y volverse hacia su marido.
—A los pobres los ha arrollado un tren sin que se den cuenta.
Henry sonrió.
—Según mi experiencia, todas las revueltas pueden detenerse hablando rápido.
—¿Harás lo que piden? ¿Nuevo calendario de trabajo, nuevos disfraces y fines de semana libres? ¿Aunque no podamos permitírnoslo?
—Eleanor, todo consiste en mantener un delicado equilibrio. Hay que ofrecer mucho, dar poquito y dejar casi todo en el tintero. En el mundo hay muchos gobiernos y tiranos cuya vida se rige por ese credo. ¿Quién soy yo para hacerlo de otra forma?
—Tal vez deberíamos hacer exactamente eso.
—¿El qué?
—Hacer las cosas de otra forma, empezando desde cero. Poner a la venta Templeton Hall, saldar nuestras deudas y volver a Inglaterra. Hacer borrón y cuenta nueva.
—¿Lo dices en serio?
Ella asintió con la cabeza.
—Eleanor, amor mío, si fuera posible, sabes que lo haría. Pero estás al tanto de las condiciones de la herencia, igual que lo estoy yo. No podemos vender la propiedad hasta dentro de veinte años e incluso entonces tendremos que conseguir un permiso legal. Sé que ha sido difícil y que las cosas pueden empeorar todavía más, pero al menos estamos juntos en esto, ¿no? Todos, en familia, disfrutando de una aventura en el otro extremo del mundo, ofreciéndoles a nuestros hijos recuerdos especiales que atesorar para siempre…
Eleanor levantó una mano.
—Henry, por favor, ya vale. Tu público ya se ha ido.
—¿Mi público? Eleanor, ¿de qué estás hablando? Estoy hablando con el corazón en la mano, le estoy hablando a la dueña de mi corazón.
Ella meneó la cabeza, sonriendo a esas alturas.
—Henry Templeton, eres un zorro con un piquito de oro. Lo sabes, ¿verdad?
—Por supuesto. —Atravesó la estancia para acariciarle una mejilla a su mujer—. Te convencí de que te casaras conmigo, ¿no?