Cuatro días después del accidente de Gracie, Nina Donovan, que tenía treinta y cinco años de edad, leía el periódico semanal de la localidad en la cocina de su granja, una propiedad cercana a Templeton Hall. En la portada destacaba un gran titular: «Conductora menor de edad crea el caos.»
Nina ya estaba al tanto de todo. Recibió la primera llamada minutos después del choque, al llegar a casa tras llevar a su hijo de doce años, Tom, al partido de críquet. Volvió a casa con la cabeza ocupada pensando en todo lo que tenía que hacer aunque fuera sábado.
Era ilustradora, pero trabajaba por cuenta propia, de modo que su reputación y sus ingresos dependían tanto del cumplimiento de los plazos de entrega como de su talento artístico. Quien llamaba era la madre de un compañero del colegio de Tom, sin apenas aliento por la emoción, para describirle el disfraz de la niña, la colisión y la llegada del policía.
—Esa familia es capaz de lo que sea con tal de llamar la atención, ¿a que sí? —le preguntó la mujer cuando acabó el relato—. El reportero del periódico local también ha estado allí, haciendo fotos. Justo lo que ellos querían.
Si fuera cualquier otro día, Nina habría estado de acuerdo con su amiga y se habría lanzado a criticar a los Templeton sin demora, pero el caso era que no estaba de humor. Y se sorprendió a sí misma al defenderlos:
—¿De verdad crees que son capaces de obligar a una niña a sufrir un accidente para conseguir publicidad?
—Ya han hecho cosas del estilo antes —le recordó su amiga con cierta irritación al ver que no le seguía el juego.
Nina no tardó en encontrar una excusa para colgar.
El asunto era hasta cierto punto gracioso, concluyó mientras acababa de leer el artículo del periódico. Solo por ser la vecina más cercana de los Templeton, la gente suponía que o bien quería escuchar cualquier cotilleo sobre ellos o bien estaba al tanto de todo lo relacionado con la familia. La verdad era que sabía lo mismo que todos los demás. Y prefería que siguiera siendo así. Después de lo sucedido cuando cometió el error de asistir a su primera fiesta dos años antes, decidió mantener las distancias.
Claro que ya había comentarios sobre ellos mucho antes de la fiesta. Incluso la habían llevado a ver Templeton Hall hacía casi tres años, recién instalada en la zona, más de un año antes de la llegada de los Templeton. Aunque en aquel entonces no se llamaba Templeton Hall. El agente inmobiliario que le enseñó las propiedades en alquiler de la zona se mostró muy orgulloso de enseñarle la mansión colonial más antigua de la localidad.
—Dieciocho habitaciones, entre las que se incluyen ocho dormitorios, tres cuartos de baños y una enorme cocina, además de un jardín de más de una hectárea. Tal vez un poco grande para usted, ¿no?
Se salía un poco de su presupuesto, comentó ella con sequedad. De todas formas, la propiedad no estaba disponible, le informó el agente.
—Forma parte de un fondo fiduciario de algún tipo. Llevamos un tiempo esperando la llegada de un duque o de una duquesa en un jet privado para reclamar la herencia.
Al final, resultó que no llegó ni en un jet privado ni era un miembro de la aristocracia. Fueron los Templeton, una familia de seis o siente miembros, los que llegaron de Inglaterra. Cada vez que iba a comprar a la ciudad, ellos eran el tema de conversación.
—Los abogados han tardado años en localizarlos, según parece.
—Se están gastando una fortuna en las renovaciones.
—Nina, seguro que tú los has visto, ¿verdad?
Sin embargo, no los había visto. Bueno, seguramente lo habría hecho si hubiera cambiado su paseo diario y hubiera enfilado el largo camino de entrada a la propiedad, si hubiera atravesado el extenso jardín delantero y se hubiera asomado por una de las veintitantas ventanas de la mansión. Pero había decidido no hacerlo. La habían criticado tanto a lo largo de los años que no veía nada agradable en someter a otra persona a semejante escrutinio. Así que se limitó a desearles buena suerte a los Templeton, que parecían una familia muy agradable.
—Hablan rarísimo —insistía en comentar el hombre que trabajaba en la oficina de correos.
Tres meses después de su repentina llegada, los Templeton celebraron una fiesta. Y lo anunciaron en el periódico local. Una mañana aparecieron pasquines pegados en los escaparates de la tiendas. Los comerciantes supusieron que era obra de alguno de los niños. Porque estaban pegados a la altura de los ojos de un niño. Todos los vecinos residentes en un radio de cincuenta kilómetros recibieron un pasquín que colaron por debajo de sus puertas, Nina incluida. Todos insistían en que no habían oído a nadie, y que los perros no habían ladrado. Un compañero de colegio de Tom decidió, tras escuchar a su madre hablando sobre el silencioso reparto nocturno de pasquines, que había elementos sobrenaturales en acción. Y así anunció que los Templeton eran fantasmas que vivían en una casa encantada. Logró convencer a casi todos sus compañeros de clase. A partir de ese momento, poco importó lo que los padres tuvieran que decir al respecto. Los Templeton no solo eran raros, ni extranjeros, ni hacían locuras con tal de renovar la antigua mansión, además eran criaturas del inframundo.
Sin embargo, los que no creían en fantasmas tenían muchas otras cosas por las que sentirse disgustados.
—¿Una fiesta? Pero, ¿qué se han creído, que son de la realeza?
Lo sorprendente era que ningún conocido de Nina, ni siquiera los familiares de sus conocidos, habían hablado con los Templeton. Alguien comentó que había visto a la madre en el supermercado una mañana temprano con el carrito lleno de comida, pero por lo visto pagó y se marchó antes de que pudieran hablar con ella. Los niños no se habían inscrito en ninguno de los clubes deportivos de la localidad. Según parecía, alguien vio al señor Templeton en un bar de Castlemaine un viernes por la noche, pero resultó ser una falsa alarma. Todo el mundo se refería a él como «señor Templeton». Parecía raro llamarlo por su nombre de pila, que se rumoreaba que era Henry.
La mañana de la fiesta, Nina no se sorprendió al escuchar más tráfico del habitual en las carreteras cercanas. Echó un vistazo a su reloj. Las nueve y media. La fiesta comenzaría a las diez. Hacía un día estupendo y soleado. Tom y ella no perderían nada por ir a echar un vistazo.
Mientras enfilaba el camino de entrada con Tom (que en aquel entonces tenía diez años) montado en bicicleta a su lado, lo primero que pensó fue que tal vez los niños del colegio habían acertado al pensar en las fuerzas sobrenaturales. Cuando visitó la propiedad con el agente inmobiliario, el camino de entrada estaba casi cubierto por la maleza y lleno de baches. Los árboles que flanqueaban el camino necesitaban una buena poda y la valla, una buena reparación. En esos momentos, la valla estaba flamante. Los árboles habían sido sometidos a una experta poda de modo que conformaban una fresca bóveda natural sobre el camino. El camino seguía siendo de tierra, pero estaba nivelado y en el lateral derecho se había dispuesto una zona peatonal.
Si el trabajo del camino era impresionante, el de la mansión parecía un milagro. Ya había unas cuarenta personas deambulando por el jardín delantero cuando Nina llegó, todos ellos comentando con asombro el cambio obrado en la propiedad. El jardín estaba inmaculado, la arenisca de la fachada parecía pulida, las contraventanas estaban recién pintadas y los cristales relucían. Debía de haberles costado una fortuna. ¿Cómo era posible que lo hubieran hecho en tan poco tiempo? Y otra incógnita: ¿qué narices hacían allí?
Nina escuchó que un reloj de pared marcaba la hora, pero no sabría decir dónde estaba emplazado. Las diez. La puerta principal se abrió. Y apareció un sonriente Henry Templeton. Saludó con entusiasmo a los congregados estrechándoles la mano, dándoles palmadas en el hombro e incluso se inclinó para besar a los niños.
—¡Bienvenidos! Sean todos bienvenidos. Bienvenidos a Templeton Hall.
Hablaba con un acento muy inglés y sus modales eran… pues sí, muy regios. Aparentaba cuarenta y tantos largos, tal vez cincuenta. De rostro delgado, moreno y con arrugas. Pelo oscuro y con un flequillo que se apartaba de vez en cuando con la mano. Una altura superior a la media. Llevaba un frac oscuro, corbata y unos relucientes zapatos negros con hebillas que parecían más adecuados para un salón de baile que para un jardín polvoriento.
—¡Válgame Dios! —escuchó Nina que exclamaba alguien a su lado—. Está loco.
—¿Qué es esto, el set de rodaje de una película? —se oyó preguntar.
Eso era, pensó Nina. Eso era lo que parecía. Todo parecía artificial, como si hubiera aparecido durante la noche y fuese a desaparecer con la misma rapidez. El mismo Henry Templeton parecía un actor interpretando el papel del aristócrata inglés dueño de una propiedad campestre bajo el intenso sol australiano, rodeado por amplias llanuras amarillentas en vez de por ondulados campos verdes.
Una vez que Henry Templeton se presentó a todos los reunidos en el jardín delantero, volvió a los escalones de entrada, se cubrió los ojos con una mano y los invitó a pasar al interior.
—Están en su casa. Echen un vistazo. Vean todo lo que hemos hecho. Y después espero que se diviertan en el jardín lateral donde les espera una animada fiesta.
Y fue entonces cuando Nina reparó en las guirnaldas que adornaban la hilera de árboles situada en la fachada oriental de la mansión. También reparó en la música, un sonido tintineante parecido al de un xilófono.
Henry Templeton volvió a hablar:
—Sin embargo, antes de que continúen, permítanme presentarles a mi familia. Mi esposa, Eleanor. —Y de la casa salió una mujer bajita de pelo oscuro, unos diez años más joven que él—. Mi hija mayor, Charlotte. —Una adolescente regordeta de unos quince años con una abundante melena castaña recogida en una coleta los miró con expresión desafiante—. Mi segunda hija, Audrey. —Una niña preciosa, alta y delgada, con una melenita recta pelirroja—. Gracie, la menor de mis hijas. —Una sonriente chiquitina, de nueve o diez años, con una melena rubio platino en la cabeza tan encrespada que a Nina le recordó a un diente de león—. Y mi único hijo, el benjamín, Spencer. —Un niño enfurruñado con rizos dorados de unos siete u ocho años salió de la mansión, los miró ceñudo y volvió a entrar—. Y, por supuesto, mi cuñada, Hope. —Una morena muy elegante que aparentaba unos treinta años los saludó con una inclinación de cabeza desde la parte posterior del grupo. No sonrió ni dio un paso al frente.
La creciente multitud contempló a los Templeton mientras los Templeton hacían lo propio. Se produjo un silencio mientras ambos grupos se observaban. Las cinco mujeres de la familia iban ataviadas al estilo colonial. En Henry tal vez hubiera pasado desapercibido, ya que su aspecto era formal pero de alguna forma encajaba con la mansión. Sin embargo, en el caso de las mujeres era imposible confundir su aspecto. Eleanor llevaba un vestido largo de color azul claro con un bonete a juego. El vestido de Hope era igual, pero confeccionado con satén rojo brillante. Las tres niñas estaban monísimas con sus vestidos largos, guantes y zapatos de satén, pensó Nina. Hasta el chiquitín iba disfrazado con pantalones cortos, tirantes y gorra, que a juzgar por los tirones que le daba debía de ser el motivo de su enfado.
—Vamos, no sean tímidos. —Henry Templeton volvió a sonreírles antes de repetir el gesto para invitarlos a pasar—. ¡Bienvenidos a Templeton Hall!
—¿Cómo lo ha llamado? —preguntó el hombre situado junto a Nina a voz en grito.
—Templeton Hall —respondió Henry Templeton con una sonrisa deslumbrante—. La propiedad acaba de ser oficialmente rebautizada hoy en nuestro honor, pero también fortuitamente en honor de William Templeton, uno de los topógrafos más brillantes de la historia de Australia y arquitecto de muchos edificios locales. Un caballero que da nombre a varias de sus calles, por supuesto, pero este es nuestro homenaje particular. Esta tarde desvelaré la placa de forma oficial, pero si no pueden quedarse hasta entonces, les ruego que le echen un vistazo. De hecho, ¿qué les parece si la leemos ahora?
Y se acercó a una cortina de terciopelo que ocultaba una placa de bronce situada en la pared junto a la puerta principal para descorrerla con una floritura.
Templeton Hall, inaugurado oficialmente en mayo de 1860, rezaba.
—Hay un error, compañero —dijo alguien—. Estamos en 1991, no en 1860.
—Ah, no, ni hablar —replicó Henry Templeton con una sonrisa amable—. En cuanto atravesaron las puertas de la propiedad retrocedieron en el tiempo, ¿no se han dado cuenta? ¿Creen acaso que llevaríamos esta ropa de no ser así? Templeton Hall abre sus puertas hoy de forma oficial como si fuera una cápsula del tiempo y estuviéramos en 1860. Me siento honrado y emocionado al ver que todos ustedes han venido a compartir un día tan especial con nosotros. Así que, por favor, entren y siéntanse como en casa con los Templeton hoy, ya que los restantes fines de semana se cobrará la visita, una cantidad simbólica. Y asegúrense de hablarles de nosotros a sus familias, a sus amigos, incluso a sus enemigos. —Se echó a reír con alegría y después se volvió y entró en la mansión, seguido por el resto de la familia.
En un principio, la multitud titubeó, pero al cabo de unos instantes se produjo una estampida hacia la puerta principal de la casa. Las conversaciones no tardaron en llenar todas las estancias mientras la gente iba de habitación en habitación, exclamando al ver las reparaciones, los muebles y el trabajo realizado; lo auténtico que parecía todo, lo mucho que debía de haber costado y también, aunque en voz baja, lo raro que les parecía.
Henry Templeton no paraba de moverse, de sonreír, de señalar algún cuadro o alguna mesa mientras les contaba breves anécdotas de los días de la fiebre del oro y respondía preguntas con simpatía, elegancia y buen humor por muy groseras o impertinentes que fueran. Las cinco Templeton disfrazadas parecían flotar sobre el suelo más que caminar (otra vez el toque fantasmal, pensó Nina) de habitación en habitación, sonriendo a los invitados y hablando con su precioso y elegante acento inglés.
—Se arruinarán en un mes —escuchó que comentaba más de una persona.
—Les robarán todo en un mes.
—Está como un cencerro.
—La familia entera está como un cencerro.
Nina y Tom se quedaron media hora. Recorrieron las habitaciones y Nina se asombró como todos los que deambulaban por la mansión, pero se reservó su opinión. No sabía nada sobre los interiores de las grandes mansiones durante la fiebre del oro de 1860, pero apostaría cualquier cosa a que lo que veían era una fiel reproducción: los lustrosos muebles de madera, el llamativo papel estampado de las paredes, las mullidas alfombras sobre el pulido parquet, los retratos, paisajes y bodegones que colgaban de las paredes. En cualquier estancia de la casa se veían objetos cotidianos como jarrones, lámparas, libros encuadernados en cuero, incluso un elegante conjunto de cepillo del pelo y espejo de mano, dispuestos sobre cómodas y taquillones como si alguien los hubiera dejado después de usarlos. En la alargada mesa de la cocina había cubiertos, cuencos de cerámica, utensilios de madera y lo que parecían verduras recién cortadas. En las estanterías se alineaban tarros antiguos y botellas. Incluso había un delantal y un rodillo para amasar cubierto de harina. Todo parecía ideal. Todo encajaba. Sin embargo y pese a la extraña situación, la familia Templeton había logrado que Nina se sintiera como si acabara de asomarse por casualidad a un día normal y corriente en sus vidas.
Mientras recorría la mansión, se fue encontrado en las distintas estancias a las mujeres disfrazadas. Tocaban el piano, bordaban o la miraban con una sonrisa. En una de las estancias orientadas hacia el jardín delantero, la salita matinal, la había llamado alguien, la niña pequeña estaba jugando con una peonza que también parecía sacada del siglo anterior.
Sin embargo, el hechizo se rompió en el comedor. Nina pensó al principio que se trataba de Eleanor, la esposa de Henry Templeton, pero recordó el vestido rojo y comprendió que era la cuñada. ¿Hope? Una de las mujeres que estaba recorriendo la casa, atrapada sin duda por el hechizo, preguntó por la servidumbre.
Hope la escuchó con aire aburrido, aunque contestó con el mismo refinamiento y languidez que empleaban los demás:
—Teníamos una doncella, una joven irlandesa, pero no era de fiar. Ese es el problema de vivir en las colonias, hay mucha chusma y los peores de todos son los irlandeses. Una panda de estafadores es lo que son. Lo llevan en la sangre. Y los italianos son iguales.
Tal vez la mujer trataba de bromear. Tal vez fue una respuesta fiel al espíritu de la época que trataba de emular. El caso fue que la burbuja estalló para Nina. En ese momento, la estampa completa, toda la pantomima que rodeaba la casa, dejó de hacerle gracia. Y sintió deseos de protestar.
«Me llamo Nina Therese Donovan, Kelly de soltera, y su comentario me ofende», quería decir.
Se imaginó que su padre la animaba a expresar su protesta en voz alta. Él estaba orgulloso de su herencia irlandesa.
Hope seguía hablando:
—Los chinos son igual de estafadores. Unos ladrones, casi todos ellos.
Dos mujeres de rasgos orientales que estaban cerca de Nina parecieron enfadarse tanto como ella.
—Si dependiera de mí, traería a toda la servidumbre de Inglaterra. Aunque ahora mismo la situación es tan mala como en cualquier otra parte del mundo. Las leyes de inmigración son demasiado permisivas. Dejan entrar a cualquiera. Tengo más indios cerca de casa de los que viven en India. En cuanto a los negros…
Nina echó un vistazo a su alrededor y comprobó que formaba parte de un grupo multirracial.
—Tal vez crea que estoy exagerando —decía Hope—, pero debería ver algunas de las calles de Londres cercanas a mi antiguo domicilio. Jamás pensaría que está en Inglater…
—Ya está bien —la interrumpió Nina en ese momento, consciente del intenso rubor que le cubría las mejillas—. Me da igual que estén interpretando un papel, pero sus comentarios son racistas y ofensivos.
—Estoy diciendo la verdad y si no le gusta, márchese.
En ese momento, alguien entró en el comedor, cuya puerta estaba detrás de Nina.
—¿Le estás pidiendo a uno de nuestros invitados que se marche? Querida Hope, ¿qué está pasando? —Era Henry Templeton.
—Me he limitado a explicar la situación actual aquí y en casa, y esta mujer parece haberse ofendido —contestó Hope, malhumorada.
Henry se volvió hacia Nina.
—¡Querida, lo siento mucho! Dígame, ¿cómo se llama?
—Mi nombre no importa —contestó ella.
—Se llama Nina Donovan —respondió Tom, que estaba a su lado.
—¿Donovan? Un buen apellido irlandés.
—No empiece, bastante hemos tenido con ella —señaló una mujer situada junto a Nina. La conocía. Era Carmel O’Leary, una trabajadora de la biblioteca.
—¿Sería tan amable de explicarme lo que ha pasado?
Nina se lo contó mientras Hope los observaba molesta y las demás personas a su alrededor asentían con la cabeza, apoyando su versión.
—Le pido disculpas —dijo Henry Templeton—. Hope, ¿no te pedido por favor que te reserves tus pensamientos?
—¿Mis pensamientos? Querrás decir mi sincera opinión.
—¡Eleanor! —Henry llamó a su esposa desde el vano de la puerta—, ¿podrías venir un momento? —Mientras esperaba a que su esposa apareciera, se dirigió de nuevo a Nina—. Querida Anna…
—Nina.
—Querida Nina, le pido disculpas. Tristemente, así opinaban ciertas personas en 1860.
—Estoy segura de que así era. Lo que me molesta es que sea claramente lo que ella opina en 1991.
—Por favor, no se ofenda. ¿Le apetece sentarse un rato y tomarse una taza de té? Estoy seguro de que eso la relajará.
Esa fue la gota que colmó el vaso para Nina.
—No, no me apetece, la verdad. Nos vamos ahora mismo y no volveremos en la vida. Es una racista y usted acaba de tratarme como si yo fuera imbécil.
Acababan de recoger la bici de Tom, que habían dejado junto al sendero del jardín, cuando escuchó que alguien la llamaba:
—¡Oiga, disculpe! ¡Oiga!
Era la mujer del comedor. Hope.
Nina se detuvo, esperando a que se disculpara. Tom observó la escena en silencio, a su lado, moviendo su bici hacia delante y hacia atrás.
Hope la miraba con un brillo semejante al odio en los ojos.
—¿Cómo se atreve? —le preguntó.
—¿Cómo dice?
—¿Cómo se atreve a humillarme de esa manera en mi casa? ¿Quién se cree que es para entrar en casa de una familia como esta y hacer semejante alarde de mala educación?
—¡Un momento! La maleducada fue usted. Sus comentarios han sido ofensivos.
—¿Ofensivos? Tiene problemas para aceptar la verdad, ¿no? —A esas alturas, Hope estaba gritando.
—Mamá… —le dijo Tom.
Nina colocó una mano sobre el hombro de su hijo para tranquilizarlo mientras miraba sin dar crédito a la mujer. Intentó mostrarse razonable.
—Mire, sé que todo esto es una broma, juegos y diversión para los turistas a fin de ganar dinero…
Hope alzó la barbilla.
—Esto no es ninguna broma. Es historia en tiempo real. Y todos nos lo tomamos muy en serio. Reitero todo lo que he dicho y voy a decirle cuatro cosas más. Salga ahora mismo de esta propiedad, junto con su hijo, y no vuelva en la vida. No es bienvenida. ¿Me ha oído? ¡Fuera de aquí o llamo a la policía!
A esas alturas, Tom miraba a la mujer con los ojos desorbitados mientras se pegaba a su madre. La gente que paseaba por el jardín comenzaba a mirar. Nina estuvo tentada de decirles que se acercaran para oír mejor la conversación. ¿Y se suponía que ese sitio era una atracción turística?
La mujer dio un paso hacia ella.
—¿Quiere que se lo repita? Fuera. Largo.
El paseo de vuelta por el camino de entrada no fue tan agradable como cuando llegaron. Pese a los gritos de Hope, Tom le dijo que no quería marcharse todavía.
—Tenemos que irnos. No son personas amables, Tom.
—Pero quería ver la fiesta…
—Lo sé. Lo siento, pero tenemos que irnos.
—¿Te has enfadado conmigo?
—Por supuesto que no. Estoy enfadada con ellos, no contigo.
—¿Porque su casa es más grande que la nuestra?
La pregunta le arrancó una carcajada. Cuando llegaron a casa, después de diez minutos caminando por el seco y polvoriento camino, su hijo había olvidado el enfado.
Nina no, claro. En todo caso, estaba todavía más enfadada. La incómoda sensación la acompañó durante toda la tarde. Esa noche se acostó temprano, poco después de que lo hiciera Tom, e intentó distraerse con un libro y después con una revista, antes de abandonar cualquier intento, frustrada. Apagó la lamparita de la mesita de noche. Después la encendió. Volvió a apagarla y comenzó a dar vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño e irritada consigo misma.
Se incorporó y encendió la lámpara del techo para mirar la foto que adornaba la pared situada frente a la cama. La foto de su boda, tomada once años antes. Parecía tan joven… Bueno, era joven. Solo tenía veintidós años. Y era muy feliz. En aquel entonces, su pelo era negro, sin canas como las que tenía en ese momento, y sus ojos azules tenían una mirada optimista. A su lado y sacándole casi treinta centímetros de altura, su marido, Nick, la miraba a los ojos con una sonrisa. El fotógrafo había captado el momento a la perfección: el amor que irradiaba la cara de Nick, las arruguitas de sus ojos, su piel bronceada y su expresión alegre que proclamaba la felicidad de ese día. Aunque no fue solo de ese día. Nick era el hombre más alegre y optimista que había conocido en la vida. El antídoto perfecto para su naturaleza ansiosa. Siempre lograba tranquilizarla.
—Cariño, todo se arreglará, espera y verás.
Físicamente Tom era una mezcla perfecta de ambos. Tenía la piel morena, la altura y la complexión desgarbada de Nick, el mismo pelo oscuro que ella y los ojos oscuros de su padre. Aunque todavía era un niño, todavía no había cumplido los once, era evidente que también había heredado el carácter decidido de su padre, su naturaleza sosegada, su alegre sentido del humor…
Y lo sintió de nuevo. La desesperada necesidad de tener a Nick a su lado otra vez. El deseo de volverse y encontrárselo al otro lado de la cama para ventilar con él sus preocupaciones, y enorgullecerse juntos de su hijo. El lado vacío de la cama pareció burlarse de ella, como de costumbre. Era imposible adivinar cuándo iba a aparecer el dolor, incluso después de todos esos años. La cosa más tonta podía desencadenarlo: la almohada sin usar; un anuncio televisivo de vacaciones familiares; o ciertas ocasiones como la de ese día, porque sabía que si Nick hubiera estado con ella, la habría hecho reírse al cabo de unos segundos por las tonterías que había dicho la tal Hope. Nick lo habría solucionado todo.
A esas alturas, sabía que ya no podría pegar ojo. Así que se levantó y se calentó una taza de leche. Se sentó en el escalón de la entrada con la taza entre las manos e intentó ordenar sus pensamientos y comprender por qué la habían irritado tanto los acontecimientos de ese día. Los comentarios racistas de Hope, sí. La actitud paternalista de Henry Templeton, sí. Incluso había una pizca de verdad en la pregunta de Tom. A veces, desearía vivir en una casa más grande.
Pero mientras se bebía despacio la leche, sentada en el escalón bajo el cielo nocturno, escuchando relajada los ruidos de los pájaros y de los animalillos cobijados en los arbustos que rodeaba la casa, comprendió que ninguna de esas tres cosas había suscitado su reacción.
Mientras exploraba Templeton Hall, mientras observaba a la familia interpretar sus papeles (no a Hope, sino a los demás), se había percatado de que una extraña y triste emoción se abría paso en su interior. Envidia. No de la casa grande, del enorme jardín o de la evidente fortuna familiar. Sentía envidia de los Templeton en sí. Eran una familia. Una familia feliz. Una madre feliz, un padre feliz y cuatro hijos felices.
El contraste entre ambos no podía ser más evidente. Allí estaba ella, en su pequeña granja alquilada, manteniéndose a duras penas y avanzando como podía mientras añoraba espantosamente a su marido y se sentía sola, triste y muy preocupada por Tom, por el dinero, por el futuro. Y allí estaban ellos, la perfecta familia rica, sin preocupaciones, aventureros, con el dinero y el tiempo suficientes para aparecer desde el otro extremo del mundo y contratar a los mejores albañiles y arquitectos a fin de abrir un museo viviente, con todo ese estilo y aplomo.
La envidia volvió a atacarla con una fuerza abrumadora. Intentó desentenderse de ella recordando los comentarios que había escuchado ese día mientras recorría la casa con Tom. Extravagantes, los había llamado un hombre. Desquiciados. Locos. Excéntricos.
Lo eran, pensó Nina. Sin embargo, sus payasadas parecían divertidas. Cualquier familia que sintiera la necesidad o tuviera el deseo de llevar a cabo semejante renovación para después pasarse los fines de semana disfrazándose tenía que disfrutar por fuerza. Y eso era justo lo que Nina echaba en falta en su vida. La diversión había acabado cuando recibió las noticias de la muerte de Nick.
Intentó rememorar la discusión con Hope. Intentó invocar la furia otra vez. Sin embargo, ya durante el desencuentro Nina había percibido que la mujer no estaba muy bien. Ya fuera porque había bebido o porque hubiera tomado otra cosa, sus ojos parecían desenfocados y sus palabras, exageradas. Como si también estuviera interpretando un papel como el resto de la familia, pero en una obra mucho más siniestra y extraña.
Nina hizo lo que solía hacer en esas ocasiones: entró en casa y llamó a su hermana con la esperanza de que siguiera despierta. Hilary, que tenía treinta y siete años, apenas era catorce meses mayor que ella, era su mejor amiga y confidente, una mujer sensata sin llegar a ser rancia. Después del instituto, estudió para convertirse en contable y trabajó durante cinco años en una importante empresa de Brisbane, tras lo cual se tomó dos años sabáticos durante los que se dedicó a viajar. Cuando volvió, era una mujer renovada, que abandonó la contabilidad y decidió estudiar enfermería. Llevaba cuatro años trabajando como enfermera de quirófano en un hospital de Cairns. Vivía con su marido, con el que se casó hacía ya tres años, y ejercía de feliz madrastra de sus dos hijas adolescentes, fruto de un matrimonio anterior.
Hilary estaba levantada, dispuesta a escucharla, y lo más importante: pareció comprender sus sentimientos de inmediato.
—Mantente alejada de ellos. Ya has cumplido con tu deber como vecina educada, ¿verdad? No eres su arrendataria, ni estás obligada a visitarlos todos los fines de semanas para que unas cuantas señoras estiradas te suelten un sermón racista o para que un hombre, que la verdad necesita unas cuantas lecciones de hospitalidad, te ofrezca una taza de té.
Nina se echó a reír, aliviada y de mejor humor porque estaba totalmente de acuerdo con su hermana en que, efectivamente, no se le había perdido nada en Templeton Hall ni tenía nada que ver con sus nuevos inquilinos.
—Aunque van a intentar conquistarte, lo sabes, ¿verdad? —siguió Hilary—. Van a intentar arrastrarte hacia su mundo. Prométemelo, Nina Donovan. Júramelo sobre la Biblia que tengas más a mano, o sobre una novela barata o sobre una circular del colegio. Júrame que no vas a dejarte arrastrar hasta ese depravado mundo de disfraces, bailes de galas, fiestas en el jardín, sándwiches de pepino y competiciones de cróquet en la hierba y…
—Te lo juro —la interrumpió Nina, que volvía a sonreír.
La voz de su hermana se suavizó.
—Nina, a lo mejor desde fuera parecen perfectos, pero a saber cuál es la realidad. No sé, a veces tú pareces tener una vida perfecta. Un hijo precioso, una carrera de éxito.
—Sí, claro…
—Lo digo en serio, parece que tengas la vida perfecta. Pero olvídalos, cariño. No vuelvas a esa casa. Intenta olvidarlos e intenta olvidar lo que ha pasado hoy. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Era fácil no volver a visitar Templeton Hall. Sin embargo, olvidarlo era muy distinto, porque su ruta para llevar a Tom al colegio todos los días pasaba frente al camino de entrada de la propiedad, y de vuelta veía brevemente la mansión entre los árboles. Sin embargo, se obligó a apartar la vista siempre que llegaba a ese punto concreto. Aunque lo más difícil fue aislarse de las noticias de los Templeton. No tardó en comprender que la familia era la fuente principal de habladurías de la zona. A lo largo de los siguientes meses, Nina escuchó incontables anécdotas. Por ejemplo, la de Henry Templeton irrumpiendo en un pleno del ayuntamiento para declararle la guerra al alcalde por haber denegado un permiso de construcción, algo que consideraba vejatorio y sin fundamento lógico. Al parecer, lo seguía un abogado de Melbourne con la intención de apelar el caso en términos y modales más civilizados. Se produjo un acalorado debate, con Henry de protagonista, «como si estuviera en la Cámara de los Lores», lo describió un concejal. El permiso fue concedido una semana después. Soborno, decían las malas lenguas. Poderoso caballero es don Dinero…
La asociación local de empresarios turísticos se mostró igual de contrariada varios meses después al recibir una carta de Henry Templeton, rechazando su «amable invitación» a unirse a ellos. (La presidenta de la asociación comentó que le sorprendía que la firma no incluyera un «lord».)
«Preferimos forjar nuestro propio camino, pero les agradecemos el valioso esfuerzo que realizan para promocionar nuestro precioso entorno», decía la nota.
—Menuda arrogancia… —le dijo uno de los miembros de la asociación a Nina, una tarde que se encontraron en la avenida principal de la ciudad—. ¿Quién se ha creído que es? ¡Nos necesita!
Pero tal parecía que no. Henry Templeton y su disfrazada esposa con acento inglés, sus hijas, su hijo y su cuñada parecían capaces de atraer por sí mismos toda la publicidad que necesitaban. Los periódicos locales publicaban constantes artículos. Nina puso una noche la tele y se encontró a Henry Templeton mirando a la cámara muy sonriente mientras ejercía de anfitrión para el equipo de un programa de actualidad de visita en Templeton Hall.
—En cuanto pones un pie en este maravilloso museo viviente, es como viajar en el tiempo a una época mucho más elegante —decía el narrador.
Dos meses después, volvieron a convertirse en el centro de atención periodística, en esa ocasión por el robo de un jarrón valorado, al parecer, en varios miles de dólares (miles de libras, en realidad, tal como Henry explicó en las numerosas entrevistas que concedió a varios periódicos y emisoras de radio).
—El negocio de Templeton Hall se basa en la confianza —lo escuchó decir Nina—. Es nuestro hogar y los visitantes son nuestros invitados. Sería de pésima educación si sospecháramos de cada uno de sus movimientos.
Los padres de Nina estaban emocionadísimos con el caso. En esa época, se encontraban de visita en su casa y, en opinión de Nina, los Templeton les resultaban demasiado fascinantes. Sin embargo, los llevó hasta el camino de entrada a la propiedad y después, cuando regresaron, escuchó sus anécdotas con más interés del necesario, admitió en su fuero interno. Su guía había sido el chiquitín y una de las chicas mayores, Audrey, creían recordar. Ambos se habían mostrado muy teatrales, le aseguraron, con un sinfín de datos y cifras sobre Templeton Hall. La visita había sido fascinante. Y muy divertida.
—No se lo toman muy en serio, ¿verdad? —afirmó su madre—. Sobre todo el pequeñín. Estuvimos a punto de llorar de la risa con los cuentos que se inventaba. Tenías que haberlo visto con esa ropa tan antigua, con los botones desabrochados y mascando chicle mientras hablaba… —siguió su madre, riéndose de nuevo al recordarlo.
La casa estaba muy limpia, añadió. Como los chorros del oro. ¿Cómo narices lo conseguían?, se preguntó. O bien pasaban toda la semana limpiando o bien contaban con un ejército de doncellas, criados o como quiera que se llamara a la servidumbre en una mansión histórica como esa. Su madre no era la primera en hacerse esa pregunta. El misterio se desveló un día cuando un repartidor afirmó haber visto una tarde entre semana a varios miembros de la familia vestidos cómodamente, fregando los suelos y limpiando las ventanas. Según él, el pequeño no parecía muy contento.
También había muchos comentarios en la ciudad sobre la escolarización tan poco convencional de la familia. Particularmente en el caso de los pequeños, que recibían educación en casa. Hubo quien se preguntó si eso era legal. Y también se discutió si se debería a algún tipo de fundamentalismo religioso. A algunos les decepcionó mucho saber, de una fuente muy fiable, que Eleanor Templeton se había entrevistado con el director de uno de los colegios locales a fin de organizar visitas a la biblioteca del centro. Al parecer, no solo era maestra diplomada y se había encargado de educar a sus hijos en casa durante los ciclos de Infantil y Primaria, sino que también había colaborado en la edición y publicación de un libro en Reino Unido en defensa de la educación en casa durante los primeros ciclos educativos.
No obstante y pese a lo poco ortodoxas que parecían sus vidas, su enfoque empresarial funcionaba a la perfección. Dieciocho meses después de la fiesta, Templeton Hall fue incluida entre las cinco mejores atracciones turísticas de la zona, solo superada por la cercana Sovereign Hill, la fiel réplica de un asentamiento minero con sus minas en funcionamiento, sus tiendas y sus negocios.
—Supongo que estarás deseando ir otra vez a Templeton Hall —le dijo un día a Nina una de sus amigas, la madre de un compañero de colegio de Tom—. ¡Son tus vecinos, por el amor de Dios!
—A ver si adivino lo que me voy a encontrar: una casa antigua, gente disfrazada, antigüedades y lecciones de Historia, ¿no?
—Bueno, sí. Pero es como vivir al lado de Disneylandia y no ir a saludar a Mickey Mouse.
—Seguro que está lleno de bacterias. Imagínate las manos que estrecha todos los días.
—Pero el benjamín de los Templeton es uno o dos años más pequeño que Tom. ¿No sería conveniente que jugaran juntos?
Nina cambió de tema al llegar a ese punto. Sí, sería conveniente, pero no iba a suceder. Presentar a los niños conllevaría volver a recorrer ese largo camino, llamar a la puerta y después ¿qué? ¿Sentirse otra vez abrumada por la envidia y la tristeza? ¿O que Hope volviera a echarla? No sabía qué sería peor.
Sin embargo, en los dos últimos meses la distancia entre ambas propiedades había vuelto a reducirse. Nina estaba inquieta desde que Tom le dijo que se había encontrado a Spencer Templeton en la charca de los cangrejos que separaba ambas propiedades.
Hasta ese momento, Tom había estado muy contento de jugar solo. Cuando se mudaron, eso fue motivo de preocupación para ella. El hecho de que la casa estuviera tan aislada, de que no hubiera niños en el vecindario con los que Tom pudiera jugar después del colegio. Sin embargo, siempre había sido un niño independiente, desde que aprendió a andar, al que no le importaba jugar solo. Igual que su padre. Los fines de semana, Tom se preparaba una bolsa llena de provisiones (un par de bocadillos, una botella de agua, manzanas y chocolate si había) y se marchaba «de aventura» como él lo llamaba.
—No te alejes mucho —solía advertirle Nina—. Y no te hagas daño, ¿vale?
—No lo haré a propósito —replicó él una vez con una sonrisa—. Venga ya, mamá. ¿Por qué voy a hacerme daño?
A Nina le costó la misma vida mantener la sonrisa relajada y dejar que se alejara solo sin pensar que ella se quedaría en casa preocupada durante cada minuto que Tom estuviera fuera de su vista. Era un niño sensato, se dijo. Se lo imaginó trepando a un altísimo eucalipto del que después no podía bajar. O construyendo una balsa en la charca que se hundía en pocos minutos. O perdiendo el sentido de la orientación y despistándose hasta el punto de no ser capaz de encontrar el camino de vuelta a casa, asustado mientras el cielo se oscurecía y la temperatura bajaba…
Hasta la fecha, Tom había demostrado que sus temores eran infundados. Justo cuando los nervios estaban a punto de atenazarla, lo oía silbar o lo escuchaba golpear con un palo la valla que rodeaba su propiedad. El silbido fue lo que le dio la idea, pero tardó un tiempo en reunir el valor suficiente para preguntarle.
Tom no se rio de ella, ni se enfadó. Se limitó a escucharla con esa cara tan agradable que ponía y después repitió lo que ella le había dicho.
—¿Quieres que lleve un silbato y que lo use de vez en cuando para que sepas que estoy bien?
—No debería preocuparme, Tom, lo sé, pero lo hago. Sobre todo cuando te vas solo.
—Sé volver a casa. Conozco muy bien toda la zona.
—Lo sé. Y no quiero que dejes de explorarla. Es que no puedo concentrarme en el trabajo si creo que te has perdido o que te ha pasado algo.
—¿Y si me rompo la pierna por cinco sitios distintos y estoy tumbado en un hormiguero de hormigas rojas mientras una manada de lagartos me come un pie y silbo? ¿Cómo sabrás la diferencia entre un silbido de «Me están atacando» o uno de «No te preocupes, mami, estoy sano y salvo»?
—¿Y si silbas dos veces en caso de que haya piernas rotas, hormigas rojas y lagartos?
Tom sonrió en ese momento y cogió el silbato que ella le había comprado.
Era un silbato antiguo que había encontrado en una tienda de segunda mano de Castlemaine. De plata y cilíndrico, con una inscripción en la parte frontal: «Acme City. Hecho en Inglaterra». La siguiente vez que Tom salió de aventura se sintió mal, sobreprotectora, hasta que el débil pitido del silbato, que escuchaba una vez más o menos cada hora, calmó sus temores por completo y le permitió relajarse y concentrarse en el trabajo. Tan relajada estaba, de hecho, que le sorprendió escuchar el silbato al otro lado de la ventana y descubrir que Tom casi estaba en casa cuando levantó la vista del lienzo. Él se dio cuenta y se echó a reír.
—Te has olvidado por completo de mí, ¿a que sí?
—¡Por supuesto que no! —protestó ella, pero acabó sonriendo—. Lo que pasa es que no estaba preocupada. Que es muy distinto.
Estaba en la cocina, preparando la cena, la tarde que Tom volvió de la charca con una bolsa llena de cangrejos y una historia que contarle.
—Me he encontrado a un niño, Spencer, en la charca. Es de Inglaterra y nunca había oído hablar de estos cangrejos, así que le dije que son australianos y después fue corriendo a su casa a por una cuerda y el cebo y…
—¿Spencer? ¿Te refieres a Spencer Templeton de Templeton Hall?
—¿Lo conoces?
—Lo vimos el día de la fiesta, ¿no te acuerdas? Disfrazado y guiando a la gente por la casa.
—¿Era ese niño? —preguntó Tom, que al parecer le encontró sentido a todo—. Me ha dicho que nunca ha ido al colegio, ni un solo día. Su madre le da clases en casa. ¿Puedes darme clases tú? Sería guay.
—No, no puedo darte clases y ahora mismo todo te resulta guay. —La misma Nina se sorprendió por la reacción que suscitaron las noticias de Tom—. No lo conocemos a él ni conocemos a su familia. Preferiría que no jugaras más con él.
—Pero es el único niño que hay por la zona.
—Puedes traer a tus amigos de clase cuando quieras.
—Pero sus padres tienen que traerlos en coche y luego recogerlos. O tú tienes que llevarme a sus casas y recogerme después. Spencer y yo podemos quedar en la charca. Le he contado lo del silbato. Él también va a conseguir uno, así que si pita, sabré que está en la charca e iré a verlo. Me ha dicho que puedo ir a su casa cuando quiera.
—No, no puedes.
—¿Por qué no?
Le costaba trabajo adaptarse a ese nuevo Tom que cuestionaba todas sus órdenes.
—Porque preferiría que no lo hicieras. Porque no conozco a su familia.
—Pues ve a conocerlos.
—No me hables así, por favor.
La expresión de Tom se volvió rebelde.
—No me dejas hacer nada de lo que quiero.
—Al contrario. —Mantuvo la voz serena con gran dificultad—. Tienes muchísima más libertad de la que tenía yo a tu edad.
—Esto no es libertad —replicó él, pronunciando la última palabra a voz en grito mientras salía y cerraba con un portazo.
Nina se quedó espantada por la furia que la embargó. Quería prohibirle que volviera a ver a Spencer, decirle que no volvería a acercarse jamás a Templeton Hall. Se contuvo a duras penas y no lo siguió hasta su dormitorio para decírselo a gritos. Las emociones volvieron a abrumarla, volvió a desear que Nick estuviera a su lado, volvió a desear que estuviera ahí para que hablara con Tom, para pedirle que lidiara con esa nueva versión del que hasta entonces había sido su cariñoso hijo.
Pero si Nick estuviera con ella, Tom no tendría la necesidad de tener un amigo como el tal Spencer. Nick jugaría con él al críquet y al fútbol, o lo llevaría a pescar cangrejos. Sabía muy bien que esas reflexiones eran contraproducentes y, además, falsas. Si Nick siguiera vivo, Tom y ella no vivirían en Victoria. Estarían viviendo en Queensland, muy cerca de la casa de sus padres, y sus hijos irían al colegio más próximo…
«Olvídalo, olvídalo», se dijo esa noche. «Deja que Tom se lo pase bien. No hagas una montaña de esto.»
Y casi lo logró. Desde esa noche, se las arregló para sonreír mientras escuchaba con interés y serenidad las historias de Tom con su nuevo amigo Spencer. Por lo que ella sabía, solo se vieron en dos ocasiones más, en la charca. Todavía no habían pescado ningún cangrejo, pero habían hablado de construir juntos una balsa usando madera de una de las vallas viejas de Templeton Hall y planchas metálicas que habían sobrado de cuando construyeron el nuevo gallinero. Tom le había dicho que lo transportarían todo con una carretilla. Nina tuvo que morderse la lengua para no advertirle de todos los peligros, tuvo que contenerse para no pensar en los posibles riesgos: clavos oxidados en el hierro, astillas en la madera… Al menos, no se preocuparía por la posibilidad de que se ahogaran. La charca no tendría ni quince centímetros de profundidad en esa época.
La musiquilla que anunciaba en la radio que eran las diez de la mañana la devolvió a la realidad. Era hora de ponerse a trabajar. Mientras dejaba el periódico en la basura para reciclar, se imaginó la emoción que provocaría en la ciudad la última travesura de los Templeton. Y en su propia casa.
«¿Por qué no me has enseñado a conducir?», se imaginaba que le preguntaría Tom. «Todos los Templeton aprenden a conducir cuando son pequeños. Les regalan un BMW cuando cumplen tres años. De tamaño bebé. Con sus iniciales en las puertas.»
Le sentó bien poder reírse del tema. Sabía que Hilary también se reiría si se lo contaba. Estaba a punto de llamar a su hermana y pillarla justo antes de salir para el trabajo, cuando sonó el teléfono. No le sorprendió. Estaban tan conectadas que no era raro que se llamaran al mismo tiempo.
—Me has leído el pensamiento —dijo mientras se acomodaba en el desgastado sillón orejero.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —Era la madre de uno de los compañeros de colegio de Tom—. ¿Has visto el periódico de hoy? ¿Has leído lo del accidente de la niña de los Templeton? Seguro que es un truco publicitario, ¿tú qué crees?
Nina tuvo que contener las carcajadas. Se mordió la lengua para no decir todo lo que quería decir y, en cambio, contestó con voz alegre y despreocupada:
—¿Un accidente? ¿En serio? ¿Qué ha pasado?