2

Esa noche Gracie apenas pudo dormir por el nerviosismo. Ese iba a ser el mejor fin de semana de su vida. No solo había sido el centro de atención durante todo el día, no solo había sobrevivido a un accidente de tráfico (que se volvía más espectacular cada vez que pensaba en él) y no solo su padre había accedido a que ella fuera la guía principal del domingo…

—Siempre y cuando te sientas bien, Gracie. Si estás mareada o te duele la cabeza, tendrás que guardar cama —le había dicho su padre.

No solo todo lo mencionado anteriormente, sino que acababa de pasar una hora entera a solas con su madre. A solas, sin rastro de Charlotte, de Audrey o de Spencer; y sin rastro, sobre todo, de la tía Hope, que parecía apropiarse cada vez más del tiempo de su madre. Solo Gracie, tumbada en la cama, con un ambiente acogedor gracias a la tenue luz de la lamparita, con las cortinas rosas corridas para protegerla del fresco aire nocturno y con su madre tumbada a su lado, acariciándole el pelo y hablándole en esa voz tan baja, la que solo usaba cuando estaba muy preocupada.

—Por favor, Gracie, prométeme que nunca volverás a hacer algo así. Ha sido muy peligroso. Podría haber pasado cualquier cosa.

—Pero las flores…

—Haces bien en ser tan meticulosa… eso quiere decir que te preocupan los detalles —la interrumpió Eleanor. Siempre explicaba las palabras nuevas que usaba, ya fuera durante las lecciones en casa o en cualquier otro momento—. Pero a veces tienes que relajarte un poco con ciertas cosas. Pensar en las consecuencias. Y tener cuidado de no ponerte en peligro y de no poner en peligro a otras personas.

—Pero no me hice daño cuando choqué con el otro coche.

Eleanor dio un respingo al escucharla, y Gracie se sintió culpable al punto.

—No, cierto, pero te lo podrías haber hecho. Y otras personas también se lo podían haber hecho.

—Lo siento, mami. —Como ya tenía once años, intentaba llamar «mamá» a su madre, como hacían Audrey y Charlotte, pero a veces la consolaba mucho llamarla «mami».

Eleanor la abrazó con fuerza y la besó en la coronilla. Se quedaron tumbadas en silencio un rato. Gracie revivió el accidente en su cabeza una vez más, a cámara lenta en esa ocasión, recreándose y exagerando el ruido del impacto, el estruendo del claxon, las carreras de quienes se agolpaban para ver lo sucedido y los comentarios. ¡Los comentarios! Se sentó de golpe y le contó a su madre lo que había oído de «los puñeteros Templeton» y los «pirados Templeton», así como lo de «otro truco publicitario».

—¿Qué es un truco publicitario? —le preguntó a su madre tras una pausa.

—Es una manera de conseguir que la gente se fije en lo que haces y que hable de ti.

—¿La gente cree que provoqué el accidente para que se fijen en mí? ¡No es verdad!

—Lo sé, Gracie. Ha sido un accidente.

—¿Qué otra publi…? ¿A qué otros trucos se refieren?

—No tengo ni idea —contestó Eleanor, pero con esa voz que Gracie sabía que reservaba para cuando fingía no saber algo.

—¿Y por qué nos llaman «los puñeteros Templeton» y dicen que estamos pirados? —quiso saber—. ¿No le caemos bien a la gente del pueblo?

—Gracie, por favor, cuida tu lenguaje. No queda bonito, aunque estés repitiendo lo que otra persona haya dicho. Yo no me preocuparía por lo que has escuchado.

—Pero eso no ha sido todo. Otro hombre ha dicho que nos comportábamos como si nos creyéramos los dueños de todo el lugar. Pero es nuestro, ¿no? ¿Templeton Hall, los jardines y todo lo demás? Si no es nuestro, ¿de quién es? —Gracie se volvió hacia su madre cuando la oyó hacer un ruido raro—. ¿Te estás riendo de mí? ¿He dicho algo gracioso?

—No tiene ni pizca de gracia, cariño. Y tienes que borrarlo todo de tu cabeza. A algunas personas no les gustan los demás, y parece que por desgracia hoy te has topado con unas cuantas.

—A lo mejor debería haberlas atropellado…

Eleanor soltó una carcajada.

—Podrías haberlo hecho, pero creo que es mejor que no.

—¿Eso quiere decir que no somos los puñeteros y pirados Templeton?

—No, Gracie, no lo somos. Ni somos puñeteros ni estamos pirados. Solo somos los normalísimos Templeton.

¿Normales? Gracie no estaba segura de que eso le gustara más.

Al otro lado del pasillo, Charlotte estaba tumbada en la cama, molesta, y no solo por los daños que había sufrido su coche. En circunstancias normales, le gustaban los días cargados de acción y tragedia, pero ese día en concreto había hecho otros planes, que incluían darse un largo baño y empezar un libro nuevo; planes que se habían cancelado cuando quedó claro que iba a ser uno de esos sábados en los que tenían que trabajar todos en Templeton Hall. Apenas opuso resistencia cuando su padre insistió en que ella guiara las visitas en la planta alta en lugar de Spencer.

—¡No es justo! Había cambiado el turno con él. ¿Por qué me toca pringar otra vez?

—Porque eres hija mía, porque te lo estoy pidiendo, porque hoy es un día inusual y porque si no lo haces, te saco del internado y vuelvo a matricularte en el instituto de la ciudad.

Eso fue lo que la decidió, en serio. Había padecido un cuatrimestre entero en el instituto local antes de decirles a sus padres que si la obligaban a volver a ese sitio, prendería fuego a su dormitorio. Era una mala elección en cuanto a amenazas se refería. La tía Hope había intentado hacer algo parecido hacía muy poco tiempo, aunque no lo hizo porque Spencer entró en su dormitorio para ver a qué se debía el olor a queroseno mientras Hope intentaba encender el mechero. Charlotte se había disculpado de inmediato por su falta de tacto, aunque al mismo tiempo había insistido en que hablaba en serio, en que después de haber pasado años disfrutando de la educación en casa de manos de Eleanor, alabando su inteligencia, alimentando y mimando su cerebro (le había echado mucho morro al asunto, lo reconocía), era como un insulto personal que la metieran en el instituto local, con todos esos lugareños que la trataban como si fuera una alienígena y con unos profesores que no sabían ni la mitad que ella…

Estaba preparada para defender su postura durante días si era necesario, pero para su sorpresa, sus padres capitularon esa misma noche. De modo que comenzó a informarse acerca de los mejores internados y pronto se decantó por uno en Melbourne, lo bastante lejos de Castlemaine como para tener cierta independencia y lo bastante cerca como para poder ir a casa los fines de semana. Solo después descubrió que mientras ella se quejaba del instituto local, el instituto local también se había estado quejando de ella. Era una «influencia dañina», según la carta del director que encontró por casualidad en el escritorio del despacho de su padre. «Su arrogancia le impide hacer amigos con facilidad y los profesores creen que su desdén por sus métodos es desalentador e inaceptable», decía la carta.

Charlotte se quedó muy a gusto al hacer añicos la carta y mezclarla con la basura de la cocina. Sabía que su padre no se daría cuenta de que faltaba. Su método de archivo era caótico.

Al menos, así había evitado que Audrey se viera obligada a aguantar a ese espantoso director y a sus retrasados acólitos. Cuando llegó el momento de que Audrey dejara la educación en casa para empezar a estudiar Secundaria, ni se plantearon el instituto local. La matricularon en el mismo internado que Charlotte, y allí habían estado estudiando desde entonces. Charlotte prefería recordárselo a Audrey a todas horas.

—De no ser por mí… —le gustaba decir.

Hasta que un día Audrey le replicó:

—De no ser por ti, estaría contentísima viviendo en casa con amigos de la zona, en vez de estar exiliada con unas chicas de la otra punta del país. Pero si regodearte del asunto hace que te sientas menos culpable por tu mal comportamiento, adelante.

Charlotte se limitó a echarse a reír. Sabía que a las dos les encantaba alejarse de la familia durante varias semanas, alejarse de Templeton Hall, alejarse de esa etiqueta de «una Templeton» y, sobre todo, alejarse del aburrimiento de intentar conservar una propiedad tan extensa como la suya sin la ayuda de un ejército de criados o de jardineros.

Charlotte también discutía con su padre sobre ese tema.

—Es ridículo. Estamos recreando la experiencia colonial, proporcionándoles a los visitantes una mirada al pasado, pero lo haces sin el elemento básico de aquella vida: los criados. ¿Cómo voy a interpretar el papel de una dama aristocrática si veinte minutos antes estaba limpiando el cuarto de baño?

—Lo llamamos excusado, Charlotte. Y sabes por qué no tenemos criados. Porque a diferencia de nuestros estimados antepasados, no tenemos una fortuna inmensa para pagarles.

Eso era lo más irritante de todo, de verdad que sí. Allí estaba ella. No solo la habían arrancado de su maravillosa vida en Londres y la habían obligado a abandonar a todos sus amigos, sino que además estaba encerrada en la burbuja histórica que representaba Templeton Hall, soltando como un loro detalles y más detalles de los días de la fiebre del oro, disfrazándose y fingiendo (¡fingiendo, por el amor de Dios!, eso sí que era humillante) que estaban viviendo en aquella época y, sin embargo, todo parecía estar basado en unos cimientos económicos muy débiles.

Por supuesto, sabía que su padre seguía tratando con anticuarios y que de vez en cuando hacía un viaje para comprar o vender algo. Y vendía bastante bien, a juzgar por alguna que otra conversación que había escuchado entre sus padres. A Charlotte le daba igual la vieja vajilla o los muebles, pero siempre había sabido que su padre tenía muy buen ojo para encontrar piezas valiosas y para venderlas con suma rapidez. Pero, ¿el mercado de antigüedades en Australia era tan lucrativo como lo había sido en Inglaterra?

Un día, se coló en el despacho de su padre en busca de respuestas. Al fin y al cabo, era la mayor de sus cuatro hijos. Algún día todo eso sería suyo en parte. Así que era lo más normal del mundo hacerse una idea previa del estado de las finanzas familiares.

Por desgracia, el fisgoneo se vio interrumpido antes de que Charlotte tuviera tiempo de decidir siquiera por qué cajón empezar la búsqueda. La tía Hope entró, en silencio como siempre, asustándola, aunque Charlotte se esforzó por no demostrar miedo alguno, ya que prefería averiguar de qué humor estaba su tía ese día.

Furiosa, así estaba. La tía Hope era una diva en sus días buenos. Y en sus días malos también. Pillar a su sobrina en el despacho de su cuñado, que estaba vedado, era una oportunidad caída del cielo. Cerró de un portazo, inspiró hondo y dijo con esa voz tan engolada:

—¿Qué crees que estás haciendo, señorita?

Charlotte sabía que a Hope le molestaba muchísimo escuchar la pronunciación y el vocabulario tan ordinario que usaban sus sobrinos, sobre todo después de las clases de dicción que Eleanor y ella padecieron en Inglaterra.

«Hablan de forma muy vulgar», solía quejarse Hope, acompañando el comentario de un estremecimiento teatral.

Sin embargo, Charlotte había descubierto que usar el acento australiano era muy útil. Lo usó en ese momento, arrastrando las vocales y usando expresiones coloquiales mientras disfrutaba del asco de Hope.

—Solo estaba olisqueando un poco, Hope —contestó, explayándose—. Estoy haciendo un trabajo para el colegio sobre el impacto psicológico del barullo, y el despacho de papá me parecía el lugar perfecto para empezar.

—No le haría gracia encontrarte aquí. —La pronunciación de Hope era perfecta.

—Ni a ti, por supuesto —replicó Charlotte, usando una dicción inmaculada para molestar a Hope todavía más—. ¿Qué haces aquí? El despacho de mi padre está vedado para todos, ¿no?

A Charlotte le hizo gracia que Hope, sorprendida por la pregunta tan directa, cambiara de tema y empezara a hablar largo y tendido sobre el calor que estaba haciendo. Como se aburrió enseguida, Charlotte decidió salir de allí antes de que Henry entrara y comenzara a interrogarlas a ambas.

Desde que tenía uso de razón, a Charlotte le caía mal Hope. También sentía muchas más cosas por ella. Sobre todo, rabia cuando Hope se pasaba con la bebida y tenía uno de sus berrinches que alteraban no solo a Eleanor, sino a toda la familia y a cualquier visitante que tuviera la desgracia de estar cerca. Hope en pleno ataque de histeria podía ser aterradora, ya que lloraba, gritaba y tiraba por los aires todo lo que encontraba a su paso.

—No puede evitarlo. Está enferma.

Llevaban años escuchando esa excusa de boca de sus padres.

—Pues ingresadla en un hospital —dijo Charlotte una noche.

Ese día había estado muy dolida y furiosa. Fue pocos meses después de llegar a Australia. Era su cumpleaños, el único día del año en el recién instaurado calendario laboral de los Templeton en el que el cumpleañero podía ser el verdadero centro de atención, librarse de las tareas de guía, de limpieza y de jardinería, y pasar el día haciendo lo que quisiera. Además, el día acababa con una cena a base de sus platos preferidos.

Sin embargo, ese día, el decimoquinto cumpleaños de Charlotte, Hope protagonizó uno de sus «episodios». No el habitual de tirar un par de platos y ponerse a gritar. Ese día se emborrachó como una cuba y se cortó con un trozo de cristal. Estaban todos en la cocina, a punto de servir la cena y lanzándose las pullas de costumbre, con Charlotte convertida en el centro de atención. Hope estaba de pie junto al fregadero, borracha, sí, pero aparentemente contenta, y en un abrir y cerrar de ojos se puso a llorar con una copa de vino rota en una mano y una herida que sangraba profusamente en el brazo contrario. Según recordaba Charlotte, se desató el caos. Intentaron cortar la hemorragia con un paño de cocina, luego lo intentaron con una toalla y por último la llevaron en coche al hospital de Castlemaine. Henry conducía mientras Eleanor acunaba a su hermana en el asiento trasero. No hubo tiempo de disculparse con Charlotte por haber arruinado su cena de cumpleaños. Y cuando por fin regresaron, mucho después de medianoche, su cumpleaños ya había pasado.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Eleanor cuando fue a su habitación—. ¿Qué has hecho al final, cariño? ¿Has podido divertirte un poco?

Charlotte se regodeó diciéndole la verdad.

—¿Que cómo he pasado mi cumpleaños? Pues a decir verdad, lo he pasado limpiando la sangre de tu hermana borracha del suelo de la cocina.

Al ver la expresión dolida de su madre, se arrepintió de sus palabras, pero a la postre la rabia se había impuesto a los remordimientos. Su madre tenía que saber cómo afectaba Hope a la familia. En secreto, cuando su madre no les prestaba atención, Audrey y ella se entretenían llamando a su tía «Hopeless»[1] e imaginándose lo maravillosa que sería la vida sin ella y lamentándose de que la esperanza fuera lo último que se perdía. Sin embargo, daba igual lo mucho que bromearan, porque tarde o temprano volvía a producirse otra escena y su familia al completo era rehén de la alcoholemia de Hope y de sus bruscos cambios de humor. Lo único positivo era que Templeton Hall era tan grande que al menos podían intentar evitarla todo lo posible, salvo en días como ese, cuando se producía algún incidente y su tía pasaba a ocupar el centro de atención.

Con un suspiro, Charlotte le dio la vuelta a la almohada, la ahuecó un par de veces y volvió a acostarse. Cuanto antes acabara el instituto, cumpliera los dieciocho años y pudiera largarse de allí, mejor. Claro que su padre le debía un favor en ese momento, ya que había renunciado a su día libre. Seguro que eso le reportaba el doble de paga. Mientras yacía tumbada a la espera de que el esquivo sueño la reclamara, se dio el gusto de redactar una larguísima lista de la compra.

En su dormitorio, Audrey tampoco podía dormir. Sacó la hoja de papel de debajo de la almohada y la releyó. Su intención era la de enseñársela a su familia ese día, pero cambió de idea después de lo de Gracie. Quería ser el centro de atención cuando hiciera su anuncio. Charlotte ya lo sabía, por supuesto, pero había jurado guardar el secreto hasta que ella decidiera que había llegado el momento de contárselo a los demás. Por una vez, Charlotte parecía comprender la importancia del asunto, además del reconocimiento que suponía para su talento. El profesor de Arte Dramático también lo había dicho, delante de toda la clase, después de anunciar el reparto de la obra.

—Niñas, creo que tenemos todo lo necesario para montar una buena representación de Hamlet, con una Ofelia muy especial interpretada por Audrey Templeton. Brindo por una maravillosa representación de fin de curso.

Era como un maravilloso sueño, con la salvedad de que era real, pensó Audrey mientras miraba con expresión maravillada el calendario de ensayos. Allí estaba, en blanco y negro, el reparto de actores, ¡con su nombre junto a uno de los papeles principales!

Además, no era una representación escolar cualquiera. Se rumoreaba que los cazatalentos de las productoras televisivas, de las escuelas de interpretación y de algunas agencias de publicidad siempre acudían a las producciones del Colegio Galviston para chicas. Audrey ignoraba si lo hacían porque sus hijas estudiaban en el internado, y prefería seguir en la inopia. Era su oportunidad, su momento y, sobre todo, la única manera de demostrarles a sus padres que iba en serio con su carrera como actriz.

El año anterior sacó el tema con mucho tiento, armada con folletos de su orientadora escolar, pero no obtuvo grandes resultados. Sus padres ni siquiera miraron la información sobre las escuelas de interpretación. Ambos estaban concentrados en los gruesos folletos informativos sobre las titulaciones que ofertaba la Universidad de Melbourne, la mejor institución de estudios superiores del estado, en su opinión. Se decidieron por una diplomatura en Química para Audrey.

Aquel día, y muchos otros posteriores, Audrey deseó no tener esa facilidad para las fórmulas científicas y los elementos químicos. ¿Qué más daba que pudiera resolver fórmulas de cabeza?

También podía correr muy deprisa, pero eso no quería decir que quisiera ser atleta olímpica. Sin embargo, cualquier sutil referencia a seguir sus sueños fue recibida con impasibilidad por parte de sus padres.

—La interpretación no es una carrera, cariño. Es una afición.

—Ni siquiera sabíamos que te gustara el teatro. En casa nunca has demostrado mucho interés por interpretar.

«Esto no es interpretación», quería gritarles. Porque eso era un extraño negocio familiar que implicaba disfraces malos y hechos aburridos, que implicaba repetir información como un papagayo a variopintos grupos de gente cansada y sudorosa vestida con camiseta y pantalones cortos que creía que seguir a una adolescente disfrazada por una casa vieja era una excursión familiar muy divertida. La interpretación era otra cosa. Interpretar sobre un escenario, en un teatro a oscuras, era el abandono de las facultades críticas, un modo de bloquear el mundo real, de ver cómo la vida y las historias de otras personas se convertían en realidad… Había prestado especial atención en las clases teóricas de teatro y tenía sus argumentos preparados. Sin embargo, sus padres no le pidieron argumentos. Antes de que pudiera protestar, Henry había rellenado la solicitud para que recibiera educación orientada a una diplomatura en Química.

—Y no te preocupes, claro que puedes seguir con el teatro —le dijo su padre—. La Universidad de Melbourne tiene un grupo de teatro impresionante. Será un desahogo estupendo para ti, así podrás desarrollar el hemisferio derecho de ese cerebro tuyo después de haber ejercitado tanto el izquierdo.

Sin embargo, el papel que tenía en la mano podría cambiarlo todo. Las ideas de sus padres, su futuro, todo. En cuanto la vieran como Ofelia, se darían cuenta del talento que tenía y de que se tomaba muy en serio la interpretación. Después de la representación, le pediría a su profesor de Arte Dramático que escribiera una carta suplicándoles comprensión a sus padres e instándolos a no cometer el error de negarle al mundo una gran actriz dramática.

Audrey se levantó, estaba demasiado nerviosa como para dormir. Cruzó el dormitorio en silencio, se sentó en la antigua y elegante banqueta de su tocador, encendió dos de las velas que rodeaban a modo de centinelas de cera su extensa colección de brochas de maquillaje y adornos para el pelo, y contempló su reflejo en el espejo biselado. Hacía poco que había decidido que la mejor manera de describir su aspecto a cualquier cazatalentos era «belleza clásica inglesa». Piel blanca, pómulos afilados (no lo suficiente en su opinión, pero sus experimentos con diferentes tonos de colorete la estaban ayudando a conseguir su imagen ideal) y una melena pelirroja oscura que le gustaba llevar en un estilo, sí, «clásico». Sus modelos interpretativos, decidió, eran las divas del cine mudo de los años veinte, con su aspecto inmaculado y su marcada femineidad. La elegancia nunca pasaba de moda.

Claro que no había compartido esa información con ningún miembro de su familia. Su madre había comenzado a impacientarse por todo el tiempo que pasaba delante del espejo. Ella sospechaba que se trataba de celos. Hacía poco habían estudiado la psicología femenina en el internado y parecía que era un hecho bastante extendido el que las madres maduras envidiaran la flamante belleza de sus hijas. Claro que Charlotte no tenía ese problema. En su opinión, Charlotte podría resultar bastante atractiva si se cuidara un poco más y, sobre todo, si hiciera régimen, pero a Charlotte no parecía importarle, ya que siempre llevaba coleta y ropa ancha y vieja cuando estaba en casa. En cuanto a Gracie, aunque era demasiado pronto para decirlo, Audrey creía que podía convertirse en toda una belleza cuando fuera mayor, con esos ojos oscuros y su raro pelo rubio platino. Siempre que conservara el rubio y no adquiriera un tono pajizo, por supuesto. Lo más irritante de todo era que Spencer era el más guapo de toda la familia: tenía unos rizos rubios por los que Audrey mataría, los ojos azul oscuro de su padre y unas pestañas tan largas que parecían postizas. Aun así, pensó Audrey una vez más mientras se acercaba al espejo y practicaba cómo enarcar la ceja izquierda, el verdadero talento estribaba en sacarle todo el partido posible a los atributos de cada uno, ¿no? En crecer como persona. En confiar en uno mismo en el lugar que se ocupa en el universo, en mantener los pies en el suelo sin olvidar nunca la valía personal.

—Respira, Audrey, respira —le dijo a su reflejo en la voz grave que intentaba adoptar—. Concéntrate. Confía en ti misma. Cree en ti.

Un ruido en el exterior le hizo dar un respingo. Apagó las velas a toda prisa y regresó a la cama. Charlotte ya la había interrumpido durante uno de sus momentos privados y después de desternillarse de risa le había dicho:

—¿Quién te crees que eres, Audrey? ¿Sofía Loren?

Y después se había pasado toda la semana siguiente imitándola:

—Respira, Audrey, respira… ¡O si no te mueres, Audrey! Te mueres.

Audrey sabía que era contraproducente perder una valiosa energía emocional con sentimientos negativos, pero en ocasiones odiaba a Charlotte con todas sus fuerzas. ¿Qué sabría ella de las preocupaciones de un espíritu artístico? A Charlotte solo le preocupaban los profesores irritantes y soltar sus ignorantes opiniones. Y ya puestos, ¿qué sabía su familia de sus sueños y sus aspiraciones? Sus padres ya casi no le prestaban atención cuando pasaba los fines de semana en casa. Todo giraba en torno al dichoso Templeton Hall. Incluso Hope conseguía más atención que ella de un tiempo a esa parte. No era justo, no, no era nada justo. Empezaba a creer que ella era un bicho raro en el nido familiar.

A la mierda con todos, decidió en ese momento. Como le gustaba la frase, la repitió en voz alta, dándole un tono dramático. Lo volvió a intentar con acento americano. Se le daban bien los acentos, eso se lo había dicho su profesor de Arte Dramático. ¿Podría interpretar a Ofelia con un acento extranjero? ¡Qué buena idea! Leyó de nuevo el calendario de ensayos y se alegró al comprobar que faltaban tres días para el siguiente. Tiempo de sobra para argumentar de forma convincente el uso de un acento extranjero. Imaginándose los aplausos del estreno, metió el calendario debajo de la almohada y se quedó dormida con una sonrisa en los labios.

Spencer estaba demasiado ocupado como para dormir. Había sido un día genial. Le gustaba pensar que los acontecimientos del día se dividían entre «Cosas buenas» y «Cosas malas». Ese día había más Cosas buenas que malas. Hizo una lista mental mientras buscaba en el armario los ingredientes necesarios para el proyecto que tenía entre manos.

Las Cosas buenas eran:

1. Bomba fétida lograda

2. Accidente de Gracie

3. Visita de la policía

Las Cosas malas eran:

1. Prohibición de conducir para los niños

Así era como lo había expresado su madre: «A partir de ahora, los niños tendrán prohibido conducir.»

Spencer se había escondido detrás de las cortinas del comedor después de que la policía volviera con Gracie, de modo que había escuchado la fuerte discusión entre sus padres. Hubo muchos gritos sobre quién tenía la culpa, sobre que los niños estaban asilvestrados desde que Hope había vuelto a beber. En opinión de Spencer, eso no era cierto. Él estaba bastante asilvestrado desde antes de que Hope empezara a beber de nuevo, solo que sus padres no lo sabían. Sin embargo, el accidente de Gracie había sido una pena. Charlotte había prometido enseñarle a conducir dado que ya había cumplido los diez años, pero parecía que no iba a tener la oportunidad de hacerlo en un futuro cercano, al menos hasta que el accidente de Gracie se olvidara.

Mientras tanto, podía hacer un montón de cosas en ese sitio. Su nuevo amigo, Tom, que vivía en una granja vecina, creía que era lo más. No iba al colegio. Tenía una casa enorme para jugar… Spencer le había dejado un par de cosas claras. Sí que tenía que ir a clase, solo que lo hacía en casa y su madre era su maestra. Tom le había hecho un montón de preguntas al respecto, como si nunca hubiera oído hablar de la educación en casa. ¿Qué pasaba si se portaba mal? ¿Su madre lo mandaba al pasillo? ¿Tenía que hacer exámenes? ¿No se sentía solo a veces? ¿Qué pasaba si una mañana se despertaba enfermo? ¿Tenía que ir a clase aunque el colegio estuviera en casa? Spencer ni siquiera había pensado en esas cosas antes. Siempre había estudiado en casa, y punto.

—¿Es porque eres rico? —quiso saber Tom.

—No somos ricos.

—En la ciudad todos dicen que lo sois. Mira el tamaño de tu casa.

—Papá la heredó. No la compramos. Su abuelo se la dio. O su tío. Vamos, que se la dio alguien.

Spencer no estaba del todo seguro de la explicación. Había prestado más o menos atención cuando su padre le enseñó qué decir mientras guiaba a los turistas, pero no podían esperar que se acordara de todo. Nunca se lo había dicho ni a su padre ni a su madre ni a Gracie (mucho menos a Gracie, que se volvería loca), pero a veces se inventaba cualquier cosa sobre el origen de un cuadro o de un mueble.

Tampoco ayudaba mucho que su padre llegara a todas horas con relojes, cuadros o mesitas nuevas, muy emocionado, diciendo que eran «grandes descubrimientos». Spencer entendió al principio que eran «grandes cumplimientos», pero Audrey lo sacó de su error.

Un par de semanas después, algunos de esos «grandes descubrimientos» acababan encima del enorme aparador del comedor principal, en alguna de las vitrinas de la sala matinal o en algunos de los dormitorios que enseñaban a los visitantes. Su padre les daba un discurso que soltarles a los turistas: lo valioso que era, cómo había llegado a estar en posesión de la familia Templeton, que llevaba generaciones siendo atesorado y blablablá. Al principio, le resultó un poco raro. ¿Cómo podía llevar generaciones en su familia si su padre lo acababa de comprar en una tienda?

En una ocasión se lo comentó a Gracie, que se puso rara, como cada vez que alguno de ellos decía algo que implicaba que Templeton Hall no era el lugar más perfecto de todo el universo.

—Papá sabe lo que dice —le respondió su hermana.

«Vale», pensó Spencer. Si su padre quería decirles a los visitantes que el jarrón azul que había comprado la semana pasada en una tienda de segunda mano tenía seiscientos años de antigüedad y había llegado a Australia en el barco del capitán Hook o Cook o como se llamara, era cosa suya.

Hacía poco se lo había pasado bomba mientras guiaba a un grupo de turistas. Su padre había aparecido en el comedor, vestido de punta en blanco y con esa cosa alrededor del cuello, como si fuera a una boda, usando esa voz tan elegante que ponía cuando había visitantes y llamándolo «hijo».

—Así es, hijo. Yo no lo habría dicho mejor.

A Spencer le sonaba un poco raro. Pues claro que era su hijo. Desde luego que no era la mascota de la familia.

Su padre se había hecho cargo del grupo, contándoles un montón de historias y haciéndole mucha ceremonia al jarrón de cristal que había en la mesita entre los dos ventanales. Era del siglo XIX, les dijo a todos. Había estado cogiendo polvo en la despensa de Templeton Hall hasta que él, Henry Templeton, que hasta hacía poco vivía en Inglaterra y trabajaba en el mundo de las antigüedades, se enteró de que había heredado la propiedad y llegó a Australia con su esposa y sus cuatro hijos.

Templeton Hall estaba lleno de tesoros como ese, les dijo. Una cueva del tesoro llena de maravillas. Spencer recordaba que todos asintieron con la cabeza, aunque un niño de su misma edad estaba haciéndole muecas y hurgándose la nariz. En ese momento, un hombre que había estado observando el jarrón de cerca levantó la mano y empezó a hablar en voz alta. Era un experto en ese tipo de cristal, le dijo al padre de Spencer, y ese jarrón no tenía cincuenta años de antigüedad, mucho menos cien.

—¡Pero eso es terrible! —exclamó Henry—. Alguien debe de haberlo sustituido por una falsificación. El jarrón que había ahí fue certificado por expertos. Tengo el certificado guardado en algún sitio. Está registrado en Sotheby’s. ¿Y me dice usted que es una falsificación?

—Una baratija —aseguró el hombre. Spencer lo recordaba con las mejillas coloradas, como si hubiera corrido una distancia larga—. Por aquí ha pasado un ladrón. Y sin ánimo de ofender, su forma de actuar es bastante peligrosa y lo expone precisamente a esta clase de delito.

—Pero si no podemos confiar en la gente estando en casa, ¿dónde vamos a hacerlo? —preguntó su padre.

A partir de ese día, cada vez que un visitante anunciaba que era experto en alguna materia o les preguntaba por la autenticidad de un objeto, había una «nueva norma de comportamiento» obligatoria. Debían darle las gracias y felicitar a la persona, «con tranquilidad y firmeza», apostilló su padre, por reparar en el detalle, y también debían pedirle que se reservara la información. Después, debían admitir que tenía razón, que era una copia. Y añadir que los agentes de seguros y la policía les habían dicho que habían sido demasiado descuidados al mostrar sus valiosas reliquias familiares. De modo que, «lamentablemente» (Spencer necesitó de varios intentos para pronunciar bien la palabra), la familia se veía obligada a guardar bajo llave los objetos más valiosos y a colocar una réplica casi idéntica pero menos valiosa en su lugar.

—En ese caso, no deberían decir que es original —protestó un hombre, dirigiéndose a Charlotte una tarde, cuando Spencer estaba escuchando desde debajo del piano.

El hombre estaba furioso porque Charlotte le había dicho al grupo que el cuadro que había sobre la chimenea del salón era un Gainsborough original de 1780, encargado por un miembro de la familia Templeton. Charlotte siguió al pie de la letra las instrucciones de su padre, se llevó al hombre a un aparte y le explicó que tenían el original en la caja fuerte de un banco de Castlemaine, pero que para proteger los intereses de la familia, se había colgado esa copia.

—Pues es publicidad engañosa. Hemos pagado un pastón por esta visita y su folleto dice que toda la decoración interior es original de época.

—Y así es —replicó Charlotte—. Esta copia data de 1860. Los ladrones no son invención de este siglo. Nuestro tatarabuelo de Yorkshire encargó esta copia después de volver a casa tras una partida de caza y pillar a un ladrón a punto de cortar el cuadro de su marco. En muchos aspectos, es casi tan valioso como el original, ¿no le parece?

Spencer le preguntó por el tema después. No recordaba que su padre le hubiera contado esa historia. Charlotte se echó a reír.

—Claro que no es verdad, Spencer. ¿Qué sé yo de los falsificadores del siglo XIX? ¿Te acuerdas de la segunda regla de oro de papá? Si dudas, invéntatelo. Hazlo rápido y luego pasa al siguiente tema.

Era algo que Spencer se había aprendido de memoria. De momento, le había salido bien la jugada. La tía Hope lo estuvo escuchando una tarde, de pie en un rincón de la estancia con esa pose que daba tanto repelús, sin apenas moverse ni parpadear. Su «modo zombi», lo llamaba él. Ese día rebajó el tono de los embustes, pero no tendría ni que haberse molestado. Hope se quedó allí plantada un rato, rascándose el brazo una y otra vez antes de marcharse. Estuvo a punto de hacer un chiste diciendo que era el fantasma de la mansión, pero en ese momento apareció su madre y se alegró de no haberlo hecho. Su madre se ponía furiosa enseguida si cualquiera de ellos decía algo de Hope.

Claro que podía olvidarse de las visitas guiadas durante una semana entera. Tenía sus propios proyectos en marcha. La bomba fétida había sido una prueba, pero había resultado muy sencillo. Lo siguiente, que llegaría en cuanto ahorrara lo suficiente para comprar los ingredientes necesarios, sería el mejor proyecto de todos.

Redactó otra lista mental. «Cosas buenas futuras.»

El volcán en erupción estaba en el primer lugar de la lista.

En su habitación, Hope intentaba estirar al máximo el centímetro de vino que le quedaba en la copa. La botella que tenía en el suelo junto a ella estaba vacía. ¿Cómo era posible?, se preguntó mientras la miraba. Seguro que estaba medio vacía cuando la sacó del armario. Era imposible que se la hubiera bebido toda entera, ¿verdad?

Dio un sorbito. Y otro. Y otro más. Lo más pequeños posible, pero también lo más rápidos posible, mientras intentaba relajarse, mientras intentaba tranquilizarse y dejar de comprobar la puerta cada dos minutos para asegurarse de que nadie estaba a punto de entrar en tromba. No había querido montar una escena, de verdad que no, pero cuando apareció el coche patrulla y vio que llevaban a Gracie en brazos, había pensado lo peor, había creído que Gracie estaba muerta. Aunque se enteró de la verdad y supo que solo había sido un accidente sin importancia, ya era demasiado tarde; tenía los nervios destrozados, la ansiedad se había apoderado de ella y las lágrimas también…

Aunque nadie lo entendió, mucho menos Eleanor, que intentó acallarla diciéndole que el accidente de Gracie no tenía nada que ver con ella. Por supuesto que tenía que ver con ella. Sabía lo que pensaban todos. Si Hope no estuviera allí, causando problemas, Templeton Hall funcionaría como un reloj suizo, los jarrones estarían llenos de flores y Gracie no tendría que haber cogido el coche para ir al pueblo. ¿Acaso creían que no sabía lo que pensaban de ella? Aunque había intentado disculparse por las lágrimas, por alterarse tanto, y aunque se había escabullido a la primera oportunidad, de vuelta a su dormitorio, sus voces la habían acompañado. Se había quedado sentada en la cama durante cinco minutos, diciéndose que podía superarlo sin una copa, que solo tenía que tranquilizarse y pensar en otra cosa, en todo lo que le habían enseñado los psicólogos a los que había recurrido a lo largo de los años. Sin embargo, su propia voz no era lo bastante fuerte. Esa voz más fuerte, más alta y más amable que habitaba en su interior comenzó a hablar. Le gustaba lo que decía. Una copa no le haría daño, ¿verdad? Relajaría sus nervios, mejoraría las cosas, ¿no?

Y lo hizo. Siempre lo hacía. Solo que nunca duraba, ese era el problema. Un problema muy, pero que muy gordo, pensó, mientras volvía a mirar la copa vacía que tenía en la mano. ¿Por qué hacían unas botellas de vino tan pequeñas? ¿Por qué no inventaban los parches de vino, como si fueran parches de nicotina? O un artilugio oculto, como los inyectores de morfina, que le metiera un agradable chorro constante de alcohol en vena, de modo que estuviera relajada y tranquila durante todo el día sin que nadie tuviera que enterarse. Desvió la mirada al armario, consciente de que escondía otra botella de vino entre los abrigos de invierno. No, no la cogería. Iba a ser fuerte. No la necesitaba. No era bueno mezclar su medicación con el alcohol. Además, con la suerte que estaba teniendo últimamente, seguro que Eleanor entraría nada más descorchar la botella y le echaría otro sermón, otro recordatorio de lo mal que lo había pasado Eleanor cuando la encontró tirada en el suelo de su apartamento londinense.

—Creía que estabas muerta, Hope. Creía que te habías suicidado. ¿Tienes idea de lo mal que lo pasé?

—¿Tú lo pasaste mal? Pues imagínate lo agradable que es que te laven el estómago.

Su intención era la de hacer una broma, pero, por supuesto, Eleanor puso el grito en el cielo de nuevo. No tenía sentido del humor. Nunca lo había tenido. De todas maneras… Por el amor de Dios, ¿por qué seguía recordando ese día una y otra vez? Su hermana había aparecido justo a tiempo. ¿Qué quería, una medalla? ¿Dónde estaba su espíritu generoso? Eran hermanas, ¿no? Familia. Ella ayudaría a Eleanor si alguna vez la necesitaba, por supuesto que sí. Si Eleanor dejara de ser doña perfecta y demostrara alguna vulnerabilidad, un poco de comprensión, de vez en cuando… El caso era que no entendía por qué montaban tanto lío porque eligiera mitigar su dolor con una copa. Eleanor debería alegrarse de que solo fuera alcohol y unas cuantas pastillas. ¿Y si hubiera sido heroína u otra droga dura?

—Solo es vino, Eleanor —le dijo la última vez que su hermana le echó uno de sus aburridos sermones—. Es legal, ¿no?

En ese momento, Hope todavía escuchaba la voz de Eleanor fusilándola, una y otra vez, todo el tiempo, como una ametralladora.

«Te lo ruego, Hope, no vuelvas a hacerte esto. Te lo ruego, Hope, no sigas bebiendo. Por favor, Hope, no mezcles alcohol y pastillas de esa manera. Por favor, Hope, no montes una escena. Por favor, Hope, cámbiate de arriba abajo. Por favor, Hope, intenta ser tan santa, tan buena madre y esposa como yo…»

«Por favor, Eleanor, cierra el pico y métete la lengua en el cu…», y se interrumpió justo a tiempo, porque se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta.

A Eleanor todo le iba bien, por supuesto. A Eleanor siempre le había ido todo bien. Todo era perfecto: matrimonio, hijos y una profesión satisfactoria. Pero, ¿le había demostrado alguna vez un poco de comprensión a su hermana? No, claro que no. ¿Le había importado que le hubieran partido el corazón a Hope una y otra vez? ¿Había entendido su postura cuando creyó estar embarazada y el padre de la criatura le dijo que no quería saber nada? ¿Qué más daba que se hubiera equivocado y que solo fuera un retraso? Ese día Eleanor le había demostrado de qué pie cojeaba, hablando sin parar de sus propios problemas, de que los niños estaban enfermos o algo igual de aburrido, y llegó a decirle: «No tengo tiempo para esto ahora mismo.» No tenía tiempo para el dolor y las ilusiones rotas de su hermana.

Hope se puso en pie. Joder. A la mierda con su hermana y a la mierda con todos ellos. Quería una copa, ¿por qué no podía beberse una sola copa? ¿Quiénes se creían que eran para decirle cómo vivir? ¡Era su vida! La vida que había entregado por ellos. ¿No había atravesado medio mundo para ayudarlos con esa ridícula mansión? ¿No había pasado cientos, si no miles, de horas de trabajo gratis ayudando a Henry a diseñar y plantar el jardín? ¿Se lo habían agradecido Eleanor o Henry? No. Nunca. Estaban demasiado ocupados, a todas horas. Demasiado ocupados queriéndose, siendo felices en su matrimonio. En cuanto a los niños… ellos tampoco se lo habían agradecido. Esa lagarta de Charlotte era la peor de todas. Lo que necesitaba era una buena patada en el mismísimo… Y en cuanto a Audrey, ¿había una niña más egocéntrica que ella sobre la faz de la tierra? Esa forma de deambular por la casa como si fuera la dichosa Dama del Lago le daba náuseas. ¿Y Gracie? En fin, sí, Gracie podía ser muy dulce, pero si no se andaba con cuidado, acabaría siendo demasiado dulce. Menos mal que estaba Spencer. Al menos él tenía un poco de sangre en las venas. Y menos mal que había hecho ese trato con él…

La copa vacía empezaba a molestarla. A molestarla muchísimo. Al igual que la botella vacía. Tambaleándose un poquito, cruzó la habitación de puntillas hasta el armario. Era una actitud muy infantil. Y muy humillante. A su edad seguía escondiendo botellas como si estuviera de vuelta en el internado. Mientras tanto, se los imaginaba en la planta baja, sobre todo a Henry, dando un sermón al tiempo que se servía un whisky tras otro. ¿Qué diferencia había? De verdad, ¿qué diferencia había en que él se pasara con las copas y ella bebiera todas las noches?

—Hope, la diferencia es que yo no necesito beber. Puedo parar cuando quiera.

«Cierra la boca, Henry, y tú también, Eleanor», pensó… pero después se dio cuenta de que lo había gritado y esperó, junto a la puerta del armario, a escuchar ruidos en el pasillo. Nada. Estupendo.

Que les dieran. Se tomaría otra copa. Jamás conseguiría dormir si no lo hacía. Una copa chiquitita. Para dormirse. Cuando abrió la puerta del armario, estaba sonriendo.

En su dormitorio, Henry y Eleanor estaban discutiendo. Eleanor había vuelto después de darle las buenas noches a Gracie, y Henry ya estaba en la cama, leyendo el ejemplar más reciente de Antiques Australia.

—¿No ibas a ponerte con la contabilidad esta noche? —preguntó Eleanor.

—Estoy demasiado cansado. No tiene sentido ponerme con las cuentas si no estoy despejado.

—¿Cuánto hace que no estás despejado? ¿Dos meses? ¿Más? Henry, la cosa empieza a ponerse seria.

—Eleanor —pronunció su nombre con sorna—, tu problema es que crees que todo es serio.

—No, mi problema es que empiezo a creer que soy la única de esta casa, de esta familia, que se toma nuestros problemas en serio. Tú te limitas a esconder la cabeza en la arena.

—Me pondré con la contabilidad cuando me sienta con fuerzas.

Eleanor le quitó la revista de las manos.

—¿Y cuándo será, Henry? ¿Cuando la casa se nos caiga encima porque no podemos pagar ni las reparaciones más básicas? ¿Cuando no venga ni un solo visitante porque no te has sentido con fuerzas para hacer una campaña publicitaria o porque estás demasiado ocupado trazando tu árbol genealógico o divirtiéndote en vez de entretener a cualquiera que venga? ¿Has comprobado los extractos bancarios últimamente? El dinero de la venta de la plata casi ha desaparecido ya y sabes que la factura de la luz está al caer. Te has dado por vencido, ¿verdad? ¿Crees que todos esos jarrones y esos sillones que tanto te emocionaron al encontrarlos se van a vender solitos?

—Creo que me gustaba más cuando me tenías en un altar. La dulce Eleanor que conocí hace veinte años nunca me habría hablado así.

—No me trates como si fuera tonta, Henry.

—No lo hago, solo te digo la verdad. Entonces era más fácil tratar contigo. Cariño, solo estás cansada. Y alterada por lo de Gracie.

—Sí, estoy cansada. Y sí, estoy alterada por lo de Gracie. Pero también estoy cansadísima de ti y alteradísima por tu actitud. ¿Qué excusas vas a poner, Henry? ¿Sabes lo que me acaba de preguntar Gracie? Pues me ha preguntado por qué la gente nos llama los «puñeteros y pirados Templeton». Me ha preguntado por qué creemos que todo es nuestro.

—Lo es. Bueno, casi todo. Creo que el banco tiene participación en el tejado del establo.

—No tiene gracia, Henry. No estoy bromeando.

—Cierto, Eleanor, pero sí estás gritando y no quiero que despiertes a los niños, y sé que tú tampoco quieres despertarlos. Estás cansada y yo también lo estoy. Ha sido un día ajetreado. Ven aquí. Déjame darte un beso.

—No quiero que me des un beso. Quiero que arregles todo lo que prometiste que ibas a arreglar y que no has hecho. Quiero que traigas más dinero a casa. Quiero que pongas la contabilidad al día, como dijiste que harías hace meses. Quiero que Charlotte empiece a comportarse bien, quiero que Audrey se deje de tonterías con el teatro, quiero que Gracie deje de ser tan nerviosa y tan puntillosa con todo, quiero que Spencer deje de planear hacernos volar por los aires. —En ese momento, se encontraba entre la risa y el llanto, y Henry le dio unas palmaditas al colchón, junto a él, antes de tirar de ella para acercarla—. Quiero una vida familiar normal, Henry. ¿Es demasiado pedir?

—Sí, cariño. Lo siento pero lo es. —La abrazó con fuerza mientras ella se echaba a llorar—. Pero eso no es todo, ¿verdad?

Eleanor no levantó la cabeza de su hombro, pero sí la meneó. Henry le acarició el pelo y la espalda y la abrazó con más fuerza. Cuando Eleanor habló, sus palabras fueron ininteligibles, de modo que Henry le pidió que las repitiera. Eleanor levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Quiero que Hope se vaya. Quiero que me deje tranquila. Que nos deje a todos tranquilos. Nos está arruinando la vida. Intentó hacerlo en Inglaterra y casi lo consiguió, y vuelve a intentarlo aquí.

—No puede evitarlo, Eleanor. Está enferma.

Eleanor le apartó las manos al mismo tiempo que meneaba la cabeza para negar sus palabras.

—Me da igual, Henry. Ya no me importa. Solo quiero que se vaya.