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Templeton Hall

Goldfields, Victoria, Australia

1993

Gracie Templeton acababa de cumplir once años cuando descubrió que había personas a quienes no les gustaba su familia tanto como a ella.

Fue un 5 de junio, que caía en sábado. Se despertó a las siete, llamó a las puertas de los dormitorios de sus dos hermanas, esperó a que le gritaran que se fuera y volvió a llamar, más fuerte todavía. Pasando de la segunda oleada de insultos somnolientos, fue en busca de su hermano pequeño. Prefería dormir en algún armario a hacerlo en su propia cama, pero ese sábado en concreto, y por raro que pareciera, estaba en su dormitorio. Debajo de la cama, que no en ella, pero resultó muy fácil encontrarlo. Después de tres intentos fallidos por despertarlo, volvió a su pequeño dormitorio en el ala este; era la habitación con papel pintado de color azul y que su padre llamaba «Habitación Roja» por motivos que a él hacían gracia pero que ella no terminaba de comprender.

Era el primer sábado del mes y le tocaba a Gracie estar al mando. Se puso el largo vestido de algodón azul bien planchado que había colgado en el armario la noche anterior, se atusó las enaguas, se ató el delantal, se cepilló el pelo rubio platino que tenía la desafortunada costumbre de parecer alborotado para que no lo pareciera tanto y comprobó que sus zapatos de cuero estaban relucientes y que tenía el bonete bien sujeto.

Tras echarse un último vistazo en el espejo, bajó las escaleras y aireó el comedor, la biblioteca y la salita matinal. Encendió las quince lámparas, desde las lamparitas de mesa con pantalla de cristal de colores hasta las más grandes con pantalla de brocado. A continuación, le sacó brilló a la mesa del comedor. Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, de modo que no llegaba bien a la parte central, pero con las lámparas a media luz esperaba que no se viera el polvo.

Encendió incienso en la reducida estancia de temática oriental. Enderezó las alfombras del vestíbulo, le dio un tironcito a la alfombra de la escalinata principal (daba la sensación de que siempre se quedaba enganchada en el quinto peldaño) y giró la estatua de bronce de Atenea que descansaba sobre la mesita auxiliar de la estancia de fumadores, para que estuviera bien colocada y no mirando a la pared. Su hermano, Spencer, creía que era divertido mover la estatua en cualquier dirección y en cualquier momento. Un sábado, Gracie estaba a punto de abrir la pesada puerta principal para darles la bienvenida a los primeros visitantes de Templeton Hall cuando se dio cuenta de que Atenea estaba boca abajo, apoyada precariamente contra la pared y con las piernas de bronce en el aire. Apenas tuvo tiempo de rescatarla antes de que apareciera el primer visitante.

Volvió a la salita matinal y utilizó un cepillo para colocar bien el retrato de su bisabuelo, que colgaba sobre la repisa de la chimenea (solía inclinarse hacia la izquierda), tras lo cual puso un disco con las sonatas de Beethoven en el antiguo gramófono situado en un rincón.

Ya casi había terminado con los preparativos. Aunque había comprobado el libro de citas la noche anterior, lo volvió a comprobar mientras intentaba memorizar de dónde procedía cada grupo. Sus hermanas, Charlotte y Audrey, se burlaban de ella por su diligencia.

—¿Qué más da quiénes sean y de dónde vengan? —decía Audrey a menudo—. Solo son turistas, Gracie. Vienen para que podamos pagar las facturas.

—No son turistas, cotilla —la solía corregir Charlotte—. Son personas con dinero para aburrirse.

Durante años, Gracie había escuchado mucho eso de «dinero para aburrirse», una expresión que no tenía sentido para ella. Aunque tampoco se atrevía a pedirle a Charlotte que se lo explicara. Desde muy pequeña, sabía que era mejor no preguntarle a Charlotte lo que quería decir. Así tenía menos posibilidades de ser víctima de su lengua viperina. Su «legendaria» lengua viperina, tal como Charlotte se refería a ella, orgullosa.

Gracie quería a sus dos hermanas mayores, pero prefería lidiar con ellas por separado antes que juntas. Charlotte, que tenía diecisiete años, era de temperamento volátil, pero cuando estaba sola podía ser increíblemente paciente. Y si Audrey, que tenía dieciséis años, no estaba ocupada mirándose en el espejo o quejándose de que sus padres no le prestan la debida atención, podía ser muy amable con ella.

Al menos su padre sí aprobaba el apasionado interés de su hija menor por Templeton Hall.

—Esa es mi chica —decía Henry si veía a Gracie sentada en la escalinata, con el libro de visitas en las manos—. Ojalá las demás fueran tan buenas como tú con todo este asunto.

—Yo soy tan buena como ella con todo este asunto —dijo Charlotte en una ocasión, cuando escuchó el comentario—. Seguramente incluso mejor. Pero no me interesa. Esa es la diferencia.

Gracie devolvió el libro con sumo cuidado a su lugar. Esa mañana iba a ser ajetreada. El primer grupo llegaba a las diez, y había tres más antes del almuerzo, aunque todos los Templeton sabían por experiencia que podían llegar visitantes en cualquier momento. Miró el lema familiar, escrito con caracteres góticos alrededor del retrato de su abuelo, Tobias Templeton. Estaba en latín, pero su padre se lo había traducido (más o menos, le había dicho) como «Quien no se prepara, fracasa».

Aunque jamás lo admitiría ante sus hermanas, ni ante Spencer, Gracie consideraba que ese lema era un mensaje vital para ella. Se esforzaba al máximo con sus deberes y con su parte de las labores de la casa y de jardinería, pero intentaba prepararse con antelación en todo lo relacionado con el negocio familiar. Se mordió el labio mientras repasaba su lista de quehaceres en mitad del vestíbulo. Recorrió las estancias una a una hasta que se le encendió la bombilla. ¡Flores! No había flores. Y tenía que haber flores.

Subió corriendo dos tramos de escaleras y abrió la puerta de Audrey sin llamar.

—¿Compraste las flores?

—Estoy durmiendo.

—Audrey, ¿las compraste?

—Te estoy hablando dormida. Vete.

Gracie subió el tono.

—Prometiste que las comprarías. Hicimos un trato. Yo le sacaría brillo a la plata si tú comprabas las flores. Lo prometiste.

—Se me olvidó. —La voz de Audrey estaba amortiguada por la almohada.

—¡No es justo! —Gracie estaba gritando.

—¡A ver si os calláis de una vez! —La voz de Charlotte se escuchó con absoluta claridad desde su habitación, que estaba al otro lado del pasillo—. Que estoy intentando dormir.

Gracie las sorprendió a ambas, y se sorprendió a sí misma, al soltar un alarido que duró sus buenos diez segundos. Le dolió la garganta, pero funcionó. Antes siquiera de haber terminado, Audrey (con un camisón de seda) y Charlotte (con un pijama a cuadros) estaban delante de ella. Ambas la miraban con idénticas expresiones asesinas, pero al menos le prestaban atención.

—Joder, Gracie. Cierra la boca. Vas a despertar a mamá, a papá y a Hope —masculló Charlotte—. Ya conoces las reglas. Si no pueden dormir hasta tarde los sábados, no hay paga para nadie.

Gracie se mantuvo en sus trece.

—Se suponía que Audrey iba a encargarse de las flores y no lo ha hecho.

Charlotte puso los ojos en blanco.

—¿Y qué más da? ¿A quién le importa? Si alguien pregunta, échale la culpa a las criadas.

—No tenemos criadas.

—La gente no lo sabe. Diles que teníamos una criada, pero que tenía las manos muy largas…

—Como los tallos de las flores —la interrumpió Audrey.

Charlotte se echó a reír.

—Así que tuvimos que despedirla. Y como no hay criada, tampoco hay flores.

Gracie tenía ganas de llorar. Detestaba que sus hermanas se aliaran contra ella de esa manera. También detestaba que no hubiera flores en las estancias. En cualquier otra época del año, habría ido a los extensos jardines que rodeaban la casa y habría cogido lo que necesitaba. Sin embargo, no había flores en ese momento, sólo hojas secas porque estaban en otoño.

—Deja de preocuparte tanto, Gracie —dijo Audrey, algo más calmada—. No importa, de verdad.

—A mí me importa.

—A mí me importa. —Charlotte y Audrey imitaron su apasionado tono antes de echarse a reír de nuevo.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Gracie echó a andar por el pasillo haciendo todo el ruido que pudo.

—Ya vale, Gracie. Vas a despertar a todo el mundo —masculló Audrey de nuevo.

—Me da igual. Ojalá los despierte a todos. A mamá, a papá y a la tía Hope. Así podré contarles lo de las flores. Y lo de la promesa rota.

—Me vuelvo a la cama —dijo Charlotte al tiempo que daba media vuelta.

Gracie se volvió hacia ella.

—No puedes. Se supone que ya tienes que estar vestida y preparada. He comprobado el calendario de trabajo. Hoy nos toca a las dos. Yo en la planta baja y tú aquí arriba.

—Pues vuelve a comprobarlo. Porque hoy os toca a Spencer y a ti, no a mí. Hice un trato con él.

Gracie sintió una rabia repentina, y en secreto disfrutó de la sensación. Porque le dio la fuerza necesaria para enfrentarse a Charlotte y a Audrey. Copió una de las expresiones preferidas de su tía Hope:

—No hay por dónde cogeros. —Se encaminó a la planta baja, mascullando, pero lo bastante fuerte como para que sus hermanas pudieran escucharla, de modo que usó otro de los dichos preferidos de Hope—: Si esta casa fuera mía, os pondría de patitas en la calle a todos.

Hizo todo lo que pudo por desentenderse de sus carcajadas mientras bajaba la escalinata de madera pulida en dirección al vestíbulo. Seguramente Audrey tenía razón y ninguno de los visitantes repararía en la ausencia de flores. Solían estar demasiado ocupados fijándose en todos los detalles de Templeton Hall y cuchicheando entre ellos acerca de la edad de su guía turística y de la extraña puesta en escena. Sin embargo, ese tipo de detalles era importante para Gracie. A diferencia de sus dos hermanas y de su hermano, ansiaba que le tocara ser la guía principal. Tampoco lo hacía por la paga extra que eso le suponía. Adoraba compartir todo lo que sabía acerca de Templeton Hall: su historia, su hermoso contenido, todo lo que representaba para su familia, remontándose a las generaciones pasadas…

—Solo somos una atracción turística, Gracie. Tienes que entenderlo. A la gente le da igual que descendamos de la aristocracia inglesa, de la colonocracia australiana o de una manada de lobos —le había dicho Charlotte en una ocasión—. Solo somos una parada más antes de volver a su hotel o a su cámping para caravanas. Algo con lo que pasar el día. Un lugar donde hacer una foto o ir al baño. No te lo tomes tan en serio.

Sin embargo, Gracie sí se lo tomaba muy en serio. No podía evitarlo. Miró la hora en el enorme reloj de pie que marcaba los minutos junto a ella, en el pasillo. Casi eran las nueve. Un destello procedente de la mesita que tenía al lado le llamó la atención. Las llaves del coche de Charlotte. No deberían estar allí por dos motivos: el primero porque supuestamente tenían que esconder cualquier evidencia de «vida moderna» durante los fines de semanas, cuando Templeton Hall estaba abierto al público; y el segundo porque sus padres les habían pedido una y otra vez que colgaran las llaves en el llavero colocado detrás de la puerta de la despensa. La casa era tan grande que tenían que imponer ciertas normas. La alternativa sería perder muchísimo tiempo buscando por sus dieciocho habitaciones.

Gracie realizó unos rápidos cálculos mentales. Templeton Hall estaba en el campo, muy lejos de cualquier tienda. Tardaría unos veinte minutos en llegar en coche a Castlemaine, la ciudad más cercana. Diez minutos, si se daba prisa, en comprar las flores en la tienda donde la familia tenía cuenta abierta. Otros veinte minutos de vuelta. Si no había contratiempos, volvería con diez minutos de sobra antes de que Templeton Hall abriera al público.

Claro que el plan tenía un pequeño fallo: no podía conducir legalmente. Pero llevaba conduciendo el coche de Charlotte, un utilitario automático, desde los diez años, casi todo un año. De momento, solo en los caminos que rodeaban Templeton Hall, pero Charlotte siempre le decía lo sorprendida que estaba por lo pronto que había aprendido. Su baja estatura era el principal problema, pero un par de sacos doblados que había cogido del establo siempre le daban los centímetros necesarios. Seguro que un abrigo o un par de jerséis también le servirían.

Cinco minutos después estaba al volante, saliendo del largo camino de entrada a Templeton Hall para enfilar la carretera principal que llevaba a Castlemaine. El corazón le latía tan deprisa que casi podía escucharlo. Estaba un poco más alta en el asiento que de costumbre (había decidido doblar tres abrigos en vez de dos y comenzaba a arrepentirse). Manejaba el volante con soltura, frenaba a la perfección y por suerte la carretera estaba desierta. Cuando pasó el cartel de «Bienvenido a Castlemaine» unos veinte minutos después y enfiló la calle principal, comenzó a respirar con más tranquilidad. A lo lejos, veía al tendero colocando el expositor de frutas y verduras en la acera. Sí, tenía rosas. Y también veía claveles e incluso crisantemos.

Estaba tan absorta en las flores que no vio el coche que se incorporaba a la calle delante de ella. Sin embargo, fue imposible no reparar en el estruendo que se escuchó cuando el frontal del coche de Charlotte golpeó la parte trasera del otro vehículo, ni el sonido de su claxon cuando la inercia hizo que cayera sobre el volante, durante diez largos segundos que más adelante resonarían en sus oídos como si hubieran sido horas.

Después de eso, se preguntó de dónde había salido tanta gente y tan deprisa. Hasta ese momento, la calle estaba desierta. Pero en cuestión de segundos un sinfín de personas salió de las tiendas, de otros coches y de calles adyacentes. Escuchó retazos de conversaciones.

—No la he visto. Apareció de la nada.

—¿Qué narices hace una niña conduciendo?

—¿Por qué lleva esa ropa tan rara?

—Es una puñetera Templeton, por eso la lleva. Se creen los dueños de todo el lugar.

La cara de preocupación del tendero fue sustituida por la expresión feroz de una persona ataviada con un uniforme de policía.

—¿Qué estabas pensando? Podrías haberte matado o haber matado a alguien.

—Quería comprar flores. Estamos a punto de abrir.

El policía apartó la vista de ella y miró a la multitud, como si esperase que ellos pudieran entender las palabras de Gracie. Saltaba a la vista que él no podía.

Un transeúnte comentó:

—Es nuevo en la zona, ¿verdad? Es una Templeton.

—Los pirados Templeton —añadió alguien.

—Seguro que es otra campaña publicitaria.

—De Templeton Hall.

—¿El Templo de Al? —preguntó el policía, que lo había entendido mal—. ¿Qué es eso, un culto religioso?

Se escucharon más murmullos cuando los lugareños se aprestaron a explicárselo. Gracie no tenía tiempo para quedarse a escuchar ni para preocuparse de que hubieran llamado a su familia «puñeteros Templeton» y «pirados Templeton» en cinco minutos. El reloj del ayuntamiento marcaba las nueve y media. Tenía que darse prisa. Intentó quitarse el cinturón de seguridad. Un enorme brazo oscuro la retuvo contra el asiento.

—Ni se te ocurra moverte, niña.

Esa misma noche, el padre de Gracie, Henry, afirmó que le hacía muchísima gracia. Que era hilarante, aseguró. Su madre, Eleanor, seguía estupefacta, además de furiosa. La llegada de Gracie a Templeton Hall en la parte trasera de un coche patrulla justo cuando llegaba un autocar lleno de turistas había causado tal conmoción que Hope, la hermana pequeña de Eleanor (que residía con ellos por temporadas) había «empeorado», como Eleanor solía decir. «Montar un pollo», según prefería describirlo Audrey. «Volverse majara», diría Spencer. «Llamar la atención a toda costa», insistiría Charlotte.

Charlotte, como la primogénita que era, tenía un montón de ideas acerca de la relación entre Hope y su madre.

—La historia de la reina Isabel y la princesa Margarita se repite —declaró en una ocasión—. La más joven está celosa de la posición social y del matrimonio de su hermana mayor, así que se vuelve loca y se da a la bebida, de modo que la hermana mayor tiene que acogerla y cuidarla el resto de su vida… Es la venganza perfecta.

—Hope se ha alterado al ver a la policía, nada más. Deja de hablar de ella de esa manera, te lo pido por favor —replicó Eleanor, con ese tono de voz que todos habían aprendido a obedecer.

—Mirando el lado bueno, Gracie no puede perder el permiso de conducir —dijo Henry cuando la familia se reunió alrededor de la mesa de la cocina para cenar esa noche—. Por desgracia, no puede perderlo porque no lo tiene…

La aparición de Gracie en el coche patrulla precedió a una procesión de vehículos: coches que seguían a autocares que a su vez seguían a caravanas, todos los vehículos llenos de turistas, además de unos cuantos lugareños. En circunstancias normales, los lugareños evitaban Templeton Hall, pero saltaba a la vista que se había corrido la voz acerca del accidente de Gracie y que la curiosidad le había ganado la partida a la habitual aversión hacia la familia.

—Más todavía, al menos han disfrutado de la experiencia completa de «En casa con los Templeton» —comentó Charlotte con voz cantarina—. Bienvenidos a nuestro mundo, donde reina el caos…

—Donde no hay flores —añadió Audrey.

—Y donde las galletas de recuerdo están rancias —terminó Charlotte.

—No fue la experiencia completa —replicó Gracie, que estaba enfurruñada, ya que se le había pasado la emoción y solo sentía el dolor de las magulladuras y el enfado—. Yo era la única que estaba bien vestida, aunque os pedí que os cambiarais.

Charlotte soltó una carcajada.

—Se me había olvidado ese detalle. Tú, encaramada al hombro del policía y gritando que nos cambiáramos. Ojalá le hubieras visto la cara. Estoy segura de que creía que estabas alucinando y pensabas que te habíamos recibido desnudos.

—Me parece que nadie ha pedido que le devolvamos el dinero, Gracie —añadió Audrey con voz amable—. De hecho, ha sido una mañana muy alegre. Hasta que Spencer soltó esa bomba fétida, claro.

—¿Ha sido Spencer? —A Eleanor no le hizo gracia enterarse—. Le dije a todo el mundo que era cosa de las cañerías.

Spencer, que tenía diez años, no abrió la boca. Se limitó a sonreír en silencio desde su escondrijo, debajo de la mesa.

—Creo que hemos estado a la altura de unas circunstancias muy adversas, sí, señor —dijo Henry al tiempo que se apoyaba en el respaldo de la silla y miraba a su familia con una sonrisa—. Hemos triunfado ante la adversidad, como habrían dicho nuestros antepasados.

—Pues yo sigo creyendo que deberíais haberos vestido —insistió Gracie—. No hacerlo es publicidad engañosa. Porque entonces no sería una experiencia colónica completa.

Nadie la sacó de su error. Gracie solía confundir colónico y colonial. Había sido idea de Henry no corregirla.

«Es una anécdota muy graciosa, que incita el boca a boca», había dicho. «Conseguiremos más visitantes con la anécdota que con cualquier campaña publicitaria que hagamos.»

En ese momento, sin embargo, Henry se apiadó de su hija menor.

—Pobre Gracie —dijo al tiempo que se la colocaba en el regazo con un rápido movimiento. Medía más de metro ochenta y tenía un cuerpo musculoso gracias a todo el trabajo al aire libre que realizaba en la propiedad—. Mi pobre Gracie, delinquiendo a su edad. ¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?

Gracie se zafó de su abrazo y se enderezó.

—Vuelve a ponerme al mando mañana —respondió.