Carmen Morales no se atrevió a llegar directamente donde su familia porque no sabía cómo la recibiría su padre, a quien no había visto en siete años. En el aeropuerto tomó un taxi a casa de los Reeves. Al pasar por las calles de su barrio se sorprendió de las transformaciones: se veía menos pobre, más limpio, organizado y mucho más pequeño de lo que recordaba. Además de los cambios reales, pesaba en su mente la comparación con los inmensos vecindarios marginales de México. Sonrió al pensar que ese conjunto de calles había sido su universo por muchos años y que huyó de allí como una exiliada, llorando por la familia y el terruño perdidos. Ahora se sentía forastera.

El chofer la miraba con curiosidad por el espejo retrovisor y no pudo resistir la tentación de preguntarle de dónde era. Nunca había visto a nadie como esa mujer de faldas multicolores y pulseras ruidosas, no se parecía tampoco a esas sonámbulas hippies envueltas en trapos similares, ésta tenía la actitud determinada de una persona de negocios.

—Soy gitana —le notificó Carmen con el mayor aplomo.

—¿Dónde es eso?

—Los gitanos no tenemos patria, somos de todas partes.

—Habla muy bien inglés —anotó el hombre.

Le costó ubicar la cabaña de los Reeves, en esos años había crecido la maleza tragándose el huerto y el sauce tapaba la vista de la casa. Echó a andar por el sendero a través del patio. Reconoció el lugar donde había enterrado a Oliver siguiendo las instrucciones de Gregory, quien deseaba que los restos de su compañero de infancia descansaran en la casa familiar, en vez de ir a parar a la basura como los de cualquier perro sin historia. Sentada en el porche, en la misma desvencijada silla de mimbre donde siempre la había visto, encontró a Nora Reeves. Era ya una anciana gastada con un moño de merengue y un delantal tan desteñido como el resto de su persona. Se había reducido de tamaño y tenía una expresión dulce y un poco idiota, como si su alma no estuviera realmente allí. Se levantó vacilante y saludó a Carmen con gentileza, sin reconocerla.

—Soy yo, doña Nora, soy Carmen, la hija de Pedro e Inmaculada Morales…

La mujer tardó casi un minuto en ubicar a la recién llegada en el mapa confuso de su memoria, se la quedó mirando con la boca abierta, sin poder relacionar la imagen de la muchacha de trenzas oscuras que jugaba con su hijo, con esta aparición escapada del harén de un jeque. Por último le tendió las manos y la abrazó temblorosa. Se sentaron a tomar té caliente en vasos de vidrio, y se pusieron al día sobre las noticias del pasado. Al poco rato irrumpieron con alboroto los hijos de Judy que venían de la escuela, cuatro chiquillos de edades indefinidas, dos pelirrojos exuberantes y dos de aspecto latino. Nora explicó que los primeros eran de Judy y los otros vivían con ella, aunque eran hijos anteriores de su segundo marido. La abuela les sirvió leche y pan con mermelada.

—¿Viven todos aquí? —preguntó Carmen sorprendida.

—No. Yo los cuido después de la escuela hasta que su madre viene a buscarlos por la noche.

A eso de las siete apareció Judy, quien tampoco reconoció a su amiga. Carmen la recordaba enorme, pero no imaginó posible seguir aumentando de peso hasta adquirir semejantes dimensiones, la mujer no cabía en ninguna de las sillas disponibles, se desparramó con dificultad en las gradas del porche, dando la impresión de que se necesitaría una grúa para movilizarla. Sin embargo se veía radiante.

—Ésta no es pura grasa, estoy embarazada otra vez —anunció orgullosa.

Tanto los hijos propios como los ajenos corrieron a treparse en la amable humanidad de su madre, quien los acogió con risas y los acomodó entre sus rollos con una destreza nacida de la práctica y del cariño, al tiempo que distribuía buñuelos empolvados, echándose de paso varios a la boca. Al verla jugando con los niños, Carmen comprendió que la maternidad era el estado natural de su amiga y no pudo evitar un pinchazo de envidia.

—Después de cenar te acompañaré a tu casa, pero antes llamaremos a doña Inmaculada, para que le prepare el ánimo a tu padre. ¿No tienes una ropa más normal? Acuérdate que el viejo no acepta extravagancias en las mujeres. ¿Así es la moda en Europa? —preguntó Judy sin asomo de ironía.

Pedro Morales esperaba a su hija con su traje del funeral, pero enfiestado por una corbata roja y un clavel de su patio en el ojal. Inmaculada le había anunciado la noticia con la mayor cautela, previendo una reacción violenta, y quedó sorprendida cuando a su marido se le iluminó la cara como sí le hubieran quitado veinte años de encima.

—Cepíllame la ropa, mujer —fue lo único que atinó a decir mientras se soplaba la nariz tras un pañuelo para ocultar la emoción.

—La niña debe haber cambiado mucho, con el favor de Dios… —le advirtió Inmaculada.

—No te preocupes, vieja. Aunque venga con el pelo pintado de azul yo la reconoceré.

Sin embargo no estaba preparado para la mujer que entró a la casa media hora después y, tal como ocurriera con Nora y Judy, tardó unos segundos en cerrar la boca. Creyó que Carmen había crecido, pero luego notó las sandalias de tacones altos y un montón de pelo crespo y alborotado sobre la cabeza que agregaban un palmo a su estatura. Se había puesto tantos adornos como un ídolo, tenía los ojos pintados con rayas negras e iba disfrazada de algo que le recordó un afiche turístico de Marruecos pegado en la pared del bar «Los Tres Amigos». De cualquier modo le pareció que su hija lucía muy bella. Se abrazaron largamente y lloraron juntos por Juan José y por esos siete años de ausencia. Después ella se acurrucó a su lado para contarle algunas de sus aventuras, omitiendo lo necesario para no escandalizarlo. Entretanto Inmaculada se afanaba en la cocina repitiendo gracias bendito Dios, gracias bendito Dios, y Judy, colgada al teléfono, llamaba a los hermanos Morales y a los amigos para anunciarles que Carmen había regresado convertida en una zíngara estrafalaria y melenuda, pero en el fondo seguía siendo la misma; que trajeran cervezas y guitarras porque Inmaculada estaba haciendo tacos para celebrar.

La presencia de su hija devolvió el buen humor a Pedro Morales. Ante la majadería de Carmen y el resto de la familia, aceptó finalmente ver un médico, que diagnosticó diabetes avanzada. Ninguno de mis antepasados tuvo nada semejante, ésta es una novedad americana, no pienso pincharme a cada rato como un apestoso, ese doctor no sabe lo que dice, en los laboratorios cambian las muestras y cometen errores garrafales, mascullaba el paciente ofendido, pero una vez más Inmaculada se impuso, lo obligó a ceñirse a una dieta y se encargó de administrarle medicinas a horas puntuales. Prefiero discutir contigo todos los días antes que quedarme viuda, amansar a otro marido cuesta mucho trabajo, determinó. A él no se le había pasado por la mente que pudiera ser reemplazado en el corazón aparentemente incondicional de su mujer y el desconcierto le quitó las ganas de seguir porfiando. Nunca admitió la enfermedad, pero se resignó al tratamiento «para darle gusto a esta loca», como decía.

Pronto el barrio le quedó chico a Carmen Morales, al cabo de algunas semanas viviendo con sus padres se consumía de asfixia. Durante su ausencia había idealizado el pasado, en los momentos de mayor soledad añoraba la ternura de su madre, la protección de su padre y la compañía de los suyos, pero había olvidado la estrechez del lugar donde nació. En esos años había cambiado, el polvo de mucho mundo se acumulaba en sus zapatos. Se paseaba por la casa como un leopardo enjaulado llenando el espacio y alborotando la paz con el remolino de sus faldas, el ruido de sus pulseras y su impaciencia. En la calle la gente volteaba a mirarla y los niños se acercaban para tocarla. Imposible ignorar la reprobación y los cuchicheos a su espalda, mira cómo se viste la menor de los Morales, en esa cabeza no ha entrado un peine en siglos, seguro que se metió a hippie o a puta, decían.

Tampoco había trabajo para ella, no estaba dispuesta a emplearse en una fábrica como Judy Reeves y en el barrio no había mercado para sus joyas, las mujeres usaban oro pintado y diamantes falsos, ninguna se pondría sus pendientes de aborigen. Supuso que no sería difícil colocarlos en algunas tiendas al centro de la ciudad, donde compraban actrices, damas sofisticadas y turistas, pero encerrada en casa de sus padres no había estímulo para la creatividad, se le secaban las ideas y las ganas de trabajar. Daba vueltas por los cuartos agobiada por las figuras de porcelana, las flores de seda, los retratos de familia, los muebles de felpa color rubí cubiertos con fundas de plástico, símbolos de la nueva elegancia de los Morales.

Esos adornos, orgullo de su madre, le provocaban pesadillas; prefería mil veces la vivienda de la infancia, donde creció con sus hermanos en la mayor modestia. No soportaba los programas de radio y televisión que atronaban día y noche con las novelas de romance y tragedia y los anuncios a gritos de diferentes marcas de jabón, ventas de automóviles y juegos de fortuna. Lo peor era esa vocación generalizada por los chismes, todos vivían pendientes de los demás, no se movía un pelo en el vecindario sin provocar comentarios. Se sentía como un marciano en visita y se consolaba con los platos de su madre, quien se había adaptado a la estricta dieta de su marido sin perder nada del sabor de sus recetas y pasaba horas entre sus cacharros, envuelta en el perfume delicioso de salsas y especias.

Carmen se aburría; aparte de jugar damas con su padre, ayudar en los quehaceres domésticos y atender a la parentela los domingos, cuando la familia se reunía a almorzar, no había otras distracciones. Pensó regresar a España, pero tampoco allá pertenecía y, por otra parte, a la distancia no sentía igual atracción por su amante. Le había escrito y llamado, pero sus respuestas eran gélidas. Lejos de sus músculos color de avellana y su negra melena, recordaba con un estremecimiento el baño frío y demás humillaciones y sentía un profundo fastidio ante la idea de volver a su lado.

Fue Olga quien le recomendó explorar Berkeley, porque con un poco de suerte Gregory Reeves regresaría en un futuro no lejano y podría ayudarla, era el sitio perfecto para una persona tan original como ella, a juzgar por las noticias de la prensa, donde cada semana comentaban un nuevo escándalo en los jardines de la Universidad. Carmen estuvo de acuerdo en que nada se perdía con probar. Llamó por teléfono a su amante para pedirle sus ahorros y sus herramientas de orfebre, él se comprometió a hacerlo cuando tuviera tiempo, pero pasaron varias semanas y otras cinco llamadas sin noticias del envío, entonces ella comprendió cuán ocupado estaba y no insistió más. Decidió lanzarse a la aventura con el mínimo de recursos, como tantas otras veces lo había hecho, pero cuando Pedro Morales supo de sus planes, lejos de oponerse, le extendió un cheque y le pagó el pasaje. Estaba feliz de haber recuperado a su hija, pero no era ciego ante sus necesidades y le daba lástima verla estrellándose contra las paredes como un pájaro con las alas quebradas.

En Berkeley Carmen Morales floreció como si la ciudad hubiera nacido para servirle de marco. En la muchedumbre de la calle sus atuendos no llamaban la atención y el contenido de su blusa no provocaba silbidos descarados, como ocurría en el barrio latino. Allí encontró desafíos similares a los que la fascinaron en Europa y una libertad desconocida hasta entonces. También la naturaleza de agua y de cerros parecía hecha a su medida. Calculó que tomando precauciones podría subsistir unos meses con el regalo de su padre, pero decidió buscar empleo porque planeaba fabricar joyas y necesitaba herramientas y materiales. Gregory Reeves sin duda le hubiera ofrecido un sofá en su casa para instalarse por un tiempo, pero ni soñar con la misma generosidad por parte de Samantha. No conocía a la mujer de su amigo, sin embargo adivinó que la recibiría sin entusiasmo, mucho menos ahora que estaba en pleno proceso de divorcio. Hizo una cita por teléfono para conocer a la pequeña Margaret, de quien tenía varias fotografías enviadas por Gregory, pero cuando llegó Samantha no estaba, le abrió la puerta una niña tan delicada y frágil que costaba imaginar que fuera hija de Gregory Reeves y su atlética madre.

La comparó con sus sobrinos de la misma edad y le pareció una criatura extraña, la miniatura perfecta de una mujer bella y triste. Margaret la hizo pasar anunciándole con afectada pronunciación que su mamá jugaba tenis y volvería pronto.

En un comienzo se interesó vagamente en las pulseras de Carmen, luego se sentó en completo silencio con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda. Fue inútil sacarle palabra y acabaron las dos instaladas frente a frente sin mirarse, como forasteras en una antesala. Por fin entró Samantha con la raqueta en una mano y una canilla de pan francés en la otra, y tal como Carmen había previsto, la recibió con frialdad. Se observaron sin disimulo, cada una llevaba una imagen de la otra por las descripciones de Gregory y ambas se sintieron aliviadas de que sus fantasías fueran diferentes a la realidad. Carmen esperaba una mujer más bonita, no esa especie de muchacho vigoroso con la piel cuarteada por el sol, cómo será dentro de unos años; las gringas envejecen mal, se dijo. Por su parte Samantha se alegró de que la otra vistiera con esos trapos sueltos que le parecieron horrorosos, seguro ocultaba varios kilos entre las costillas, además era evidente que no había hecho ejercicios en su vida y a ese paso pronto seria una matrona rolliza, las latinas envejecen mal, pensó con satisfacción.

Las dos supieron al instante que jamás podrían ser amigas y la visita fue muy breve. Al salir Carmen se alegró que su mejor amigo estuviera tramitando el divorcio de esa campeona de tenis y Samantha se preguntó si cuando regresara Gregory, en el caso que lo hiciera, se convertiría en el amante de esa tipa regordeta, idea que seguramente había estado en el corazón de ambos por muchos años. Que les aproveche, masculló, sin saber por qué esta perspectiva le daba rabia.

Carmen no podía pagar por mucho tiempo la pieza del motel donde había llegado, decidió buscar trabajo y un lugar donde vivir.

Se instaló en una cafetería cerca de la Universidad a revisar un periódico y entre innumerables avisos de masajes holísticos, aromaterapias, cristales milagrosos, triángulos de cobre para mejorar el color del aura y otras novedades que habrían encantado a Olga, descubrió ofertas de diversos empleos. Llamó a varios hasta que en un restaurante la citaron para el día siguiente, debía presentarse con su tarjeta del seguro social y una carta de recomendación, dos cosas que no poseía.

La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse, llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano.

—Interesante —dijo cuando leyó la carta de recomendación—. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves?

—Trabajé para él —se sonrojó Carmen.

—Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?

Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante macrobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.

—Está bien, se ve que eres una persona de recursos —se rió Joan—. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas prisas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.

Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal. Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.

De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.

—Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo —le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas.

—No se preocupen, soy feliz —replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.

De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra —fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe— los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No, no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria.

En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.

Mantenía el whisky en la cocina, así se daba tiempo de pensar antes de tomarse un trago. Ideaba pequeños obstáculos para ayudarse: nada de alcohol antes de vestirme o comer algo, no beberé si es día impar o si todavía no ha salido el sol, primero haré veinte flexiones de pecho y escucharé un concierto completo. Así retrasaba la decisión de abrir el mueble donde guardaba la botella y por lo general lograba controlarse, pero no se decidía a eliminar el licor, siempre tenía algo a mano para una emergencia.

Cuando al fin llamó a Samantha le ocultó que llevaba más de dos semanas a sólo veinte millas de su casa; le hizo creer que acababa de regresar y le pidió que lo recogiera en el aeropuerto, donde la esperó recién bañado, afeitado y sobrio, en ropa de civil. Se sorprendió al ver cuánto había crecido Margaret y lo bonita que se había puesto, parecía una de esas princesas dibujadas a plumilla en los cuentos antiguos, con ojos de un azul marítimo, crespos rubios y un extraño rostro triangular de facciones muy finas. También notó cuán poco había cambiado su mujer, llevaba incluso los mismos pantalones blancos de la última vez que la vio. Margaret le tendió una mano lánguida sin sonreír y se negó a darle un beso. Tenía gestos coquetos copiados de las actrices de telenovelas y caminaba bamboleando su minúsculo trasero. Gregory se sintió incómodo con ella, no lograba verla como la niña que en realidad era sino como una indecente parodia de mujer fatal y se avergonzó de sí mismo, tal vez Judy tenía razón, después de todo, y la índole perversa de su padre estaba latente en su sangre como una maldición hereditaria. Samantha le dio una tibia bienvenida, se alegraba de verlo en tan buena forma, estaba más delgado pero más fuerte, le quedaba bien el bronceado, que evidentemente la guerra no había sido tan traumática para él, en cambio ella no estaba del todo bien, lamentaba tener que decirlo, la situación económica era pésima, se le habían terminado los ahorros y le resultaba imposible sobrevivir con un sueldo de soldado; no se quejaba, por supuesto, comprendía las circunstancias, pero no estaba acostumbrada a pasar penurias y Margaret tampoco. No. No pudo continuar con la guardería de niños, era un trabajo muy pesado y aburrido, además debía cuidar a su hija ¿no? Al subir al automóvil le comunicó suavemente que le había reservado un cuarto en un hotel, pero no tenía inconveniente en guardar sus cosas en el garaje hasta que se instalara mejor. Si Gregory se había hecho algunas ilusiones sobre una posible reconciliación, esas pocas frases fueron suficientes para percibir una vez más el abismo que los separaba.

Samantha no había perdido su cortesía habitual, tenía un control admirable sobre sus emociones y era capaz de mantener una conversación por tiempo indefinido sin decir nada. No le hizo preguntas, no deseaba enterarse de situaciones desagradables, mediante un esfuerzo descomunal había logrado permanecer en un mundo de fantasía, donde no había cabida para el dolor o la fealdad. Fiel a sí misma, pretendía ignorar la guerra, el divorcio, el rompimiento de su familia y todo aquello que pudiera alterar su horario de tenis. Gregory pensó con cierto alivio que su mujer era una página en blanco y no tendría remordimientos en empezar otra vida sin ella. El resto del camino intentó comunicarse con Margaret, pero su hija no estaba dispuesta a darle ninguna facilidad. Sentada en el asiento trasero se mordía las uñas pintadas de rojo, jugaba con un mechón de pelo y se observaba en el espejo retrovisor, respondiendo con monosílabos si su madre le hablaba, pero callando tenazmente si él lo hacia.

Alquiló una casa al otro lado de la bahía, cuyo principal atractivo era un muelle prácticamente en ruinas. Pensaba comprar un bote en el futuro, más por fanfarronada que por el gusto de navegar, cada vez que salía en el barco de Timothy Duane terminaba convencido que tanto trabajo sólo se justificaba para salvar la vida en un naufragio, pero jamás como pasatiempo. Con el mismo criterio adquirió un «Porsche», esperaba provocar la admiración de los hombres y llamar la atención de las mujeres.

Los coches son símbolos fálicos, no sé por qué el tuyo es chico, estrecho, chato y tembleque, se burló Carmen cuando lo supo. Tuvo al menos el buen criterio de no comprar muebles antes de conseguir un empleo seguro y se conformó con una cama del tamaño de un ring de boxeo, una mesa de múltiples usos y un par de sillas. Ya instalado partió a Los Ángeles, donde no había estado desde que llevó a Margaret para presentarla a la familia Morales, varios años atrás.

Nora Reeves lo recibió con naturalidad, como sí lo hubiera visto el día anterior, le ofreció una taza de té y le contó las noticias del barrio y de su padre, que seguía comunicándose con ella todas las semanas para mantenerla informada sobre la marcha del Plan Infinito. No se refirió a la guerra y por primera vez Gregory comparó las semejanzas entre Samantha y su madre, la misma frialdad, indolencia y cortesía, idéntica determinación para ignorar la realidad, aunque para su madre esto último había sido más difícil porque le había tocado una existencia mucho más dura. En el caso de Nora Reeves no bastaba la indiferencia, se requería una voluntad muy firme para que los problemas no la rozaran. A Judy la encontró en cama con un recién nacido en los brazos y otras criaturas jugando a su alrededor. Cubierta por la sábana se disimulaba su gordura, parecía una opulenta madona renacentista. Ocupada en los afanes de la crianza, no atinó a preguntarle cómo estaba, dando por sentado que si se encontraba aparentemente entero frente a sus ojos no había mayor novedad. El segundo marido de su hermana resultó ser dueño de un taxi, viudo, padre de dos de los chicos mayores y del bebé. Era un latino nacido en el país, uno de esos chicanos que hablan mal el español, pero tiene el inconfundible sello indígena de sus antepasados, pequeño, delgado, con un largo bigote caído de guerrero mogol. Comparado con su antecesor, el gigantesco Jim Morgan, parecía un mequetrefe desnutrido. Gregory no supo si este hombre amaba a Judy más de lo que la temía, imaginó una riña entre los dos y no pudo evitar una sonrisa, su hermana sería capaz de partirle el cráneo a su marido con una sola mano, igual como rompía los huevos del desayuno. Cómo harán el amor, se preguntó Gregory fascinado.

Los Morales le dieron el recibimiento que nadie le había dado hasta ese momento, lo abrazaron por varios minutos, llorando. Gregory estuvo tentado de pensar que se lamentaban porque era él y no su hijo Juan José quien regresaba ileso, pero la expresión de absoluta dicha de sus viejos amigos le quitó esas mezquinas dudas del corazón. Retiraron la funda de plástico de uno de los sillones y allí lo instalaron para interrogarlo en detalle sobre la guerra. Se había hecho el propósito de no hablar del tema, pero se sorprendió contándoles lo que quisieron saber. Comprendió que eso era parte del duelo, entre los tres estaban enterrando por fin a Juan José. Inmaculada olvidó encender las luces y ofrecerle comida, nadie se movió hasta bien entrada la noche, cuando Pedro partió a la cocina en busca de unas cervezas. A solas con Inmaculada, Gregory se quitó del cuello el escapulario y se lo entregó. Había desistido de la idea de lavarlo porque temió que en el proceso se desintegrara, pero no tuvo necesidad de explicar el origen de las manchas oscuras. Ella lo recibió sin mirarlo y se lo puso, ocultándolo bajo la blusa.

—Sería pecado tirarlo a la basura, porque está bendito por un obispo, pero si no pudo proteger a mi hijo es que no sirve para nada —suspiró.

Y entonces pudieron referirse a los últimos momentos de Juan José.

Los padres, sentados lado a lado en el horrendo sofá color rubí, y tomados de la mano por primera vez delante de alguien, escucharon temblorosos aquello que Gregory Reeves había jurado no decirles, pero no pudo callar. Les contó de la reputación de afortunado y valiente de Juan José, de cómo lo encontró por milagro en la playa y cuánto hubiera dado por ser él y nadie más que él quien estuviera a su lado para sostenerlo en sus brazos cuando iba cayendo, padre, sujéteme que me estoy cayendo muy hondo.

—¿Tuvo tiempo de acordarse de Dios? —quiso saber la madre.

—Estaba con el capellán.

—¿Sufrió mucho? —preguntó Pedro Morales.

—No lo sé, fue muy rápido…

—¿Tenía miedo? ¿Estaba desesperado? ¿Gritaba?

—No. Me dijeron que estaba tranquilo.

—Al menos tú estás de vuelta, bendito Dios —dijo Inmaculada, y por un momento Gregory se sintió perdonado de toda culpa, redimido de la angustia, a salvo de sus peores recuerdos y una oleada de agradecimiento lo sacudió entero.

Esa noche los Morales no le permitieron alojarse en un hotel, lo obligaron a quedarse con ellos y le acomodaron la cama de soltero de Juan José. En el cajón de la mesa de noche encontró un cuaderno escolar con poemas escritos a lápiz por su amigo. Eran versos de amor.

Antes de tomar el avión de vuelta visitó a Olga. Se le habían venido los años encima, nada quedaba de su antiguo aspecto de papagayo, estaba convertida en una bruja despelucada, pero no había mermado su energía de curandera y vidente. A esas alturas de su existencia ya estaba plenamente convencida de la estupidez humana, confiaba más en sus brujerías que en sus hierbas medicinales porque apelaban mejor a la insondable credulidad ajena. Todo está en la mente, la imaginación obra milagros, sostenía. Su vivienda también mostraba desgaste, parecía un bazar de santero atiborrado de empolvados artículos de magia, con más desorden y menos colorido que antaño. Del techo aún colgaban ramas secas, cortezas y raíces, se habían multiplicado las estanterías con frascos y cajas, el antiguo aroma a incienso de las tiendas de los pakistanos había desaparecido, tragado por los olores más poderosos.

Muchos potes aún conservaban nombres sugerentes: No-me-olvides, Negocio-seguro, Conquistador-irresistible, Venganza-solapada, Placer-violento, Quítale-todo.

Con su ojo entrenado para descubrir lo invisible Olga notó al punto los cambios en Gregory, el cerco imposible de cruzar a su alrededor, la mirada dura, la risa estridente y sin alegría, la voz más seca y ese gesto nuevo en la boca que hubiera sido despectivo en unos labios finos, pero en los suyos parecía más bien burlón. Irradiaba una fuerza de animal rabioso, pero debajo de la coraza ella distinguió los pedazos de un alma quebrada. Adivinó que no era el momento de ofrecerle su amplia práctica de consejera porque estaba hermético, y prefirió hablarle de sí misma.

—Tengo muchos enemigos, Gregory —confesó—. Una trata de hacer el bien, pero pagan con envidias y rencores. Ahora dicen por allí que tengo tratos con el diablo.

—Fatal para el negocio, me imagino…

—No creas, mientras exista gente asustada o adolorida este oficio nunca está de baja —replicó Olga con un guiño de picardía—. Y a propósito ¿hay algo que pueda hacer por ti?

—No lo creo, Olga. Lo que yo tengo no se cura con ensalmos.

Los Morales dieron a Reeves la dirección de Carmen. La creía todavía en Europa y le costó imaginar que vivieran a un puente de distancia. Sus llamadas de los lunes se habían interrumpido y la correspondencia sufría enormes atrasos en Vietnam, el último contacto fue una postal de Barcelona para contarle de un amante japonés.

Le pareció una coincidencia extraña que su amiga se hubiera instalado en casa de Joan y Susan, la realidad resultaba a veces tan improbable como las absurdas novelas de televisión que Inmaculada seguía fielmente.

A lo largo de su destino aventurero, sobre todo cuando se sentía acosado por la soledad después de enredarse con una nueva mujer y descubrir que tampoco ésa era quien buscaba, Gregory Reeves se preguntó a menudo por qué con Carmen no pudieron ser amantes. Cuando se atrevió a hablarlo ella replicó que en ese tiempo él estaba cerrado para la única clase de amor que podían compartir. Se protegía con un manto de cinismo que a fin de cuentas de poco le servía, ya que la menor brisa lo dejaba otra vez desvalido ante los elementos, pero era suficiente para aislarle el alma.

—En esa época estabas emperrado en el dinero y el sexo. Era una especie de obsesión. Echemos la culpa a la guerra, si te parece, aunque se me ocurre que había otras causas, también arrastrabas muchas cosas de la infancia —dijo Carmen muchos años más tarde, cuando ambos habían recorrido sus propios laberintos y pudieron encontrarse a la salida—. Lo extraño es que bastaba raspar un poco la superficie para ver que detrás de tus defensas clamabas por ayuda. Pero yo tampoco estaba lista para una buena relación, no había madurado y no podía darte el amor inmenso que necesitabas.

Después de su visita a los Morales, Gregory postergó con renovados pretextos el encuentro con su amiga. La idea de verla lo intimidaba, temía que los dos hubieran cambiado y no se reconocieran, o peor aún, que no se gustaran. Por último fue imposible inventar nuevas excusas y un par de semanas más tarde fue a visitarla. Prefirió sorprenderla y se apareció en el restaurante sin previo aviso, pero allí se enteró que había dejado el trabajo hacía pocos días. Joan y Susan lo recibieron exultantes, lo revisaron de pies a cabeza para comprobar si estaba entero, lo atosigaron de lasaña vegetariana y pasteles de pistacho y miel y por último le indicaron la calle donde podía hallar a Carmen.

Notó la transformación en la apariencia de las dos mujeres, llevaban unos pendientes visibles a la distancia, se habían cortado el pelo y Joan lucía colorete, a juzgar por el rubor injustificado de sus mejillas.

Le explicaron entre risas que no podían seguir usando trenzas de piel roja o moños de abuela, los aretes de Tamar exigían algo de coquetería, eso nada tenía de malo, según habían descubierto algo tardíamente, es cierto, pero pensaban recuperar el tiempo perdido. Se puede ser feminista con estos chirimbolos en las orejas y con algo de maquillaje, no te asustes, hombre, no hemos renunciado a ninguno de nuestros postulados, le aseguraron.

Gregory quiso saber quién era Tamar y se apresuraron a explicarle que Carmen se había cambiado el nombre porque ahora se dedicaba tiempo completo a la fabricación de joyas, pretendía imponer un estilo y un nombre, y el suyo le parecía poco exótico. Se trasladaba cada mañana a la calle de los hippies a ofrecer su mercancía en una bandeja con patas.

Los puestos se sorteaban en una lotería diaria, sistema que evitaba las trifulcas de años anteriores cuando los vendedores ambulantes defendían a golpes el pequeño territorio de su preferencia. Para conseguir buena ubicación se debía madrugar, pero ella era muy disciplinada, dijeron Joan y Susan, así es que con seguridad la encontraría en la primera esquina, el sitio más solicitado porque quedaba cerca de la Universidad, donde se podían usar los baños.

Bordeaban la calle por ambas veredas comerciantes y modestos artesanos que se ganaban el pan con las ventas del día y sobrevivían de ilusiones metafísicas, ingenuidades políticas y drogas. Entre ellos pululaban unos cuantos dementes, atraídos quien sabe por qué misterioso imán. El gobierno había recortado los fondos para los servicios médicos, dejando sin recursos a los ya empobrecidos hospitales psiquiátricos, que se veían en la obligación de soltar a los pacientes.

Los enfermos se las arreglaban mediante la caridad ajena en verano y luego eran recogidos en invierno para evitar el bochorno de los cadáveres ateridos en la vía pública. La policía ignoraba a esos pobres locos, a menos que fueran agresivos.

Los vecinos los conocían, les habían perdido el miedo y no tenían inconveniente en alimentarlos cuando empezaban a languidecer de hambre. A menudo no se distinguían de los hippies drogados, pero algunos eran inconfundibles y famosos, como un bailarín vestido con malla traslúcida y capa flamígera de arcángel caído, que flotaba silencioso en punta de pies sobresaltando a los pasantes distraídos. Entre los más célebres estaba un infeliz visionario que leía la suerte en unos naipes de su invención y andaba siempre gimiendo por los horrores del mundo. Desesperado ante tanta maldad y codicia, un día no pudo más y se arrancó los ojos con una cuchara en el medio de la vía pública. Lo retiró un ambulancia y poco después estaba de regreso, callado y sonriente porque ya no veía la cruel realidad. Alguien perforó huecos en sus naipes para que pudiera diferenciarlos y continuó adivinando la suerte a los transeúntes, ahora con mayor éxito porque se había convertido en leyenda.

Entre ellos Gregory buscó a su amiga. Se abrió paso en el tumulto y el bullicio de la calle sin verla, se encontraban en época de Navidad y una muchedumbre bullente ocupaba las veredas en los afanes de las últimas compras. Cuando por fin dio con ella, tardó unos segundos en acomodar esa imagen a la que guardaba entre sus recuerdos. Estaba sentada en un banquillo detrás de una mesa portátil donde se exponían sus obras en refulgentes hileras; el pelo le caía en desorden sobre los hombros, llevaba un chaleco de odalisca bordado de arabescos, los brazos cubiertos de pulseras y un extraño vestido oscuro de algodón atado como una túnica a la cintura por una cadena de monedas de plata y cobre. Atendía a una pareja de turistas que seguramente hicieron el viaje desde su granja en el medioeste para ver de cerca los espantos de Berkeley que habían atisbado por televisión. No se percató de la presencia de Gregory y él se mantuvo a distancia, observándola disimulado por el trajín de la gente.

En esos minutos recordó cuántas cosas había compartido con ella, los calientes sueños de la adolescencia, las ilusiones que ella le había provocado, y creyó amarla desde la época remota en que durmieron en la misma cama, el día de la muerte de su padre. Le pareció muy cambiada, había seguridad y apostura en sus modales, sus rasgos latinos se habían acentuado: los ojos más negros, los gestos ampulosos, la risa más atrevida. Los viajes habían agudizado la intuición de su amiga y la habían hecho más astuta, de ahí su cambio de nombre y de estilo. Para entonces se había acuñado la palabra «étnico» para designar lo proveniente de sitios que nadie podía ubicar en el mapa y ella se la apropió, porque adivinó que en ese medio nadie luciría con orgullo las joyas de una humilde chicana. En su mesa había un letrero anunciando «Tamar, joyas étnicas».

Desde el jugar donde se encontraba, Gregory escuchó su charla con los clientes, les decía que era gitana y ellos vacilaban, temiendo que los engañara en la transacción. Hablaba con un ligero acento que antes no tenía. Gregory la sabía incapaz de fingirlo por afectación, pero bien podía haberlo adoptado por travesura, igual como se inventaba un pasado misterioso, más por amor a la broma que por vocación de embustera. Si alguien le hubiera recordado que era la hija repudiada de un par de inmigrantes ilegales de Zacatecas, ella misma se hubiera sorprendido. En sus cartas le contaba la extravagante autobiografía que iba creando en capítulos, como un folletín de televisión, y él le advirtió en más de una ocasión que tuviera cuidado, porque de tanto repetir esas mentiras acabaría creyéndolas. Ahora, al verla a pocos metros de distancia comprendía que Carmen se había transformado en la protagonista de su propia novela y que Tamar calzaba mejor a la pintoresca vendedora de abalorios. En ese instante ella levantó la vista y al verlo se le escapó un grito.

Se abrazaron largo como un par de niños perdidos y finalmente ambos buscaron la boca del otro y se besaron trémulos con la pasión que habían cultivado en años de fantasías secretas. Carmen guardó todo de prisa, plegó su mesa y los dos partieron empujando un carrito de mercado donde iban las cajas con joyas, mirándose con avidez, en busca de un lugar donde hacer el amor.

La urgencia era tal que no se dieron tiempo para hablar de nada, necesitaban tocarse, explorarse y comprobar que el otro era tal cual lo habían imaginado. Ella no quiso compartir a Gregory con Joan y Susan, temió que si iban a su casa el encuentro sería inevitable y por muy discretas que las dos mujeres fueran sería bien difícil eludir su compañía, él pensó lo mismo y sin consultarla la condujo a un motel pobretón sin otra ventaja que la cercanía. Allí se desnudaron atropelladamente y rodaron sobre la cama aturdidos de ansiedad, hambrientos. El primer abrazo fue intenso y violento, se embistieron sin preámbulos en un tumulto de jadeos y sábanas, se agredieron sin darse tregua y después cayeron derrotados en un sopor profundo durante unos minutos.

Carmen despertó primero y se incorporó para observar a ese hombre con quien había crecido y sin embargo ahora le parecía un extraño. Había soñado infinitas veces con él y ahora lo tenía desnudo al alcance de su boca. La guerra lo había tallado a martillazos, estaba más delgado y musculoso, los tendones resaltaban como cuerdas bajo la piel y en una pierna tenía las venas marcadas y azules, resabios del accidente de sus tiempos de peón. Aun dormido estaba tenso. Lo besó con melancolía, había imaginado un encuentro muy diferente, no esa especie de mutua violación, esa batalla descarnada, no habían hecho el amor, sino algo que la dejó con sabor a pecado. Le pareció que él no estaba enteramente allí, su espíritu andaba ausente, no la había abrazado a ella sino a quien sabe cuál fantasma de su pasado o de sus pesadillas, faltó ternura, complicidad, buen humor, no lo oyó murmurar su nombre ni la miró a los ojos. Tampoco ella había estado en su mejor día, pero no supo en qué había fallado, Gregory marcó el ritmo y todo sucedió tan desesperadamente que ella se perdió en una oscura jungla y ahora emergía caliente, húmeda, un poco adolorida y triste.

Los fracasos en el amor no habían destruido su capacidad de ternura. Abierta para recibirlo, se estrelló contra la insospechada resistencia de este amigo a quien había esperado desde la niñez, pero lo atribuyó a las privaciones de la guerra y no perdió la esperanza de encontrar una rendija por donde metérsele en el alma. Se inclinó para besarlo otra vez y él despertó sobresaltado, a la defensiva, pero al reconocerla sonrió y por primera vez pareció relajado. La tomó por los hombros y la atrajo.

—Eres solitario y peleador, como vaquero de película, Greg.

—No he montado un caballo en mi vida, Carmen.

No sabía cuán acertado era el diagnóstico de su amiga ni cuán profético. La soledad y la lucha determinaron su destino. Le volvieron en tropel los recuerdos que procuraba mantener a raya, y sintió una profunda amargura, imposible de compartir con nadie, ni siquiera con ella en ese instante de intimidad. Había crecido como la maleza del patio de su casa, sin agua ni jardinero, entre los desvaríos metafísicos de su padre, los silencios inconmovibles de su madre, el rencor tenaz de su hermana y la violencia del barrio, soportando agresiones por el color de su piel y por las rarezas de su familia, dividido siempre entre los llamados de un corazón sentimental y esa fiebre combativa, esa energía salvaje que le hacía arder la sangre y perder la cabeza. Una parte lo doblegaba ante la compasión y otra lo impulsaba al desenfreno. Vivía atrapado en la perenne indecisión de esas fuerzas opuestas que lo partían en dos mitades irreconciliables, una zarpa desgarrándolo por dentro, separándolo de los demás. Se sentía condenado a la soledad. Acéptalo de una vez y deja de pensar en eso, Gregory, nacemos, vivimos y morimos solos, le había asegurado Cyrus, la vida es confusión y sufrimiento, pero sobre todo es soledad. Hay explicaciones filosóficas, pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento. Esa idea le provocaba a Reeves un fogonazo de rebeldía, no había renunciado a la ilusión de su infancia, cuando esperaba que la angustia de estar vivo desapareciera por encanto. En esos años, cuando se escondía en la bodega de su casa preso de un miedo irracional, imaginaba que un día despertaría liberado para siempre de ese dolor sordo al centro de su cuerpo, todo era cuestión de ajustarse a los principios y reglamentos de la decencia. Sin embargo no había sido así. Pasó por los ritos de iniciación y las sucesivas etapas de la ruta hacia la virilidad, se formó solo, con callado aguante, a golpes y porrazos, fiel al mito nacional del individuo independiente, orgulloso y libre. Se consideraba un buen ciudadano dispuesto a pagar sus impuestos y defender a su patria, pero en alguna parte había una trampa insidiosa y en vez de la supuesta recompensa seguía empantanado. No fue suficiente cumplir y cumplir, la vida era una novia insaciable, exigía siempre más esfuerzo y más coraje. En Vietnam aprendió que para sobrevivir era necesario violar muchas reglas, el mundo no era de los tímidos sino de los audaces, en la vida real le iba mejor al villano que al héroe. No había una resolución moral en la guerra, tampoco había vencedores, todos formaban parte de la misma descomunal derrota, y ahora en la vida civil le parecía que también era así, pero estaba determinado a escapar a esa maldición. Treparé a los palos superiores de este gallinero, aunque tenga que pasar por encima de mi propia madre, se decía a menudo cuando se afeitaba frente al espejo del baño, a ver si de tanto repetírselo lograba superar la sensación de abatimiento con que se despertaba cada mañana.

No estaba dispuesto a hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con Carmen. Sintió en la boca el roce del pelo de ella, aspiró su olor de sirena brava y se abandonó de nuevo a los reclamos del deseo.

Vio su cuerpo cimbreante en la penumbra de las cortinas, oyó su risa y sus quejidos, sintió el temblor de sus pezones en las palmas de sus manos y por un instante demasiado breve se creyó redimido de su anatema de solitario, pero enseguida los latidos acelerados de su vientre y el tambor caótico de su corazón terminaron con esa quimera y se sumergió más y más en el abismo absoluto del placer, el último y más profundo aislamiento.

Se vistieron mucho después, cuando la necesidad de respirar aire fresco y comer algo más que pizza fría y cervezas tibias, único servicio del hotel, les devolvió el sentido de la realidad. Tuvieron tiempo de acariciarse con más calma y ponerse al día del pasado, de terminar las conversaciones iniciadas por teléfono durante años, de rememorar a Juan José, de contarse las ilusiones rotas, los amores fracasados, los proyectos inconclusos, las aventuras y los dolores acumulados. En esas horas Carmen comprobó que a Gregory no sólo le había cambiado el cuerpo, sino también el alma, pero supuso que con el tiempo se le irían borrando los malos recuerdos y volvería a ser el de antes, el buen amigo sentimental y divertido con quien ganaba concursos de rock’n roll, el confidente, el hermano. No, hermano ya nunca más, se dijo con pesar. Cuando se les agotó la curiosidad de explorarse, se pusieron la ropa y salieron a la calle, dejando el carrito con la bisutería en el cuarto. Sentados ante humeantes jarros de café y tostadas crujientes, se miraron en la luz rojiza de la tarde y se sintieron incómodos. No sabían qué era esa sombra instalada entre los dos, pero ninguno pudo ignorar su pernicioso efecto. Habían satisfecho los apremios del deseo, pero no hubo verdadero encuentro, no se fundieron en un solo espíritu ni se les reveló un amor capaz de transformarles las vidas, como habían imaginado. Una vez vestidos y apaciguados comprendieron cuán divergentes eran sus caminos, estaban de acuerdo en muy poco, sus intereses eran diferentes, no compartían planes ni valores. Cuando Gregory expuso sus ambiciones de convertirse en abogado con éxito y hacer dinero, ella pensó que bromeaba, esa voracidad no calzaba para nada con él, dónde habían quedado los ideales, los libros inspirados y los discursos de Cyrus con que tantas veces la aburriera en la adolescencia y de los cuales ella se burlaba para molestarlo, pero a la larga había hecho suyos. Por años se había juzgado a sí misma como más frívola y lo había considerado como su guía, ahora se sentía traicionada. Por su parte a Gregory no le daba la paciencia para escuchar las opiniones de Carmen sobre ningún tema importante, desde la guerra hasta los hippies, le parecían disparates de una muchacha consentida y bohemia que nunca había pasado verdadera necesidad. El hecho de que se sintiera plenamente realizada vendiendo prendas en la calle y pensara pasar el resto de su existencia como una vagabunda empujando su carrito y viviendo del aire, codo a codo con dementes y fracasados, era prueba suficiente de su inmadurez.

—Te has convertido en un capitalista —lo acusó Carmen horrorizada.

—¿Y por qué no? ¡Tú no tienes la menor idea de lo que es un capitalista! —replicó Gregory y ella no pudo explicar lo que tenía atravesado en el pecho y se enredó en divagaciones que sonaron como burumballa de adolescente.

Habían pagado la pieza del hotel por otra noche, pero después de terminar en silencio la tercera taza de café, cada uno aislado en sus pensamientos, y de pasear un rato mirando el espectáculo de la calle al anochecer, ella anunció que debía recoger sus cosas del hotel y volver a su casa porque tenía mucho trabajo pendiente. Eso le evitó a Reeves el mal rato de inventar una excusa. Se separaron con un beso rápido en los labios y la promesa vaga de visitarse muy pronto.

No volvieron a comunicarse hasta casi dos años más tarde, cuando Carmen Morales lo llamó para pedirle ayuda, debía rescatar a un niño del otro lado del mundo.

Timothy Duane invitó a Gregory Reeves a una cena en casa de sus padres y sin proponérselo le dio el empujón que necesitaba para elevarse. Duane había recibido a su amigo con el apretón de manos de costumbre, como si acabara de volver de unas cortas vacaciones, y sólo el brillo de sus ojos delató la emoción que sentía al verlo, pero tal como todos los demás, se negó a saber detalles de la guerra. Gregory tenía la impresión de haber cometido algo vergonzoso, regresar de Vietnam era el equivalente a salir de la cárcel después de una larga condena, la gente fingía que nada había sucedido. Lo trataban con exagerada cortesía o lo ignoraban por completo, no había lugar para los combatientes fuera del campo de batalla.

La cena en casa de los Duane fue aburrida y formal. Le abrió la puerta una vieja negra y hermosa de flamante uniforme, que lo condujo a la sala. Maravillado, comprobó que no había un centímetro cuadrado de pared o de suelo sin adornos, la profusión de cuadros, tapices, esculturas, muebles, alfombras y plantas no dejaban un espacio de serenidad para descansar la vista. Había mesas con incrustaciones de nácar y filigranas de oro, sillas de ébano con almohadones de seda, jaulas de plata para pájaros embalsamados y una colección de porcelanas y cristales digna de museo. Timothy le salió al encuentro.

—¡Qué lujo! —se le escapó a Reeves a modo de saludo.

—Ella es el único lujo de esta casa. Te presento a Bel Benedict —replicó su amigo señalando a la mucama, que en verdad parecía una escultura africana.

Gregory conoció por fin al padre de su amigo de quien tan mal había oído hablar al hijo, un patriarca engolado y seco incapaz de intercambiar dos frases sin dejar sentada su autoridad. Esa noche pudo haber sido abominable para Gregory si no es por las orquídeas que salvaron la reunión y le abrieron las puertas en su carrera de abogado. Su amigo Balcescu lo había iniciado en el vicio sin retorno de la botánica, que comenzó con una pasión por las rosas y con los años se extendió a otras especies. En ese palacete atiborrado de objetos preciosos lo que más llamó su atención fueron las orquídeas de la madre de Timothy. Las había de mil formas y colores, plantadas en maceteros, colgando de los techos en cortezas de árboles y creciendo como una selva en un jardín interior donde la señora había reproducido un clima amazónico. Mientras los demás tomaban café, Gregory se escabulló al jardín a admirarlas y allí encontró a un anciano de cejas diabólicas y firme estampa, igualmente entusiasmado con las flores. Comentaron sobre las plantas, ambos sorprendidos de los conocimientos del otro. El hombre resultó ser uno de los abogados más famosos del país, un pulpo cuyos tentáculos abarcaban todo el oeste, y al enterarse de que buscaba trabajo le pasó su tarjeta y lo invitó a conversar con él. Una semana más tarde lo contrató en su firma.

Gregory Reeves era uno más entre sesenta profesionales, todos igualmente ambiciosos, pero no todos tan determinados, a las órdenes de los tres fundadores que se habían hecho millonarios con la desgracia ajena. El bufete ocupaba tres pisos de una torre en pleno centro, desde donde la bahía asomaba enmarcada en acero y vidrio.

Las ventanas no se podían abrir, se respiraba aire de máquinas y un sistema de luces disimuladas en los techos creaba la ilusión de un eterno día polar. El número de ventanas de cada oficina determinaba la importancia de su ocupante, al principio no tuvo ninguna y cuando se retiró siete años más tarde podía jactarse de dos en esquina por donde apenas vislumbraba el edificio del frente y un trozo insignificante de cielo, pero que representaban su ascenso en la firma y en la escala social. También tenía varios maceteros con plantas y un noble sofá de cuero inglés, capaz de soportar mucho maltrato sin perder su estoica dignidad. Por ese mueble desfilaron varias colegas y un número indeterminado de secretarias, amigas y clientas que hicieron más llevaderos los aburridos casos de herencias, seguros e impuestos que le tocó resolver. Al poco tiempo su jefe lo visitó con el pretexto de intercambiar información sobre una rara variedad de helechos y después lo invitó a almorzar un par de veces. Al observarlo desde la distancia había detectado la agresividad y la energía de su nuevo empleado y pronto le envió casos más interesantes para probar sus garras. Excelente, Reeves, siga por este camino y antes de lo esperado tal vez sea mi socio, lo felicitaba de vez en cuando.

Gregory sospechaba que lo mismo le decía a otros empleados, pero en veinticinco años muy pocos habían alcanzado tal posición en la firma. No tenía vanas esperanzas de un ascenso importante, sabía que lo explotaban, trabajaba entre diez y quince horas diarias, pero lo consideraba parte del entrenamiento para volar solo algún día y no se quejaba. La ley era una telaraña de burocracias, y la habilidad consistía en ser araña y no mosca, el sistema judicial se había convertido en una suma de reglamentos tan enredados que ya no servían para lo cual se habían creado y lejos de impartir justicia, la complicaban hasta la demencia. Su propósito no residía en buscar la verdad, castigar a los culpables o recompensar a las víctimas, como le habían enseñado en la universidad, sino en ganar la causa por cualquier medio a su alcance; para tener éxito debía conocer hasta los más absurdos resquicios legales y usarlos en su provecho. Ocultar documentos, confundir testigos y falsear datos eran prácticas corrientes, el desafío radicaba en hacerlo con eficiencia y discreción. El garrote de la ley no debía caer jamás sobre clientes capaces de pagar a los astutos abogados de la firma.

Su vida tomó un rumbo que hubiera espantado a su madre y a Cyrus, perdió buena parte de la ilusión en su trabajo, lo consideraba sólo una escala para trepar. Tampoco la tenía en otros aspectos de su existencia, mucho menos en el amor o la familia. El divorcio de Samantha terminó sin agresiones innecesarias, con un arreglo acordado por ambos en un restaurante italiano, entre dos vasos de vino chianti. No tenían nada valioso para repartir, Gregory aceptó pagarle una pensión y correr con los gastos de Margaret. Al despedirse le preguntó si podía llevarse los barriles con los rosales, que a causa de tan largo abandono estaban convertidos en palos secos, pero sentía el deber de resucitarlos. Ella no tuvo inconveniente y le ofreció también la tina de madera del fallido parto acuático, donde tal vez podría cultivar una selva doméstica.

Al principio Gregory hacía viajes semanales a ver a su hija, pero pronto las visitas se espaciaron, la niña lo aguardaba con una lista de cosas para que le comprara y una vez satisfechos sus caprichos lo ignoraba y parecía molesta con su presencia. No se comunicó con Judy o con su madre y por un buen tiempo tampoco llamó a Carmen, se justificaba diciéndose que estaba muy ocupado con su trabajo.

Las relaciones sociales constituían parte fundamental del éxito en la carrera, las amistades sirven para abrir puertas, le dijeron sus colegas en la oficina. Debía estar en el lugar preciso en el momento oportuno y con la gente adecuada. Los jueces compartían el club con los abogados que luego encontraban en los tribunales, entre amigos se entendían. Los deportes no eran su fuerte, pero se obligó a jugar golf porque le daba oportunidad de hacer contactos. Tal como había planeado, adquirió un bote con la idea de vestirse de blanco y navegar acompañado por colegas envidiosos y mujeres envidiables, pero nunca entendió los caprichos del viento ni los secretos de las velas, cada paseo por la bahía resultaba un desastre y la nave murió abandonada en el muelle con nidos de gaviotas en los mástiles y cubierta de una cabellera de algas podridas.

Gregory pasó una infancia de pobreza y una juventud de escasez, pero se había nutrido de películas que le dejaron el gusto por la gran vida. En el cine de su barrio vio hombres en traje de smoking, mujeres vestidas de lamé y mesas de cuatro candelabros atendidas por sirvientes de uniforme. Aunque todo aquello pertenecía a un pasado hipotético de Hollywood y no tenía aplicación práctica en la realidad, igual lo fascinaba. Tal vez por eso se enamoró de Samantha, resultaba fácil imaginarla en el papel de una rubia gélida y distinguida del cine.

Encargaba sus trajes a un sastre chino, el más caro de la ciudad, el mismo que vestía al anciano de las orquídeas y a otros magnates, compraba camisas de seda y usaba colleras de oro con sus iniciales. El sastre resultó buen consejero y le impidió usar zapatos de dos colores, corbatas a lunares, pantalones a cuadros y otras tentaciones, hasta que poco a poco Reeves afinó el gusto en materia de vestuario. Con la decoración de su casa también tuvo una eficiente maestra. Al principio compró a crédito cuanto ornamento llamaba su atención, mientras más grande y elaborado, mejor, tratando de reproducir en pequeña escala la casa de los padres de Timothy Duane, porque pensaba que así viven los ricos, pero por mucho que se endeudara no lograba financiar semejantes extravagancias. Empezó a coleccionar muebles antiguos de segunda mano, lámparas de lágrimas, jarrones y hasta un par de abisinios de bronce, tamaño natural, con turbante y babuchas.

Su hogar iba camino a convertirse en un bazar de turquerías, cuando se cruzo en su destino una joven decoradora que lo salvó de las consecuencias del mal gusto. La conoció en una fiesta y esa misma noche iniciaron una apasionada y fugaz relación muy importante para Gregory, porque nunca olvidó las lecciones de esa mujer. Le enseñó que la ostentación es enemiga de la elegancia, idea totalmente contraria a los preceptos del barrio latino y que a él jamás se le habría ocurrido, y procedió a eliminar sin miramientos casi todo el contenido de la casa, incluyendo a los abisinios, que vendió a precio exorbitante al hotel Saint Francis, donde pueden verse hasta el día de hoy en la entrada del bar. Sólo dejó la cama imperial, los barriles de las rosas y la tina de los partos convertida en vivero de plantas. En las cinco semanas de romance compartido transformó la casa dándole un ambiente sencillo y funcional, ordenó pintar las paredes de blanco y alfombrar el suelo color arena, y enseguida acompañó a Gregory a comprar unos cuantos muebles modernos. Fue enfática en sus instrucciones: poco pero bueno, colores neutros, mínimo de adornos y ante la duda, abstente. Gracias a sus consejos la casa adquirió austeridad de convento y así se mantuvo hasta que su dueño se casó, varios años más tarde.

Reeves no hablaba jamás de su experiencia en Vietnam, en parte porque nadie quiso oírlo, pero sobre todo porque pensaba que el silencio lo curaría finalmente de sus recuerdos. Había partido dispuesto a defender los intereses de su patria con la imagen de los héroes en la mente y había vuelto vencido, sin entender para qué los suyos morían por millares y mataban sin remordimientos en tierra ajena. Para entonces la guerra, que al comienzo contaba con el apoyo eufórico de la opinión pública, se había convertido en una pesadilla nacional, y las protestas de los pacifistas se habían extendido, desafiando al gobierno. Nadie se explicaba que fuera posible enviar viajeros al espacio y no hubiera manera de acabar ese conflicto sin fin. A su regreso los soldados enfrentaban una hostilidad más feroz que la de sus enemigos, en vez del respeto y la admiración prometidos al reclutarlos. Eran señalados como asesinos, a nadie le importaban sus padecimientos. Muchos que soportaron sin doblegarse los rigores de la batalla se quebraron al volver, cuando comprobaron que no había lugar para ellos.

—Éste es un país de triunfadores, Greg, lo único que nadie perdona es el fracaso —le dijo Timothy Duane—. No es la moral o la justicia de esta guerra la que cuestionamos, nadie quiere saber de los muertos propios y mucho menos de los ajenos, lo que nos tiene jodidos es que no hemos ganado y vamos a salir de allí con la cola entre las piernas.

—Aquí muy pocos saben lo que es realmente la guerra, Tim, Nunca hemos sido invadidos por el enemigo ni bombardeados, llevamos un siglo peleando, pero desde la Guerra Civil no se oye un cañonazo en nuestro territorio. La gente no sospecha lo que es una ciudad bajo fuego. Cambiarían de criterio si sus hijos murieran reventados en una explosión, si sus casas fueran reducidas a ceniza y no tuvieran qué echarse a la boca —replicó Reeves en la única oportunidad en que habló del tema con su amigo.

No gastó energías en lamentos gratuitos y con la misma determinación que empleó en salir vivo de Vietnam, se propuso superar los obstáculos sembrados en su camino. No se apartó un pelo de la decisión de salir adelante tomada en la cama de un hospital de Hawai, y tan bien lo logró que al finalizar la guerra, unos años más tarde, estaba convertido en el paradigma del hombre de éxito y manejaba su existencia con la atrevida pericia de malabarista con la cual Carmen mantenía cinco cuchillos de carnicero en el aire. Para entonces había conseguido casi todo lo ambicionado, disponía de más dinero, mujeres y prestigio del que nunca soñó, pero no estaba tranquilo. Nadie supo de la angustia que pesaba en sus hombros como un saco de piedras, porque tenía el aire de jactancia y desenfado de un truhán, excepto Carmen a quien nunca pudo ocultársela, pero tampoco ella pudo ayudarlo.

—Lo que pasa contigo es que estás en la arena de una plaza de toros, pero no tienes instinto de matador —le decía ella.

¿Qué buscaba yo en las mujeres? Todavía no lo sé. No se trataba de encontrar la otra mitad de mi alma para sentirme completo, ni nada que se le parezca. En aquellos tiempos no estaba maduro para esa posibilidad, andaba detrás de algo enteramente terrenal. A mis compañeras les exigía algo que yo mismo no sabía nombrar y al no obtenerlo quedaba triste. A cualquier otro más avispado el divorcio, la guerra y la edad lo habrían curado de intenciones románticas, pero ése no fue mi caso. Por una parte trataba de llevar a casi todas las mujeres a la cama por puro afán sexual, y por otra me enfurruñaba cuando no respondían a mis secretas demandas sentimentales. Confusión, pura confusión. Durante varias décadas me sentí frustrado, después de cada cópula me asaltaba una melancolía rabiosa, un deseo de alejarme de prisa. Incluso con Carmen fue así, con razón no quiso verme por un par de años; debe haberme detestado.

Las mujeres son arañas devoradoras, si no te libras de ellas nunca podrás ser tú mismo y vivirás sólo para complacerlas, me advertía Timothy Duane, quien se juntaba todas las semanas con un grupo de hombres para hablar de la masculinidad amenazada por las vainas del feminismo. Nunca le hice caso, mi amigo no es buen ejemplo en este asunto.

En la juventud yo no tenía aplomo ni conocimientos para perseguir muchachas con algún método, lo hice con el atolondramiento de un cachorro y los resultados fueron desafortunados. A Samantha le fui fiel hasta aquella noche en la cual me tocó quitarle la bata de helado de fresa a una profesora de matemáticas que no deseaba, pero no estoy orgulloso de esa lealtad que ella no retribuyó, por el contrario, me porté tonto, además de cornudo.

Cuando de nuevo me encontré soltero me dispuse a aprovechar las ventajas de la revolución en las costumbres, habían desaparecido las antiguas estrategias de conquista, nadie temía al diablo, las malas lenguas o un embarazo inoportuno, de modo que puse a prueba la cama de mi casa, las de incontables hoteles y hasta los británicos resortes del sofá de mi oficina.

Mi jefe me advirtió secamente que perdería el puesto de inmediato si recibía quejas de las empleadas. No le hice caso, pero tuve suerte porque nadie reclamó o bien los chismes no llegaron a sus orejas. Con Timothy Duane reservábamos ciertas noches fijas a la semana para salir de parranda, intercambiábamos datos y hacíamos listas de candidatas. Para él era un deporte, para mí un delirio. Mi amigo era buen mozo, galante y rico, pero yo bailaba mejor, podía tocar de oído varios instrumentos y sabía cocinar, esas tonterías llaman la atención de algunas mujeres. Juntos nos creíamos irresistibles, pero supongo que lo éramos sólo porque nos interesaba la cantidad y no la calidad, salíamos con cualquiera que nos aceptara una invitación, no puedo decir que fuéramos selectivos. Ambos nos enamoramos el mismo día de una filipina desenfadada y codiciosa a quien atosigamos con atenciones en una veloz carrera a ver quién ganaba su corazón, pero ella estaba mucho más adelantada y nos anunció sin preámbulos que pensaba hacerlo con los dos. Aquel acuerdo salomónico fracasó al primer intento, no pudimos soportar la competencia.

A partir de entonces nos repartíamos a las muchachas de modo tan prosaico, que si ellas lo hubieran sospechado jamás nos habrían aceptado. Tenía varios nombres en mi agenda y las llamaba regularmente, ninguna era fija y a ninguna le hacía promesas, el arreglo me quedaba cómodo, pero no me bastaba, apenas se me atravesaba otra más o menos interesante me lanzaba tras ella con la misma urgencia con que luego la dejaba.

Supongo que me impulsaba la ilusión de encontrar un día a la compañera ideal que justificara la búsqueda, igual como bebía vino, a pesar de que alborotaba mis alergias, esperando dar con la botella perfecta, o como hacía turismo por el mundo en verano, corriendo de una ciudad a otra en una agotadora persecución del lugar maravilloso donde estaría totalmente a gusto. Buscando, buscando siempre, pero buscando fuera de mí mismo.

En esa etapa de mi vida la sexualidad equivalía a la violencia de la guerra, era una forma maligna de establecer contacto que a fin de cuentas me dejaba un terrible vacío. Entonces no sabía que en cada encuentro aprendía algo, que no caminaba en círculos como un ciego, sino en una lenta espiral ascendente. Estaba madurando con un esfuerzo colosal, tal como Olga me había dicho. Eres un animal muy fuerte y testarudo, no tendrás una vida fácil, te tocará aguantar muchos palos, me pronosticó. Ella fue mi primera maestra en aquello que habría de determinar una buena parte de mi carácter.

A los dieciséis años no sólo me hizo practicar travesuras eróticas, su lección más importante fue sobre los fundamentos de una verdadera pareja. Me enseñó que en el amor los dos se abren, se aceptan, se rinden. Fui afortunado, pocos hombres tienen ocasión de aprender eso en la juventud, pero no supe entenderlo y pronto lo olvidé. El amor es la música y el sexo es sólo el instrumento, me decía Olga, pero tardé más de media vida en encontrar mi centro y por eso me costó tanto aprender a tocar la música. Perseguí el amor con tenacidad donde no podía hallarlo, y en las contadas ocasiones en que lo tuve ante los ojos fui incapaz de verlo. Mis relaciones fueron rabiosas y fugaces, no podía rendirme ante una mujer ni aceptarla. Así lo intuyó Carmen en la única ocasión en que compartimos la cama, pero ella misma no había vivido todavía una relación plena, era tan ignorante como yo, ninguno podía conducir al otro por los caminos del amor.

Tampoco ella había experimentado la intimidad absoluta, todos sus compañeros la habían ofendido o abandonado, no confiaba en nadie y cuando quiso hacerlo conmigo también la defraudé. Estoy convencido de que intentó de buena fe recibirme en su alma tanto como en su cuerpo, Carmen es puro cariño, instinto y compasión, la ternura no le cuesta nada, pero yo no estaba listo y después, cuando intenté aproximarme, era muy tarde. Inútil llorar sobre la leche derramada, como dice doña Inmaculada, la vida nos depara muchas sorpresas y a la luz de las cosas que me han ocurrido ahora, tal vez fue mejor así.

En esa etapa las mujeres, como la ropa o el automóvil, eran símbolos de poder, se sustituían sin dejar huellas, como luciérnagas de un largo e inútil delirio. Si alguna de mis amigas lloró en secreto ante la imposibilidad de atraerme hacia una relación profunda, no la llevo en la memoria, igual como tampoco tengo el registro de las compañeras casuales. No deseo evocar los rostros de las amantes del tiempo de desenfreno, pero si quisiera hacerlo creo que sólo hallaría páginas en blanco.

Los Morales recibieron la carta que cambiaría el rumbo de Carmen y se la leyeron por teléfono: Señorita Carmen, le encargo mi hijo porque su hermano Juan José quería que creciera en los Estados Unidos. El niño se llama Dai Morales, tiene un año y nueve meses, es muy sano. Será un buen hijo para usted y un buen nieto para sus honorables abuelos. Por favor venga a buscarlo pronto. Estoy enferma y no viviré mucho más. La saluda con respeto, Thui Nguyen.

—¿Sabías que Juan José tenía una mujer por allá lejos? —Preguntó Pedro Morales con la voz cascada por el esfuerzo de mantenerse sereno, mientras Inmaculada estrujaba un pañuelo en la cocina vacilando entre la dicha de saber que tenía otro nieto y las dudas sembradas por su marido de que el asunto olía a fraude.

—Si, también sabía lo del hijo —mintió Carmen, a quien le tomó menos de quince segundos adoptar a la criatura en su corazón.

—No tenemos pruebas de que Juan José sea el padre.

—Mi hermano me lo dijo por teléfono.

—La mujer puede haberlo engañado. No sería la primera vez que atrapan a un soldado con ese cuento. Siempre se sabe quién es la madre, pero no se puede estar seguro del padre.

—Entonces usted tampoco puede estar seguro de que yo soy su hija, papá.

—¡No me faltes el respeto! ¿Y si lo sabías por qué no nos avisaste?

—No quería preocuparlos. Pensé que nunca conoceríamos al niño. Iré a buscar al pequeño Dai.

—No será fácil. Carmen. En este caso no podemos pasarlo por la frontera escondido debajo de una pila de lechugas, como han hecho algunos amigos mexicanos con sus hijos.

—Lo traeré, papá, puedes estar seguro.

Cogió el teléfono y llamó a Gregory Reeves con quien no se había comunicado desde hacía mucho y le contó la noticia sin preámbulos, tan conmovida y entusiasmada con la idea de convertirse en madre adoptiva, que olvidó por completo manifestar algún signo de compasión por la mujer moribunda o preguntarle a su amigo cómo le había ido en tanto tiempo sin hablarse. Seis horas más tarde él le anunció visita para ponerla al día sobre los detalles, entretanto había hecho algunas indagaciones y Pedro Morales tenía razón, sería bastante engorroso entrar el niño al país.

Se encontraron en el restaurante de Joan y Susan, ahora tan renombrado que aparecía en guías de turismo. La comida no había variado, pero en vez de trenzas de ajos en las paredes, colgaban afiches feministas, retratos firmados de las ideólogas del movimiento, caricaturas del tema y en un rincón de honor el célebre sostén ensartado en un palo de escoba que las dueñas del local convirtieron en un símbolo dos años antes.

Las dos mujeres se habían esponjado con la buena marcha de sus finanzas y mantenían intactas sus cálidas maneras. Joan tenía amores con el gurú más solicitado de la ciudad, el rumano Balcescu, quien ya no predicaba en el parque sino en su propia academia, y Susan había heredado de su padre un pedazo de tierra donde cultivaban verduras orgánicas y criaban unos pollos felices, que en vez de crecer de a cuatro por jaula alimentados con productos químicos, circulaban en plena libertad picoteando granos auténticos hasta el momento de ser desplumados para las pailas del restaurante. En el mismo lugar Balcescu plantaba marihuana hidropónica, que se vendía como pan caliente, sobre todo en Navidad. Sentados a la mejor mesa del comedor, junto a una ventana abierta a un jardín salvaje, Carmen reiteró a su amigo que adoptaría a su sobrino aunque tuviera que pasar el resto de su existencia plantando arroz en el sudeste asiático. Nunca tendré un hijo propio, pero este niño es como si lo fuera porque lleva mi misma sangre, además tengo el deber espiritual de hacerme cargo del hijo de Juan José y ningún servicio de inmigración del mundo podrá impedírmelo, dijo. Gregory le explicó con paciencia que la visa no era el único problema, los trámites pasaban por una agencia de adopción que examinaría su vida para comprobar si era una madre adecuada y si podía ofrecerle un hogar estable al chiquillo.

—Te harán preguntas incómodas. No aprobarán que pases el día en la calle entre hippies, drogados, dementes y mendigos, que no tengas un ingreso fijo, seguro médico, previsión social y horarios normales. ¿Dónde vives ahora?

—Bueno, por el momento duermo en mi automóvil en el patio de un amigo. Me compré un Cadillac amarillo del año 49, una verdadera reliquia, tienes que verlo.

—¡Perfecto, eso le encantará a la agencia de adopción!

—Es una situación temporal, Greg. Estoy buscando un apartamento.

—¿Necesitas plata?

—No. Me va muy bien en las ventas, gano más que nadie en toda la calle y gasto poco. Tengo algunos ahorros en el banco.

—¿Y entonces por qué vives como una pordiosera? Francamente dudo que te den al chico, Carmen.

—¿Puedes llamarme Tamar? Ése es mi nombre ahora.

—Trataré, pero me cuesta, siempre serás Carmen para mí. También preguntarán si tienes marido, prefieren a las parejas.

—¿Sabías que allá tratan como perros a los hijos de americanos con mujeres vietnamitas? No les gusta nuestra sangre. Dai estará mucho mejor conmigo que en un orfelinato.

—Sí, pero no es a mí a quien debes convencer. Tendrás que llenar formularios, contestar preguntas y probar que se trata en verdad de tu sobrino. Te advierto que esto demorará meses, tal vez años.

—No podemos esperar tanto, para algo te llamé, Gregory. Tú conoces la ley.

—Pero no puedo hacer milagros.

—No te pido milagros sino algunas trampas inofensivas para una buena causa.

Trazaron un plan. Carmen destinaría parte de sus ahorros a instalarse en un apartamento en un barrio decente, procuraría dejar las ventas callejeras y aleccionaría a los amigos y conocidos para responder las capciosas indagaciones de las autoridades. Preguntó a Gregory si se casaría con ella en el supuesto de que un marido fuera requisito indispensable, pero él le aseguró divertido que las leyes no eran tan crueles y con un poco de suerte no sería necesario llegar tan lejos. Ofreció en cambio ayudarla con dinero porque esa aventura sería costosa.

—Te dije que tengo unos ahorros. Gracias, de todos modos.

—Guárdalos para mantener al muchacho, si es que consigues traerlo. Yo pagaré los pasajes y te daré algo para el viaje.

—¿Tan rico estás?

—Lo que tengo son deudas, pero siempre puedo conseguir otro préstamo, no te preocupes.

Tres meses más tarde, después de fastidiosos trámites en oficinas públicas y consulados, Gregory acompañó a su amiga al aeropuerto. Para despistar sospechas burocráticas Carmen se había despojado de sus disfraces, llevaba un traje sastre sin gracia y el pelo recogido; el único signo de un fuego no del todo extinguido era el pesado maquillaje de kohl en los ojos, al cual no pudo renunciar. Se veía más baja, bastante mayor, y casi fea. Los senos desenfadados, que con sus blusas de gitana resultaban atrayentes, bajo la chaqueta oscura parecían un balcón. Gregory debió aceptar que el exótico personaje creado por ella superaba ampliamente la versión original y se prometió no volver a sugerir cambios en su estilo. No te asustes, apenas tenga a mi niño conmigo vuelvo a ser yo misma, dijo Carmen sonrojándose.

Se miraba en el espejo y no lograba encontrarse. En su maletín iba el pequeño dragón de madera que Gregory le había regalado en el último momento, para que te dé suerte, porque la vas a necesitar, le dijo. También llevaba una serie de documentos, fruto de la inspiración y la audacia, fotografías y cartas de su hermano Juan José, que pensaba utilizar sin contemplaciones por las normas de la honestidad. Reeves se había puesto en contacto con Leo Galupi, seguro de que su buen amigo conocía a todo el mundo y no existían obstáculos capaces de detenerlo. Aseguró a Carmen que podía confiar en ese simpático italiano de Chicago, a pesar de los rumores que lo señalaban como rufián.

Le achacaban haber amasado una fortuna en el mercado negro, por eso no regresaba a los Estados Unidos. La verdad era otra, el hombre había concluido su servicio hacía algún tiempo y no se quedó en Vietnam por el dinero fácil, sino por el gusto del desorden y la incertidumbre, había nacido para una vida de sobresaltos y allá estaba en su elemento. No tenía dinero, era un bandido doblegado por su propio corazón generoso. En años de negocios al margen de la ley había ganado mucho dinero, pero lo había gastado manteniendo parientes lejanos, ayudando amigos en desgracia y abriendo la bolsa cuando veía a alguien en necesidad. La guerra le daba oportunidad de hacer dinero en manejos turbios y por otra parte lo obligaba a gastarlo en incontables actos de compasión. Vivía en una bodega donde se acumulaban las cajas con sus mercancías, productos americanos para vender a los vietnamitas y rarezas orientales que ofrecía a sus compatriotas, desde aletas de tiburón para curar la impotencia hasta largas trenzas de doncella para fabricar pelucas, polvos chinos para sueños felices y estatuillas de dioses antiguos en oro y marfil. En un rincón había instalado una cocina a gas, donde solía preparar suculentas recetas sicilianas para consuelo de su nostalgia y para alimentar a media docena de niños mendigos que sobrevivían gracias a él.

Fiel a lo prometido a Gregory Reeves, estaba en el aeropuerto esperando a Carmen con un desmayado ramo de flores. Demoró en ubicarla, porque esperaba un torbellino de faldas, collares y pulseras, en cambio se encontró ante una señora anodina, agotada por la larga travesía y derretida de calor. Ella tampoco lo reconoció porque Gregory lo había descrito como un inconfundible mafioso y en cambio le pareció encontrarse ante un trovador escapado de una pintura, pero él llevaba un cartón con el nombre de Tamar y así se identificaron en la multitud. No te preocupes de nada, preciosa, de ahora en adelante yo me encargo de ti y todos tus problemas, le dijo besándola en ambas mejillas.

Cumplió su palabra. Le tocaría jurar en falso ante notario que Thui Nguyen no tenía familia, imitar la letra de Juan José Morales en cartas fraguadas donde se refería al embarazo de su novia, trucar fotografías donde ambos aparecían del brazo en diversos lugares, falsificar certificados y sellos, suplicar ante los funcionarios incorruptibles y sobornar a los sobornables, trámites que efectuaba con la naturalidad de quien ha chapaleado siempre en esas aguas. Era un hombre de buen porte, alegre y apuesto, con firmes rasgos mediterráneos y una brillante melena negra que ataba atrás en una breve coleta. Carmen le pidió que la acompañara a visitar a Thui Nguyen por primera vez, porque de tanto anticipar ese momento y tanto prepararse para el encuentro había perdido su habitual desplante y ante la sola idea de ver al niño le fallaban las rodillas, La mujer vivía en una habitación alquilada en un caserón que antes de la guerra debió pertenecer a una familia de comerciantes adinerados, pero ahora estaba dividido en cuartos para una veintena de inquilinos. Había tal confusión de gente en sus faenas, niños correteando, radios y televisores encendidos, que les costó dar con la habitación que buscaban. Les abrió la puerta una mujercita de nada, una sombra lívida con un pañuelo en la cabeza y un vestido de color indefinido.

Bastó una mirada para saber que Thui Nguyen no había mentido, estaba muy enferma. Seguramente siempre fue baja, pero parecía haberse reducido de súbito, como si el esqueleto se le hubiera achicado sin dar tiempo a la piel para acomodarse al nuevo tamaño; imposible calcularle la edad porque tenía una expresión milenaria en el cuerpo de una adolescente.

Los saludó con gran reserva, se disculpó por la incomodidad de su cuarto y los invitó a sentarse sobre la cama: enseguida les ofreció té y sin esperar respuesta puso agua a hervir en una hornilla instalada sobre la única silla disponible. En un rincón se divisaba un altar doméstico con una fotografía de Juan José Morales y ofrendas de flores, fruta e incienso. Traeré a Dai, anunció y se alejó a pasos lentos.

Carmen Morales sentía golpes de remo en el pecho y temblaba a pesar de la humedad caliente que rezumaba por las paredes alimentando una flora verdosa en los rincones. Leo Galupi presintió que ése era el momento más intenso en la vida de esa mujer y tuvo el impulso de sostenerla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla.

Dai Morales entró de la mano de su madre. Era un niño delgado y moreno, bastante alto para sus dos años, con el pelo erizado como un cepillo y una cara muy seria donde los ojos negros almendrados y sin párpados visibles eran el único rasgo oriental. Se veía igual a la fotografía que Inmaculada y Pedro Morales tenían de su hijo Juan José a la misma edad, sólo que no sonreía.

Carmen trató de ponerse de pie, pero le falló el alma y cayó sentada sobre la cama. Decidió con certeza demencial que esa criatura era la que se había ido por el desagüe de la cocina de Olga diez años antes, el niño que le estaba destinado desde el comienzo de los tiempos. Por un instante perdió la noción del presente y se preguntó con angustia qué estaba haciendo su hijo en esa mísera habitación. Thui dijo algo que sonó como un trino y el pequeño avanzó tímidamente y estrechó la mano de Leo Galupi. Thui lo corrigió con otro sonido de pájaro y él se volvió hacia Carmen esbozando un saludo similar, pero se encontraron los ojos y los dos se quedaron observándose por unos segundos eternos, como reconociéndose después de una larga separación. Por fin ella estiró los brazos, lo levantó y se lo montó a horcajadas sobre las rodillas. Era liviano como un gato. Dai se quedó quieto, en silencio, mirándola con expresión solemne.

—Desde ahora ella es tu mamá —dijo en inglés Thui Nguyen y luego lo repitió en su lengua para que el hijo entendiera.

Carmen Morales pasó once semanas cumpliendo las formalidades de adopción de su sobrino y esperando la visa para llevarlo a su país. Pudo hacerlo en menos tiempo, pero eso no lo descubrió nunca. Leo Galupi, quien al principio se desvivió por ayudarla a resolver obstáculos aparentemente insalvables, a última hora se las arregló para complicar los papeles y atrasar los trámites finales, enredándola en una maraña de excusas y dilaciones que ni él mismo podía explicarse. La ciudad resultó mucho más cara de lo imaginado y antes de un mes a Carmen le fallaron los fondos. Gregory Reeves le mandó un giro bancario, que se esfumó en sobornos y gastos de hotel y cuando se disponía a recurrir a su cuenta de ahorros, Galupi se precipitó a su rescate. Había iniciado un nuevo negocio de colmillos de elefante, dijo, y le estaban sobrando billetes en los bolsillos, ella no tenía el menor derecho a rechazar su ayuda, ya que lo hacía por Juan José Morales, su amigo del alma, a quien tanto había querido y de quien no pudo despedirse.

Ella sospechó que en realidad Galupi ni siquiera había oído hablar de su hermano antes que Gregory le pidiera el favor de socorrerla, pero no le convenía averiguarlo. No quiso que pagara la cuenta del hotel, pero aceptó irse a vivir a su casa para reducir los gastos. Se trasladó con su maleta y una bolsa de cuentas y piedras, que había ido comprando en sus ratos libres, incluyendo unos pequeños fósiles de insectos neolíticos con los cuales pensaba fabricar prendedores. No imaginó que ese hombre, a quien había visto manejando un coche de magnate y gastando a manos llenas, se alojara en esa especie de bodega de muelles, un laberinto de cajones y estanterías metálicas donde se acumulaba de un cuanto hay. En una rápida mirada vio un camastro de campaña, pilas de libros, cajas con discos y cintas, un formidable equipo de música y un televisor portátil con un colgador de ropa a modo de antena.

Galupi le mostró la cocina y demás comodidades de su hogar y le presentó a los niños que a esa hora aparecían a comer, advirtiéndole que no les diera dinero y no dejara su cartera al alcance de esas manos voraces.

En medio de aquel desorden de campamento, el baño resultó una sorpresa, un cuarto impecable de madera con una tina, grandes espejos y toallas rojas afelpadas. Esto es lo más valioso que ha pasado por mis manos, no sabes lo difícil que es conseguir buenas toallas, sonrió el anfitrión acariciándolas con orgullo. Por último condujo a Carmen al extremo de su bodega, donde había aislado un amplio rincón con cajas montadas unas sobre otras y a guisa de puerta un impresionante biombo. En el interior Carmen vio una cama ancha cubierta con un mosquitero blanco, delicados muebles de laca negra pintados a mano con motivos de garzas y flores de cerezo, alfombras de seda, telas bordadas cubriendo las paredes y pequeñas lámparas de papel de arroz que difundían una luz difusa. Leo Galupi había creado para ella la habitación de una emperatriz china. Ése sería su refugio durante varias semanas, allí no llegaba el bullicio de la calle ni el estrépito de la guerra.

A veces se preguntaba que contenían esos bultos misteriosos que la rodeaban, imaginaba objetos preciosos, cada uno con su historia, y sentía el aire lleno del espíritu de las cosas. En ese lugar vivió con comodidad y en buena compañía, pero consumida por la angustia de la espera.

—Paciencia, paciencia —le aconsejaba Leo Galupi cuando la veía frenética—. Piensa que si Dai fuera tuyo tendrías que haberlo esperado nueve meses. Nueve semanas no es nada.

En las largas horas de ocio en las que no visitaba a Thui y al niño, Carmen vagaba por los mercados comprando materiales para sus joyas y dibujaba nuevos diseños inspirados en aquel extraño viaje. Le parecía absurdo que en medio de un conflicto bélico de tales proporciones ella recorriera bazares como una turista. A pesar de que para entonces gran parte de las tropas americanas se había retirado, el conflicto seguía en su apogeo. Había imaginado que la ciudad era un inmenso campamento militar donde tendría que buscar a su sobrino arrastrándose entre soldados y trincheras, pero en vez paseaba por callejuelas estrechas regateando en medio de una abigarrada multitud aparentemente ajena a la guerra. Si hablaras con la gente tendrías una visión diferente, dijo Galupi, pero como ella sólo podía comunicarse en inglés, estaba aislada del pueblo. Sin proponérselo terminó por ignorar la realidad y se sumergió en los únicos dos asuntos que le interesaban, el pequeño Dai y su trabajo.

Su mente parecía haberse expandido hacia otras dimensiones, el Asia se le metió adentro, la invadió, la sedujo. Pensó que le faltaba mucho mundo por conocer y si deseaba verdadero éxito en ese oficio y algo de seguridad para el futuro, como se había propuesto desde que aceptó hacerse cargo de Dai, viajaría cada año a lugares distantes y exóticos en busca de materiales raros y de ideas nuevas.

—Te mandaré pelotillas, tengo contactos por todas partes puedo conseguir cualquier cosa —ofreció Galupi, que no entendía la naturaleza del oficio de Carmen, pero era capaz de adivinar sus posibilidades comerciales.

—Debo elegirlas yo misma. Cada piedra, cada concha, cada trocito de madera o de metal me sugiere algo diferente.

—Aquí nadie usaría lo que estás dibujando. Nunca he visto a una mujer elegante con pedazos de hueso y plumas en las orejas.

—Allá se los pelean. Las mujeres prefieren pasar hambre con tal de comprar un par de aretes como éstos. Mientras más caro los vendo, más gustan.

—Al menos lo que tú haces es legal —se rió Galupi.

A ella los días le parecían muy largos, el calor y la humedad la agotaban. Usaba sus respetables vestidos de matrona sólo para las gestiones imprescindibles, pero el resto del tiempo se cubría con unas sencillas túnicas de algodón y sandalias de campesina compradas en el mercado. Pasaba muchas horas sola leyendo o dibujando, acompañada por el rumor de los grandes ventiladores de la bodega. En la noche llegaba Galupi con bolsas de provisiones, se duchaba, se vestía con un pantalón corto, colocaba un disco y empezaba a cocinar. Pronto aparecían diversos comensales, casi todos niños, que pululaban llenando el galpón con su charla ligera y sus risas, y cuando terminaban de comer partían sin despedirse. A veces Galupi invitaba amigos americanos, soldados o corresponsales de prensa, que se quedaban hasta muy tarde bebiendo y fumando marihuana. Todos aceptaron la presencia de Carmen sin preguntas, como si siempre hubiera sido parte de la vida de Galupi. Algunas veces la invitaba a cenar fuera y cuando estaba libre la guiaba por la ciudad, quería mostrarle diversos aspectos, desde los abigarrados sectores populares de la verdadera vida, hasta las zonas residenciales de europeos y americanos donde se vivía con aire acondicionado y agua en botellas. Vamos a comprarte una tenida de reina, tenemos una cena en la embajada, le anunció un día, la llevó al centro comercial más elegante y allí la dejó con un fajo de billetes en la mano. Se sintió perdida; por años se había cosido la ropa y no sospechaba que un traje podía costar tanto. Cuando su nuevo amigo pasó a buscarla tres horas más tarde, la encontró sentada en las gradas de la tienda con los zapatos en la mano, maldiciendo de frustración.

—¿Qué pasó?

—Todo es horrible y muy caro. Ahora las mujeres son planas. Estos melones no entran en ningún vestido —gruñó señalando sus senos.

—Me alegro —se rió Galupi y la acompañó al barrio hindú donde consiguieron un magnífico sari de seda color sandía bordado en oro en el cual Carmen se envolvió con la mayor soltura, sintiéndose mucho más en paz consigo misma que dentro de los apretados trajes franceses para mujeres escuálidas.

Al entrar esa noche al salón de la embajada distinguió entre la multitud al hombre en quien pensaba a menudo y a quien nunca creyó volver a ver. Conversando con un vaso de whisky en la mano, vestido de smoking y con el cabello gris, pero el mismo rostro de antes, estaba Tom Clayton. El periodista había interrumpido temporalmente sus artículos políticos para trasladarse al Vietnam a escribir un libro. Pasaba más tiempo en fiestas y en clubes que en el frente, fiel a su teoría de que la guerra se hace realmente en los salones. Tenía acceso a sitios donde ningún corresponsal era bienvenido y conocía a la gente adecuada en el alto mando militar, el cuerpo diplomático, el gobierno y el mundillo social de la ciudad, por lo mismo lo atrajo el sortilegio de esa mujer que no había visto antes. Por el color aceitunado de la piel, el pesado maquillaje de los ojos y el sari deslumbrante, supuso que provenía de la India. Notó que ella también lo observaba y buscó una oportunidad para acercársele; Carmen le estrechó la mano y se presentó con el nombre que siempre usaba, Tamar.

Había planeado muchas veces su reacción si volviera a ver ese primer amante, tan definitivo en su existencia, y lo único que jamás pensó fue que no se le ocurriría nada para decirle. Los años habían desdibujado su rencor, descubrió sorprendida que no sentía más que indiferencia por ese hombre arrogante a quien no lograba recordar desnudo. Lo oyó hablar con Galupi mientras la examinaba de reojo, evidentemente impresionado, y se maravilló de haberlo deseado tanto. No se preguntó, como muchas veces lo hizo en sus soledades, cómo habría sido el niño de ambos, porque ya no podía imaginar a otro hijo suyo que no fuera Dai. Suspiró con una mezcla de alivio al comprobar que él no la había reconocido y de profundo fastidio por el tiempo perdido en penas de amor.

—No la había visto antes ¿de dónde viene usted? —preguntó Tom Clayton vuelto hacia ella.

—Vengo del pasado —replicó Carmen y le dio la espalda para ir al balcón a mirar la ciudad, que brillaba a sus pies como si la guerra fuera en otra parte.

De regreso en la bodega, Carmen y Leo Galupi se sentaron bajo el ventilador a comentar la velada sin encender las lámparas, en la penumbra de las luces de la calle. Le ofreció un trago y ella preguntó si acaso tenía por casualidad una lata de leche condensada. Con la punta de un cuchillo le abrió dos huecos y se instaló en el suelo sobre unos almohadones a chupar el dulce, consuelo de tantos momentos críticos en su existencia. Por fin Galupi se atrevió a preguntarle por Clayton, había notado algo extraño en su actitud durante el encuentro de ambos, dijo. Entonces Carmen le contó todo sin omitir detalle alguno, era la primera vez que hablaba de su experiencia en la cocina de Olga, del dolor y el miedo, del delirio en el hospital y el largo purgatorio expiando una culpa que no era sólo suya, pero que él se negó a compartir. Una cosa llevó a la otra y terminó revelando su vida entera. Amaneció y continuaba hablando en una especie de catarsis, se había roto el dique de los secretos y los llantos solitarios y descubrió el gusto de abrir el alma ante un confidente discreto.

Con el último sorbo de leche condensada se estiró bostezando muerta de fatiga, luego se inclinó sobre su nuevo amigo y le rozó la frente con un beso leve. Galupi la cogió por la muñeca y la atrajo, pero Carmen quitó la cara y el gesto se perdió en el aire.

—No puedo —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque ya no estoy sola, ahora tengo un hijo.

Esa noche Carmen Morales despertó al amanecer y creyó ver a Leo Galupi de pie junto al biombo observándola, pero aún no aclaraba del todo y tal vez la visión fue parte de su sueño. Estaba sumida en la misma pesadilla que la había perseguido durante años, pero en esta ocasión Tom Clayton no estaba allí y el niño que le tendía los brazos no llevaba la cabeza cubierta por una bolsa de papel, esta vez lo distinguía claramente, tenía el rostro de Dai.

Se acomodaron a la convivencia en un tranquilo bienestar, como un viejo matrimonio de años. Carmen se habituó poco a poco a la maternidad, sacaba al niño a paseos cada día más prolongados, aprendió unas cuantas palabras en vietnamita y le enseñó otras en inglés, descubrió sus gustos, sus temores, las historias de su familia. Thui la llevó en una excursión de dos días al campo a visitar a sus parientes para que se despidieran de Dai. Ellos habían insistido en hacerse cargo del chico, horrorizados ante la idea de mandar a uno de los suyos al otro lado del mar, pero Thui estaba consciente de que allí su hijo sería siempre un bastardo de sangre mezclada, un ciudadano de segundo orden, pobre y sin esperanzas de surgir.

El desafío de adaptarse en América no sería fácil, pero al menos allí Dai tendría mejores oportunidades que labrando el pedazo de tierra del clan familiar. Leo Galupi insistió en acompañarlos porque no estaban los tiempos para que dos mujeres y un niño anduvieran sin protección. Carmen comprobó una vez más algo que sabía desde la infancia y Joan y Susan le habían remachado tantas veces, que hombres y mujeres existen en el mismo sitio y al mismo tiempo, pero en dimensiones diferentes. Ella vivía mirando hacia atrás por encima de su hombro, cuidándose de peligros reales e imaginarios, siempre a la defensiva, afanándose el doble que cualquier hombre para obtener la mitad de beneficio. Lo que para ellos era asunto banal que no merecía un segundo pensamiento, para ella era un riesgo y requería cálculos y estrategias. Algo tan simple como un paseo al campo en una mujer podía considerarse una provocación, un llamado al desastre.

Lo comentó con Galupi, quien se sorprendió de no haber pensado nunca en esas diferencias. Los parientes de Dai eran campesinos pobres y desconfiados que recibieron a los extranjeros con odio en la mirada, a pesar de las largas explicaciones de Thui Nguyen. La enferma decaía muy rápido, como si hubiera mantenido a raya el cáncer hasta conocer a Carmen, pero al comprobar que el niño quedaba en buenas manos se hubiera declarado vencida. Se despedía sin aspavientos. Antes de su muerte se fue alejando suavemente para que Dai empezara a olvidarla, como si su madre nunca hubiera existido, así la separación sería más llevadera. Se lo explicó a Carmen con delicadeza y ella no se atrevió a contradecirla. A menudo Thui le pedía que se quedara con Dai por la noche, no estoy del todo bien y me siento más tranquila sola, decía, pero cuando partían volteaba la cara para ocultar las lágrimas y cuando su hijo regresaba se le iluminaban los ojos. Apenas podía caminar; el dolor estaba siempre presente, pero no se quejaba.

Desistió de los medicamentos del hospital, que la dejaban exhausta y con náuseas, sin aliviarla, y consultaba a un anciano acupunturista. Carmen la acompañó varias veces a esas extrañas sesiones en un cuartucho oscuro y oloroso a canela donde el hombre trataba a sus pacientes. Thui, recostada en una esterilla angosta con las agujas clavadas en varias partes de su cuerpo desgastado, cerraba los ojos y dormitaba. De regreso Carmen la ayudaba a acostarse, le preparaba una pipa de opio, y cuando la veía sumida en el aniquilamiento de la droga se llevaba al niño a tomar helados. Hacia el final la enferma no podía levantarse y Dai se trasladó del todo al galpón, donde compartía la gran cama china con su nueva madre. El italiano contrató a una mujer para cuidar a la moribunda y llevaba en su coche al acupunturista para el tratamiento diario.

Con creciente impaciencia Thui Nguyen preguntaba por la marcha de los papeles, deseaba asegurarse que Dai llegara sano y salvo a la tierra de su padre y cada postergación le agregaba un nuevo tormento.

Un domingo llevaron al pequeño a despedirse de su madre. Por fin se habían resuelto los últimos tropiezos, aparecía registrado como hijo legítimo de Carmen Morales, tenía un pasaporte con la visa apropiada y al día siguiente emprendería el viaje a América, donde plantaría otras raíces. Dejaron a Thui sola con el chico durante unos minutos. Dai se sentó sobre la cama con el presentimiento de que ése era un momento definitivo y así debió serlo, porque muchos años más tarde, cuando ya era un prodigio de las matemáticas y salía entrevistado en revistas científicas, me contó que el único recuerdo auténtico de su infancia en Vietnam, es una mujer lívida de ojos ardientes que lo besa en la cara y le entrega un paquete amarillo. Me mostró ese objeto; un antiguo álbum de fotografías envuelto en una bufanda de seda.

Carmen y Galupi esperaron al otro lado de la puerta hasta que la enferma los llamó. La encontraron recostada en la almohada, apacible y sonriente. Besó al niño por última vez y le hizo señas a Galupi que se lo llevara. Carmen se instaló a su lado y le tomó la mano, mientras lágrimas calientes le caían por las mejillas.

—Gracias, Thui. Me das lo que más he deseado en toda mi vida. No te preocupes, seré tan buena madre para Dai como tú, te lo juro.

—Se hace lo que se puede —dijo ella suavemente.

Poco más tarde, mientras la familia Morales celebraba con una fiesta la llegada de Dai a América, Leo Galupi acompañaba los restos de Thui Nguyen en un sencillo rito funerario. Esas once semanas habían cambiado los destinos de varias personas, incluyendo el de aquel buscavidas de Chicago que desde hacía días sentía un dolor sordo en el centro del pecho, allí donde antes albergaba un espíritu inconsecuente y fanfarrón.

Dai fue un vendaval de renovación en la vida de Carmen Morales, que olvidó los desaires amorosos del pasado, las penurias económicas, las soledades y las incertidumbres. El futuro apareció ante sus ojos claro y limpio, como si estuviera viéndolo en una pantalla; se dedicaría a ese niño, ayudándolo a crecer tomado de la mano para evitarle tropezones, protegido de todos los sufrimientos posibles, incluso de la nostalgia y la tristeza.

—Supongo que lo primero será bautizar a este chinito para que sea uno de los nuestros y no se quede moro —opinó el anciano Padre Larraguibel en la fiesta de bienvenida, abrazando al niño con la ternura que siempre estuvo escondida en su corpachón de campesino vasco, pero que en la juventud no se atrevía a expresar. Carmen, sin embargo, se las arregló para postergar el asunto; no deseaba atormentar a Dai con tantos cambios y, por otra parte, el budismo le parecía una disciplina respetable y tal vez más llevadera que la fe cristiana.

La nueva madre cumplió las ceremonias familiares indispensables, presentó a su hijo uno por uno a los parientes y amigos del barrio y trató de enseñarle con paciencia los nombres impronunciables de sus nuevos abuelos y de la multitud de primos, pero Dai parecía espantado y no pronunciaba palabra, limitándose a observar con sus ojos negros, sin soltar la mano de Carmen.

También lo llevó a la cárcel a ver a Olga, acusada de practicar magia negra, a ver si a ella se le ocurría la manera de hacerlo comer, porque desde que salió de su país se alimentaba sólo de jugos de fruta; había adelgazado y estaba a punto de desvanecerse como un suspiro. Carmen e Inmaculada estaban en ascuas, habían consultado con un médico, quien después de minuciosos exámenes lo declaró en buena salud y le recetó vitaminas. La abuela adoptiva se esmeró en preparar platos mexicanos con sabor asiático e insistió en hacerle tragar el mismo tónico de aceite de hígado de bacalao con el cual torturó a sus seis hijos en la infancia, pero nada de eso dio resultado.

—Echa de menos a la madre —dijo Olga apenas lo vio a través de la rejilla de la sala de visitas.

—Ayer me avisaron que su madre murió.

—Explícale al niño que ella está a su lado, aunque no pueda verla.

—Es muy chico, no entendería eso, a esta edad no captan ideas abstractas. Además no quiero meterle supersticiones en la mente.

—Ay, niña, no sabes nada de nada —suspiró la curandera—. Los muertos andan de la mano con los vivos.

Olga se acomodó en la cárcel con la misma flexibilidad con que antes se instalaba en cada parada del camión trashumante, como si fuera a quedarse allí para siempre. La reclusión no afectó en nada su buen ánimo, era apenas un inconveniente menor, lo único que le dio rabia fue que los cargos eran falsos, jamás le había interesado la magia negra porque no representaba un buen negocio, ganaba mucho más ayudando a sus clientes que maldiciendo a sus enemigos. No temía por su reputación, al contrario, con seguridad esa injusticia aumentaría su fama, pero estaba preocupada por sus gatos que había confiado a una vecina. Gregory Reeves le aseguró que ningún jurado creería en los efectos maléficos de unos supuestos ritos de brujería, pero debía evitar a toda costa que saliera a luz la verdadera naturaleza de su comercio, si eso ocurría la ley seria implacable.

Se resignó a cumplir discretamente su sentencia sin armar mucho alboroto, pero la mesura no era su principal virtud y en menos de una semana había convertido su celda en una extensión de su estrafalario consultorio casero. No le faltaban clientes. Las otras reclusas le pagaban por consejos de esperanza, masajes terapéuticos, hipnotismos tranquilizantes, poderosos talismanes y sus artes de adivinación, y muy pronto los guardias la consultaban también. Se las arregló para hacerse llevar poco a poco sus hierbas medicinales, sus frascos de agua magnetizada, las cartas del Tarot y el Buda de yeso dorado. Desde su celda, convertida en bazar, practicaba sus eficaces encantamientos y extendía los sutiles tentáculos de su poder. No sólo se convirtió en la persona más respetada de la cárcel, también era quien más visitas recibía, todo el barrio mexicano desfilaba a verla.

Temiendo que Dai se consumiera de inanición, Carmen decidió probar el consejo de Olga y se las arregló para decir al niño, en una mezcla de inglés, vietnamita y mímica, que su madre había subido a otro plano donde su cuerpo ya no le era útil, ahora tenía la forma de una pequeña hada translúcida que siempre volaba sobre su cabeza para cuidarlo. Copió la idea del Padre Larraguibel quien así describía a los ángeles. Según él, cada persona llevaba un demonio a la izquierda y un ángel a la derecha, y el segundo medía exactamente treinta y tres centímetros, el número de años de la vida terrestre de Cristo, andaba desnudo y era de falsedad absoluta que tuviera alas; volaba a propulsión a chorro, sistema de navegación divina menos elegante pero mucho más lógico que las alas de pájaro descritas en los textos sagrados. El buen hombre se había puesto algo excéntrico con la edad, pero también se le había agudizado la visión de su famoso tercer ojo; existían pruebas irrefutables de que era capaz de ver en la oscuridad, igual como percibía lo que pasaba a su espalda, por lo mismo nadie cuchicheaba en su misa. Con incuestionable autoridad moral describía a los demonios y a los ángeles dando detalles precisos y nadie, ni siquiera Inmaculada Morales que era muy conservadora en materia religiosa, se atrevía a poner en duda sus palabras.

Para suplir las limitaciones del lenguaje Carmen hizo un dibujo donde Dai aparecía en primer plano y rondándolo volaba una figura pequeña con una hélice en la cabeza y una humareda por la cola, que tenía los inconfundibles ojos de almendras negras de Thui Nguyen. El chico lo observó por largo rato, luego lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el álbum de fotografías falsificadas por Leo Galupi, junto a retratos de sus padres del brazo en lugares donde nunca estuvieron. Acto seguido se comió su primera hamburguesa americana. Al cabo de una intensa semana familiar, Carmen regresó con su hijo a Berkeley, donde había organizado su nueva existencia. Antes de ir en busca de Dai había alquilado un apartamento y preparado una habitación con muebles blancos y profusión de juguetes. El lugar sólo contaba con dos cuartos, uno para su hijo y otro que servía de taller y dormitorio. Ya no se instalaba a vender sus joyas en cualquier esquina, ahora las colocaba en varias tiendas, pero la tentación de las ventas callejeras era inevitable. Los fines de semana partía en su automóvil a otros pueblos donde montaba su puesto en las ferias de artesanías. Lo había hecho por años sin pensar en la incomodidad de los viajes, de trabajar dieciocho horas sin descanso, alimentarse de maní y chocolate, dormir en el vehículo y no disponer de baño, pero la presencia del niño la obligó a hacer algunos ajustes. Vendió el desportillado «Cadillac» amarillo y se compró un furgón firme y amplio, donde podía tender un par de sacos de dormir en la noche cuando no había una habitación disponible.

Iban los dos lado a lado, como un par de socios, Dai la ayudaba a llevar parte de las cosas y a ordenar la mesa, luego se sentaba a atender a los clientes o a jugar solo, cuando se fastidiaba partía a recorrer la feria y si estaba cansado se echaba a dormir en el suelo a los pies de su madre.

Como siempre eran los mismos artesanos que se encontraban en diversas localidades, ya todos conocían al hijo de Tamar, en ninguna parte estaba tan seguro como en aquellos carnavales donde pululaban ladrones, ebrios y drogadictos. El resto de la semana Carmen trabajaba en su casa, siempre acompañada por el pequeño. Se daba tiempo para enseñarle inglés, mostrarle el mundo en libros prestados de la biblioteca, pasearlo por la ciudad, llevarlo a piscinas y parques públicos. Cuando se sintiera más seguro en su nueva patria pensaba mandarlo a una guardería para que conviviera con otras criaturas de su edad, pero por ahora la idea de separarse de él, aunque fuera por algunas horas, la atormentaba, volcó en Dai la ternura contenida en muchos años de lamentar en secreto su esterilidad. No sospechaba cómo criar a un niño y no tenía paciencia para estudiarlo en manuales, pero eso no la preocupaba. Ambos establecieron un vínculo indestructible basado en la total aceptación mutua y en el buen humor.

El chico se acostumbró a compartir su espacio en tan espléndidos términos que podía armar un castillo con cubos de plástico en la misma mesa en que ella montaba unos delicados aretes de oro con minúsculas cuentas de cerámica precolombina. A medianoche Dai se pasaba a la cama de Carmen y amanecían abrazados.

Después del primer año comenzó a sonreír tímidamente, pero en las raras oportunidades en que se separaban volvía a su antigua expresión ausente. Ella le hablaba todo el tiempo sin angustiarse porque él no articulara palabra, cómo quieres que hable el pobrecito, si todavía no sabe inglés y se le olvidó su idioma, está en el limbo de los sordomudos, pero cuando tenga algo que decir lo dirá, le explicaba los lunes por teléfono a Gregory. Tenía razón. A los cuatro años, cuando pocas esperanzas quedaban de que se expresara, Carmen cedió a las presiones de todo el mundo y lo llevó a regañadientes donde un especialista, quien después de examinarlo con detención por largo rato sin obtener ni el menor sonido articulado, corroboró lo que ella ya, sabía, que su hijo no era sordo.

Carmen cogió a Dai de la mano y lo llevó al parque. Sentada en un banco junto a un charco de patos le explicó que si tenía que pagar a un terapeuta para que lo hiciera hablar se iban al diablo las vacaciones de ese año porque no le alcanzaba el presupuesto para tanto.

—Entre tú y yo no necesitamos palabras, Dai, pero para funcionar en el mundo tienes que comunicarte. Los dibujitos no bastan. Trata de hablar un poco para que tengamos vacaciones, si no nos jodemos los dos…

—No me gustó ese doctor, mamá, olía a salsa de soya —replicó el niño en perfecto inglés. Nunca sería un charlatán, pero el asunto de su mudez quedó descartado.

El tiempo libre pasó a ser el mayor lujo, Carmen dejó de ver a los amigos y rechazaba invitaciones de los mismos pretendientes que poco antes la entusiasmaban. Hasta entonces el amor le había producido más sufrimientos que buenos recuerdos, según Gregory escogía pésimos candidatos, como si sólo pudiera enamorarse de quienes la maltrataban, ella estaba convencida de que su período de mala suerte había pasado, pero de todos modos decidió cuidarse. Por años Inmaculada Morales hizo mandas a San Antonio de Padua, a ver si el patrono de las solteronas se encargaba de buscar marido a esa hija extravagante que ya había pasado los treinta y todavía no daba señales de sentar cabeza. Encontrar al compañero adecuado había sido una callada obsesión de Carmen en el pasado, cuando le faltaba hombre se le poblaban los sueños de fantasmas lujuriosos, necesitaba un abrazo firme, caliente proximidad, manos viriles en su cintura, una ronca voz susurrándole, pero ya no se trataba sólo de buscar un compañero sino también un padre cabal para Dai. Pensó en los hombres que había tenido y por primera vez se dio cuenta de la rabia que sentía contra ellos. Se preguntaba si se hubiera dejado golpear delante del chico o si se hubiera resignado a bañarlo en el agua fría usada por otro y se espantaba de su propia sumisión. Revisaba a los amantes recientes y ninguno pasaba su severo examen, sin duda estaban mejor solos, decidió.

La maternidad le tranquilizó el espíritu y para las inquietudes del cuerpo decidió seguir el ejemplo de Gregory y conformarse con amores de paso. Se preguntaba también por qué le faltó valor para tener su bebé diez años antes, por qué se dejó vencer por el miedo y por el peso de inútiles tradiciones, no era tan difícil ser madre soltera, después de todo, decidió. Las nuevas responsabilidades mantenían su energía en ebullición, aumentaron sus ganas de trabajar y de sus manos salían diseños cada vez más originales, las ideas y los exóticos materiales traídos de remotas regiones cobraban vida bajo sus tenazas, sopletes y alicates. Despertaba de pronto en la madrugada con la visión precisa de un diseño y por algunos minutos se quedaba en la cama envuelta en el olor y el calor de su niño, luego se levantaba, se colocaba su bata de seda bordada, regalo de Leo Galupi, hervía agua para preparar té de mango, encendía las lámparas victorianas sobre su mesa y cogía las herramientas con alegre determinación. De vez en cuando le daba una mirada al hijo dormido y sonreía contenta. Mi vida está completa, nunca he sido tan feliz, pensaba.