10

Eran las diez menos veinte. Germain había abierto la trampilla de la bodega para renovar las botellas del bar. La señora Dupré hacía los pedidos por teléfono.

—Sí, diecisiete escalopas, no muy gruesas…

Mientras hablaba, la señora Dupré estaba pendiente del reloj, pues el inspector Molisson había pedido que le despertaran a las diez. Se oía al viejo Mitchel, que practicaba en el cuarto de baño su gimnasia diaria.

Eva había bajado ya. Lucía un vestido de florecillas rojas y, como siempre, había pasado junto a la señora Dupré sin saludarla, mirando hacia delante. Permaneció unos minutos en la entrada del hotel; luego, sin abrigo y sin sombrero, se dirigió hacia una figura acodada en el pretil del malecón.

El día era claro y fresco. El cielo límpido y el vestido de flores daba una nota veraniega. Mistress Brown, apoyada en el pretil, contemplaba el mar como atontada, y se estremeció al oír una voz a su lado.

—¿Tiene usted lenguados esta mañana? —preguntaba la hotelera por teléfono. Su mirada oscilaba entre el reloj y el malecón.

Mistress Brown era una silueta negra y Miss Mitchel una silueta blanca. Detrás de ellas desfilaban velas oscuras.

—Por cierto —añadió la hotelera—, póngame dos docenas de vieiras. ¿A cómo están? Mientras hablaba, pensaba: «¿Qué le estará contando ahora?».

Y es que Eva hablaba con vehemencia mientras conducía a Mistress Brown hacia el hotel.

—¡Oiga! ¡No, son demasiado caras! ¡Póngame solo los lenguados!

Las dos mujeres pasaron de la dorada claridad de la calle a la luz grisácea del vestíbulo y luego a la penumbra del salón, sin que Miss Mitchel parara un momento. De vez en cuando Mistress Brown alzaba los ojos con expresión asustada y balbuceaba unas palabras que se adivinaban, aunque no se entendiera el inglés.

—Pero ¿qué quiere usted que haga?

Eva ni siquiera interrumpía su charla, e hilvanaba frases y más frases, avalanchas de frases que eran otras tantas órdenes y amenazas.

—Perdón. ¿Está el inspector Molisson?

La señora Dupré no había visto entrar al desconocido, que se erguía ante ella con una maleta barata en la mano.

—Lo despertaré dentro de diez minutos —contestó la mujer tras lanzar una mirada al reloj.

¿Quién lo busca?

—No tiene importancia.

Maloin no tenía prisa. Había dos clases de sillones en el vestíbulo, unos de rota y otros de terciopelo. Por hábito de humildad, eligió uno de rota, no se atrevió a cruzar las piernas y se puso la gorra sobre las rodillas, después de apoyar la maleta en el suelo.

Durante unos minutos no se fijó en lo que pasaba en el salón, cuya mampara acristalada tenía enfrente. Salió de su ensimismamiento cuando Eva se acercó a buscar una pluma. Como no encontraba ninguna, la muchacha se dirigió a recepción y, al hacerlo, rozó las piernas del guardagujas.

Tendría la edad de Henriette, pero no había nada en común entre ellas, ni en sus gestos, ni en su modo de hablar o de vestir. Maloin pensó con amargura en el impermeable de seda azul.

—Deme una pluma y un tintero.

—Enseguida, Miss Mitchel.

Maloin la siguió con la mirada y, cuando la muchacha regresó al salón, divisó a Mistress Brown, que vestía un traje sastre negro como podía haberlo llevado su hija.

Maloin no entendía el inglés. Eva había hecho sentarse a su acompañante ante un velador y le dictaba:

—«Se ruega a Pitt Brown que…».

A Maloin le sorprendió oír palabras en francés, pero Miss Mitchel, después de esbozar un gesto de irritación, hablaba de nuevo en inglés con ira contenida. Dos veces le mostró unas palabras en la hoja de papel, mientras Mistress Brown bajaba la cabeza.

Eva acabó apartándola para ocupar su sitio y, buscando poco a poco las palabras, redactó un texto que iba leyendo en voz alta: «Se ruega a Pitt Brown que se reúna urgentemente con su esposa, Hotel de Newhaven, Dieppe».

Maloin las miró largo rato sin entender, pues su mente estaba abotargada. Cuando intuyó de qué se trataba, su mirada pareció aferrarse literalmente a la mujer del traje sastre negro.

Mistress Brown debía de haberse pasado la noche llorando, pues tenía la nariz roja y los párpados hinchados. Maloin seguía comparándola con su hija; observó por ejemplo los tacones gastados, el medallón que colgaba sobre el escote de la blusa, el cabello rebelde, como el de Henriette.

Oyó pasos en la escalera, pero en vez del inspector se trataba del viejo Mitchel, que bajó, saludó a la señora Dupré como solía saludar a todo el mundo y entró en el comedor. Al punto acudió Germain.

Una vez sentado, Mitchel vio a Eva y a Mistress Brown en el salón, pero fingió no reparar en ellas y encargó el desayuno.

Miss Mitchel rozó de nuevo a Maloin al pasar, y esta vez tampoco se disculpó. En la recepción tendió una hoja de papel a la señora Dupré por encima del escritorio.

—Que publiquen este anuncio en los periódicos de Dieppe. Corre de mi cuenta. Luego se reunió con su padre, lo besó en la sien y se quedó hablando con él de pie.

—¡Germain! Despierte a Mister Molisson y dígale que le espera una persona.

Maloin no mostraba la menor impaciencia, ni se advertía en él reacción alguna, como si le hubieran extraído todos los órganos que hacen reaccionar a los hombres. Habría podido quedarse hasta la noche sin moverse, sentado en el borde del sillón de rota, y nadie, al mirarle, habría sospechado que la tan buscada maleta estaba a sus pies, ni que acababa de matar al hombre a quien se dirigían aquellos anuncios.

Apareció una mujer con un cubo, una escoba y una bayeta para limpiar el vestíbulo.

—Perdone la molestia —dijo—, pero tendrá que levantar los pies un momento…

Exactamente como en su casa, cuando fregaban la cocina y debía mantener los pies en el aire mientras pasaban la bayeta por debajo.

Germain entró en el comedor portando el desayuno del viejo Mitchel en una bandeja: huevos con beicon, conchas de mantequilla en un recipiente de cristal y tarritos de confitura. Al pasar, el camarero miró distraídamente a Maloin, sin fijarse más que en la gorra de ferroviario.

Mistress Brown estaba encogida en un sillón del salón, y cualquiera diría que para recobrar vida aguardaba nuevas órdenes de Eva. Mitchel estaba desayunando. Su hija, de pie al sol que el cristal sucio transformaba en partículas de polvo, le contaba sin duda a su padre lo que había hecho aquella mañana, en tanto que el inspector se afeitaba en su habitación.

Maloin seguía sentado como si se encontrara en la sala de espera de una estación. Podía marcharse: nadie se lo impediría. Podía llevarse la maleta. Subir a un tren, luego a otro, irse a cualquier ciudad, entrar en un banco y cambiar los billetes.

Le bastaba con alargar el brazo, coger la maleta y caminar hacia el sol.

También podía dejar la maleta, que se quedaría allí tal vez un par de días hasta que a un empleado del hotel se le ocurriese mirar en ella. En la recepción, la señora Dupré telefoneaba:

—¡Oiga! Sí… Brown. B de Bernardo, R de Roberto… —Dictó el anuncio palabra por palabra.

¿Aparecerá en la edición de la tarde? ¿Quiere decirme cuánto le debo? Es para una clienta. —De repente, cuando Maloin menos se lo esperaba cambió la voz para decir—: Sí, señor inspector, es el que está sentado allá…

Maloin se levantó, con un nudo en la garganta, y miró de nuevo a Mistress Brown.

—¿Quería hablar usted conmigo?

¿Iba a ser incapaz de hablar? Le temblaban los labios y miraba a Molisson sin que le saliesen las palabras que había decidido pronunciar. Aquello duró unos segundos y, para acabar de una vez por todas, agarró con brusquedad la maleta, se la alargó al policía y dijo:

—Tenga.

Molisson frunció el ceño, entreabrió la maleta y, con calma, volviéndose hacia el comedor, llamó a Mister Mitchel.

Maloin se percató de que el inspector no estaba contento, sino que, por el contrario, se le enturbiaba la mirada. El viejo Mitchel interrumpió el desayuno y se acercó, precedido por su hija.

—Aquí tiene su dinero —dijo el hombre de Scotland Yard, señalando la maleta.

En vez de mirar a Mitchel, el inspector espiaba a Mistress Brown, que los observaba sin saber qué ocurría a través de los cristales del salón. Para examinar el contenido de la maleta, el anciano la colocó sobre una mesa de rota y fue extrayendo con calma los billetes, contando a media voz. Eva le dijo algo al oído. Mitchel alzó la cabeza hacia Maloin, eligió un billete, luego se lo pensó, tomó otro más y se los alargó a Maloin.

Se quedó muy sorprendido al ver que el guardagujas movía la cabeza y, creyendo que no era suficiente, añadió un tercer billete.

—¿Y Brown? —preguntó entretanto Molisson.

Mistress Brown, atraída por los billetes, se había acercado hasta la puerta del salón, donde aguardaba humildemente una explicación. Eva se la dio de lejos, mientras ayudaba a su padre a contar.

Aún estaba a tiempo. Si Maloin quería, podía explicar que se había encontrado la maleta en cualquier sitio y jurar que no sabía nada. Mistress Brown clavaba en él una mirada interrogante, con visos ya de desesperación. Maloin sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente. Pensó que, dado que ella no entendía el francés, podía hablar, y así lo hizo, muy deprisa y de un tirón.

—Acabo de matar a Brown.

¡Todo había terminado! Respiró hondo y miró hacia otra parte. Molisson, sin perder tiempo, ya estaba cogiendo el abrigo y el sombrero del perchero.

—Acompáñeme.

Mistress Brown salió con ellos, decidida a seguirlos. Molisson no se atrevía a volverse hacia ella. Maloin tragaba saliva con dificultad. Mientras caminaban, la mujer hablaba en inglés, con voz balbuceante.

—¿Qué ha dicho ese hombre?

Caminaban por la acera, al sol. Molisson iba en medio. Ninguno sabía adónde se dirigían, aunque tal vez los tres lo intuían.

—Pregunta si su marido ha sufrido.

—Entonces, ¿lo ha entendido?

Maloin estuvo tentado de salir corriendo, pero no fue más que un pensamiento, porque su cuerpo no le obedecía, sino que caminaba al mismo paso que los demás.

—¿Qué le digo? -preguntó Molisson.

—¡No lo sé! ¡Está muerto! ¿Lo comprende? No sabía qué contestar. Ni siquiera entendía el sentido de la pregunta.

Intentaba acordarse de algo y nada en su memoria se correspondía con la palabra sufrir.

—Es tan diferente… -murmuró, consciente por primera vez de su impotencia para explicarse. Luego miró hacia el mar para no ver la cara de Mistress Brown inclinada hacia él.

—¡Le diré que no ha sufrido!

Molisson habló en inglés. Mistress Brown se restregó los ojos. Fue el propio Maloin quien tomó la dirección del acantilado.

—¿Está muy lejos? -preguntó el inspector.

—Al otro lado de la dársena, a dos pasos de mi casa. ¡Ya verá!

A veces tiene el invierno dos o tres mañanas tan apacibles, tan límpidas, que a uno le gustaría que tañeran todas las campanas del domingo.

—¡Hola, Louis! -gritó alguien mientras cruzaban el mercado de pescado.

Maloin reconoció a Baptiste, que había sacado la barca del agua y aprovechaba el buen tiempo para pintarla de verde claro.

—¡Hola! -repitió como un eco.

Miró con indiferencia hacia la cabina acristalada, que se alzaba al otro lado del agua. Caminaban al paso, como si se hubiesen puesto de acuerdo, y a Maloin no le daba la sensación de ir con extraños.

Apenas si habían hablado y Mistress Brown ya estaba al corriente de todo. Ni siquiera había reaccionado con gritos, amenazas o gestos desagradables. Había entendido el francés sin conocerlo. Había adivinado adónde iban y caminaba tan deprisa como ellos, con la cara desencajada al igual que ellos, las pupilas un poco más fijas que de costumbre y los labios más secos.

Cuando Maloin divisó la casa que se alzaba en lo alto del acantilado, cuyos muros resplandecían al sol, se la señaló a Molisson y dijo:

—¡Ahí vivo yo!

Y Mistress Brown miró también hacia la casa.

Caminaban cada vez más deprisa. La joven llevaba en la mano un pañuelo hecho una bola y a ratos se daba toques en los ojos o en la nariz.

En la primera planta había una ventana abierta. Una persona se movía dentro de la habitación, pero era imposible saber si se trataba de Henriette o de su madre.

—Por aquí. Ojo, que el camino es malo. Contornearon el acantilado. La barca de velas azules regresaba al puerto.

—¡Hola, Louis! —gritó el patrón.

—Vienen de pescar vieiras —explicó Maloin.

Lo decía con timidez, como si esforzándose en ser amable intentara que se olvidasen de su crimen. Pero no era ese su propósito, sino que de un modo espontáneo le habría gustado mostrarse más atento con la menuda Mistress Brown, que no estaba acostumbrada a caminar sobre guijarros y se lastimaba los tobillos.

Las otras dos barcas seguían pescando. La marea las había arrastrado tan cerca de la orilla que podían ver el humo de una pipa y a un pescador que bebía a morro de una botella.

—Desde aquí se ve el cobertizo —dijo Maloin. Y añadió, locuaz—: Yo siempre trabajo de noche. Así que, como tengo los días libres, me dedico a hacer chapuzas, a pescar, hago un poco de todo. Ese cobertizo lo construí yo mismo para guardar la barca y las herramientas.

Mientras hablaba daba la impresión de querer decir: «Ya ven cómo soy. Si no soy malo, soy un buen hombre. No deben echármelo en cara. En el fondo, soy tan desgraciado como la señora Brown. Los dos somos un par de desgraciados. ¡Ya verán!».

Sacó la llave. La inglesa se quedó mirándola con las pupilas empequeñecidas, mientras se le ahondaban las ojeras y se asía del brazo del inspector.

—Ha ocurrido tan tontamente… —balbuceaba Maloin.

Se hizo a un lado para dejarles ver, encorvándose, como si esperara que le golpearan.

Inmóvil y aferrada al inspector, Mistress Brown miraba alternativamente el cuerpo tendido y a Maloin. No podía hablar, no se movía y parecía que no respirase.

—¡Ya ven! —dijo el guardagujas. Le temblaban las rodillas y le sudaban las manos.

—¿Estaba escondido en el cobertizo? —preguntó el inspector, tras carraspear.

—Sí. Cuando me enteré, le llevé salchichón y sardinas. ¡Mire!, envuelto en ese papel blanco encima de la barca hay una tajada de paté.

Maloin se calló. Mistress Brown se había arrojado al suelo, en medio de los guijarros, y se retorcía, gritaba, moviendo de forma convulsiva los brazos y las piernas. El inspector se arrodilló y le habló en inglés. Maloin no sabía qué hacer, ni dónde ponerse. Como llevaba un pañuelo limpio, lo desplegó para extenderlo sobre el rostro de Brown.

—Cierre el cobertizo —ordenó Molisson, que estaba atendiendo a la mujer.

Maloin obedeció, echó la llave, se la metió en el bolsillo y aguardó discretamente, mirando hacia el mar.

Transcurrieron unos minutos y, cuando se volvió, el inspector estaba ayudando a Mistress Brown a incorporarse, sacudiéndole el polvo de los bajos del vestido. La joven pronunció unas palabras, sin mirar a Maloin.

—Pregunta si Brown no dijo nada para ella —tradujo Molisson a Maloin.

¿Qué podía contestar? La mujer no había entendido nada, las cosas habían sucedido de otra forma. Se pelearon, se golpearon con el gancho hasta que uno de los dos ya no pudo hablar. Meditó un instante, pues le habría gustado decirle algo agradable, pero no se le ocurrió ninguna mentira aceptable, así que negó con la cabeza.

Resultaba desesperante no poder decir nada y, sobre todo, pensar que el único hombre que habría entendido lo ocurrido era precisamente el muerto.

—¡Vamos! —suspiró.

Estuvo a punto de enfadarse al ver la cara de sorpresa de Molisson.

—¿Adónde quiere ir?

—¡A la policía!

¿Iba a tropezarse por todas partes con barreras? ¿Qué tenía de raro su comportamiento? Se había producido una catástrofe, como se producen todos los días: a veces es un accidente, otras un naufragio y otras un crimen. ¿Acaso no viene a ser lo mismo?

Eran dos, tres, seis víctimas. Brown había muerto. Pero habría Mido morir Maloin, ¡y en ese caso ahora Brown estaría explicándole lo ocurrido a la señora Maloin!

Desgraciados lo eran todos, incluidos Henriette y Ernest, que todavía no estaban al tanto de nada.

—Primero volvamos a la ciudad —dijo Molisson—. Luego ya veremos.

—Como quiera. Pero no hay nada que ver.

Habría dado cualquier cosa por ayudar a Mistress Brown a caminar por los guijarros, y a ratos le lanzaba una ojeada, como si existiera la posibilidad de que ella aceptara su brazo. En cambio, estaba seguro de que luego aceptaría que la consolase Eva Mitchel.

—¡Ha sido una cosa tan tonta que es para echarse a llorar! —confesó a su pesar al inspector.

—¿Qué dice?… —preguntó Mistress Brown en inglés.

—¡Nada! —replicó Molisson, tras pensárselo un segundo. Maloin se detuvo ante la puerta del hotel y declaró:

—Le espero aquí.

Le asqueó ver que el inglés temía que huyese. Estaban sacando pesadas maletas de cuero con etiquetas de hoteles de lujo: se trataba del equipaje de Mitchel, que pagaba la cuenta arrebujado en su pelliza.

Maloin lo vio entrar en el salón, con el inspector y Mistress Brown. Al poco, apareció Eva, vestida para el viaje. Unos minutos más tarde salió Molisson y se acercó a Maloin. Este preguntó:

—¿Le han dado algo, por lo menos?

—Sí.

—¿Mucho?

—Cien libras.

Mientras caminaban por las calles soleadas, el policía confesó de repente el motivo de su preocupación.

—¿Por qué quiere ir usted a la policía? —preguntó mirando hacia otro lado.

—¿Adónde voy a ir?

—¡Yo qué sé! Si usted hubiera querido… Supongo que alegará legítima defensa. Maloin estalló:

—¿Cree usted que eso me importa?

Entró el primero en el despacho del comisario. Como se encontraban en el interior de la estación, y Maloin llevaba el traje de ferroviario, el comisario pensó que se trataba de algo relacionado con su trabajo.

—¿Qué quiere usted, amigo mío?

Se sobresaltó, incrédulo, cuando su «amigo» le respondió:

—He matado a Brown esta mañana y vengo a explicarle…

—¡Un momento! ¡Un momento! —El comisario se volvió hacia Molisson—. ¿Qué dice este hombre? ¿Le conoce?

Maloin miraba los zapatos de charol del comisario, el traje azul con dos hileras de botones, el pelo peinado con raya, la delgada cinta de la Legión de Honor, y pensaba: «¡No va a entender nada!».

—Empecemos por el principio —dijo el otro, acomodándose ante su escritorio y destapando la estilográfica—. ¿Quién es usted?

—Louis Maloin. Soy guardagujas en la estación marítima.

—¿Cómo conoce al súbdito inglés llamado Brown?

Maloin ya se había arrepentido de haber ido. No había previsto aquello. Quería afrontar su destino, e ir a la cárcel, como había de ser, pues había matado a Brown, pero ir sencillamente, con dignidad.

—Le vi empujar a su amigo al agua y rescaté la maleta.

Se le había puesto ya la mirada aviesa de cuando recibían la visita de su cuñado.

—¿Qué hizo con esa maleta?

—Acaba de entregársela a Mitchel —intervino Molisson, que adivinaba la impaciencia de Maloin.

—¿Por qué?

—¡Porque había matado a Brown, leche! —gritó Maloin.

—Un momento. Creo que son dos cosas distintas. ¿Con qué objeto ha matado usted a Brown?

—No quería matarlo. Le he llevado salchichón y sardinas, y he estado hablándole cerca de un cuarto de hora. Él fingía no estar allí, o se hacía el muerto. Cuando le he oído moverse…

—¿Cuántos golpes le ha dado?

—No los he contado.

—Nos lo dirá la autopsia. Una vez muerto Brown, ¿qué ha hecho con la maleta?

—Primero he ido a casa.

—¿Para quitarse las manchas de sangre?

—¡Nada de eso! He ido a casa porque debía ir a casa. He comido algo y me he marchado.

—¿Confiesa usted que ha comido?

—Pues sí, y hasta me he comido el salchichón de Brown —espetó Maloin desafiante—. ¿Ya está contento?

—O sea, que lo ha matado para quedarse con el dinero.

El guardagujas prefirió mirar al suelo sin decir nada, con expresión dura y las mandíbulas contraídas. El comisario le observó un momento, entornando los ojos, y descolgó el teléfono.

—Póngame con el Palacio de Justicia, señorita. ¡Oiga! Quiero hablar con el fiscal. ¡Oiga! ¿Es usted, señor fiscal? Soy Janet. Tengo en mi despacho a un individuo que guardaba el dinero que le robaron a Mitchel. Sí, ya le hablé del asunto anteayer. No, es francés, un ferroviario. Esta mañana ha matado a Brown…

¿Qué necesidad tenía de guiñar el ojo mientras hablaba?

—¡Muy bien! Allí estaré. Podremos proceder a la reconstrucción de los hechos después de comer.

Había un reloj de mármol sobre la chimenea, que marcaba ya las once y media. Ernest estaría saliendo de la escuela y en ese momento se dirigiría hacia la cuesta con su amigo Bernard, que vivía en la casa de al lado.

—¡Oiga! Póngame con la comisaría de policía… ¿La comisaría? Soy Janet. Mándeme dos hombres para custodiar a un tipo que acaban de traerme.

A Maloin no lo habían traído; ¿a qué venía esa mentira? ¿Y por qué le llamaba «tipo»?

—Bueno, amigo mío… —empezó a decir el comisario levantándose.

Le sorprendió la mirada de Maloin, una mirada que no esperaba encontrarse, grave, profunda, que parecía venir de muy alto y sopesar al hombrecillo de los zapatos de charol.

—… la ley —prosiguió rápidamente— exige que le acompañe un abogado durante la declaración ante el fiscal, que tendrá lugar esta tarde. ¿Ha pensado usted en alguien?

¿Qué más querían de él? Maloin se encogió de hombros, recordando con nostalgia la visita que habían hecho los tres, hacía un rato, al cobertizo. Aquello había sido mucho más sencillo y más digno.

—¿Ha avisado a su familia?

—Sí, y a lo mejor la he invitado a eso de lo que habla usted —replicó Maloin, sorprendido de su propia audacia.

Y es que no estaba para bromas. Necesitaba quedarse a solas, tranquilo. Lo que deberían hacer era llevarlo a una celda y dejarlo en paz mientras decidían lo que iban a hacer con él.

—¡Ya veremos cuánto le dura esa arrogancia! Maloin sonrió, y su sonrisa era como un candado que cerrara su vida interior.

Había entendido. No intentaría dar más explicaciones. Les informaría dócilmente sobre cuanto le preguntasen, sin añadir una palabra más.

Por la tarde, pasó sin agachar la cabeza por entre la gente congregada en torno al cobertizo.

¿Tenía sentido bajar los ojos ante Baptiste? ¿Y ante aquellos señores trajeados que llevaban carteras y revoloteaban por todas partes?

—¿Reconoce usted que…?

Todos se hacían los listos. Parecía una especie de competición para ver quién le hacía caer en la trampa, cuando él lo había explicado todo por propia voluntad, sin esperar a que fuesen a buscarlo.

Oyó un sollozo proveniente de la cima del acantilado y, al alzar la cabeza, vio a su mujer, que se enjugaba las lágrimas en el delantal, a unos pasos de los Bernard. Probablemente habían dejado a Ernest con otros vecinos. Buscó largo rato a Henriette con los ojos y al final la vio escondida entre la gente.

—¿Quiere hacer usted exactamente lo mismo que hizo esta mañana?

Los miró con desprecio a todos ellos, al fiscal, al juez, que llevaba perilla, y a los demás, cuya jerarquía ignoraba. Le habían asignado un abogado que no dejaba de hacerle señas que querían decir: «¡Ojo!».

¿Ojo con qué? Ya que insistían, ¿qué más le daba reproducir la escena de la mañana? Pero era incapaz de recordar las frases pronunciadas y, sin estas, sus gestos ya no tenían sentido.

«Perdóname, amigo Brown», se decía para sus adentros. «Se han empeñado en ver cómo manipulo el gancho».

Cuando tranquilamente lo agarró como se sujeta un gancho de pescar cangrejos, se alzó un murmullo y la gente retrocedió aterrorizada.

—¿En qué lugar se hallaba este objeto?

—En ninguno, porque lo tenía Brown.

—¿Cómo le golpeó usted?

—Le golpeé a bulto.

¡Nuevo murmullo de la multitud! Le traía sin cuidado, hasta casi le hacía gracia ver lo estúpidos que eran.

—Mire, aquí está justo la porción de paté…

—¡No la toque! —gritó el juez.

Aquello duró dos horas, con los escribanos forenses que tomaban notas y aquel intercambio de palabras ásperas entre el juez y el abogado. Le habían quitado las esposas para que pudiera alcanzar el gancho, mas cuando todo acabó, volvieron a ponérselas.

—¿Sugiere usted alguna prueba más? —preguntó el fiscal al abogado.

—Ninguna. Por supuesto, pediré que se haga un examen psicológico a mi cliente.

La víspera, cada uno de los espectadores le había dicho a Maloin al pasar a su lado: «¡Hola, Louis!».

Ahora lo miraban con terror, como si ya no fuese Maloin, ni siquiera un hombre. ¡Hasta su hija se escondía detrás de la gente!

Como no se podía acceder en coche hasta el cobertizo, el cortejo tuvo que cruzar a pie una parte de la ciudad. Los chiquillos corrían para no perder de vista al prisionero. Unos fotógrafos le cortaban el paso. Por fin lo encerraron en una celda, y Maloin contempló con satisfacción las paredes blancas, el estrecho jergón pegado a la pared, la mesilla de ruedas. No recordaba haber tenido tanto sueño en su vida. Estaba a punto de dormirse vestido, cuando hicieron pasar al abogado.

—Si me permite decírselo, ha cometido usted todas las pifias posibles.

En su casa estarían llorando todos en la cocina y seguro que acababan de encender la luz. El termo azul, que compró antes de que naciera Henriette, estaría sobre la mesa, oliendo a aguardiente.

—He venido a darle unos consejos.

Maloin miró al abogado, como si mirase un objeto curioso pero inútil.

—A todos les ha parecido usted de un cinismo indigno, lo cual hace que mi labor sea más delicada. Tiene que…

Maloin le interrumpió.

—¿Cuándo es el entierro?

—¿El entierro de quién?

—De Brown.

—Aún no se sabe. Antes habrá que practicarle la autopsia.

—Pero ¿por qué, si ya lo he explicado todo?

—Habrá que averiguar qué golpe le causó la muerte y cómo.

—¿Se ha marchado su mujer?

—Sigue en el hotel.

—¿Cree usted que enterrarán a Brown en Dieppe? —A no ser que ella pague el traslado del cuerpo a Inglaterra.

—¡Que lo paguen los Mitchel! —Luego Maloin miró a su abogado frunciendo el ceño y dijo con un suspiro—: Déjeme.

—Es importantísimo que lleguemos a ponernos de acuerdo…

—¡Sí, mañana! ¡Otro día!

¡Qué se le iba a hacer! No iría al entierro, porque Mistress Brown se gastaría las cien libras que le habían dado en trasladar el cuerpo de su marido. No volvería a verlos, a ninguno de los dos.

¡No tenía sentido, pero era así! Lo que más le irritaba es que las cosas podían haber sido distintas. Todo había dependido de una serie de casualidades.

¡Por ejemplo, cuando Brown estuvo a punto de subir a la cabina una noche y se detuvo en el último peldaño!

¡O cuando siguió a Maloin hasta su casa sin decidirse a hablar con él, cuando Maloin estaba dispuesto a devolverle la maleta!

¿Y aquella mañana, cuando Maloin fue al cobertizo con el salchichón y el paté?

¿Qué se habrían dicho los dos? ¿Qué habrían decidido?

¿Qué habría sido de ellos luego y qué habría sido de las dos casas, la de Newhaven y la de Dieppe, de sus mujeres y de sus hijos?

—¿Acaso no era posible? —concluyó a media voz.

—¿El qué no era posible?

Maloin reparó en el abogado y suspiró.

—¡Nada! Estaba pensando —dijo.

—Eso es: me da la impresión de que piensa usted demasiado. Era mejor dejarle hablar.

—Ahora me gustaría dormir.

No era cierto; en cuanto se hubo marchado el abogado, que se puso a cuchichear con el guardián en el pasillo, Maloin se aovilló en el jergón y siguió pensando en Brown, en su mujer, en su casa al otro lado del canal, cuyas ventanas se iluminaban al atardecer.

Cuando le condenaron a cinco años, su mujer y su hija se arrojaron en sus brazos sollozando. Maloin las besó y después se quedó mirando a su alrededor como si buscara a alguien.

Luego siguió dócilmente a los gendarmes.