9

Quizá le estaban observando con unos prismáticos. Los pescadores que navegan cerca de la costa suelen hacerlo. Ven un puntito negro en el acantilado, o al pie de este, y piensan: «Mira, Maloin está pescando cangrejos».

Luego alcanzan los prismáticos que están sobre la carroza e inspeccionan la orilla, mientras llega el momento de alzar la red.

Había tres barcas de pesca flotando en el nácar del día naciente: dos con las velas oscuras y una con las velas azules.

Maloin seguía caminando hacia el cobertizo con esa calma aparente que suele acompañar al miedo. Porque lo que sentía era puro miedo y nada más, como si estuviese a punto de realizar una gestión difícil, de hablar con el gran jefe de los ferrocarriles o de intervenir en un mitin.

En esos momentos se está lúcido. Se ve y se oye todo, uno se desdobla. En cierto modo, Maloin se veía a sí mismo como en un espejo mientras acercaba la gruesa llave hacia la cerradura.

Podía entreabrir la puerta unos centímetros, arrojar la comida en el interior del cobertizo, volver a cerrar con llave e irse. Podía también marcharse dejando la puerta abierta. Se había planteado tantas soluciones posibles, que habían dejado de interesarle.

Debía hacer algo, lo que fuese. Ya no importaba el qué, y sabía muy bien que era demasiado tarde para escurrir el bulto.

La llave giró sin esfuerzo, pues Maloin era cuidadoso con sus cosas y la cerradura estaba engrasada. Primero entreabrió la puerta y escrutó en la penumbra, donde se dibujaba la proa de la barca, que había pertenecido a un bacaladero.

No se movía nada, ni se oía un ruido, ni un crujido. Maloin ni siquiera percibía ese ínfimo temblor que revela la presencia de un ser vivo.

Entonces abrió un poco más la puerta y la luz entró en el cobertizo, al tiempo que Maloin notaba un olor intenso, como de establo humano. Frunció el ceño e inspeccionó lo que había fuera de la barca, que estaba colocada sobre unos rodillos de madera. A la derecha había un barril de alquitrán de hulla, a la izquierda, unos cestos amontonados y, aquí y allá, en los rincones más apartados, trastos, tablas, cajas de embalaje, un ancla, cabos, cajas viejas.

«¡No corre mucho aire!», pensó Maloin.

Nunca había estado en el cobertizo con la puerta cerrada, y mientras recorría las paredes con la mirada, el olor acre le desazonaba.

Sin pensárselo más, puesto que para eso había ido, sacó el salchichón del bolsillo y lo dejó sobre la barca; entretanto escudriñaba por si sobresalía un pie o una mano de algún sitio.

—¡Señor Brown!… —dijo con el tono de voz que habría empleado con cualquier interlocutor. Colocó las dos cajas de sardinas sobre la barca—. Escuche, señor Brown… Sé que está usted aquí. Este cobertizo es mío. Si hubiera querido denunciarle, lo habría hecho ayer…

Aguzó el oído, levemente inclinado, como quien deja caer una piedra en el misterio de un pozo. Tan solo vibraba el último eco de su voz.

—¡Como quiera! Ya ve que he venido con toda mi buena voluntad. Ayer no podía, porque ahí arriba en el acantilado había un gendarme.

Llevaba en la mano el termo azul y, sin saber por qué, no se atrevía a moverse. Aunque improvisaba, parecía que recitara como si se lo supiera de memoria:

—Lo más importante es que coma. Le he traído salchichón, sardinas y paté. ¿Me oye?

Tenía las orejas tan coloradas como cuando, de niño, se veía obligado a hacer un cumplido y la voz se le volvía más áspera.

—No hace falta que se las dé de listo. Sé que me oye. Si se hubiera marchado, la cerradura estaría rota, o la puerta entreabierta.

¿Se encontraba el payaso detrás del barril de alquitrán, del montón de cestas? ¿O debajo de la barca, donde quedaba suficiente espacio libre?

—Le dejo comida y un termo con aguardiente. Creo que es mejor que cierre la puerta, porque los gendarmes pueden hacer una ronda y, si ven la puerta abierta, entrarán a echar un vistazo…

Nunca había hablado al vacío; le resultaba tan desconcertante que empezó a encolerizarse.

—¡Escúcheme bien! No tenemos tiempo que perder. Necesito saber si está usted ahí, vivo o muerto.

Ni siquiera le hizo sonreír la idea de hablar con un muerto.

—Solo tiene que decir una palabra, o hacer cualquier ruido. No intentaré verle. Me iré enseguida, y mañana le traeré más comida.

Siguió esperando, con expresión dura. Su boca empezaba a cobrar un rictus amenazante y bajaba ligeramente la cabeza, como siempre que empezaba a ponerse fuera de sí.

—No intente hacerme creer que no entiende el francés. Le he oído hablar con Camélia. Aguardó un poco más, contó hasta diez para obligarse a no perder la calma.

—Contaré hasta tres… —dijo en voz alta—. Una…, dos…

No se trataba solo de cólera, también tenía miedo. No se atrevía a moverse. Maloin se decía que, si registraba el cobertizo, podría encontrarse con un cuerpo inerte, acurrucado en un rincón, como una rata que ha comido matarratas. Por un instante pensó que el olor… Pero no, un cuerpo no hiede a las veinticuatro horas…

—¡Está bien! Me voy.

Retrocedió un paso, tentado a marcharse. A sus espaldas, la puerta se abría al mar iluminado por el sol. Parecía tan fácil alejarse dejando la comida encima de la barca…

—Me voy… —repitió.

¡Pero no se iba! ¡No podía marcharse! ¡Tenía los pies clavados en el suelo!

—¡Reconocerá usted que no se está portando bien! Yo, que he venido con toda mi buena intención…

«Pero vete ya, idiota», le decía una voz interior, a la que también Maloin contestaba a su vez:

«Un minuto más, ¡solo uno! Me responderá… Y me iré enseguida». «¡Será demasiado tarde!».

«¿Tengo yo la culpa?».

Sí, ¿era culpable de no poder traspasar aquella puerta y regresar al mundo soleado y diáfano que le esperaba fuera? Escudriñó los rincones. Su voz se volvía menos segura y adoptaba inflexiones suplicantes.

—Señor Brown, mire que me voy a enfadar…

Temblaba de crispación y notaba que se acercaba el momento decisivo.

—Por última vez, contaré hasta tres. Uno…, dos… Hasta entonces había mirado hacia delante, sin pensar en el rincón más oscuro que los demás a sus espaldas. De ese rincón llegó un crujido y, antes de que le diese tiempo a volverse, recibió un golpe en el hombro derecho, un golpe asestado con algo contundente, como una barra de hierro o un martillo, pero más delgado.

—¡Cabrón! —gritó dándose media vuelta.

Brown estaba allí. O al menos alguien que había sido Brown y que, durante todo el soliloquio de Maloin, solo habría tenido que hacer un gesto para tocarle.

Le había crecido una barba rojiza. Sus ojos brillaban en la penumbra. La nuez subía y bajaba al ritmo de la ardiente y jadeante respiración.

El brazo blandió una vez más el arma: no era un martillo, sino el gancho que servía para buscar cangrejos bajo las piedras y las algas.

Maloin, con un gesto instintivo, asió la muñeca levantada, la retorció hasta que crujieron los huesos y arrancó el gancho de los dedos que seguían aferrándose a él.

Se calmó al instante. Vio que el hombre contraía la cara de dolor y se encogía para tomar impulso y saltar. Ya no pensaba que era Brown, ni siquiera que era un hombre. Lo único que sabía era que algo vivo iba a asirse a él, que los dos cuerpos se enlazarían estrechamente y rodarían por el suelo, que los dedos de ambos intentarían aferrar la garganta del otro, hundirse en un ojo o retorcerle un miembro.

Entonces, rápido, preciso, inhumano, le golpeó. No apuntó. El gancho se hundió en algo blando, y arrancó un estertor.

Aquello vivía todavía. Sus ojos seguían brillando. Una mano avanzaba hacia Maloin.

—Toma —jadeó.

Volvió a golpearle con el gancho. Cada golpe resonaba distinto en la carne, como el día que mató una rata a taconazos. ¡Diez veces tuvo que darle! ¡La rata se obstinaba en vivir!

Por momentos le llegaba un jadeo caliente y entrecortado, una mano le rozaba la pierna, intentando que perdiera el equilibrio.

—¡Toma! ¡Y toma!

Aquello se movía menos, se arrastraba por el suelo. Sus dedos se abrían lentamente. Aun así, todavía hubo una convulsión y Maloin se mantuvo alerta para golpear de nuevo.

La cara estaba pegada contra el suelo. El traje gris se veía roto y sucio. Había sangre adherida al cabello. La inmovilidad de aquel cuerpo tenía algo de alucinante, y Maloin, incapaz de aguantar más, se arrojó de rodillas, sollozó, gritó, despavorido, temblando y estremeciéndose de frío.

—¡Perdón!… ¡Oiga!… ¡Perdón! No lo he hecho adrede… Usted sabe que yo no quería. No se atrevía a tocar al muerto, aplastado contra el suelo.

—¡Señor Brown! ¡Señor Brown! Diga algo… Iré a buscar a un médico. Él le atenderá. Le devolveré la maleta… Le ayudaré a huir…

Se volvió hacia la puerta abierta y vio la barca azul y la marrón, suspendidas en un retazo de mar liso como el cielo.

—¡Señor Brown! Se lo pido por favor… Reconozca por lo menos que ha empezado usted, yo le traía comida y bebida…

Se incorporó, cogió el termo que estaba sobre la barca y, superando de repente el terror, le dio la vuelta al cuerpo, que quedó extendido boca arriba.

Los ojos estaban abiertos. Tenía una herida en la sien, o, mejor dicho, un agujero, un auténtico agujero, como el que pueda hacerse en cualquier materia.

¡Señor Brown!

Destapó el termo, colocó el gollete en la boca del inglés y lo inclinó para verter el líquido. El aguardiente corrió gorgoteando, resbaló sobre los dientes apretados, sobre la barbilla y contorneó la nuez.

—Está usted muerto… —balbuceó Maloin, como si despertase de un sueño.

Entonces se levantó, se sacudió las rodillas cubiertas de polvo y se pasó la mano por el pelo para echárselo hacia atrás. Necesitaba recobrar el aliento. El pecho le subía y bajaba agitadamente. Le dolía un poco la garganta, tal vez por haber gritado.

No recordaba haber llorado y se preguntó por qué le escocían los párpados.

Se agachó para recoger el termo y se lo metió en el bolsillo. No se le ocurrió beberse el resto de aguardiente.

La suya era una calma espantosa, una calma que no había sentido nunca y que se asemejaba al vacío. Se comportaba como un hombre normal, pero sabía muy bien que ya no era un hombre como los demás. Había traspasado una frontera desconocida, aunque no supiera decir en qué momento había ocurrido.

Poco a poco su rostro recobraba la serenidad, y Maloin era consciente de ello, pues notaba que sus rasgos perdían rigidez, que sus músculos se relajaban y que su piel recobraba la elasticidad.

¡Estaba poniendo orden! No habría podido decírselo a nadie, porque se habrían reído de él. ¡Y, sin embargo, así era! Puso orden, primero en su ropa y luego a su alrededor. Se habían caído objetos, un montón de cestas entre otras cosas, en lo que no había reparado durante la lucha.

Quedaban los ojos de Brown: no podía dejarlos abiertos. Maloin los cerró y no sintió aprensión al tocar los párpados. Únicamente dijo:

—¡Ya está!

Se metió el salchichón y las latas de sardinas en el bolsillo y se volvió por última vez para cerciorarse de que todo estaba en orden.

Se disponía a salir cuando una voz gritó:

—¡Hola, Louis!

Cruzó el umbral y permaneció apoyado en el marco de la puerta.

—¡Hola, Mathilde!

—¿Sales con la barca?

—¡No sé, puede ser!

Su voz era la de costumbre. Entornó los ojos, deslumbrado por el sol. A unos veinte metros de él pasaba Mathilde, una vieja que pescaba cangrejos para venderlos en la ciudad. Llevaba un gancho en la mano, igual que el del cobertizo, y caminaba encorvada, porque portaba la cesta en la espalda.

—¿Helará?

—¡Ya lo creo!

Permaneció allí después de que ella pasara, con el muerto detrás y el mar delante. El aire era tan frío que producía como pequeños pinchazos en la piel. Soplaba viento del este, y el mar, el cielo y el acantilado tenían una tonalidad clara e irisada, como el interior de una concha. De lejos se veía a los pescadores del velero azul, que alzaban la red y arrojaban las vieiras en un cesto.

Maloin encendió la pipa y contempló durante un instante el humo, que subía vertical. No tenía ya nada que hacer. En lo sucesivo ya no tendría nada que hacer y, con la pipa entre los dientes, el hombro dolorido, se concedió un par de minutos más.

—Lo que me cueste acabarme la pipa —se prometió.

Presentía que sucederían montones de cosas, pero dispondría de tiempo para pensar en ellas. No había la menor prisa. Aquello solo le atañía a él.

Una noche, en su jaula acristalada, cuando todavía era un hombre como los demás, torpe y lento, al pensar en diferentes cosas había evocado el cobertizo, e incluso el acto de matar a Brown. Sin embargo, en aquella ocasión puso fin a la historia in mente con la imagen del cuerpo que él arrastraba hasta el mar, en la oscuridad.

Se encogió de hombros. ¿Acaso lo que se imagina uno guarda relación con la realidad, la auténtica, la que la gente ni siquiera sospecha?

Cuando se planteó la posibilidad de matar a Brown, no quería matarlo y estaba seguro de que no lo haría, de que jamás sería capaz de hacerlo.

Y, sin embargo, ¡había matado a Brown!

¿Habría podido explicar, tan solo, por qué no se marchó después de dejar la comida sobre la barca? ¿Qué genio maligno le había impulsado a hablar demasiado, a lloriquear, a amenazar, a prometer, a contar hasta tres, como un niño que quiere hacer rabiar a su hermana?

Nadie podía contestar a esa pregunta, ni siquiera él. Pero Maloin sabía que en eso radicaba el misterio.

Se le había apagado la pipa y aún quedaba un poco de tabaco. El aire fresco le limpiaba la piel. Se quitó con saliva una manchita de sangre que tenía en el dedo índice derecho.

—¡Vamos allá!

La tía Mathilde gravitaba como una araña, a cuatro patas, por las rocas cubiertas de algas.

Maloin cerró la puerta con llave, aplastó los guijarros con las suelas y echó a andar cañada arriba. Las tres casas humeaban, bañadas en una luz rosada, con su sillar blanco bajo cada ventana. Un bou salía de la dársena, sin remolcador y sin hacer ruido, como llevado por las aguas.

«Siempre parece que van más rápidos por el puerto que en alta mar», pensó.

Restregó los zapatos en el limpiabarros antes de abrir la puerta y detenerse ante el perchero del pasillo.

—¿Eres tú? —preguntó su mujer, desde arriba.

—Sí.

—Llegas tarde. He estado a punto de mandar a Henriette a…

Henriette se encontraba en la cocina vestida de trapillo, con unas zapatillas rojas de las que sobresalían sus tobillos desnudos.

—Ponme el desayuno.

No era frecuente que Maloin hablara con aquella dulzura. Colocó el salchichón y las sardinas sobre la mesa; se dio cuenta de que se había olvidado el trozó de paté encima de la barca.

—¿Por qué has comprado esto?

—Me apetecía comer salchichón. ¿Ha hecho tu madre las habitaciones?

Se comió siete rodajas de salchichón con el café; luego pidió vino y siguió comiendo. Tenía hambre; le parecía que cada bocado colmaba un vacío en su pecho.

—¿Qué dijo tu tío Victor ayer, cuando me fui?

—Siempre está igual.

—Apuesto a que comentó algo del cuello de piel de zorro…

—Dice que, en nuestra situación, no se le compra uno a una chica joven, que su mujer tuvo que esperar a casarse para llevarlo…

—Será desgraciado —replicó Maloin.

Era mejor que su mujer estuviera ocupada arriba y le dejara a solas con su hija.

—Anda, enséñame la piel. Y todo lo que te compré ayer…

Sin dejar de comer, pasó la mano por el cuello de piel de zorro y el pelo le pareció menos espeso que la víspera, lo que le ensombreció el ánimo durante un momento.

—¿Cuánto dura una piel como esta?

—Puede que unos tres o cuatro años si una se la pone solo los domingos. ¿Qué te pasa?

—Nada.

No le pasaba nada, pero su rostro se había contraído en una mueca involuntaria.

—¿Quieres las zapatillas?

—No. Tengo que salir. ¿Ernest está en la escuela?

—Hace tiempo. Ya son las nueve.

Maloin sacudió el termo azul y echó el resto de aguardiente en un vaso.

—¡Ya está! —dijo restregándose los labios.

—¿Ya está qué?

—¡Ya está todo! ¡Ya está nada! ¡Ya está, vaya! Tú no puedes entenderlo.

—¿Qué te ocurre esta mañana?

—¿Por qué lo dices? ¿Parece que me ocurra algo?

—No lo sé. Estás raro. Me das un poco de miedo.

—¿Y de qué tienes miedo?

Estaba de pie, de espaldas a la estufa y con las manos cruzadas detrás del cuerpo, en su postura habitual. La piel de zorro yacía sobre la mesa como un animal, junto a los platos sucios y el impermeable azul, que olía a plástico.

—Ah, sí, el tío Victor dijo también que estos impermeables no son sanos, porque no dejan transpirar.

El calor le amodorraba. Sentía que le invadía la pereza, y reaccionó antes de que fuera demasiado tarde.

—Dame la gorra. No, la nueva no. La vieja aún está bien.

Se detuvo al pie de la escalera, oyó a su mujer, que estaba barriendo, tocó la barandilla y cambió de opinión.

—¡Adiós, Jeanne! —gritó.

—¿No te acuestas?

—Ahora no.

—Si ves al de la charcutería, dile que…

—No hace falta. Ya he traído salchichón.

Se volvió hacia su hija y la besó tan fugazmente como de costumbre, mitad en la mejilla, mitad en el pelo.

—Hasta luego —dijo ella.

Maloin abrió la puerta sin contestar, la cerró tras de sí y cruzó el umbral de piedra azul.