8

Un tabique acristalado separaba el comedor del vestíbulo. La señora Dupré podía dirigir al servicio desde donde estaba, pues una ventanilla la comunicaba con el comedor y otra con el office.

Había poca gente aquella noche. A la hora de cenar llegó una pareja que había preguntado el precio de las comidas. Eran unos recién casados de condición modesta que iban a pasar la luna de miel a Londres. Los habían acomodado en el rincón izquierdo, donde comían intimidados por la cubertería de plata y por el frac de Germain.

Amén de un representante que iba a quedarse en Dieppe unos diez días, solo estaba ocupada la mesa de los ingleses. El viejo Mitchel y su hija se sentaban a un lado, y al otro el inspector Molisson.

Todo el mundo cenaba en silencio, y la señora Dupré sabía que nadie hablaría hasta el final. Así ocurría cada vez que no estaban ocupadas por lo menos cinco mesas. Lo incómodo de la situación era tan evidente que, cuando se presentaba alguien con intención de cenar, se detenía en el umbral y al punto se batía en retirada. Ese mismo vacío contribuía a que el servicio trabajara más deprisa, y, a ratos, Germain acechaba los platos como si de una presa se tratara.

Acababan de servir los quesos cuando se oyó cerrarse la puerta de la calle. Luego se oyeron unos pasos vacilantes y apareció una mujer joven que miraba con timidez a su alrededor.

—¿Quiere una habitación? —preguntó la hotelera desde bastante lejos.

La recién llegada contestó en inglés y la señora Dupré apretó el timbre para llamar a Germain, que hablaba un poco esa lengua.

Desde el comedor, Molisson vio a la joven y se levantó de la silla para averiguar el motivo de su azoramiento.

—La mujer de Brown —murmuró el inspector, dirigiéndose hacia el vestíbulo—. Me pregunto qué ha venido a hacer aquí.

—¡Yo lo sé!

Eva Mitchel se levantó a su vez, dejó la servilleta sobre la mesa y, con una sonrisa en la que se traslucía un ligero desafío al policía, añadió:

—Le telegrafié yo para que viniera.

La joven no perdió un minuto, ni dudó un instante, como si lo tuviera todo previsto. Nada más salir al vestíbulo, dijo en inglés:

—Mistress Brown, supongo. ¿Quiere usted pasar conmigo al salón? Yo soy Miss Mitchel. Mistress Brown tendría unos veintiocho años. Se notaba que había sido guapa, de una belleza frágil, que aunque no había desaparecido del todo se había marchitado. Cuando se casó con Brown era corista en una compañía de tercer orden, pero eso no impedía que fuera tan apocada y dócil como en aquel momento. Esbozaba la misma sonrisa con la que parecía disculparse por existir.

Eva Mitchel se sentó en el brazo de un sillón, con las piernas cruzadas, y encendió un cigarrillo.

—¿Sabe algo de su marido?

—No. Estará en Rotterdam. Cuando recibí su telegrama, pensé que había tenido un accidente.

—¿A qué cree que se dedica su marido?

—Es representante de una empresa francesa de maquillajes de teatro y de postizos.

—Si le ha dicho eso, le ha mentido. Su marido es un ladrón y el señor que está sentado allí con mi padre es un inspector de Scotland Yard encargado de detenerlo.

Hablaba con tal sencillez que Mistress Brown permanecía inmóvil, con los ojos abiertos como platos y sin que se le ocurriera protestar.

—Mi padre, a quien ve usted allí, es Harold Mitchel, el director del Palladium.

La menuda Mistress Brown hizo un amago de inclinarse, más deslumbrada por aquel nombre que por la acusación formulada por la muchacha.

—Su marido le ha robado más de cinco mil libras.

Molisson las observaba a través del espesor de los cristales. Miss Mitchel estaba sentada en el brazo del sillón, mientras que Mistress Brown permanecía de pie, las manos juntas sobre el cierre del bolso, dispuesta ya a hacer lo que le ordenase su interlocutora.

—Si desea usted tener pruebas de lo que le digo, puedo llamar al inspector. La otra protestó con la cabeza, por cortesía.

Era la hora en que Maloin entraba en su jaula acristalada y espetaba su habitual:

—¡Hola!

—¡Hola! ¿Qué te pasa? —preguntó su compañero.

—¿A mí? ¿Qué me va a pasar?

Depositó el termo sobre la estufa y el pan sobre la mesa. Luego sacó un periódico del bolsillo.

—¿Sigue todo tan lleno de gendarmes?

—Ahora andan patrullando. De vez en cuando se ve bailar un redondel blanco por el puerto; es una linterna.

Eva Mitchel no perdía el tiempo: no permitió que su interlocutora recobrara el aliento.

—Ese dinero era cuanto nos quedaba a mi padre y a mí. Si Brown nos lo devuelve, le dejaremos una parte y no lo denunciaremos. Si no acepta, lo condenarán por asesinato y le colgarán.

—¿Por asesinato?

—Aquí, en Dieppe, hace tres días, mató a su cómplice Teddy. Conocía usted a Teddy, ¿no?

—Trabajaba para la misma empresa que mi marido.

—O sea, que daban los golpes juntos. Brown robó el dinero en el despacho de mi padre y luego se reunió con Teddy en Dieppe. Seguramente se pelearon en el momento del reparto y su marido mató a Teddy. Si no me cree, llame al inspector. Ahora Brown se oculta en algún lugar de la ciudad. Usted debe encontrarlo para darle el recado. ¿Tiene dinero?

—Salí de Newhaven con dos libras.

—Aquí van otras dos. Puede usted comer y alojarse en este hotel. No es caro.

—¿Qué quiere usted que haga?

Todavía no había llorado, pero se notaba que iba a hacerlo, que poco a poco se hacía cargo de la situación.

—Eso es cosa suya. ¡Búsquelo! Ponga un anuncio en el periódico. Tal vez el inspector le dé algún consejo.

Cuando Eva Mitchel regresó a la mesa y se sirvió el postre, Molisson se quedó mirándola estupefacto.

—¿Qué le ha dicho usted?

—La verdad. Seguro que ella encuentra más fácilmente a su marido que nosotros; y, si no, él se enterará de su llegada y acudirá por voluntad propia.

—Pero ¿y si ella lo encuentra? —balbució Molisson, estupefacto.

—¿Cómo dice?

—Ese hombre ha cometido un crimen…

—¡En Francia! Eso a usted no le atañe. Es asunto de la policía francesa.

Mister Mitchel observaba a su hija con no menos extrañeza, y su rostro dejaba traslucir una mezcla de apuro y admiración.

—¿Por qué no nos has dicho nada?

—Porque me habríais impedido que le mandara el telegrama.

La muchacha daba la espalda al tabique acristalado del salón y solo el inspector seguía viendo a Mistress Brown, quien, desplomada en un sillón, tenía el rostro entre las manos. Molisson acabó dejando la servilleta en la mesa y, cuando entró en el salón, la joven preguntó en un suspiro sin mostrar la cara:

—¿Es cierto?

—Es cierto —contestó Molisson, sentándose a su lado—. Brown anda metido en un buen lío. Hasta hace poco, no se exponía a ir a la cárcel, pero ahora…

—¿Es cierto también que si devuelve el dinero…?

—Sí, Mitchel retirará la denuncia, Scotland Yard se olvidará de él. Allá Brown con la policía francesa. ¿Qué ha hecho usted con los chicos?

—Son un niño y una niña —rectificó ella maquinalmente—. Los he dejado con una vecina. Pero dígame qué puedo hacer.

El inspector observó a los Mitchel, que seguían cenando; después contempló la alfombra descolorida y encendió la pipa.

—Lo más sensato tal vez sea que se dé una vuelta por la ciudad, sobre todo por los lugares desiertos. Dieppe no es grande. Es probable que Brown la vea.

La joven estaba asustada, se notaba en sus ojos, temía las calles desiertas e incluso el posible encuentro con su marido. Molisson no sabía qué decirle.

—Antes que nada, le aconsejo que cene y que se acueste. Mañana ya tomará una decisión.

Y de nuevo Mistress Brown se quedó sola en el saloncito. La hotelera se acercó a preguntarle en francés si quería cenar. Como la joven no la entendía, la señora Dupré se lo explicó por señas y Mistress Brown movió la cabeza.

—¡Seguro que lo encuentra! —afirmó Eva Mitchel—. Ya sé que es duro para ella, pero no menos penoso es para mi padre quedarse sin dinero a su edad, después de haber enriquecido a tantos artistas.

Los recién casados se levantaron, entraron en el salón y, al ver a una mujer con los ojos enrojecidos, se retiraron por discreción. El marido preguntó a la hotelera:

—¿Hay algún cine cerca?

Se fueron al cine. Camélia seguía en su puesto en el Moulin Rouge, con la mirada perdida y un rictus amargo. El dueño acababa de leer los periódicos.

—¿Lo conocías?

—Al bajo, sí. Se llamaba Teddy. Venía a Francia casi todos los meses. Rara vez no se acordaba de mí. Yo sabía que tenía un trabajo peligroso y poco legal. A cualquier otro se le habría escapado alguna palabra, pero a él no. Era un auténtico gentleman, como dicen ellos. ¡Cortés y bien educado! Siempre me cedía el paso al entrar en la habitación y nunca se habría ido antes que yo. —Camélia se interrumpió—. ¡Ese vals no! —gritó hacia el fonógrafo. Y le explicó al dueño—: Es el vals que sonaba la última vez que vino, con el otro, el alto y flaco. Le pedí que me sacara a bailar y me contestó que estaba pendiente de un negocio, pero que volvería un poco más tarde. No me gustaba la cara del otro. Le dije en voz baja a Teddy: “No te fíes de tu amigo”.

»Siempre tengo presentimientos. Como cuando murió mi hermano… Teddy me guiñó el ojo. Se tomaron tres o cuatro whiskies, el barman se acordará. Luego se marcharon y yo me quedé bailando con Dédé.

»Bueno, pues me notaba rara. Habría apostado cualquier cosa a que Teddy no volvería. Al día siguiente me encontré al otro dos o tres veces. Incluso hablé con él. Pero yo todavía no sabía nada, si no, creo que habría avisado a la poli…

También el camarero y un taxista que iba a tomarse una copa cada noche estaban atentos a lo que contaba Camélia.

—Sabe Dios dónde andará escondido —dijo el dueño mientras servía a la mujer.

Mistress Brown salió del hotel sin decirle nada a nadie. El inspector la siguió, pues temía que hiciera una tontería. La joven no conocía Dieppe y anduvo a lo largo del malecón en la oscuridad. No había un alma. Parecía perdida en aquella inmensidad húmeda. Volvió sobre sus pasos, topó con una calle iluminada, dudó y llegó sin saberlo al centro de la ciudad.

Caminaba a trompicones, como quien está muy cansado. Tan pronto corría como parecía a punto de detenerse, desfallecida. Unos transeúntes se volvieron a mirarla. Molisson, que la veía de espaldas, supuso que lloraba mientras caminaba, y se preguntó si Eva había actuado para defender los intereses del viejo Mitchel o los suyos propios.

Estaba descontento. En aquella historia, él mismo habría preferido desempeñar un papel penoso antes que ver a aquella chiquilla rubia trazando un plan y ejecutándolo hasta el final sin una vacilación.

Además, ¿qué podía hacer la pobre Mistress Brown? Seguramente estaría pensando que la vida de su marido dependía solo de ella, que tenía que dar con él como fuera y obligarle a devolver las cinco mil libras.

Había dejado de llover. El pavimento aún estaba mojado y los charcos relucían a la luz de las farolas de gas. Mistress Brown se encontró de repente ante la dársena y durante un buen rato estuvo allí parada. Tenía los tacones gastados por un solo lado. Algunos cabellos rojizos se le rizaban en la nuca. Cuando se decidió a volver atrás, se topó con el inspector, al que reconoció de inmediato y exclamó:

—¡Dígame qué quiere que haga!

Lloraba sin llorar: su rostro se había contraído en una mueca pero se le habían agotado las lágrimas.

—La acompañaré al hotel y se acostará. Miss Mitchel ha hecho mal telegrafiándole.

—¡Pero si está en juego la vida de Brown!

Se dejaba llevar a regañadientes y de vez en cuando se detenía a la entrada de una callejuela oscura, con ganas de gritar el nombre de su marido.

—¡Venga usted!

—¿Y si estuviera escondido ahí? —Luego se volvió locuaz de pronto—. Conozco a Teddy Baster. Brown me dijo que era su jefe y me recomendó que fuese amable con él.

—Era algo parecido a su jefe —suspiró Molisson, a quien había agotado más aquel paseo por la ciudad que todo un día de investigación—. ¡Vamos!

—¿Lleva abrigo, al menos?

—No. Se dejó el impermeable en el hotel. Hacía frío. Si el viento giraba hacia el este, helaría por la mañana.

—¿Cómo encontrará comida?

—No lo sé, Mistress Brown. No me haga más preguntas. Puede que mañana tengamos noticias nuevas.

Al cruzar el vestíbulo del hotel, vieron en el salón a Eva Mitchel y a su padre jugando a las damas. Por un momento, Molisson pensó que tendría que meter a Mistress Brown en la cama, hasta tal punto la veía falta de energías.

—¿Me promete usted que no hará nada hasta mañana?

—De verdad, no se preocupe.

Diez minutos más tarde, el inspector se encerraba en la cabina y telefoneaba al comisario.

—¡Oiga! ¿Es usted? ¿Alguna novedad?

—Nada. Mis hombres seguirán patrullando toda la noche. Estamos casi seguros de que no ha salido de la ciudad. Por cierto, me han comunicado que ha desembarcado una inglesa con un pasaporte a nombre de Mistress Brown. ¿No será…?

—Sí. Es su mujer. Yo me encargo de ella.

Maloin, recluido en su cabina acristalada, apartó a un lado el periódico que acababa de leer. Se trataba de un periódico local, pues en los grandes diarios de París no se mencionaba el caso. Se contaba toda la historia con pelos y señales. El reportero había conseguido sacarle información a Molisson, pues revelaba el pasado de Brown y refería todos los pormenores sobre el robo del Palladium. Incluso aparecía una fotografía del viejo Mitchel y de su hija saliendo del Hotel de Newhaven.

Aunque no era consciente de ello, hacía dos días que Maloin no miraba el armario, dos días también que le dolía la cabeza de tanto cavilar. Era tanto más obsesionante cuanto que le venían una y otra vez los mismos pensamientos.

¿No fue una imprudencia por su parte realizar compras tan costosas aquella tarde? Se dio perfecta cuenta de que su cuñado torcía el gesto y de que hablaba con segundas cuando observó:

«¡Cualquiera diría que te ha tocado el gordo!».

Ni siquiera quería volverse hacia el acantilado, cuya masa negra parecía más densa en la oscuridad. Nunca se le habría ocurrido que tanta gente pudiera molestarse por aquella maleta. Y quizá quien más lo había impresionado no era el inspector de Scotland Yard, sino el viejo Mitchel, con sus aires de empresario. Si aquel hombre le hubiera preguntado algo a Maloin, por ejemplo por las señas de un hotel o de una tienda, le habría dado una propina. ¡Y el guardagujas la habría aceptado!

¿Era posible que no le quedara una perra? La idea le halagaba y le incomodaba al mismo tiempo. Además, Maloin se había aprendido de memoria una frase del final del artículo: «Brown tiene mujer y dos hijos que viven en Newhaven y que, al parecer, no están al tanto de nada».

Había visto a Brown, su impermeable, su traje raído, sus zapatos con las medias suelas recién cambiadas. Podía imaginarse la casa construida sobre el acantilado de Newhaven, como la suya propia en el de Dieppe: una casa del mismo tipo, apenas un poco más confortable. ¡O quizás era aún más modesta que la de Maloin!

Le pedían paso por la vía 3. Dio vía libre y se tomó una taza de café ardiendo. Divisó en el muelle al inspector Molisson, que hablaba con la inglesa a la que había visto en la calle aquella tarde.

Maloin sentía que se asfixiaba, que irremisiblemente tenía que hacer algo. Por un momento, estuvo a punto de abrir el armario y arrojar la maleta a la dársena.

¿De qué serviría? No cambiaría nada. ¡Si al menos supiera que la encontraría en el mismo sitio, pasadas una o dos semanas, cuando todo hubiera acabado! Pero la corriente de la marea la arrastraría, o se hundiría en el limo, o se quedaría enganchada al anda de un barco.

Cuando el barco de Newhaven entró en el puerto, Maloin ni se fijó en las maniobras que realizaba. No vio más que luces y sombras en movimiento. Aparte del timbre que le avisaba de que tenía que cambiar las agujas, solo oía un rumor impreciso.

Y no se atrevía a mirar hacia su casa, donde habían apagado las luces desde hacía tiempo. Había suficientes herramientas en el cobertizo para hacer saltar la cerradura. Si Brown sabía que la maleta obraba en poder de Maloin, pensaría que la tenía escondida en casa.

El comisario observaba a cada viajero, a la entrada de la estación marítima, y Maloin estuvo a punto de acercarse a hablar con él. Tal vez no le cayera una condena muy severa. No tenía antecedentes judiciales. Todo el mundo intervendría en su favor. ¡Pero le quitarían la maleta! ¡Y lo echarían del trabajo!

Se vería obligado a vivir de las chapuzas, como Baptiste, a vender pescado por las calles o algo por el estilo. Henriette volvería a servir y se lo echaría en cara. Desde luego, su mujer no se abstendría de repetirle: «¡Eso te pasa por dártelas de listo!».

¡Su cuñado estaría en la gloria! ¡Ni Ernest mismo le obedecería!

Si pudiera bajar a la calle y quedarse unos minutos en el Moulin Rouge, se emborracharía. Incluso quizá se iría con Camélia, para demostrarse que seguía siendo un hombre fuerte y vital.

No veía más que a dos gendarmes, pero, cuando se fue el rápido de París, divisó una luz intermitente, la de una linterna, y comprendió que estaban haciendo batidas. La patrulla pasó al pie del puesto de guardagujas, y el foco luminoso se paseó por la escalera de hierro.

Dos horas más tarde, brincaba la luz al otro lado del agua, en lo alto del acantilado, a cien metros de su casa y por un terreno que él conocía palmo a palmo.

«¡Un hombre hambriento!», masculló. Y añadió: «¡Hay que acabar con esto de una vez!».

No podía pasar otra noche como las tres últimas. No sabía qué, pero algo tenía que hacer. De no ser por su estúpido trabajo, habría salido de inmediato hacia el cobertizo, pero era imposible dejar el puesto de guardagujas sin vigilancia.

Le alivió haber tomado una decisión, miró el reloj y se pasó las tres últimas horas esperando, con expresión cerril. El mercado de pescado abrió en plena oscuridad. Despuntó el día, claro y frío. Su compañero llegó con las narices húmedas y trayendo consigo una corriente de aire helado.

—¡Hola!

—¡Hola!

Enfiló una calle comercial en la que acababa de abrir una charcutería y, de forma impulsiva, compró salchichón, dos latas de sardinas y una porción de paté, mientras se contemplaba con inquina en el espejo que adornaba la pared.

Vio una tabernucha en el mercado y alargó el termo de esmalte azul para que se lo llenaran de aguardiente.

Se sentía flojo. Actuaba de mala gana, como quien realiza un trabajo incómodo, como quien va al entierro de un vecino con el que no se hablaba. Ni siquiera creía en lo que estaba haciendo. Le parecía que el mundo a su alrededor había perdido consistencia. Si alguien le hubiera sacudido de repente y se hubiera despertado en la cama, no habría sentido el menor sobresalto.

En vez de subir la cuesta, siguió caminando al pie del acantilado; no vio ningún uniforme en lo alto. Tenía que andar sobre gruesos guijarros y rocas desmoronadas. Como se había guardado las vituallas en los bolsillos, pensó que el paté llegaría hecho papilla.

Cuando ya estaba cerca del cobertizo, se sentó en una piedra, súbitamente compadecido de su propio futuro, del de su mujer, del de su hija e incluso del de Ernest. Su casa se alzaba detrás, muy cerca pero invisible, plantada sobre la roca como un juego de construcciones, y era casi seguro que salía humo de la chimenea. Ernest estaría desayunando antes de irse a la escuela. Su mujer habría dejado dormir a Henriette, que raras veces podía permitirse no madrugar.

Por las mañanas, la casa poseía un olor íntimo, una mezcla del olor de las habitaciones, del aroma del café y de efluvios del campo. Cuando regresaba, lo primero que hacía era extender las manos sobre la estufa; luego se desabrochaba los pesados zapatos y se ponía las zapatillas, que estaban calentándose sobre la tapa del horno.

El resto del día le pertenecía. Primero dormía, sumido en un sueño ligero que no le impedía oír los ruidos de la casa y de la calle. Después podía hacer lo que le diera la gana, reparar aparejos, pintar la barca, manipular la radio o desmontar un despertador.

Sacó el salchichón del bolsillo y lo miró con curiosidad, como si se hubiera olvidado de que lo había comprado él. El mar estaba en calma, apenas orlado de blanco, pero hacia el interior se atropellaban cabrillas, empujadas por los vientos que venían de tierra. Maloin reconoció las barcas que arrastraban lentamente las redes de vieiras.

«¡Hombre! Este año todavía no hemos comido», pensó.

Se había concedido un respiro suficiente: no podía pasarse todo el día sentado en la piedra.

Pero actuaba cada vez con menos convicción. No acababa de calibrar la importancia ni la necesidad de lo que se disponía a hacer. A punto estuvo de regresar a su casa, de hacer como si nada hubiera pasado y que la vida siguiera. ¿Realmente ya era demasiado tarde?

Al acordarse de su cuñado, a quien siempre había detestado, se decidió. Volvió a meterse el salchichón en el bolsillo y se levantó lentamente, como si le doliera todo el cuerpo.