7

—¡Hola! —saludó Maloin, y se detuvo al borde del acantilado con las manos en los bolsillos. Podía mostrarse campechano, pues un ferroviario ostenta el mismo rango que un gendarme, y este así lo entendió, ya que después de echarle una ojeada a la gorra, repitió como si se dirigiera a un compañero:

—¡Hola!

—¿Ha ocurrido algo malo?

Maloin fingía mirar hacia el mar, pero miraba de soslayo hacia su cobertizo, que se alzaba más abajo, con el tejado mitad de chapa ondulada, mitad de cartón embreado.

—Estamos buscando a un inglés —contestó con un suspiro el gendarme, y se volvió hacia la ciudad, donde, si uno tenía buena vista, podía verse la hora en el reloj de la estación marítima.

—¡Ah!, es un inglés.

El gendarme solo pensaba en el relevo, y eso desanimó a Maloin. Le habría gustado hablar largo y tendido, saborear aquella conversación, pensando que el hombre encerrado cerca de ellos oiría el murmullo de las voces. El mar seguía subiendo. A eso de las cinco alcanzaría el acantilado y, si estaba un poco agitado, batiría contra la puerta del cobertizo.

—¿Vive usted por aquí? —preguntó el gendarme por cortesía.

Maloin señaló las tres casas que se erguían en lo alto y su interlocutor suspiró y dijo con convicción:

—¡Vaya lata!

—Oiga, pues como vaya armado el inglés…

—Parece ser que no.

Maloin no quería marcharse, pero resultaba un tanto raro quedarse plantado bajo la lluvia, mirando al mar. Sin embargo, precisamente lo que le calmaba era aquella lluvia, y también la presencia del gendarme, la tristeza de los tejados mojados de la ciudad y de las cabrillas en el mar de tonos verdes. Necesitaba un universo lúgubre. Oía el ruido de las gotas de agua al caer sobre la chapa ondulada del cobertizo y sabía que se filtraban chorrillos en el interior.

—¿Y es seguro que no ha salido de la ciudad? —preguntó con la misma indiferencia que si hubiera pedido fuego.

Yo solo sé lo que me han dicho. El inspector de Scotland Yard asegura que nuestro hombre no tiene un céntimo en el bolsillo y que no lleva ni pistola ni navaja.

Eso le hizo pensar a Maloin que su payaso no tenía nada que llevarse a la boca. Encontrarse allí y dejar trabajar lentamente al cerebro le daba una sensación de vértigo. ¿No pensaría el hombre, al oír voces, que estaba rodeado? ¿No temblaría de miedo y de frío? ¿Y cuando entró Henriette?

Maloin empujó con el pie un terrón de tierra hasta el borde del acantilado y lo hizo rodar para que cayera sobre el tejado de chapa ondulada.

—¿Es suyo ese cobertizo? —preguntó el gendarme—. ¿Tiene barca?

—No es más que una barquichuela. Pero un día de estos me compraré una motora…

—¿A qué edad se jubilan los ferroviarios?

—A los cincuenta y cinco.

¡El hombre seguía debajo de ellos, sin comer! Maloin empujó otro terrón de tierra, como un chiquillo que patea una piedra al volver de la escuela. Pero su mirada se había vuelto más huidiza, porque, mientras el gendarme le hablaba de la jubilación, le había venido un pensamiento a la mente: «¡Si no le abro la puerta, se morirá en pocos días!».

Y pensar en eso le llevaba a crear imágenes, por ejemplo la de Maloin, de noche y con marea alta, arrastrando un cuerpo tieso y flaco hasta el mar.

—¡Bueno, me voy a comer! —dijo.

Se encaminó hacia su casa con las manos en los bolsillos. Era angustioso dejar volar la imaginación. Probablemente por la noche los gendarmes efectuarían rondas con linternas, y como el hombre tuviera la desgracia de moverse…

Los encontró a todos sentados a la mesa, incluido Ernest, que había regresado de la escuela. Maloin comió sin decir una palabra, dejando que su mirada vagara sobre su familia.

—¿Quieres salir conmigo? —preguntó de repente a Henriette. Esta se volvió hacia su madre, que asintió.

—¡Claro! Id a dar un paseo los dos.

—¿Y yo qué? —gimió Ernest.

—Tú te quedas aquí.

Maloin fue a su habitación para peinarse y cepillarse el traje, y abrió la caja de galletas para coger un poco de dinero. En la caja había un billete de mil francos, que se metió furtivamente en el bolsillo.

—¿Estás lista, Henriette?

—¡Tardo cinco minutos!

Maloin pasó delante de la puerta de la habitación de su hija y estuvo tentado de abrirla. Se oía el chapotear del agua en la palangana. Dejó pasar un instante y luego dijo riéndose:

—¡Eso, ponte guapa!

El payaso debía de tener hambre y, como seguía lloviendo, seguro que se habían formado ya diez goteras en el cobertizo por las que entraba el agua helada.

—Sal un momento, Ernest.

—¿Por qué?

Maloin empujó al niño al pasillo y extendió las manos sobre la estufa, como hacía cuando acababa de lavarse.

—Volviendo a lo que ha contado Henriette esta mañana, lo he estado pensando —dijo a su mujer—. No hay que decírselo a nadie. ¿Me has entendido?

—¿Y si se larga con tu barca?

A Maloin no se le había ocurrido eso y suspiró, hastiado:

—¡Pues mala suerte!

Henriette se había empolvado la cara y pintado los labios. Se había puesto demasiado carmín, que resaltaba aún más con el vestido de seda verde. Cada vez que se ponía ese vestido, parecía más gordita de lo que aparentaba.

—¿Adónde vamos?

—Ya veremos.

Caminaron en silencio hasta la cuesta, y a Maloin le invadió, sin motivo, la misma sensación que experimentaba los días de fiesta o cuando iba a una boda, la sensación de una vida diferente a la rutinaria.

—¿No te echaría los tejos tu jefe?

—¡Qué va!

La espiaba con sus ojillos, a la vez satisfecho e inquieto.

—Le he recomendado a tu madre que no hable de lo del cobertizo. Por supuesto, tú tampoco digas nada.

Estaban aparejando un bou. Los tripulantes, que se hallaban todos en cubierta, se quedaron mirando sonrientes a Henriette. Tampoco ella caminaba como de costumbre; su andar era el de los domingos, más ligero, más sigiloso. Saltaba los charcos y le irradiaba del rostro una especie de alegría interior.

—¿Iremos al Café Suisse?

Maloin no contestó, pues estaba contemplando la cabina acristalada, al otro lado de la dársena, y se estremeció al pensar que era rico. ¡Resultaba inconcebible, inverosímil! Cuando estaba solo, no se atrevía a calibrar lo que representaba aquel dinero; en cambio, ahora, paseando con su hija, descubría nuevas perspectivas.

—¿Te gustaría no tener que volver a servir?

—Es imposible —contestó la muchacha, sin sospechar lo que subyacía en aquellas palabras.

—¿Y si fuese posible? ¿Y si yo te vistiese mejor que la hija de los Laîné?

—¡Esa, por mucho que se gaste, viste como un adefesio!

Maloin entreveía la figura gris de su compañero en la cabina. También el día era gris. Como las farolas todavía no estaban encendidas, el ambiente era muy tétrico, muy triste. Su compañero guardagujas debía de envidiarle al verlo paseando con su hija endomingada.

Había dos gendarmes montando guardia en el extremo del muelle, y otro delante de la estación marítima. Los transeúntes apretaban el paso. Declinaba el día y la gente se pegaba a las casas cuando pasaban los coches para evitar que les salpicasen.

Se encendieron las luces del Café Suisse. Sonaba el fonógrafo. Camélia ocupaba ya su rincón y, al ver a Maloin con su hija, fingió no conocerlo, pero repasó a Henriette de los pies a la cabeza.

—Tómate algo bueno, un licor. ¡Camarero! Un licor y un buen Calvados.

—¿Bénédictine?

Henriette dudó, hizo una mueca y movió la cabeza.

—Yo también un Calvados, con un terrón de azúcar. La propia Henriette le hizo regresar al asunto que le preocupaba:

—Me pregunto si tendrá algo para comer. ¿Se sabe si es joven?

¡Ni joven ni viejo! No tenía edad. El payaso era un ser triste y angustiado.

«¡Un tipo con mala suerte!», se dijo Maloin, a quien se le apareció la imagen de la barca alejándose lentamente, y del inglés removiendo el agua con el bichero en busca de la maleta.

—¿Era cara la pipa, padre?

—¿Por qué?

—Porque si no fuera muy cara, te compraría otra. Maloin temió que descubriese que la pipa valía doscientos cincuenta francos, y cambió de tema.

—¿No te ha pedido tu madre que compres lana azul?

—Sí. Quiere que le haga un jersey a Ernest.

¿Qué podía valer un abrigo de piel como el de Camélia? Maloin recordó que una vez, al besarla, había rozado el abrigo tibio y perfumado. No tenía ni idea. Se lo preguntó a Henriette, que miró el abrigo de arriba abajo.

—¡Apuesto a que es falso! Y la mujer es una fulana. La conozco. Venía a la carnicería por las mañanas, con una bata sucia y en chancletas.

—¿Cuánto vale, aunque sea falso?

—Puede que unos trescientos francos.

Maloin se tomó otro Calvados y pagó al camarero con un billete de quinientos francos.

—Ven.

—¿Adónde vamos?

—¡Ya lo verás!

Algunas veces, el alcohol no produce ningún efecto y solo da dolor de cabeza; otras, le inunda a uno el pecho de un tibio optimismo. Ese fue el caso. A Maloin le brillaban los ojos y, al salir del café, dirigió un gesto amistoso a Camélia.

Había caído la noche. Todos los escaparates estaban iluminados. Los paraguas chocaban entre sí. Maloin se fijó en una mujer que llevaba un impermeable azul y decidió al instante comprarle uno igual a su hija. Como quien no quiere la cosa, con una sonrisa en los labios, la empujó al vestíbulo de las Nouvelles Galeries, y luego, de sección en sección, hasta la de ropa impermeable, donde sin pensárselo dos veces le dijo a la vendedora:

—Enséñeme los impermeables azules.

—¿De tela o de seda?

Mientras su hija se los probaba, pensaba en el inspector de Scotland Yard y esbozaba una sonrisa desafiante. No solo desafiaba al inspector, sino al zoquete gendarme de la mañana, y al comisario bajito, que deambularía bajo la lluvia.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Ciento setenta y cinco francos. Tenemos también la boina que hace juego.

Compró la boina, que costaba veinte francos, y echó una ojeada a su alrededor por si había algo más que comprar.

—¿Se la lleva puesta, señorita?

No había ni que preguntarlo. Henriette dejó sus señas para que le mandaran el abrigo viejo. Una vez en la calle, Maloin y su hija sonreían excitados, y los transeúntes, al verlos, no podían saber que aquel era para ellos un día de fiesta.

—¿Cómo están tus zapatos?

—No me entra agua, pero no casan con el color azul.

Compraron unos zapatos. Era un placer acercarse a la caja y, dejando bien claro que no le asustaban los números, espetar:

—¿Cuánto?

¡La señora Maloin se habría pateado la ciudad durante quince días antes de elegir semejante par de zapatos! A esa hora, ya no estaría de guardia el mismo gendarme. Tal vez ya no había ninguno, pues no podían vigilar eternamente la costa solo por un fugitivo.

—¿Estás contenta?

—¡Claro!… Pero ¿qué dirá mi madre?

Maloin entrecerró los ojos y no contestó, pero un poco más lejos se paró delante de una tienda de guantes.

—¡Entra!

Henriette empezaba a mirar con un punto de inquietud a su padre, cuyo rostro resplandecía.

—¿Cómo los quiere? ¿Forrados de piel o de lana?

—¡Los mejores!

Lo más extraño era que en aquel momento Maloin habría llorado de alegría y de nerviosismo. Flotaba en un universo nuevo. En circunstancias normales, a esa hora estaría en casa haciendo apaños como casi todas las tardes, o jugando al dominó en el bar.

—Elige otro par para tu madre, que le gustarán.

—No sé su talla.

—Si no le vienen, se los cambiaremos, señorita —dijo obsequiosa la dependienta.

Todo el mundo era amable. Cuando compraron medias en la tienda de al lado, llamaron a Henriette señora, y Maloin volvió la cabeza para disimular una sonrisa.

¿Qué esperanza le quedaba al hombre agazapado en el cobertizo? Estaba sin un céntimo y la policía tenía su fotografía.

De pronto, Maloin dejó de prestar atención a las compras de su hija. Si el asesino había elegido el cobertizo, ¿no era porque quería colarse en casa de Maloin al amparo de la noche? Quizá conocía la casa. No podía sospechar que la maleta se había quedado en la cabina y sabía que Maloin se ausentaba todas las noches.

Con frecuencia se lee ese tipo de historias en los periódicos: un fugitivo de la justicia, un hombre acorralado, un tipo que no tiene ya nada que perder, se introduce en una casa aislada, en una granja, o en un chalet, mata a las mujeres a hachazos o con una barra de hierro, roba el dinero, vacía la fresquera, se bebe a morro el vino y luego rompe el gollete de las botellas.

—¿Cuánto? —preguntó sin convicción.

Henriette, que le había visto mudar de semblante, le preguntó en voz baja:

—¿Te parece demasiado caro?

—¡Qué va!

—¿Estás enfadado?

—¡Que no!

No quería a Ernest, porque todo el mundo aseguraba que se parecía a su tío, y también porque su madre se ponía siempre de parte de su hijo. Aun así le compró una cartera nueva y una caja de acuarelas. Henriette llevaba los paquetes. Aunque había amainado la lluvia, las gotas de agua crepitaban sobre el papel de seda.

¿Qué más podía comprar? Una vez cambiado el billete de mil francos, ya no había razón para detenerse. Sin embargo, no se le pasó por la cabeza comprar algo para él.

—¡Deberías comprarte otra gorra, padre!

¡Pues claro! ¡Una gorra de ferroviario! ¿Y por qué no un uniforme?

—¡Entremos un momento en el bar!

Se tomó un aperitivo en la barra para ver si recobraba el buen humor. ¡Ni siquiera podría quedarse aquella noche en su casa para vigilarla!

—¿Qué quieres tomar?

—Nada. No tengo sed.

—Es igual, sírvale una copita —le dijo Maloin al camarero. Si ella no bebía, parecía un reproche.

—¡Venga, que no te hará daño! ¿Dónde hay una tienda de pieles por aquí?

—Delante de Correos.

Se le veía más espeso, iba volviéndose más cerril, más obsesionado por ideas fijas. En la tienda de pieles se mostró desagradable.

—¿Cuánto vale un cuello de piel de zorro?

—¿Auténtico? A partir de quinientos francos.

—Enséñeme uno de ese precio. Su hija le tiró de la manga.

—No lo compres. Mamá se enfadará. Los de imitación están muy bien también.

—Déjame en paz.

A Henriette se le estaba pasando a su vez la embriaguez del momento, pero la recobró cuando se echó la piel de zorro en torno al cuello. Era un zorro rojizo, que no hacía juego con el impermeable.

—¿Se lo lleva puesto?

¡Pues claro que se lo llevaba puesto! Volvieron a sumergirse en las calles con sus paquetes.

—¿No es hora de volver? —preguntó Henriette inquieta.

La muchacha cambió de acera para pasar delante de la carnicería, pero la reja estaba cerrada y no había nadie en la tienda. En la esquina, una mujer preguntaba algo a un transeúnte. Maloin se fijó en ella porque hablaba inglés, y se quedó mirándola. La mujer llevaba un traje sastre negro demasiado ligero para la estación. Tenía las facciones irregulares, del sombrero se le escapaban unos cabellos rojizos y adornaba su delgado cuello con una cadena y un medallón.

—Compra el periódico —dijo Maloin a su hija.

Evitó mirar hacia la cabina acristalada. Se encaminaron hacia los muelles y, en los alrededores del Café Suisse, Henriette empujó a Camelia, que estaba en la penumbra hablando con el inspector inglés. Maloin apretó el paso. ¡No podían acusarle de nada! ¡Maloin no había hecho nada malo! Con el ceño fruncido, buscaba el modo de acabar con el asunto del cobertizo. Luego, bastaría dejar pasar unas semanas o unos meses, y pedir la jubilación.

Después se marcharía a algún lugar de Francia, siempre que fuese en Normandía, al sur del Sena, por ejemplo, por la zona de Caen. Compraría un barco de vela que tuviese motor, y pescaría por puro placer.

—De todas formas, no sé qué dirá mamá.

La inquietud de Henriette crecía a medida que se acercaban a casa. Maloin apenas tendría tiempo de cambiarse de ropa, de cenar y de irse a trabajar.

¿Intentaría el hombre salir de su refugio durante la noche? Detrás de la barca había herramientas. Si cortaba las planchas de madera…

¡Sería terrorífico no saber dónde estaba! ¡Más aún que saber que se hallaba en el cobertizo!

¿Acaso dudó cuando mató al otro inglés? ¡No! Lo mató y ya está. Quien no ha presenciado nunca un crimen no puede imaginarse que matar sea tan fácil. ¡Ni siquiera impresionaba!

Si no había comido desde la víspera, estaría deprimido, y ya de por sí era un personaje enfermizo.

Pero, agazapado en la oscuridad del cobertizo, tenía ventaja sobre Maloin…

¿No sería mejor hablarle a través de la pared, sin alzar la voz para que no los oyera nadie, y ofrecerle una parte del dinero?

—Hay alguien en casa —observó Henriette mientras se acercaban.

—¿Cómo lo sabes?

—Se ve luz en el pasillo.

Cuando no había visitas, apagaban la luz del vestíbulo.

—¿Llevas la llave?

Henriette abrió la puerta. Oyeron voces. Henriette opinaba que sería mejor dejar la ropa nueva y los paquetes en el pasillo, pero su padre la empujó hacia la cocina.

Estaba el cuñado con la mujer.

—No sabía que veníais —dijo Maloin sin mirarlos a la cara. Al mismo tiempo, su mujer exclamó:

—Pero ¿qué es esto? Tu padre te…

La señora Maloin palpó el impermeable, el sombrero, los guantes, y miró a su marido ya con un asomo de angustia.

—¿Y para mí, nada? —gimió Ernest, deshaciendo un paquete que contenía unas medias. A la cuñada, el impermeable le pareció demasiado llamativo. El cuñado proclamó:

—Estaba comentándole a tu mujer que has hecho mal diciéndole a Henriette que dejara un trabajo seguro en una tienda de gente adinerada.

Había demasiadas personas en la cocina y los paquetes desenvueltos contribuían al desorden general. Todo el mundo hablaba a la vez. Henriette enseñaba sus zapatos. En la estufa algo estaba quemándose.

—Dados los tiempos que corren, es muy difícil encontrar un buen trabajo.

Maloin doblaba la cerviz, como un toro enfurruñado. Los veía a todos alborotados. Oía voces a diestro y siniestro, y de pronto tuvo la convicción de que nunca llegaría a poner orden en todo aquello, de que nunca llegaría a escapar de una situación tan enrevesada.

—¡A la mierda! —suspiró, desanimado, abriendo la puerta.

Subió a su habitación para cambiarse de traje y se restregó los ojos antes de apagar la luz.