—¡Olga! ¡Llévele enseguida el desayuno a Miss Mitchel!
Cuando pasó la camarera con la bandeja, la hotelera la detuvo con un ademán e hizo un rápido repaso.
—¡Añada dos tostadas y una nuez de mantequilla!
El reloj que había encima de la barra de caoba marcaba las nueve y media, pero a nadie le preocupaba qué hora era. El Hotel de Newhaven vivía horas excepcionales.
El viejo Mitchel, que había regresado a las cinco de la mañana, ya se había levantado. Se le oía ir y venir por el cuarto de baño, y el mozo de planta aseguraba que estaba haciendo gimnasia.
El inspector Molisson, por su parte, había pasado toda la noche fuera. La hotelera estaba en su despacho cuando volvió, muy tranquilo, como si fuera un hombre normal y corriente.
Déjeme dormir hasta las diez, y si me llaman o alguien quiere verme, no me moleste bajo ningún pretexto. Que me suban el desayuno a las diez.
Pero si solo va a dormir dos horas…
—Es suficiente.
Molisson era muy amable y campechano, y sin embargo la hotelera no se atrevía a hacerle preguntas. El botones, que había llegado a las ocho y media, anunció que había gendarmes y policías por todas partes. Exageraba un poco, pero no tanto, pues todos los comerciantes, que estaban abriendo las persianas, habían hecho el mismo comentario.
Llovería durante todo el día. El mar, de un verde pérfido, se veía estriado de crestas blancas. A las nueve menos cuarto ya hubo una llamada para el inspector, pero la hotelera se mantuvo inflexible.
—No, señor. El señor Molisson me ha dado órdenes estrictas. A partir de las diez, si quiere… Germain murmuró al llegar:
—No sé si lo pillarán.
La hotelera se sorprendió por haber pensado aún en Mister Brown. Tal vez fuera porque le impresionaba el despliegue policial, o quizá la calma y la autoridad del inspector.
—¿Dónde se habrá escondido? —prosiguió Germain embutiéndose la chaqueta blanca que se ponía fuera de las horas de las comidas—. ¿Le parecía a usted un malhechor, señora Dupré? Cuando se tomaba el whisky, ponía una cara como triste y también cuando me pedía otro, sin decir nada, solo con una mirada.
—¡Silencio!, que baja Mister Mitchel.
Maloin, que respiraba ruidosamente como cuando se ha bebido demasiado —aunque no había tomado ni una gota de alcohol—, se volvió hacia el lado izquierdo y cobró conciencia de que estaba en la cama y de que llevaba más o menos una hora durmiendo. En aquel instante se abrió y se cerró la puerta de la calle. Estuvo a punto de ponerse a pensar, pero sintió vagamente que, si lo hacía, no acabaría nunca y sería desagradable, y al final consiguió volver a dormirse.
Su mujer estaba limpiando el horno de la cocina, y la que acababa de salir era Henriette, con una voluminosa llave que le abultaba en el bolsillo del abrigo. Se había puesto los zuecos y se había recogido el pelo con un pañuelo.
—Ve a buscar unas nécoras para la comida —le había dicho su madre.
Para ello no hacía falta bajar la cuesta que llevaba a la dársena, sino seguir el camino hasta el acantilado. El terreno estaba cubierto de hierba poco crecida del mismo verde desvaído que el mar. Henriette se dio cuenta de que había un gendarme montando guardia en la esquina misma del acantilado con el puerto, pero no le dio importancia y siguió por la cañada que bajaba hasta el mar.
Había marea baja. Sobre una superficie de unos doscientos metros, los guijarros estaban cubiertos de algas y plantas marinas entre las que había que chapotear —evitando resbalarse— para buscar las nécoras con el extremo de un gancho. A los seis años, Henriette pescaba ya cangrejos en aquel lugar. La llovizna le pegaba el pelo a las sienes. Respiró hondo para aspirar el intenso olor del varec y se dirigió hacia el cobertizo que había construido su padre utilizando viejos materiales y con el acantilado como muro de apoyo.
Seguía viendo arriba la figura del gendarme, que, a falta de otra cosa que hacer, la seguía con la mirada.
«Papá se ha olvidado de cerrar la puerta», pensó al meter la llave en la cerradura y comprobar que ya estaba abierta.
En el cobertizo guardaban una barquita que Maloin utilizaba para pescar, nasas para bogavantes, aparejos y cosas heterogéneas que se quedaban flotando y recogía en la costa después de las tempestades: barriles vacíos, trozos de corcho, cajas de galletas o maderas.
Estaba poco iluminado. Henriette sabía que las cestas se guardaban a la izquierda, avanzó dos pasos y se detuvo, atónita al oír un crujido. Primero pensó que sería una rata grande, pero oyó un segundo crujido, y este era incapaz de provocarlo una rata; entonces vislumbró la mancha lechosa de un rostro en la penumbra.
¿Por qué no gritó? Tal vez pensaba en el gendarme que montaba guardia en el acantilado. Se olvidó de recoger el gancho y la cesta de los cangrejos, retrocedió, cerró de forma instintiva la puerta y se metió la llave en el bolsillo.
Sin pensárselo dos veces corrió hacia su casa, y, mientras se acercaba, iba sintiendo más miedo y se sorprendía más de haber actuado con tanta sangre fría. Dio unos golpecitos en la puerta y exclamó jadeante en cuanto abrió su madre:
—¡Hay un hombre en el cobertizo!
—¿Qué dices?
—Y he visto a un gendarme en el acantilado. Deben de estar buscando a alguien.
Arriba, en su cuartito, Maloin abrió un ojo al oír el murmullo de las voces de las mujeres. Vislumbró el papel pintado a rayas plateadas que había colocado en vez del antiguo con flores, porque el vendedor le había dicho que era más moderno. Pero no se acostumbraba a él, como tampoco al pedazo de seda roja adornado con cuatro borlas de madera que servía de pantalla de la lámpara.
Para oír lo que decían, le bastaba abrir el otro ojo, alzar la cabeza y prestar atención. A su lado, en el sitio que había ocupado su mujer durante la noche, había un hueco y, cuando acercaba la cabeza, rozaba una almohada que desprendía un olor distinto al suyo.
Se preguntó si debía escuchar o dormir, y prefirió sumergirse de nuevo en un sueño que no le impedía tener conciencia de que dormía, ni saber que cuando se despertase tendría que pensar en cosas desagradables.
—Le serviremos en el comedor, Mister Mitchel. ¡Germain! Sírvele el desayuno a Mister Mitchel. Tomará usted huevos con beicon, ¿verdad?
Era un anciano curioso, muy menudo y de una energía asombrosa. Lo que más llamaba la atención era su tez sonrosada de niño, su rostro cándido bajo el cabello blanco.
—¿Aún no lo han detenido? —preguntó haciendo un esfuerzo, pues solo conocía unas palabras en francés y las pronunciaba mal.
Tan mal que Germain no le entendió. Tuvo que traducir la señora Dupré:
—Mister Mitchel pregunta si no han detenido aún al ladrón. No lo sé, Mister Mitchel. El inspector está acostado y ha dado orden de que no le despierten hasta las diez.
La señora Dupré dirigió una mirada al reloj, que marcaba las diez menos diez. En ese mismo momento sonó el teléfono, que tenía al alcance de la mano.
—¿Diga? Sí, el Hotel de Newhaven. No, señor… Si quiere llamar dentro de diez minutos. Le aseguro que no puede ser… ¿Cómo dice? Lo siento, capitán, pero de veras que yo no puedo…
Su marido asomó la cabeza tocada con un gorro blanco por la ventanilla del office.
—Es el capitán del puerto —le explicó la señora Dupré agitando las manos—. Dice que acaban de encontrar algo en el agua…
Tras los cristales del comedor se veía a Mister Mitchel, que comía lentamente.
—¡Germain! Son las diez menos tres minutos. Va siendo hora de preparar la bandeja.
Germain comprendió el mensaje y, tres minutos más tarde, llamaba a la puerta de la habitación número 6. Durante un cuarto de hora se oyeron pasos y el ruido del grifo abierto. Por fin se abrió la puerta y el inspector bajó por la escalera, recién afeitado, con el traje cepillado y el pelo impregnado de colonia.
—Ha llamado el capitán del puerto. Parece ser que han encontrado un cuerpo.
El viejo Mitchel abandonó el desayuno y acudió donde estaba el inspector, que, al tiempo que le estrechaba la mano, con la otra descolgaba el teléfono.
—¡Oiga! La oficina del puerto, por favor.
De vez en cuando le decía alguna palabra en inglés a su acompañante. Germain permanecía en posición de firmes junto a la barra; el dueño estaba inmóvil detrás de la ventanilla y la señora Dupré esbozaba una débil sonrisa a modo de disculpa por estar allí.
Tras colgar el teléfono, el inspector siguió hablando en inglés con el viejo Mitchel, y después le dijo a Germain:
—Mi abrigo, por favor.
—Perdón, Mister Molisson. Disculpe mi intromisión… —La señora Dupré se sonrojó—. ¿Me permite preguntarle si la persona…, si la persona que han encontrado es Mister Brown?
Molisson la miró sorprendido.
—¿Por qué Mister Brown?
—Yo creía…, no sé. Me parecía…
—¡Lo que han encontrado es el cadáver! El cadáver del hombre a quien ha matado su Mister Brown.
La señora Dupré se sonrojó aún más, porque Molisson había dicho «su Mister Brown» y eso sonaba casi como una acusación. Se preguntó si su marido había captado el matiz, pero este no se había dado cuenta.
—¡Germain, traiga también el abrigo de Mister Mitchel!
Salieron los dos y, en la casa, dejaron como una sensación de frío. Al principio nadie habló. Germain colocó los vasos en su sitio y al final murmuró, mirando hacia la barra:
—¿Usted cree que es posible, señora Dupré?
La hotelera, por su parte, miraba fijamente el sillón donde Mister Brown solía sentarse y pasarse a veces más de una hora con los ojos perdidos en el vacío. El sillón se encontraba a dos metros de ella. De vez en cuando habían intercambiado algunas palabras. La señora Dupré le había preguntado si estaba casado y el inglés le había señalado en silencio la alianza.
La señora Dupré llegó a pensar, incluso, que la causa de aquella tristeza podía haberla provocado la mala conducta o la maldad de su mujer.
—Empiece a preparar las mesas, Germain. Harán falta cinco cubiertos para el señor Henry y dos para la gente de París.
En la cocina de los Maloin se oían cuchicheos. La casa era casi nueva. La distribución estaba bien estudiada y era fácil tenerla limpia y ordenada. Había un patio embaldosado, un lavadero y una trascocina. El parquet estaba barnizado y habían pintado las paredes del hueco de la escalera al óleo. Pero las paredes eran tan delgadas que desde una habitación se oía todo lo que se decía en la de al lado, y, cuando Maloin se vestía, por ejemplo, en la habitación de la primera planta se oía durante un cuarto de hora un ruido atronador.
—¿Estás segura de que has echado la llave?
—Si lo he hecho adrede. He salido y he girado la llave…
—No sé si decírselo a tu padre. No sé qué le pasa últimamente. ¿Has visto la pipa que se ha comprado sin decirnos nada? Ayer y anteayer apenas durmió…
—Podríamos avisar al gendarme y darle la llave.
Se lo plantearon, pero la idea las disgustaba y les revolvía el estómago, sobre todo a Henriette, a quien le parecía haber captado en la penumbra una mirada de animal acorralado.
—Si por lo menos supiéramos lo que ha hecho…
—A lo mejor el periódico de la mañana dice algo.
El periódico estaba en el buzón, pues Maloin era el único que lo leía cuando se levantaba. Henriette repasó los titulares y volvió las páginas, pero no encontró nada relacionado con el hombre escondido en el cobertizo.
—¿Y si se hubiera metido ahí para robar las herramientas de tu padre?
Les entró miedo, pues si desaparecían los aparejos, Maloin se pondría furioso. Allá arriba, en su duermevela, Maloin seguía teniendo conciencia de que alguien cuchicheaba por más que hundiera con todas sus fuerzas la cabeza en la almohada, como para atraer el sueño a través de esa argucia. Una sirena le informó de que eran las once. En circunstancias normales, le quedaban aún dos horas de sueño, así que todavía dispondría de tiempo para pensar en su asunto.
Miss Mitchel apareció en el vestíbulo del Hotel de Newhaven y la hotelera la miró con curiosidad. La noche anterior no había sido ella la que había recibido a los viajeros ingleses, sino el conserje nocturno. Siempre se forja uno una imagen de la gente antes de conocerla, y la señora Dupré se había imaginado a Eva Mitchel como a una persona delgada y decidida, de aspecto deportivo.
Sin embargo, parecía una niña, o, mejor dicho, una muñeca, con sus ojazos azules, su nariz demasiado pequeña y su vaporoso atuendo. Sabía unas palabras en francés, apenas algo más que su padre, y hablaba con un acento enternecedor.
—¿Tiene usted noticias? —preguntó.
—¿Noticias de qué, Miss?
—De nuestro dinero.
—¡No! Solo sé que han sacado un…, discúlpeme usted, un cadáver de la dársena. Germain acaba de decirme que llevaba dos días enganchado a un pilote de la escollera sur.
—De la escollera sur… —repitió la muchacha como si estudiara francés.
No había entendido nada. La señora Dupré hablaba demasiado deprisa. Miss Mitchel miró sucesivamente hacia el bar, el comedor y el salón, buscando tal vez un sitio donde acomodarse, pero acabó dirigiéndose hacia la puerta.
Pese a que seguía lloviendo, cruzó el terraplén y se la vio pasear por el malecón sola. De lejos, todavía parecía más etérea, más niña.
Cerca de la dársena, el inspector y Mister Mitchel salían de un tinglado. El policía dijo al jefe del puerto:
—No cabe duda de que es Teddy. Le mandaré su expediente.
—¿Cree usted que lo han asesinado?
—No es que lo crea, es que estoy convencido. Algún día tenía que acabar así. Si conociera usted a Brown, lo entendería. Ted era su ángel malo. Teddy le obligaba a hacer toda clase de cosas, y Brown jamás sacaba de ello el menor beneficio.
Se estrecharon la mano. Mitchel estaba muy excitado. Mientras recorría los muelles con el hombre de Scotland Yard, lo ametrallaba a preguntas.
—Pero ¿usted le dio mi recado a ese chico?
—Le repetí textualmente su mensaje.
—Usted me aseguró que, si Brown se veía descubierto, abandonaría los billetes para que lo dejaran tranquilo…
El inspector no contestó. Reconoció de lejos a los gendarmes y a los policías de paisano. La gente de Dieppe los reconoció también y eran la comidilla en todas las tiendas, pues los periódicos no mencionaban ningún crimen ni ningún robo importante.
—Vaya usted con su hija, Mister Mitchel.
—¿Sabe usted que su primer número de contorsionista lo hizo en mi teatro? Hasta entonces era un simple payaso de circo.
—¡Sí! Vaya usted con Eva, que estará aburriéndose sola en el hotel.
Maloin estaba agotado de tanto intentar dormir. Se había dado como veinte veces la vuelta y le dolía la nuca. Por más que intentaba ahuyentar sus pensamientos, estos se hilvanaban solos en cuanto bajaba la guardia un instante.
—Tu padre se está despertando —anunció la señora Maloin extendiendo el mantel sobre la mesa.
—¿Se lo digo?
—Primero, a ver qué humor se gasta. Ya te haré una señal.
Las más de las veces, Maloin bajaba sin vestirse, tras embutirse un pantalón y una chaqueta sobre el camisón y calzarse unas zapatillas de fieltro. Pero le oyeron ir y venir durante largo rato y, cuando abrió la puerta de la cocina, vestía, como la víspera, el traje de los domingos.
¿Se puede saber qué secretos os habéis estado contando toda la mañana? —rezongó lanzándoles una mirada recelosa. Abrió la cazuela y protestó—: ¡Otra vez col!
—Quería hacer nécoras —se disculpó su mujer con atolondramiento.
—¿Y? —Maloin descubrió en un extremo de la mesa la gruesa llave negra y también el pañuelo que se ponía Henriette para ir al mar—. Había marea baja, ¿no?
—Sí, papá.
La señora Maloin le indicó a su hija que hablase.
—Ahora te lo explico. La última vez seguramente se te olvidó cerrar el cobertizo…
—Pero ¿qué me estás diciendo?
—De verdad que la puerta no estaba cerrada con llave.
De espaldas a la estufa, Maloin aguardaba expectante y con el ceño fruncido mientras cargaba la pipa.
—Yo ya había visto a un gendarme en lo alto del acantilado. Tenía que ir a recoger el gancho y la cesta…
En aquel instante, Maloin consideraba a su mujer y a su hija como enemigas.
—Bueno, ¿qué? ¿Te has quedado muda?
—¡He visto a un hombre en el cobertizo! —se apresuró a gritar Henriette—. Estaba escondido detrás de la barca…
Maloin se dirigió hacia ella como si quisiera pegarle.
—¿Qué te ha dicho? ¡Dime ahora mismo lo que te ha dicho!
—¡Louis! —gimió la señora Maloin.
—¡Pero habla de una vez, hostia!
—No me ha dicho nada. He salido corriendo…
Maloin respiraba agitadamente, y su mirada era dura como cuando en la taberna barruntaba que se fraguaba una pelea.
—¿Se lo has contado al gendarme?
—No —aseguró Henriette, a punto de echarse a llorar. Maloin volvió a mirar la llave y estalló de repente:
—O sea, que lo has encerrado.
Henriette ya no se atrevía a hablar. Asintió con la cabeza alzando los brazos para protegerse de los golpes.
Maloin se ahogaba. Necesitaba hacer algo, cualquier cosa, algo violento que le calmara los nervios, y su pipa fue la primera víctima, pues la arrojó con todas sus fuerzas al suelo, donde se rompió como un huevo.
—¡Por Dios! ¿Lo has encerrado en el cobertizo? —No bastaba la pipa, y la señora Maloin, que seguía con atención su mirada amenazante, salvó la sopera—. ¡Por Dios! —repitió Maloin.
¡Podía haber ocurrido cualquier cosa, pero aquello! ¡El hombre de Londres encerrado en su propio cobertizo!
—¿Qué vas a hacer, Louis?
Maloin alcanzó la llave y se la metió en el bolsillo.
—¿Que qué voy a hacer? —No tenía ni la más remota idea, pero, para impresionarlas, les espetó con sorna—: ¡Escuchadme bien! Lo primero que haréis las dos será tener la boquita bien cerrada, ¿entendido? ¡No tengo ganas de que me hagan preguntas! ¡Y ahora, venga, a dedicaros a las labores propias de mujeres!
Salió al pasillo caminando pesadamente y, después de coger la gorra colgada del perchero, abrió la puerta. La lluvia caía con mayor intensidad, más punzante. A los pocos pasos, el agua le chorreaba por las mejillas y se le empaparon las manos. No pudo fumar, porque no se había acordado de coger su pipa vieja.
Apenas recorrió cincuenta metros y ya divisó al gendarme apostado en el ángulo del acantilado, de espaldas a la ciudad e inmóvil como un centinela. Más allá se extendía el mar, con sus tonos verdes y estriado de blanco. Y al final del todo, en el infinito, la mancha más oscura que se vislumbraba en el cielo la formaba el humo del barco de Newhaven.