La escena, inesperada, ridícula, odiosa, pero sobre todo estúpida, estalló en la casita del acantilado que la señora Maloin, embutida en un delantal azul, había limpiado de arriba abajo y que todavía conservaba rastros de humedad.
Un minuto antes de que Maloin cruzase el umbral acompañado de Henriette, ni el marido, ni la mujer, ni la hija podían prever nada, pero la escena ya estaba latente. Mientras subían la cuesta, Henriette preguntó, por decir algo:
—¿Qué va a decir mamá?
«¿Qué va a decir mamá?», se repetía Maloin mientras giraba la llave en la cerradura. ¿Y por qué ha de decir nada? ¿Qué necesidad tiene Henriette de preocuparse por la opinión de su madre?
Entró el primero en la cocina, procurando ocupar el mayor espacio posible. Como Henriette aún estaba en el pasillo a oscuras, la señora Maloin preguntó:
—¿Con quién estás?
—Con tu hija.
La tormenta no acababa de estallar. La señora Maloin terminó de poner la mesa y sirvió la sopa antes de volver a hablar.
—¿Por qué ha pedido fiesta hoy?
—No ha pedido fiesta. Me la he llevado de allí.
—¡Muy listo!
Fue el último segundo de tranquilidad. A partir de entonces ya no se oyó ni el despertador ni el zumbido de la estufa, y lo que no habían tocado de la cena quedaría intacto hasta el día siguiente.
—¿Qué has dicho?
—Digo que siempre estás igual; te pasas meses esperando, guardándotelo todo para ti, y de golpe y porrazo, en el peor momento, vas y haces una estupidez de las gordas…
—¡Ah, o sea que he hecho una estupidez! Según tú, Henriette tenía que seguir trabajando en esa carnicería donde los transeúntes le veían medio trasero…
—¡Come! Ya veremos cómo llegamos a fin de mes.
—¿Crees que no la he captado?
—¿Que no has captado qué?
—¡La alusión! No gano suficiente dinero para mantener a mi familia, ¿no es eso? Soy…
Un primer puñetazo hizo temblar la mesa y marcó el inicio de una nueva cadencia. Después, apenas si había una lejana relación entre las distintas réplicas. Pasaban de un tema a otro sin razón aparente, solo por buscar la frase que hiciera más daño al contrario.
—¡Di que soy un borracho!
—Yo no digo eso, pero repito que has bebido. Y cuando bebes, no eres la misma persona.
—¿La estás oyendo, Henriette? Tu padre es un borracho; en cambio, tu madre es una santa, ¡la más santa de todas las mujeres!
Henriette lloraba. La señora Maloin se llevaba maquinalmente trozos de pan a la boca y se olvidaba de masticarlos.
—Bastante me ha echado en cara tu familia que no sea más que un obrero. ¡Como si valiera más tu familia! ¡Mucho tiquismiquis, eso sí! Pero lo que se dice comer, poco se come…
—Por lo menos tenemos más educación que…
Lo que siguió se tornó más y más confuso, más irreal.
—… me has hecho sufrir durante veinte años… —No sé cómo me contengo para no…
—¿Para no qué?
—… para no…
—¡Papá!
—Sí, mira a tu padre. ¡Qué bello espectáculo!
—¿A que te gustaría más si te pusiera quinientos mil francos encima de la mesa?
—¡Me das asco! Vete a dormir la mona a otra parte.
—Sí, quinientos mil francos. Y toda tu familia vendría a lamerme los pies.
—Te prohíbo…
—¡Papá! ¡Mamá!
Llegó a alzarse una mano, pero acabó cayendo sobre la mesa, y al poco se oyó un violento portazo. Maloin, que se había olvidado del termo de café y los bocadillos, salió de estampía hacia el puerto.
—Come —dijo la señora Maloin a su hija—. Mañana se le habrá olvidado todo. Estoy segura de que no encontrarás trabajo hasta las fiestas.
En el Hotel de Newhaven, el inspector Molisson estaba sentado solo ante una mesa con dos cubiertos y comía lentamente. Desde las otras mesas lo miraban con una mezcla de curiosidad y respeto.
—Es un policía de Scotland Yard —había susurrado el hotelero, que, con su gorro blanco encasquetado, salía a saludar a los clientes al comienzo de las comidas.
—¿Y el otro, Mister Brown?
—Por lo visto es un famoso ladrón inglés.
La hotelera, que estaba en la caja, había sacado la cuenta de Mister Brown. Este debía cuatrocientos veinte francos, que probablemente no verían nunca.
Todavía había niebla, pero era una niebla normal, como la que suele haber en el canal de la Mancha a mediados del invierno. Aun así, seguía sonando la sirena. La respiración de los transeúntes formaba nubecillas de vapor.
Hasta las nueve y media, Maloin no observó nada anormal desde la cabina. Había dejado la pipa de espuma de mar sobre la mesa y, de vez en cuando, le lanzaba una mirada de reproche, como si fuese responsable de algo. Si se volvía hacia la izquierda, divisaba una luz en la ventana de su casa, y esa visión le hacía fruncir el ceño.
Los misterios de la noche comenzaron en torno al Francette. El bou estaba acabando de cargar carbón para hacerse a la mar una hora más tarde, con la marea. Las cestas de hulla se balanceaban unas tras otras en el extremo de un aparejo y se descargaban en la cala.
Fue entonces cuando surgieron de la oscuridad tres hombres vestidos de paisano. Uno de ellos dijo algo que Maloin no pudo oír, e inmediatamente un marinero corrió en busca del capitán a una taberna cercana.
La conversación tuvo lugar a la luz de un foco. El guardagujas reconoció a uno de los hombres, que era de la policía. Vio ir y venir a los tres por la cubierta, meterse en el puesto de proa y luego en el del telegrafista, en tanto que un gendarme de uniforme se paseaba por el muelle y otros pasos regulares resonaban al otro lado de la dársena.
Los policías entraron también en el Matamore y en el Va Toujours, que salían a pescar esa misma noche, y, cuando acabó la inspección, las tres sombras, en vez de alejarse, deambularon por los muelles, pasando de la oscuridad a la luz, inclinándose sobre las barcas y espiando en el interior de los cafés.
En treinta años, Maloin había presenciado cien veces el mismo espectáculo, que, en la mayoría de ocasiones, respondía a un telegrama de París: VIGILEN TODAS LAS ESTACIONES, PUERTOS Y PUESTOS FRONTERIZOS STOP.
Vio a Camélia, que como de costumbre entraba una de las primeras en el Moulin Rouge, y que no advirtió nada.
Pasó el tiempo. Maloin tenía sueño. Se sentía pesado y estaba furioso por no haberse traído el café. En dos o tres ocasiones, entre las diez y las doce, se adormeció sin perder por completo la conciencia, y una de las veces hizo la maniobra de cambio de agujas en un estado de semisomnolencia, hasta tal punto que, cuando vio aparecer los vagones, se preguntó si de verdad había accionado la palanca o lo había soñado.
Como cada noche, las ventanas del rápido Dieppe-París se alinearon en la primera vía cuando atracó el barco, y el comisario, que rara vez se dejaba ver, hoy se encontraba junto a la pasarela.
No sucedió nada anormal. Los pasajeros fueron conducidos hacia la aduana y a continuación hacia la sala de equipajes. Pero, además del comisario, había un gendarme junto al tren, lo que confería a aquella llegada un aspecto inequívoco.
El registro se efectuó de manera minuciosa. El primer viajero tardó en salir diez minutos y se acomodó en el tren; le siguieron cinco, siete, diez, quince…
Un anciano vestido con una pelliza abandonó a su vez los locales de la aduana con dos maletas en la mano y acompañado de una joven. Como parecían viajeros acomodados, el camarero del pullman quiso llevarles el equipaje, pero el anciano se negó mirando a su alrededor un tanto angustiado.
Aun de lejos, llamaba la atención no solo por la pelliza sino por el cabello blanco, que llevaba muy largo, como un actor, y que formaba una especie de orla sobre el cuello de astracán.
Cuando se está acostumbrado a ver llegar barcos, resulta fácil adivinar las impresiones que experimentan los distintos viajeros. El anciano y la muchacha estaban desorientados, como todos los que, en vez de coger el tren de París, se quedaban en Dieppe. Y es que, en invierno, como nadie espera la llegada de turistas, nada está preparado para recibirlos. Ambos buscaban en vano un empleado de hotel o un taxista. El anciano paró en dos ocasiones a unos transeúntes, pero estos o bien no le entendieron o bien no supieron informarle.
Al final les atendió un mozo que los ayudó a recorrer el tren a lo largo y a doblar por la locomotora, y, unos instantes más tarde, el anciano y la muchacha se alejaban en un coche de punto.
En cuanto arrancó el tren, cerraron los locales de la estación. Maloin tenía sed y se prometió correr a tomar algo caliente al Moulin Rouge en el momento en que volviera la calma.
Sin embargo, esa idea no pudo acariciarla durante mucho tiempo, pues, tan pronto cesó la agitación en el muelle, resultó más patente cierto trajín anormal, y, por ejemplo, Maloin vislumbró en lugares distintos a cuatro gendarmes cuyos galones brillaban, más dos figuras que debían de ser también gendarmes, pero cuyo uniforme no se distinguía en la oscuridad.
El comisario no abandonaba el sector. Era un hombre bajo y delgado, que vestía un abrigo muy ceñido y calzaba unos zapatos de charol que relucían en cuanto se hallaban en el círculo luminoso que proyectaban las farolas.
Nervioso y ajetreado, iba de aquí para allá y, dondequiera que se detuviera, había un hombre de guardia, un gendarme, un inspector de paisano o un agente de policía.
Era una operación de envergadura. Maloin solo veía una pequeña parte, pero estaba seguro de que el despliegue afectaba a toda la ciudad.
¿Buscaban al hombre de Londres? Era de suponer, pues no se le veía merodear por los alrededores. Cuando se perfiló una nueva figura en la acera, ya no le cupo la menor duda al respecto. Resultaba inconfundible. Se parecía demasiado a la de los detectives ingleses que desembarcan de vez en cuando en Dieppe para seguir a alguien o efectuar una labor de vigilancia y que, a veces, durante una semana o dos, permanecen plantados junto a la pasarela cada vez que zarpa o atraca un barco.
Ese personaje nuevo fue derecho al Moulin Rouge, lo que indicaba que conocía la ciudad. Maloin se quedó espiando la puerta con inquietud y se puso aún más nervioso cuando vio salir al policía acompañado de Camélia.
Estaba claro que no tenía ninguna intención de llevársela al hotel y solo buscaba un lugar más tranquilo para hablar. Se pasearon arriba y abajo por la acera, recorriendo a veces un centenar de metros, dando media vuelta de común acuerdo y pasando una y otra vez junto a la torre de hierro.
El inspector parecía tranquilo. No tomaba notas. A veces asentía en señal de aprobación. Camélia, por su parte, se mostraba muy locuaz, bajo los efectos de la ira o de la angustia. Una vez, incluso, posó las dos manos en el brazo del inspector, que se desasió con suavidad y reanudó la marcha.
El día anterior, Maloin creía que se moriría de miedo cuando se abriera la investigación, pero, para su propia sorpresa, estaba tan tranquilo como el policía. Desde lo alto de su jaula de vidrio observaba a la pareja, a los gendarmes y, a ratos, al comisario, que aparecía en algún punto estratégico.
Era fácil reconstruir los acontecimientos. La policía de Londres había sido alertada de un robo, tal vez acompañado de asesinato. El comisario había recibido el aviso y buscaba al hombre del impermeable, o cuando menos quería impedir que huyera. A tal efecto había registrado los bous que se disponían a hacerse a la mar. El puerto había sido acordonado. La estación estaba vigilada, al igual que las carreteras.
Visto desde la cabina, el espectáculo no impresionaba, pues aquellos hombres, en el cumplimiento de su deber, parecían muy pequeños, y las prisas con las que se movía el comisario de un lado para otro resultaban un tanto cómicas.
A Maloin le inquietaba sobre todo Camélia, que parecía agitada. ¿Le había contado ya al inspector de Scotland Yard que los dos hombres habían tomado algo en el Moulin Rouge y que luego se habían marchado juntos? Tal vez incluso los había visto encaminarse hacia la dársena. De ser así, los ojos del inspector se alzarían ineludiblemente hacia la cabina, que era como un faro en la oscuridad.
Un taxi apareció en el muelle, se acercó a la acera lentamente, como si dudase. Cuando llegó a la altura de la pareja, una mano golpeó el cristal que aislaba al taxista para indicarle que parara, y el anciano de cabello blanco se apeó, estrechó la mano del inspector e hizo amago de estrechársela a Camélia. Los tres conversaron unos instantes, pero la mujer pasó enseguida a un segundo plano. Cuando regresó al Moulin Rouge, sus acompañantes ya no le prestaban atención y el inspector acabó de hacerle el vacío cuando fue a pagar el taxi, que regresó a la ciudad.
Al principio, lo que hicieron a continuación el hombre de Scotland Yard y el anciano de cabello blanco, a Maloin le resultó un misterio. Empezaron por apostarse en la puerta de la estación, el inspector observó con detenimiento el terreno a su alrededor, y delimitó con un gesto el espacio que ocupaba el tren de París al llegar el barco, tres metros más o menos.
Luego se dirigió hacia el barco y lo recorrió a lo largo varias veces desde el muelle, mientras el anciano le observaba con cara de resignación.
Mientras miraba, a Maloin se le habían contraído las pupilas, y su propia carne parecía contraerse asimismo como a la defensiva. No se volvió hacia el armario que contenía la maleta. Parecía como si desconfiara. Pero luego se puso a meditar durante unos cinco minutos con expresión obstinada, y como resultado de dicha meditación cerró cuidadosamente el cristal, cargó la estufa y la atizó hasta obtener un fuego infernal.
Por último, se armó de valor para llenar su pipa nueva sin dejar de mirar al frente. En ese momento tan solo veía el muelle. Apenas divisaba los tejados de las casas cercanas, los cristales se empañaron enseguida, se tornaron grisáceos y luego blancos como cristal esmerilado.
Solamente los tres guardagujas sabían que en invierno, cuando calentaban la cabina, había que dejar un cristal abierto si querían ver lo que sucedía fuera. Uno de los tres, que con frecuencia padecía de tortícolis, prefería apagar incluso el fuego para evitar aquella corriente de aire permanente.
Maloin no era más tonto que un policía inglés. Sabía que el inspector de Scotland Yard había recorrido el barco porque se preguntaba cómo había salvado el cordón aduanero una maleta llena de billetes.
A partir de aquel momento seguiría irremisiblemente el trayecto que habían recorrido los dos hombres hasta llegar al Moulin Rouge, y, al salir de la sala de baile, miraría a su alrededor. ¿Qué vería? ¡La cabina acristalada! Si no la veía ahora era porque le faltaba perspectiva, pero la noche no llegaría a su fin sin que…
Maloin oyó que se acercaban unas voces. Como el cristal estaba cerrado, solo le llegaba un zumbido. Echó la silla hacia atrás para poner los pies encima de la mesa y, con el cuerpo inclinado hacia atrás, fumó a bocanadas más densas.
Estaba tan poco turbado que debía esforzarse para borrar la sonrisa que se le dibujaba en los labios. Cuando empezó a vibrar el hierro de la escalera, adoptó una expresión adormilada, cosa que le resultó fácil. Segundos después llamaban a la puerta.
—¡Adelante! —gruñó.
Era el inspector. Maloin pensó que, si la puerta se quedaba entreabierta, el vaho desaparecería, así que se levantó y la cerró de una patada, lanzando una mirada furibunda a su visitante.
—¿Qué se le ha perdido aquí?
No pudo evitar que se le escapase una sonrisa cuando la mirada del inspector se posó en los cristales.
—Soy de Scotland Yard y quería hacerle algunas preguntas.
El policía restregó el cristal con el dorso de la mano y delimitó el campo de visión.
—¿Estamos en Francia o en Inglaterra? —preguntó Maloin con insolencia.
El visitante se volvió, sorprendido, y observó la estufa, la pipa de espuma de mar, la mesa cubierta con un vetusto papel secante y el frasco de tinta violeta.
—Trabajo conjuntamente con la policía francesa —dijo.
—Y eso ¿cómo lo sé yo?
Le encantaba cómo representaba su papel.
—Si insiste, puedo llamar al comisario. Pero créame que no merece la pena. Solo quiero hacerle dos preguntas. ¿Están siempre cerrados estos cristales?
—Siempre.
—¿Cómo ve usted los vagones?
Maloin pensaba: «¡Nadie me creerá cuando diga que en este momento me entraron ganas de partirme de risa!».
Sin embargo, era cierto. Con un gesto, señaló la parte del cristal que el inspector había restregado con la mano.
—Hago lo que ha hecho usted —replicó.
—¿No ha observado nada anormal estas últimas noches?
—¿A qué llama usted algo anormal?
—Da lo mismo. Gracias.
El policía contempló de nuevo la silla, la estufa, la mesa, la tinta e incluso el armario, rozó con la mano el ala de su sombrero hongo y salió. Solo entonces se le hizo a Maloin un nudo en la garganta, y habría dado cualquier cosa por un tazón de café caliente. No le quedaba aguardiente en la botella y su compañero, esa vez, no se había olvidado de guardar la suya en el armario.
No podía abrir los cristales ni mirar hacia fuera. El calor era insoportable. Maloin tuvo que quitarse la chaqueta y abrirse la camisa. Un leve rumor le advirtió de que empezaba a caer una fina lluvia propia del mes de noviembre.
Sin moverse de su sitio podía imaginar el espectáculo nocturno, las hileras de luces amarillas deformadas por la lluvia, las calles relucientes, los muelles oscuros, el agua de la dársena cubierta de pequeños redondeles móviles, a los gendarmes subiéndose el cuello del capote y al esmirriado comisario afanándose de aquí para allá, y saltando, colérico, para evitar mancharse de barro los zapatos de charol.
Camélia se encontraba a cubierto en el Moulin Rouge, donde los clientes la invitaban a bailar y a tomar una copa.
Pero ¿dónde estaba el hombre de Londres? En el hotel ya no, desde luego. Maloin había visto el despliegue de las fuerzas policiales en torno al puerto y a la ciudad. El inglés no podía caminar trescientos metros sin toparse con un gendarme o un inspector.
Como siempre, habían empezado por registrar los barcos, que ofrecían un refugio fácil, y también, a buen seguro, los hoteles de mala reputación.
«¿Dónde me habría escondido en su caso?», llegaba a preguntarse Maloin.
Primero pensó en las cuatro o cinco cuevas del acantilado, pero los gendarmes también pensarían en ellas.
«¡Como se haya escondido allí está perdido!».
Cambiar de sitio sin cesar tampoco era una solución. Desatar una barca y hacerse a la mar no servía de nada, porque todos los puertos estaban avisados.
«Solo hay una posibilidad: tener un amigo en la ciudad y pedirle que te esconda».
Pero el hombre de Londres únicamente había hablado con Camélia, a quien más bien parecía caerle mal.
«¡Lo pillarán!», concluyó Maloin un tanto disgustado. Luego pensó: «Mejor para mí. Así no vendrá a reclamarme el dinero». Enseguida rectificó: «Pero dirá que tiró la maleta al agua junto a la cabina del guardagujas». Se ahogaba. A pesar de todo, se asomó a respirar una bocanada de aire fresco y vislumbró un instante la dársena rodeada de farolas, y las ventanas abigarradas del Moulin Rouge. Al lanzar una mirada hacia el acantilado pensó con fastidio que, cuando volviera a casa, tendría que soportar malas caras, reproches o incluso una nueva escena.
Se libraría si subía directamente a su habitación y se acostaba, porque necesitaba dormir. Volvió a adormecerse hasta que despuntó el día. Ya podía abrir un cristal y echar una mirada a su alrededor.
Primero buscó a los gendarmes y solo vio a dos que montaban guardia, uno en cada muelle. Pero junto al mercado de pescado, bajaba gente de un coche. Se formó un corro y Maloin reconoció al capitán del puerto y al comisario marítimo, que escuchaban las explicaciones del comisario de policía. Estaba con ellos el hombre de Scotland Yard. El anciano debía de haberse ido a dormir.
A los pocos minutos, unas embarcaciones del puerto se alejaron del muelle, cada una de ellas tripulada por tres hombres. Maloin no necesitó ver más para comprender. Era un espectáculo periódico. Cada vez que se ahogaba alguien y no aparecía el cuerpo, las barcas empezaban a buscar con bicheros y rastrillos.
Las autoridades que habían permanecido en el muelle, bajo aquella llovizna que hacía relucir los hombros, conversaron unos minutos más y se separaron.
Hacía un tiempo muy desagradable, un tiempo húmedo y frío, y el cielo parecía cernerse cada vez más bajo. De los vagones chorreaba el agua. Babu, el armador, sacó el coche del garaje empujándolo, echó agua caliente en el radiador y, pese a dicha precaución, se pasó media hora dándole a la manivela hasta que el motor se puso en marcha.
—¿Qué pasa, se ha ahogado alguien esta noche? —preguntó el compañero de Maloin mirando hacia las embarcaciones.
—No ha pasado nada.
—¡Qué calor hace! —dijo el otro, cerrando el aire de la estufa.
Entretanto, el hombre de Londres estaba en algún sitio, quizá sin estufa, quizá sin dinero para comprar comida, quizá…
La señora Maloin se encontraba abajo cuando llegó su marido, y se fijó en la mirada huidiza de este. Pensó que se debía a la pelea de la víspera, y entonces ella dio el primer paso.
—He dejado dormir a Henriette —murmuró mientras servía el café—. Total, que aproveche. No estará mucho tiempo sin trabajo.