Serían las cuatro y media —las farolas llevaban ya un buen rato encendidas— cuando Maloin divisó al inglés, que salía de la oficina de Correos. El guardagujas apretó el paso para seguirle de lejos, y ambos caminaron a lo largo de los escaparates.
¿Qué había hecho el hombre durante todo el día? ¿Había dormido? ¿Había merodeado por la rada? No era probable, porque se habría tropezado con Maloin, que pasó por allí una decena de veces.
Caminaba deprisa. Hacía frío. Las calles seguían cubiertas por la niebla y en la punta de la escollera la sirena continuaba gimiendo.
Pasada la tienda de antigüedades, el hombre dobló a la derecha. Un tramo de calleja conducía al malecón, que se hallaba a escasa distancia del Hotel de Newhaven. Dos bolas de cristal esmerilado que flotaban en la niebla como lunas anunciaban el hotel. A la izquierda, en medio de una oscuridad absoluta, se sentía el aliento del mar.
¿Llegó a advertir el inglés que le seguían? No se volvió pero apretó el paso, aunque tal vez fuera porque llegaba al hotel.
El hotel disponía de una amplia entrada amueblada con sillas, butacas y percheros. Al fondo, la entrada se ensanchaba todavía más y se convertía en vestíbulo, con un despacho a la derecha y un bar a la izquierda.
Había un hombre sentado en uno de los sillones de rota, con un sombrero hongo sobre las rodillas. Se le veía tan tranquilo y miraba al frente con tanta paciencia que parecía encontrarse en el compartimiento de un tren. Miraba hacia la entrada, en cuyo extremo se erguía como una pared la noche húmeda.
El hombre vio surgir de la oscuridad el impermeable del inglés. Desde su sitio, la hotelera, que estaba terminando de hacer una suma, no podía ver nada, pero tenía la capacidad de reconocer a la gente por sus pasos.
—Aquí llega precisamente Mister Brown —anunció sonriendo.
Cuando Mister Brown se hallaba en medio del vestíbulo, una figura más baja apareció apenas iluminada en la acera y luego desapareció. Era Maloin.
El hombre de Londres ignoraba que le esperaban y caminaba con la vista fija en el suelo. Cuando alzó la cabeza, estaba a tres pasos del sillón de rota. Arrugó la nariz. Sus finos labios esbozaron una mueca que él intentó rematar con una sonrisa, y el visitante, que se había levantado, le tendió la mano y le dijo en inglés:
—Encantado de verle, Mister Brown.
¿Tendió también la mano Brown o fue su interlocutor quien se la aferró? En cualquier caso, este se la estrechó mucho rato, vigorosamente, como si no quisiera soltársela.
La hotelera explicó con voz amable:
—Su amigo ha llegado nada más salir usted. Con esta niebla, ha preferido esperar aquí en vez de ir a buscarle por la ciudad.
Brown, vuelto hacia ella, intentó esbozar una sonrisa de agradecimiento.
—¿Quieren ustedes que encienda la luz en el salón?
Era una estancia acristalada, a la izquierda del vestíbulo y frente al comedor, que se hallaba a la derecha. La mujer manipuló los interruptores de un panel y la habitación se iluminó, gris y triste como el salón de un dentista, con idénticas revistas sobre una mesa. Sin perder tiempo, la dueña abrió la ventanilla del office.
—¡Germain! Venga usted a ver qué quieren beber los señores.
El visitante había soltado por fin la mano de Brown, que permanecía delante de él sin decir ni hacer nada, como si hubiese perdido ya toda iniciativa.
—¿Un whisky, Mister Brown? —preguntó, solícito, Germain—. ¿Y usted, caballero?
—¡Muy bien! Dos whiskies.
Entraron en el salón. Brown se quitó el impermeable, mientras su acompañante se sentaba en un sillón y cruzaba las piernas.
—¿Le sorprende verme, Mister Brown?
Eran de la misma edad, pero al hombre del sombrero hongo se le veía tan seguro de sí mismo que casi resultaba agresivo. Germain sirvió el whisky. Ninguno de los dos hombres cerró la puerta, pues estaban más tranquilos así, siempre que no alzaran la voz. El visitante se encargó de romper el fuego.
—Mentiría si le dijera que no esperaba encontrármelo en Dieppe, pues conozco su costumbre de dejarse caer de vez en cuando por el continente.
Brown no decía nada, ni siquiera parecía dispuesto a participar en la conversación. Miraba a su interlocutor con sus ojos tristes, las manos cruzadas sobre la rodilla.
—Por cierto, se habrá encontrado con su amigo Teddy. ¿No? ¿No han coincidido? Es raro, porque lo vieron en Dieppe el mismo día en que llegó usted.
A través de los cristales veían a la hotelera, que preparaba las cuentas de dos viajantes de comercio y a ratos les echaba una ojeada.
—Parece cansado, Mister Brown. ¿Se encuentra mal? ¿Sigue molestándole el hígado?
Brown suspiró, cruzó las piernas en sentido inverso y juntó de nuevo las manos sobre una rodilla.
—¿Sabe usted —prosiguió el otro— que me ha costado horrores convencer al viejo Mitchel de que no me acompañase?
Brown no se sobresaltó y siguió adoptando la misma actitud taciturna e impasible. Al final, su acompañante se levantó con impaciencia, dio dos vueltas al salón y, al pasar ante él, le puso de repente las manos sobre los hombros. Esta vez al hombre de Londres sí que le recorrió, aunque brevemente, un escalofrío. Sin embargo, ni siquiera descruzó las piernas.
—¡Pongamos las cartas boca arriba, Mister Brown! —Se sentó, y su actitud era menos desenfadada, casi cordial—. Conoce usted al viejo Mitchel casi tan bien como yo. En realidad, ya era dueño del Palladium hace quince años, cuando debutó usted en el espectáculo de variedades, y, si mal no recuerdo, él le firmó varios contratos… ¡Qué teatro más bonito!… Y sobre todo, qué magnífica fachada, con aquellas enormes piedras grises. La recuerda, ¿verdad? La acera iluminada, los coches que aparcaban delante de la escalera, los dos policías de guardia, el conserje, los botones. Encima de la gran puerta, los carteles luminosos anunciando el espectáculo. ¡Son deslumbrantes! Tan deslumbrantes que todo lo que hay detrás queda completamente oscuro. La pared, por ejemplo, o sea, toda la parte de la fachada que está encima del entresuelo…
Con gestos medidos, Brown se encendió un pitillo y volvió a colocar las manos sobre las rodillas.
—También conoce usted el despacho de Mitchel, ¿no es así? Está arriba del todo, debajo del tejado, al mismo nivel de la cornisa que remata el teatro. Mitchel nunca quiso cambiar de despacho, a pesar de que a los artistas no les hace gracia subir una escalera de hierro de seis o siete pisos, no sé cuántos exactamente…
La hotelera daba instrucciones a Germain, que empezó a preparar las mesas en el comedor. La mujer se asomó un instante por la puerta del salón para preguntar:
—¿Comerán los señores juntos?
—Sí, claro.
Brown no contestó.
—Bueno, ya sabe usted, Mister Brown, que el sábado pasado, Mitchel decidió vender su establecimiento a una empresa cinematográfica. La noticia apareció en los periódicos, y todos lamentaron la desaparición del viejo teatro de variedades. Quizá también esté enterado de que la venta se efectuó a las tres en el despacho de Mitchel y de que los compradores entregaron una cantidad a cuenta por un monto de cinco mil libras.
»Es muy extraño, porque, según dicen, Mitchel se decidió a dar ese paso para poder dejarle una dote a su hija. Pero eso de momento no nos atañe. Ocupémonos de la tarde y de la noche del sábado.
»Los billetes se hallan en la caja fuerte de Mitchel, porque los bancos han cerrado. Comienza la función de tarde, y Mitchel, como de costumbre, ni siquiera sale para cenar, y se toma unos bocadillos en el bar del teatro.
»¿Conoce usted el bar? Está en la primera planta, y da a la calle. Las ventanas se encuentran justo detrás del rótulo luminoso. Una de las ventanas está siempre entreabierta, para que salga el humo de las pipas y de los cigarrillos.
»A las ocho de la noche, el dinero sigue en la caja fuerte. A las ocho y media, Mitchel baja, recoge de la taquilla la recaudación del día y la lleva a su despacho. Al pie de la escalera de hierro que lleva a su despacho, hay siempre un empleado que no deja pasar a nadie. A unos metros de su despacho, sobre la cornisa, Mitchel se mandó construir un pequeño observatorio desde el que puede observar a la vez el local y el espectáculo.
Brown escuchaba con cara de resignación.
—Casi he acabado. Pero preste atención. Mitchel abandona su despacho exactamente durante veinte minutos, justo el tiempo que pasa en su observatorio. Cuando regresa, la caja fuerte está vacía. No ha subido ni bajado nadie por la escalera, según afirma el empleado que está allí de guardia. En cambio, se me informa un poco más tarde de que mi viejo amigo Brown se ha tomado una cerveza en el bar.
»¿Me sigue? Sea quien sea el ladrón, solo ha podido subir por la fachada, o sea, trepando verticalmente por la pared y apoyándose en las junturas de las piedras. Bueno, pues solo existe un hombre, en mi opinión, que sea capaz de ejecutar tamaña acrobacia. Y ahora, hablemos de mi misión.
Unas voces anunciaron la llegada de un grupo de viajantes de comercio que, en vez de pasar al salón, se acomodaron en el bar. Brown había cruzado y des—cruzado una vez más las piernas.
—Mitchel es un buen hombre. Hay quien afirma que ha amasado una fortuna a base de explotar a los artistas durante treinta años. Yo puedo asegurarle que eso no es así y que las cinco mil libras que cobró son más o menos cuanto le queda para dotar a su hija y pasar el resto de sus días.
»Me llamó a su despacho, el despacho que usted ya conoce. Me aseguró que le traía sin cuidado que el ladrón recibiera un castigo, pero que quería recuperar el dinero, al menos en parte, costara lo que costara. ¿Me entiende?
Brown debía de tener la garganta seca, pues bebió un trago de whisky y, antes de tragárselo, lo mantuvo un rato en la boca.
—Estamos en Francia, lo que le coloca a usted en una situación excelente. Mitchel se contentaría con recobrar las cinco mil libras y renunciaría a la recaudación de las dos funciones del sábado.
Por unos momentos reinó el silencio. Se oyó el entrechocar de las bolas del billar instalado junto a la barra, pero no podía verse ni el juego ni a los jugadores. La sirena de la escollera solo participaba en la atmósfera sonora como un fondo difuso y grave.
—¿Sabe usted, Mister Brown, lo que le contesté yo, el inspector Molisson, a ese pobre anciano de Mitchel? Le contesté textualmente: “Intentaré localizar a cierto elemento a quien en Scotland Yard llamamos el Mala Potra. Es el tipo más hábil que existe y no es la primera vez que trepa por las paredes con la destreza de una mosca. La primera vez tuvo que abandonar el botín mientras huía por los tejados. La segunda, fue atracado en la calle cuando volvía a su casa, y la tercera, los billetes que había robado eran falsos”.
»Luego añadí: “Si le encuentro en su casa de Newhaven, con su mujercita, que es encantadora y tiene ya dos criaturas, las negociaciones serán fáciles porque, en el fondo, el Mala Potra no le haría daño ni a una mosca. Pero si, cuando le estreche la mano, ha tenido tiempo de contactar con un tal Teddy, se complicarán las cosas”. Por cierto, ¿ha visto usted a Teddy?
Brown estaba quemándose los dedos con la colilla del cigarrillo, medio consumido.
—¿Cuánto ha dicho usted que había? —suspiró. El inspector Molisson golpeó la mesa para pedir otro whisky.
—En total, cerca de seis mil libras.
—Supongo que habrá registrado usted mi habitación.
—He pedido la habitación de al lado. Le he dicho a la hotelera que éramos muy amigos. La puerta de su habitación, Mister Brown, debía de estar mal cerrada.
—¿Ha pasado por mi casa, en Newhaven?
—Su mujer me invitó a una taza de té. Estaba bañando a los bebés. El mayor está muy fuerte para su edad.
—¿Qué le ha dicho ella?
—Que sus jefes le habían mandado a Amsterdam. No está bien contarle esas mentiras a su mujer. Por cierto, había un recibo del gas sobre el aparador. Su mujer me vio mirarlo, se puso colorada y lo guardó en un cajón.
Brown apuró el segundo whisky y se levantó.
—¿Qué le digo al viejo Mitchel? —insistió el inspector—. Le he prometido llamarle esta misma noche. Me puso esa condición para no acudir personalmente. Imagínese, quería a toda costa verle a usted y convencerle. ¡Ya tendrá unos setenta y dos años, el muy bribón!
—¿Puedo subir a mi habitación? —preguntó Brown.
Antes de contestar, el inspector se levantó a su vez, se acercó a su acompañante y, con un movimiento tan rápido que nadie pudo advertirlo, le palpó los bolsillos para cerciorarse de que no iba armado.
—Le espero en el vestíbulo.
Brown dejó el impermeable en un sillón del salón y pasó delante del despacho, desde donde la hotelera le dirigió una sonrisa.
—¿Qué quiere usted cenar, Mister Brown? Mi marido les ha preparado un estupendo lenguado como lo hacemos aquí, en Dieppe.
—Ahora mismo bajo.
Subió la escalera a paso casi normal, un poco más precipitado en el último tramo. Se le oyó abrir la puerta. El inspector, que miró a su alrededor como para admirar la decoración, murmuró:
—¿Seguro que no hay otra puerta? —Alzó la cabeza hacia el techo frunciendo el ceño y lanzó una mirada feroz a los del billar, que hacían ruido—. Ya no se oye nada —dijo de repente.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que…
La hotelera alzó a su vez la cabeza.
—¡Anda! Pues si está andando alguien por la terraza…
Era lo único que había olvidado decirle: encima del comedor y del vestíbulo había una terraza al mismo nivel que las ventanas de las habitaciones. El inspector se abalanzó hacia la calle a tiempo para ver una figura flaca que ejecutaba un salto de cuatro metros, caía de pie y echaba a correr calle abajo.
Era inútil perseguirle. Molisson, de pie en la acera, cargó la pipa y entró un momento para anunciar:
—Cenaré dentro de un rato.
—¿Y Mister Brown?
—Lo más probable es que hoy no cene.
En el extremo del andén había un letrero iluminado con una luz mortecina que rezaba: COMISARIO ESPECIAL. El inspector se encontró con un colega francés, que, después de tomar notas de su informe, telefoneó a todas las comisarías y a las brigadas de gendarmería de los alrededores.
—¿Dice usted que no lleva dinero?
—En cualquier caso, no lleva dinero francés. He interrogado a los empleados del hotel. Mandaba por cigarrillos al botones, y yo sé lo que eso significa.
—Entonces lo trincaremos antes de mañana al mediodía.
Para regresar a su casa, Maloin tenía que atravesar el centro de la ciudad; llegó a la Rue Saint-Yon, donde los escaparates iluminados se sucedían sin interrupción. Acababa de pasar delante de una tienda de pipas, cuando se dio media vuelta y entró sin pensárselo dos veces.
—Quisiera una pipa de espuma de mar, con boquilla de ámbar.
—¿Auténtica?
Compró una pipa de doscientos cincuenta francos, la misma que entre todos le habían regalado al subjefe Mordavin cuando le condecoraron por sus treinta y cinco años de servicio. La cargó en el acto y la encendió.
¡Al menos era una pequeña satisfacción! Dio una veintena de pasos por la calle mientras fumaba con cautela, hasta que su mirada se posó en la carnicería donde trabajaba su hija. Así como las demás tiendas estaban aún llenas de gente, las rejas de la carnicería se veían medio cerradas y la carne ya había sido guardada en el refrigerador.
Henriette, con el pelo caído sobre la cara y con zuecos en los pies, estaba agachada fregando las baldosas rojas del suelo, de espaldas a la calle. Como llevaba un vestido bastante corto, se le veían las piernas más arriba de las rodillas, e incluso una franja de carne sobre las medias negras.
Sin dejar de fumar la pipa, Maloin cruzó la calle y la llamó desde la acera:
—¡Henriette!
La chica se volvió, con la bayeta en la mano, y murmuró:
—¡Eres tú! Me has asustado.
—Me habías dicho que la tienda la limpiaban los dependientes.
—Ya no. Dice la dueña que tienen demasiada faena.
Maloin se sentía humillado sin saber por qué, probablemente porque se hablaban a través de una reja, o tal vez porque Henriette seguía faenando mientras le escuchaba. Sonó una voz en la trastienda, una voz de mujer, muy aguda:
—¿Qué pasa, Henriette?
—Nada, señora.
Maloin sabía que en ese momento debería haberse marchado.
—Qué pipa más bonita —observó su hija retorciendo la bayeta, que hacía un ruido extraño.
¿Te la ha comprado mamá?
Se oyeron unos pasos. Una mujer tan ancha como alta, con cara de cerdito, se detuvo en el umbral de la trastienda.
—A ver, Henriette…
—Sí, señora… —balbució la criada, por decir algo, con el pelo medio metido en el cubo.
—Te tengo prohibido dirigir la palabra a los hombres. La carnicera fingía no mirar a Maloin y hablar solo con Henriette.
—Es mi padre —dijo la chica, desplegando la bayeta para recoger el agua.
—¡Como si quiere ser el Papa! ¡Ni siquiera has acabado la cocina!
De nuevo, Maloin no veía más que la espalda de su hija y sus piernas desnudas hasta muy arriba. A su lado pasaba gente por la acera.
—¡Henriette! —llamó.
La chica no se atrevía a volverse hacia él. La carnicera no se movía de donde estaba, preguntándose hasta dónde llegaría la provocación.
—Ve a buscar tus cosas.
—¿Cómo? —preguntó la carnicera acercándose con sus pequeñas manos metidas en los bolsillos del delantal.
Maloin se había ofuscado, sobre todo porque ni él mismo sabía lo que quería. Habría podido abrir la reja y entrar en la tienda, pero se sentía con más autoridad quedándose fuera.
—Henriette, ve inmediatamente a acabar de limpiar la cocina.
—Sí, señora.
—Henriette, te prohíbo que vayas. Coge tus cosas y vente conmigo ahora mismo.
La escena resultaba casi ridícula, y Maloin, al darse cuenta, todavía se obstinaba más. Para colmo, la carnicera y él fingían no verse y no se dirigían directamente la palabra.
—Te marcharás dentro de ocho días si quieres. O, mejor dicho, te marcharás igualmente, no te quiero ya en mi casa. Pero primero trabajarás aquí los ocho días que te tocan.
—Henriette, te he dicho que vayas a vestirte.
La criada se restregó los ojos con el dorso de la mano, sin soltar la bayeta, miró a su patrona y luego a su padre, cuya figura se recortaba de manera extraña detrás de la reja.
—¿Me has entendido?
—¿Me has oído, Henriette? Te advierto que, si hace falta, iré a buscar a la policía.
—¡Muy bien! Pues que venga la policía —replicó Maloin.
En realidad, no sabía qué habría hecho en semejante caso. No tenía razón y le ponía rabioso no tenerla.
—Por última vez, te repito que vengas conmigo.
Henriette desapareció en la trastienda. La carnicera, que no quería dar la impresión de batirse en retirada, permaneció unos instantes acodada en la caja. Maloin fumaba sin pensar que lo hacía en una pipa nueva de doscientos cincuenta francos.
«No puedo dejar a mi hija un minuto más en esta casa», se decía sin convicción. «Cuando se tienen quinientos mil francos o más…».
Desde donde se encontraba, casi podía ver la cabina de cristal en la que, dentro de un armario de madera de pino, guardaba una maleta. La carnicera había desaparecido. Estallaron unos gritos en la trastienda y Maloin oyó un sollozo.
Aguardó paseándose arriba y abajo, con la mirada dura y las mandíbulas contraídas. Necesitaba sentirse capaz de actuar. Enfrente había una papelería y, al lado, una tienda de recuerdos de Dieppe.
Cuando se volvió, Henriette cruzaba la tienda, con abrigo y sombrero, y una maletita en la mano. Abrió la reja.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó, caminando al lado de su padre.
—¡Porque sí!
—Quiere denunciarme ante la Magistratura. La que se habría armado si llega a estar el señor Laîné. Es un bestia.
Maloin sonrió con desdén y, acordándose de su pipa, aspiró una deliciosa bocanada.
—¡Tú deja a tu padre! —dijo al final, mientras pasaban delante del Café Suisse.
A través de la cortina entrevió a Camélia en su rincón, sola como de costumbre y ante una copa de menta.