3

A la mañana siguiente, cuando entró en la cocina arrastrando los pies, su mujer no necesitó mirarle para decirle:

—¡Ves como estabas incubando un gripazo! ¿Quién tenía razón?

Su mujer no tenía en absoluto razón, porque él no había contraído la gripe, pero la exclamación demostraba que Maloin parecía enfermo. Cierto que su mujer poseía un olfato especial para adivinar cuándo algo iba mal, en especial si se trataba de cosas sucias o vergonzosas, o solo molestas. Era la primera en descubrir un grano en la cara de alguien o de pillarle una mentira a Ernest.

—No comas mucho. Te prepararé un grog.

Al volver del trabajo, solía comer carne y patatas recalentadas, pero esta vez ni siquiera se sentó en su sitio y, tras lanzar una mirada enconada a su alrededor, se dirigió hacia la escalera.

Nunca se había sentido tan cansado. Aunque no era solo el cansancio, sino algo peor: le dolían el cuerpo y la cabeza y le escocían los ojos. Pero sobre todo se sentía tan mareado como después de la peor de las borracheras.

—¡Déjame en paz! —ordenó a su mujer, que hacía amago de seguirle escaleras arriba.

No quería verla dando vueltas en torno a su cama mientras iba desgranando recomendaciones y se lamentaba.

—¿No quieres tomarte un grog?

Por toda respuesta, cerró la puerta de una patada. La sirena que alertaba de la niebla hizo que le estallaran los oídos. La habitación estaba fría. Arrojó un zapato a la izquierda, el otro a la derecha, el pantalón al respaldo de una silla, y permaneció un rato, en camisa, contemplándose los pies.

¿Otra vez iba a ponerse a pensar? ¿No era suficiente con la noche anterior? Solapadamente, como quien prepara una fechoría, se acercó a la ventana descalzo y la abrió con un movimiento brusco que hizo crujir la madera.

El busto de Maloin emergió de la ventana como un diablo de una caja, y a pesar de que la niebla lo cubría todo, logró divisar al hombre a unos cincuenta metros de la casa.

Se quedó satisfecho de haberlo asustado. Porque estaba convencido de que lo había asustado al abrir de repente aquella ventana y sacar medio cuerpo fuera. Tanto era así que el inglés, sin volverse, bajó corriendo la pendiente en dirección a la ciudad.

Maloin se acostó hablando solo, como hacía en su cabina.

—¡Tengo que dormir, si no, no aguantaré!

¡Qué noche había pasado! No había sucedido nada trágico, nada que mereciera la pena contarse en comparación con la noche anterior, que había sido mil veces más dramática, pues vio cómo asesinaban a aquel hombre a pocos metros de él, algo que, sin embargo, no le había causado ninguna impresión.

Tal vez fuera porque ahora conocía al asesino. ¡Aunque tampoco había hablado con él! No sabía su nombre, ni su profesión, ni por qué había matado al otro, ni si había robado o falsificado dinero.

¡No sabía absolutamente nada, pero lo conocía!

Hasta su rostro le resultaba ya más familiar que, por ejemplo, el de su cuñado, y eso que veía a su cuñado todos los meses desde hacía quince años.

Hasta la medianoche los muelles estuvieron vacíos y la llegada del barco de Newhaven se desarrolló como de costumbre, más bien tranquila, porque había poquísimos pasajeros. Hasta ese momento, la noche había permanecido despejada, pero dio la impresión de que el barco traía consigo la niebla, pues esta empezó a rasar el agua y se elevó lentamente, blanqueada por la luna.

A pesar de que no tenía nada que hacer, Maloin había cargado tanto la estufa que la puso al rojo vivo y tuvo que abrir el cristal de una ventana. Le pasaba con frecuencia porque, cuando dejaba cerradas todas las ventanas, le daba la impresión de estar sordo. Si las abría, captaba los menores ruidos y los reconocía todos. Incluso si no prestaba atención pensaba: «¡Mira! El Francette está saliendo del puerto. Tendrán buen tiempo para echar la traína…». O bien: «¡Por ahí llega el señor Babu con su coche!».

Aparte de eso, no conocía al señor Babu. Era un armador que iba y venía con frecuencia a Le Havre en coche. Como su casa quedaba cerca de la estación marítima, Maloin oía el motor, pero eso era todo.

Estaban descargando salazones en la popa del barco inglés, aunque los chirridos del cabrestante no impedían distinguir otros sonidos más débiles y lejanos. Y así, a eso de la una, Maloin oyó el chapoteo del agua al otro lado de la dársena, por la zona donde Baptiste amarraba la barca.

Lo supo de inmediato. Únicamente se preguntó si Baptiste estaría en la barca con el desconocido. Cuando la Gráce de Dieu se plantó en medio de la dársena, envuelta en la niebla todavía transparente, no cabía la menor duda de que solo transportaba a un hombre y de que ese hombre era el inglés.

No sabía utilizar la espadilla, lo que indicaba que no era marino. Como solo había un remo, debía de sentirse incómodo, sobre todo porque intentaba no hacer ruido. Daba un golpe de remo a la derecha y luego a la izquierda, y, no obstante sus precauciones, el remo chocaba cada vez con el borde. La barca no iba recta. Resultaba extraño ver a un hombre esforzándose en dirigir la achaparrada embarcación en medio de la bruma.

Al principio, Maloin observaba con curiosidad, pero poco a poco le entró una especie de obsesión que le impidió apartar la vista, ver u oír cualquier otra cosa. Al mismo tiempo, a pesar de que la niebla se espesaba, de que la barca y el hombre no eran a ratos más que una aureola, los veía, veía sobre todo el rostro del inglés con detalle.

Habría sido incapaz de recordar con la misma nitidez los rasgos de su cuñado o incluso los de su mujer, pues estos se le habrían aparecido más difuminados, petrificados o incompletos.

La barca avanzaba a sacudidas y Maloin estaba seguro de que el hombre de la nariz puntiaguda miraba el agua con sus ojos tristes, a un tiempo inquietos y resignados. Cuando la sombra se erguía, sabía que era para observar la cabina, suspendida en el cielo cual farolillo veneciano.

La barca llegó al lugar en que había caído la maleta. El hombre recogió el remo y se levantó. La oscilación de la barca le obligaba a moverse de forma torpe y vacilante.

Maloin adivinó cada gesto: el cabo que el inglés desenredaba y el bichero, que se enganchó a la cubierta antes de entrar en contacto con el agua.

Sonó el primer toque de sirena en la punta de la escollera y, diez minutos más tarde, la niebla invadía los menores repliegues, ocultando incluso la puerta iluminada del Moulin Rouge.

Maloin habría podido aprovechar el momento para pensar en otra cosa, para leer el periódico o dormitar junto al fuego.

Permaneció de pie, junto al cristal, aguantando la respiración para no perderse un ruido, y, cada vez que el chirrido de un cabrestante le impedía oír el chapoteo, fruncía el ceño.

El hombre estaba a unos quince metros de él en línea recta. Como no conocía el ritmo de las mareas, no se percataba de que el reflujo estaba arrastrándolo lentamente hacia el mar.

Removía el agua con el bichero, a golpecitos, pero al mirar a su alrededor se dio cuenta de que se estaba desplazando, hasta el punto de que llegó a chocar con el remolcador de la Marina. Baptiste, Maloin o cualquier otro habrían impedido que la embarcación se moviese remando con una mano y manejando el bichero con la otra.

La niebla era tan blanca y fría como el hielo; hasta parecía sólida, y varias veces estuvo Maloin a punto de estornudar. ¿Qué habría ocurrido? El hombre habría levantado la cabeza, pues cuando hay niebla los ruidos parecen más cercanos. Quizás habría soltado el cabo y perdido el bichero. ¿Quién sabe? Del susto, se le habría caído el remo al agua, que habría flotado lentamente hacia las escolleras.

¿Se habría atrevido a gritar?

No osaba levantarse por miedo a perder el equilibrio. Sentado, tenía menos libertad de movimientos y buscaba una postura más adecuada.

Maloin dio vía libre a un tren con una mueca de disgusto y regresó a su sitio ante el cristal.

Ni por un instante pensó en el muerto. No le interesaba o, más bien, no entraba dentro de sus preocupaciones. ¡Ni tan solo lo había visto! Solo había vislumbrado un abrigo, un sombrero, una silueta que se tambaleaba al borde del muelle.

Por otra parte, el muerto ya no necesitaba la maleta, pues estaba muerto.

Mientras que el payaso debía de necesitarla, ¡y mucho! Era realmente increíble, porque, a fin de cuentas, había cometido un crimen en aquel mismo lugar, la noche anterior. Ignoraba si había aparecido el cadáver, o si alguien había presenciado la escena y la había denunciado.

Era imposible que no se lo planteara y, sin embargo, en vez de abandonar Dieppe con el primer tren o el primer barco, se quedaba allí como reconcomiéndose.

Se había reconcomido ya por la mañana mirando con envidia cómo se paseaba el barco de Baptiste por la dársena. Aunque Maloin supuso entonces que el inglés regresaría, ahora, al verlo ofuscado en medio de la niebla oscura, le entraban escalofríos. ¿Sabía siquiera nadar?

«¡Debe de irle la vida en ello!».

A Maloin habría podido traerle sin cuidado, o al menos habría podido sonreír, habida cuenta de que tenía el dinero en el armario. Sin embargo, la situación lo incomodaba. Le impacientaba oír hurgar al payaso en el agua con su ridículo bichero. ¡Menudo chasco se llevaría como sacara al cadáver en vez de la maleta!

¿Y si no tenía medios para abandonar Dieppe? ¿Sería para otra persona el dinero de la maleta? Era la primera noche que Maloin olvidaba fumarse una pipa. Oyó voces por la zona del Moulin Rouge y reconoció la de Camélia. Luego cerraron la puerta, y oyó el cierre metálico. Los últimos pasos que resonaron fueron los del camarero, que vivía al otro lado del muelle, cerca de casa de Maloin.

Ya resulta crispante oír durante horas a una rata roer un tabique, ¡pero oír a un hombre mientras roe el agua y la niebla! ¡Y saber que es inútil, que no encontrará nada! ¡E imaginar su extraña nariz fruncida por la desesperación!

Maloin habría podido pensar que aquel hombre se lo tenía bien merecido, pero no lo pensaba y, a ratos, le ahogaba la impaciencia.

En un momento dado, se sacó la llave del bolsillo, abrió el armario y colocó la maleta sobre la mesa. Estaba seca y se advertían rastros de humedad que recordaban los contornos de un mapa. Los billetes ostentaban las mismas manchas amarillentas. Y seguían oyéndose los chasquidos del remo.

¿No bastaría con gritar: «¡Eh, tú!… ¡Toma esto!…», y arrojarle un puñado de billetes para que se las apañase?

«¡Es imposible!», pensó Maloin y suspiró. Cerró la maleta y a punto estuvo de olvidarse la llave en la mesa.

Cuando se dio cuenta, se puso pálido y comprendió de pronto que se hallaba a merced de un olvido, de un imprevisto, de una torpeza. A su compañero, al encontrarse la llave, podría habérsele ocurrido: «¡Hombre, igual el aguardiente de Maloin es mejor que el mío!…».

El propio Maloin más de una vez había echado un trago de la botella de su compañero y luego la había rellenado de agua.

Lo del agua le trajo a la mente las manos del hombre, que estarían rojas a causa del frío por remover el agua de la dársena. Además, el inglés no debía de estar acostumbrado a hacer ejercicios violentos, a pesar del puñetazo que le había propinado al otro.

¿Había llegado de Londres decidido a ahogar a su compañero? ¿Se habían peleado mientras tomaban una copa en el Moulin Rouge?

Lo que más irritaba a Maloin era el ruido del bichero cuando se hundía en el agua cada dos o tres minutos. ¡A fin de cuentas, suponía oír el mismo chapoteo cientos de veces! Y por si fuera poco, estaba la sirena, cuyo ritmo, el más atronador de todos, machacaba a la ciudad entera. A su lado, el del cabrestante era una musiquilla de nada.

A las cuatro de la mañana, Maloin habría dado la mitad de los billetes para que la barca se alejara. Lo curioso es que cuando, a las cuatro y cuarto, oyó el ruido del remo y supo que la Gráce de Dieu cruzaba la dársena, sintió un vacío y le invadió una especie de desazón.

Ya era imposible ver algo. Apenas se dibujaba la sombra del barco inglés entre la niebla. Únicamente los sonidos eran reveladores, como el ruido de la cadena cuando el hombre amarró la barca, y luego los pasos que resonaban en el muelle, sobre el puente de hierro, y de nuevo en el muelle.

—¡Viene hacia aquí! —se dijo Maloin.

Para regresar a la ciudad, el inglés debería haber torcido en la esquina del Café Suisse, en cuyo caso el ruido de sus pasos habría sonado más débil. Sin embargo, fueron acercándose hasta llegar al pie de la torre de hierro.

Maloin, por prudencia, se sentó. Pensó que, al estar iluminada la cabina, el otro le vería y podría apuntarle con un revólver.

Apenas se había acomodado ante la mesa, cubierta con un papel secante roto, cuando vibró la escalera; alguien la había tocado y había puesto el pie en el primer peldaño.

Contuvo la respiración. No disponía de arma alguna. Además, por nada del mundo le habría disparado al hombre de Londres. Ignoraba por qué, pero así era.

«Si no sube, donaré quinientos francos a la capilla», decidió.

Se refería a la capilla que se alzaba en lo alto del acantilado, cerca de su casa. Las mujeres de los marinos acudían a rezar allí cuando los barcos tardaban en regresar.

«Los donaré cuando cambie los billetes», corrigió, pensando que no podría escamotear quinientos francos del dinero familiar sin despertar las sospechas de su mujer.

Al pie de la escalera, el inglés dudaba. Era lógico. Tal vez le habían dicho que el hombre con el que se había tropezado tres veces durante el día era el guardagujas nocturno, quizás, incluso había seguido a Maloin.

¿Sospechaba que alguien había sacado la maleta del agua?

Estaban allí los dos, muy cerca el uno del otro, obsesionados por lo mismo, y ambos ignoraban lo que el otro sabía y pensaba.

«Si viene, le devuelvo la maleta».

Maloin tenía ganas de gritar. Y eso que era un hombre fuerte: en el café se había peleado en cuatro o cinco ocasiones, sin pensárselo dos veces.

Lo terrible era que seguía imaginándose la cara chupada y lúgubre del payaso, que en cualquier instante podía aparecer en lo alto de la escalera.

Pero ¡no! Volvía atrás y echaba a andar. Se oía crujir la gravilla bajo sus pasos. ¿Tendría aún más miedo que Maloin? ¿O le había asustado el timbre que anunciaba la llegada del tren? El guardagujas manipuló ruidosamente las palancas de mando y desató a lo lejos un entrechocar de raíles con una satisfacción que jamás había experimentado con tales maniobras.

Se iluminaron las tabernas del mercado de pescado. La noche tocaba a su fin. A lo sumo quedaba una hora de oscuridad, una hora durante la que Maloin no tuvo la menor noción de lo que hacía su acompañante: había desaparecido; se había esfumado entre la niebla cada vez más lechosa. Los ruidos eran ya los propios del puerto y de la ciudad, que tan bien conocía.

Para matar el tiempo se fijó en el regreso de los dos bous, que, incapaces de ver lo que tenían delante, apenas avanzaban y hacían sonar todas sus sirenas. Cuando llegaron a la altura de las escolleras, se oyó incluso la voz de los vigías inclinados sobre la roda.

Maloin cargó la primera pipa y se sirvió una copa de aguardiente, precisamente del aguardiente de su compañero, que había olvidado la botella junto a la estufa, al igual que él había estado a punto de dejarse la llave.

Arrancaba el día. A partir de aquel momento todo empezaba a funcionar como un engranaje que ya no dejaba margen a la improvisación: la campana del mercado, los carruajes con los caballos enganchados, las camionetas, el inconfundible crujido de los cestos de mimbre cuando los apilaban, el murmullo de las voces y el sonido de los pescados mojados al caer sobre las losas.

Había que dar paso al tren de pescado, y, cuando Maloin cargó por última vez la estufa, ya había amanecido, aunque la niebla era tan espesa que no se veía mucho más que de noche.

Pasaron unos coches con los faros encendidos. Se encendieron las luces en unas casas, siempre las mismas, la misma gente que madrugaba.

—¿Todo bien? —preguntó su compañero al entrar en la cabina.

—Todo bien —contestó Maloin, sin recordar que se habían enfadado la víspera.

Echó una mirada a su armario, se cercioró de que llevaba la llave en el bolsillo y bajó la escalera, cuyos barrotes de hierro estaban cubiertos de un frío vaho.

Apenas había rebasado la estación marítima cuando vio al hombre ante sí, en el bordillo de la acera, con el impermeable empapado, el sombrero arrugado y las manos en los bolsillos. El hombre le miraba. Le esperaba. Todo parecía indicar que iba a acercarse a hablarle.

En ese caso, Maloin no se habría ni escabullido, ni se habría puesto a la defensiva. Ya estaba resignado. Escucharía, haría lo que el otro le dijera, incluso iría a buscar la maleta a la cabina.

¿Acaso no se advertía resignación en su actitud?

Y, sin embargo, el hombre no se acercó ni dijo nada. Con los ojos febriles, las narices encogidas por el frío y un rictus amargo, siguió con la mirada al guardagujas, que se alejaba.

Maloin tropezó. Caminaba a trompicones. Esperaba que el otro le diera un golpe o algo semejante. Dobló a la izquierda, pues estaba tan acostumbrado a hacerlo que lo habría hecho con los ojos cerrados. No se atrevió a volverse, pero casi le alivió oír por fin los pasos del hombre tras él.

Los taxistas estaban en la parada. Pasaba un guardia por la acera.

¡No podía sucederle nada! ¡Estaba a salvo!

Cuando pisoteó las entrañas de pescado, supo que estaba cruzando el mercado, pero no vio nada, al menos ningún detalle, pues la niebla no solo le rodeaba sino que también se le había metido en la cabeza.

El hombre le seguía, el hombre incluso subía el repecho tras él, pero Maloin ya oía que su mujer le decía con la mayor seriedad del mundo:

—¿Ves como estabas incubando una gripe?

Una buena gripe la llevaba a ella a su terreno, le permitía preparar infusiones, poner una cara aún más triste y zarandear al niño sin que el padre interviniera. Maloin tenía el cuerpo dolorido, se sentía vacío, reventado, pero irremediablemente debía empezar a pensar.

Pensar no como lo hacía su mujer, que era capaz de pasarse tres días discutiendo sobre la compra de una cacerola o unas clases de violín para Ernest; un violín del que llevaban hablando más de un año, tanto entre ellos dos como con su cuñado.

¡Pensar! Tal vez el hombre se había marchado, o quizá merodeaba por los alrededores. ¡Sabía que Maloin lo sabía! ¡O en cualquier caso que Maloin podía saberlo!

Era demasiado tarde para llevar la maleta a la policía, y aunque no lo fuese, Maloin lo habría hecho contra su voluntad.

¿Qué ocurriría si el inglés se quedaba en Dieppe? ¿Seguiría apareciendo su cara de payaso por todas las esquinas?

Maloin se levantó y, por segunda vez, abrió la ventana de forma tan brusca como la primera, pero solo vio a la mujer de un pescador —precisamente la mujer de Baptiste—, que iba vendiendo pescado de puerta en puerta. Contempló desde arriba a su mujer, que compró unos arenques después de regatear un rato. ¡Otra vez arenques!

Había dormido un poco, y tras la cortina de niebla se adivinaba ya el disco amarillento del sol.

La víspera, a esa misma hora, Maloin había salido de casa en contra de lo que solía hacer. Tal vez porque había sido algo excepcional conservaba un recuerdo grato de aquel paseo, sobre todo de las copas que se había tomado en el Café Suisse, que no era una taberna cualquiera sino el mejor café de la ciudad.

Le resultaba más fácil pensar fuera, en medio del ruido y del trajín de la gente. Fuera no se le hacían a uno una montaña las cosas más nimias. Se vistió y, como era de esperar, su mujer acudió al oír ruido.

—Supongo que no irás a salir.

Maloin habría preferido no montar una escena, pero era inevitable.

—¡Déjame en paz!

—¡Luego vendrás a quejarte de que estás enfermo! Y, claro, tendré que cuidarte yo…

¿No resultaba extraño vivir veintidós años con una mujer, tener hijos con ella, compartir el dinero y, sin embargo, seguir siendo unos desconocidos? La culpa era de ella, que no entendía nada y se pasaba la vida quejándose. Ni siquiera soportaba que, los días en que iba a jugar a los bolos, volviera un poco achispado. Jamás le preguntaba si había ganado, y lo que es peor: ¡era la única que ignoraba que Maloin era el mejor jugador de Dieppe!

—De verdad, Louis…

—¡Vale ya!

Ya se había acostumbrado, pero al principio, por una contestación así, su mujer se pasaba tres días llorando.

—¿No llevo yo el peso de la casa? —le preguntó Maloin mirándola a los ojos—. ¿No trabajo yo?

¿No traigo yo la manduca? ¿Y si mañana te dijera que somos ricos, eh? ¿Si mañana te enseñara cientos de miles de francos?…

La miró con actitud desafiante. Ella retrocedió, sin dar muestras de estar sorprendida pero con ganas de zanjar la discusión. Pero Maloin quería exactamente lo contrario.

—No me ves capaz de hacerlo, ¿verdad? ¿A que es eso lo que piensas? Claro, el único inteligente es tu cuñado porque trabaja en un banco. Pues espera, que ya le daré yo dinero para invertir…

De momento se había desahogado. Después se enfundó su mejor traje: era de grueso paño azul, como el que se ponían los pescadores los domingos.

—Se te olvida el pañuelo.

—¡No se me olvida nada, a ver si te cabe en la cabeza!

Estuvo en un tris de sonreír al mirarse en el espejo; luego salió encogiéndose de hombros. Delante de la casa no había más que un trozo de acera, porque todavía no estaba hecha la calle. Evitó pisar los charcos con los zapatos limpios. En lo alto del repecho se tropezó con Ernest, que salía de la escuela, y lo besó en la fría mejilla.

—¡Date prisa, que te está esperando tu madre!

Bajó hacia la rada diciéndose que tenía que pensar. De vez en cuando miraba a su alrededor, sorprendido y un tanto preocupado por no ver al hombre.