Todo podría haber sucedido de otra manera, y entonces Maloin habría regresado tranquilamente a su casa y nunca más habría vuelto a ver al hombre de Londres. Como solo lo había visto de noche o por la mañana, pero de muy lejos, podía asegurar que no conocía su cara.
Sin embargo, mientras Maloin rodeaba la dársena, cruzaba el puente de hierro y se encaminaba hacia el acantilado, la barca verde, en vez de continuar pescando, se dirigió de pronto hacia el mercado de pescado, y, con fingida indolencia, el hombre de Londres se acercó al lugar donde iba a atracar.
A pesar de eso, Maloin podría haber pasado de largo, pero justo acababa de pararse para contemplar una enorme raya y, cuando alzó la cabeza, tenía la mancha verde delante de los ojos, al sol, la mancha oscura del impermeable en primer plano y, detrás, la silueta azul de Baptiste, que remaba con la espadilla.
—¡Hola, Maloin! —saludó alguien que pasaba con una cesta de cangrejos.
—¡Hola, Joseph!
Y, sin embargo, se había prometido pasar muy rápido, siguiendo la acera. Pero era demasiado tarde. La culpa la tuvo la Gráce de Dieu, hacia la que miraban ambos. Y cuando dos personas observan un mismo espectáculo, raro es que no se crucen sus miradas. No mediaban entre ellos ni cinco metros. Los separaba una bita de amarre cuyo bronce estaba perlado de escarcha. Se había disipado la neblina que precede al amanecer y el aire era límpido, los colores pálidos y delicados. La mitad del universo estaba invadida por el mar, tan en calma que en la orilla no se distinguía una arruga, ni siquiera una ola blanca. La otra mitad iba despertándose poco a poco en torno a relucientes pescados y a ruidos que llegaban de las profundidades de la ciudad: timbres, el golpeteo de un martillo, un estrépito de persianas.
Bien plantado en el suelo, con la pipa entre los dientes y la gorra de ferroviario encasquetada, Maloin fingía mirar el agua como tanta gente acostumbra a hacer, pero una figura beige no se movía del ángulo derecho de su retina.
«Parece desesperado», pensó.
Aunque tal vez el hombre de Londres nunca estuviera alegre. Tenía una cara extraña, muy enjuta, la nariz larga y puntiaguda, los labios descoloridos y la nuez bastante prominente.
Resultaba difícil adivinar su profesión. No era un obrero. Sus manos eran grandes y se veían cuidadas, con vello rojizo y uñas cuadradas. Vestía de un modo similar a la mayoría de los viajeros ingleses que pasan por Dieppe, con un traje de tweed oscuro, cuello blando, sombrero flexible e impermeable de buena calidad.
Tampoco era un empleado, pues algo en su aspecto daba a entender que no llevaba una vida sedentaria, ni siquiera regular. A Maloin le hacía pensar en estaciones, hoteles, puertos…
Y de pronto le vino a la mente una conjetura que, por gratuita que fuese, se ajustaba a sus impresiones: el hombre tenía pinta de dedicarse al espectáculo de variedades, o al circo, tal vez fuera prestidigitador, o ventrílocuo, incluso acróbata.
Baptiste, que había amarrado la barca, dejó en el muelle una cesta de congrios. El hombre siguió todos sus movimientos con sus ojos hundidos y tristes, sosteniendo el cigarrillo entre los dedos amarillos de tanto fumar.
—¡Nada del otro mundo! —dijo Baptiste señalando los congrios.
Se dirigía al hombre como le hablaría un pescador a cualquier curioso que se encontrara en el muelle.
¿Entablaría el hombre conversación con Baptiste? ¿Acaso no llevaba tanto tiempo esperando en el muelle precisamente para hablar con él? Maloin estaba seguro de ello. Sabía que él sobraba allí, pero no quería irse.
Mientras el pescador subía al muelle, la flaca cabeza del inglés emprendió un movimiento lateral y las dos miradas se encontraron por primera vez, inquietas, sorprendidas, incapaces de retirarse.
De repente, Maloin sintió miedo, miedo de todo y de nada, y al hombre, por su parte, le asustó aquel ferroviario que permanecía allí inmóvil.
«No debo mirar hacia la torre», se dijo Maloin. «Se daría cuenta enseguida». Naturalmente miró, y estaba seguro de que el otro le seguía la mirada.
«Va a reconocer mi gorra de ferroviario y…».
Fue automático. Los ojos del hombre se alzaron hacia la gorra.
—Entonces, ¿quiere usted dar ese paseo? —preguntó Baptiste.
Maloin no oyó la respuesta. Huyó con torpeza, empujó a una mujer cargada con una cesta llena de gambas y se abrió paso entre los corros del mercado hasta que llegó al otro lado del edificio. Cuando miró hacia atrás, ya no vio el impermeable.
Estaba seguro de que el hombre había huido como él, bruscamente, sin motivo, y de que estaba buscándole en el extremo opuesto del mercado.
Por lo general, se acostaba en cuanto acababa de comer, se levantaba a eso de las dos y pasaba el resto de la tarde pescando o haciendo chapuzas en casa. Aquel día quiso dormir como siempre, pero, apenas transcurrida una hora, se levantó de la cama y recogió su ropa.
—¿Necesitas algo? —gritó su mujer, que le había oído desde abajo.
No necesitaba nada, pero no tenía sueño. En la cama, con los ojos cerrados, había estado pensando en las corrientes marinas, y había hecho cálculos.
Cuando el cuerpo cayó al agua, llevaban más o menos dos horas de bajamar. Por lo tanto, o había sido arrastrado hasta el fondo o, después de errar entre dos aguas, la corriente lo había empujado hacia alta mar.
No era la primera persona que se ahogaba en Dieppe y, cuando se conoce bien un puerto, puede preverse casi con exactitud adónde irá a parar un cadáver. Este probablemente se había quedado agarrado a los pilotes de las escolleras y, de ser así, tardarían mucho tiempo en descubrirlo. O tal vez había seguido la dirección del canal y las olas habían depositado el cuerpo un poco más abajo, en la playa, como le pasó a la americana del año anterior.
Maloin se ató los zapatos y bajó por la escalera de pino de Virginia, que vibraba bajo su peso, como casi toda la casa, pues estaba construida con materiales ligeros.
—¿Vas a salir? —preguntó sorprendida su mujer, que estaba lavando la ropa.
—Sí.
Con esa respuesta bastaba y sobraba. Alzó la tapadera de una cacerola a fin de ver qué había para comer, y, mientras se anudaba la bufanda, pensó en la bufanda de lana que le había hecho a su compañero su mujer; después, delante de la puerta, cargó la pipa.
Desde donde se encontraba veía la playa, pero esta quedaba demasiado lejos para distinguir un cuerpo entre las carretas que cargaban guijarros.
Cuando cruzó el mercado de pescado, ya había terminado la subasta y estaban limpiando las losas con abundante agua. El sol iluminaba la cabina de cristal, al otro lado de la dársena, y Maloin podía distinguir con nitidez la figura de su compañero.
—Ponme un trago de Calvados —dijo acodándose en la barra de un bar.
¿Se encontraría con el payaso? Ahora lo llamaba así. No podía decirse que tuviera ganas de verlo y, sin embargo, su mirada lo buscaba por las calles.
El malecón estaba desierto, los grandes hoteles cerraban en invierno y tenían las ventanas atrancadas o los cristales pintados con yeso. El casino también estaba cerrado, al igual que las tiendas de lujo aledañas. Maloin nunca iba por allí, en verano porque no era un lugar para él, y en invierno porque no había ningún motivo para acercarse. Algunas madres paseaban a sus hijos por el malecón. Pasó un volquete cargado de guijarros y en la playa varios hombres llenaban otros con palas.
Maloin caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos y fumando su pipa, parecía un apacible obrero que hubiera salido a tomar el aire. En apariencia observaba con placidez la orilla del mar orlada de algas.
No había ningún cadáver. Solo un montón de algas podría parecer, en último término, un cuerpo; se acercó para verlo mejor y hasta le dio una patada. Regresó hacia el malecón y, cuando subía los escalones, se topó de narices con el payaso.
Como por la mañana, sus ojos se cruzaron de inmediato. Los más asustados eran sin lugar a dudas los del inglés. Maloin observó que tenía la nariz azulada por el frío y que le temblaba el cigarrillo en los labios.
Si hubiera continuado subiendo, se habrían rozado al cruzarse, de modo que Maloin, apurado como cuando se dice una mentira, se volvió hacia el mar y fingió contemplarlo. Aguzó el oído y oyó que los pasos iban alejándose. Cuando se dio media vuelta, el hombre de Londres se encontraba ya lejos. Caminaba a zancadas tan largas que recordaba a un saltamontes.
¿Qué clase de persona era? No tenía cara de bruto. ¡Al revés!, parecía más bien un pobre diablo enfermizo que lleva una vida solitaria.
Aun así, había traído de Londres una maleta con quinientos cuarenta mil francos y había matado a su compañero para no repartírselos con él.
En cuanto al muerto…, en realidad, Maloin no tenía ni idea de quién era. Solo lo había visto de lejos, y además de noche. Sabía que vestía de gris y que era un poco más corpulento que el otro.
¡Nada más!
Pasó delante del Hotel de Newhaven, el único hotel del malecón que seguía abierto, pues contaba con una clientela de viajantes de comercio. El payaso había desaparecido detrás del casino y Maloin no quería volver a verlo.
«Tengo quinientos cuarenta mil francos», se dijo sin convicción, para ahuyentar el malestar que le aturdía.
Se encontraba a cien metros de la carnicería donde trabajaba su hija de criada. ¿No resultaba extraño? Al pasar no la vio, porque estaba en la cocina, pero la señora Laîné, sentada ante la caja, le saludó con un gesto.
«¡No tienes ni idea de que soy más rico que tú!», masculló para sus adentros.
¿Por qué estaba de malhumor, entonces? Pensó que un aperitivo le levantaría el ánimo y entró en el Café Suisse. Eran casi las doce. Los viajeros que subirían al barco de la una estaban llegando y se sucedían las mismas maniobras que por la noche. Tras tomarse un par de copas, le entraron ganas de darse una vuelta por la cabina. Llegó sin aliento.
—¿A qué has venido? —le preguntó su compañero, sorprendido.
Maloin le observó con recelo. Se daba cuenta de que estaba obrando mal, pero era superior a sus fuerzas.
—¿Te molesta verme?
—¿Por qué iba a molestarme?
—¡Pues lo parece!
Sonó el timbre. El guardagujas dio vía libre a la tres mientras Maloin observaba su armario. Quería decir algo para borrar la mala impresión, pero no se le ocurría nada. Por otro lado, no quería que pareciera que daba él el primer paso. ¿Por qué no decía nada su compañero?
Aguardó dos o tres minutos de pie en medio de la cabina, fingiendo que seguía con la vista un bou que regresaba. Al final lanzó un suspiro y se fue sin decir nada.
«¡A la porra!», gruñó mientras bajaba por la escalera de hierro.
La puerta del Moulin Rouge estaba abierta. Había dos mujeres fregando el suelo, y el dueño, un antiguo barman de París, restregaba el espejo del bar con blanco de España.
Maloin regresó a su casa. Como le venía de paso, compró un periódico, que desplegó delante de su cubierto.
—¿No me cuentas nada? —preguntó su mujer. —No tengo nada que contar.
Podía salir algo en el periódico, aunque fueran dos líneas referentes a la maleta, a algún robo cometido en Inglaterra o a dinero falso.
Al pensar en esas posibilidades dos arrugas le surcaron la frente. ¿Y si se trataba de dinero falso? No podía imaginarse a un ladrón, ni siquiera a un estafador, con el aspecto del payaso. Pero ¿y si era un falsificador, de esos que trabajan en un sótano y se pasan el día enfrascados en una tarea meticulosa, manejando tintas y ácidos?
—¿Qué te pasa? —preguntó su mujer.
¿Que qué le pasaba? ¡Que estaba furioso! O, mejor dicho, le daba miedo tener que estar furioso, porque como fueran billetes falsos…
—¿No comes más?
—¡No!
¡Sobre todo, que no empezara a ametrallarle a preguntas! No podía quedarse sentado. Si se levantaba, le entraban ganas de echar a andar. Y no sabía adónde ir.
¡Pero por lo menos que encontrasen el cadáver! Porque luego se haría de noche y habría que esperar al día siguiente. A saber si el ahogado no se había quedado enganchado en uno de esos cabos viejos que corren por el fondo de la dársena, en cuyo caso no habría nada que hacer: lo encontrarían al cabo de un mes, ¡o nunca!
—¿Por qué no está Ernest?
—¿No te acuerdas de que hoy es el día que come con su tía?
Regresó a la ciudad. A las tres y media encendieron ya las luces de los escaparates y las farolas. Junto a la estación marítima, se iluminó también la cabina acristalada. Durante más o menos un cuarto de hora tuvo sueño, pero luego se le pasó.
Acabó acomodándose en un rincón del Café Suisse, donde al menos sonaba un fonógrafo. En el rincón de enfrente estaba sentada Camélia, bien vestida, con una piel de zorro en torno al cuello. La chica le sonrió y le hizo una débil señal. Maloin estuvo a punto de irse con ella. Así por lo menos mataría una hora. Se lo pensó, pues solo llevaba unos veinte francos en el bolsillo.
¿Cómo averiguaría si el dinero de la maleta era falso? No podía presentar un billete en el banco. Si al menos los periódicos…
Abrió los de París, que acababan de llegar, y durante un rato permaneció inmóvil encogido en su rincón, calentito y arropado por la música. En la mesa de al lado jugaban al dominó. Volvió a entrarle somnolencia, pero no era una sensación desagradable.
Se abrió la puerta. Se había abierto ya veinte veces sin que Maloin le prestara atención, pero esa vez alzó bruscamente la cabeza y vio que el payaso entraba y se sentaba a una mesa.
Apenas los separaban tres metros. El inglés no le había visto.
—Un coñac —pidió cuando se acercó el camarero.
De un momento a otro volvería la cabeza y descubriría a Maloin. Se lo impidió Camélia, que se sentó a la mesa del inglés sin pedir permiso y le tendió la mano.
—¿Dónde está tu amigo? —preguntó de sopetón—. Me había citado a las cuatro y son casi las cinco.
Maloin lo oía todo. Temía lo que pudiese ocurrir. Le daba la impresión de que aquello por fuerza tenía que acabar con un escándalo. La mirada del inglés se apartó de Camélia y fue a posarse en el guardagujas, una chispa de terror brilló en sus pupilas.
—No lo sé. Creo que se ha ido a París.
Tenía acento, aunque no demasiado. Hablaba lentamente, sin apartar la mirada de Maloin. Camélia le tocó el brazo para obligarle a volverse hacia ella.
—¿Y qué debía hacer en París?
Aunque lo habían pillado entre dos fuegos, el payaso mantuvo la calma e incluso intentó sonreír.
—¿Y cómo voy a saberlo? Teddy no me lo cuenta todo.
Maloin hizo un nuevo descubrimiento: el hombre tenía los dientes picados o amarillentos a causa del tabaco.
—¡Camarero! —llamó el inglés.
—¿Estás seguro de que Teddy no se encuentra en Dieppe?
Cualquiera habría dicho que Camélia sospechaba la verdad. Lo miraba con tal insistencia que Maloin no habría querido estar en su lugar.
—Cinco francos y medio, con la copa de la señora.
Sin mirar al guardagujas, el inglés pagó y salió por la otra puerta, para no tener que volverse hacia él. Camélia, ya sola, se empolvó y se pintó los labios; luego llamó al camarero.
—Joseph, si alguien pregunta por mí, dile que no he podido esperar más tiempo… Si quiere, que venga a verme esta noche al Moulin Rouge.
Cuando un hombre vestido con un impermeable entró en el Hotel de Newhaven, la dueña, que se hallaba sentada en la recepción al fondo del vestíbulo, se volvió hacia una ventanita que comunicaba con el office.
—¡Germain! Ponga el cubierto de Mister Brown. Luego sonrió a Mister Brown, mientras este colgaba el impermeable en el perchero.
—¿Le ha gustado el paseo? Me parece que no va usted muy abrigado para la estación que corre. Aquí, en Dieppe, los vientos son húmedos.
Brown asintió, sonrió también, o más bien esbozó un amago de sonrisa, y se volvió hacia la barra.
—¡Germain! —llamó de nuevo la dueña—. Le llama Mister Brown a la barra. Era una mujer oronda y alegre, que no necesitaba esforzarse para ser amable.
—¿Un whisky, Mister Brown? —preguntó Germain, que ya tenía la botella en la mano.
El hombre de Londres se había sentado en un sillón de cuero y era evidente que no tenía nada que hacer. Miraba al vacío sin pensar o, si pensaba en algo, no se advertía señal alguna en su rostro.
A la hotelera le parecía distinguido, no solo porque era alto y delgado, sino también porque no hablaba mucho y nunca se reía.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo con nosotros, Mister Brown?
—No lo sé. Tal vez.
—Si le apetece algún plato especial, no tenga reparo en decirlo. En invierno a mi marido le sobra tiempo. Brown asintió con la cabeza.
¿A qué hora acostumbra usted a levantarse? Le llevarán el desayuno a la habitación.
El inglés hizo un amago de sonreír cortésmente, se tomó el whisky, se levantó suspirando, paseó su largo cuerpo por el vestíbulo y se aposentó de nuevo en un sillón, pero esta vez en un sillón del salón.
—¡Germain! Vaya a encender la luz.
Mister Brown seguía mirando al vacío con aire triste y, cuando se acomodó solo ante una mesa, bastante cerca de los dos viajantes de comercio, nadie podía imaginar que no llevaba más que una libra esterlina en el bolsillo.
Por lo que respecta a Maloin, ni siquiera reparó, durante la cena, en que su hijo ponía los codos sobre la mesa.
—Me parece que vas a pillar un gripazo —aventuró su mujer.
—Siempre estás con tonterías —replicó Maloin.
Cogió el termo de café y las rebanadas de pan, besó a su mujer y al niño y se encasquetó la gorra.
¡Cuánto se habría sorprendido la señora Maloin si le hubieran dicho que su marido tenía miedo!
¡Y, por si fuera poco, miedo a la oscuridad!
En la bajada hasta el muelle no había luz. La recorrió tan deprisa que estuvo a punto de resbalar. Al mismo tiempo, pensaba que lo que se le había ocurrido a su mujer tampoco era tan mala idea.
¡Pues muy bien, tendría gripe! Le darían un permiso de una semana.
Las luces de los muelles se reflejaban en la dársena. Baptiste estaba empujando la Gráce de Dieu hacia las escolleras para sacar los palangres y las nasas.
—¡Hola, Maloin!
La voz brotó de la húmeda oscuridad en la que temblaba el farolillo de la barca, y aquella luz, pese a hallarse muy cerca, parecía lejana.
—¡Hola, Baptiste!
Tal vez Maloin habría estado más animado si hubiera dormido. Al pasar delante del Café Suisse echó una ojeada al interior, pero no estaba el inglés. Entró enfurruñado en la cabina con dos minutos de retraso y relevó a su compañero sin decirle ni una palabra.
El Moulin Rouge estaba iluminado. En aquel momento llegaban los músicos. Maloin se sentó junto a la estufa y echó una mirada a las palancas.