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En el instante en que se viven parecen momentos como los demás, y, solo después, se da uno cuenta de que eran excepcionales y se obstina en recomponer el hilo perdido, en ordenar, uno tras otro, los minutos dispersos.

¿Por qué salió Maloin de mal humor aquella noche de su casa? Cenaron a las siete, como de costumbre. Había arenques a la plancha pues era temporada. Ernest, el hijo pequeño, había comido sin hacer porquerías.

Maloin recordaba que su mujer había dicho:

—Ha venido Henriette hace un rato.

—¡Otra vez!

Su hija trabajaba de criada en la misma ciudad, casi en el mismo barrio, y se creía con derecho a presentarse en casa con cualquier pretexto. Además, siempre iba para quejarse. Que si el señor Laîné había dicho esto, que si la señora Laîné había dicho aquello.

—Puede que quede vacante la plaza de la farmacia. Siempre es un trabajo más limpio que una carnicería.

Aunque no fuera nada grave, Maloin había salido de mal humor. Tampoco su malhumor podía considerarse grave. De hecho, le impidió coger su termo de esmalte azul lleno de café, ni el pan con mantequilla, ni el salchichón que le había preparado su mujer.

Cada noche se marchaba a la misma hora, exactamente seis minutos antes de las ocho. Su casa y dos o tres más se encontraban en lo alto del acantilado y, al salir, veía a sus pies el mar, la larga escollera del puerto y, más a la izquierda, las dársenas y la ciudad de Dieppe. Como estaban en pleno invierno, el paisaje, a esas horas, se componía tan solo de luces: los tonos rojos y verdes de las escolleras, las luces blancas de los muelles reflejadas en el agua y todas las luces hormigueantes de la ciudad.

«No hay mucha niebla», observó para sí.

Durante cuatro días habían sufrido una niebla tan densa que los transeúntes chocaban unos con otros en la calle.

Maloin bajó la cuesta, dobló a mano izquierda y se encaminó hacia el puente. A las ocho menos dos minutos pasaba frente a la estación marítima. A las ocho menos un minuto empezó a subir la escalera de hierro que llevaba a su atalaya.

Maloin era guardagujas. Al contrario que la mayoría de los guardagujas, cuyas cabinas se hallan fuera del trajín urbano, ubicadas entre las vías, los terraplenes y las señales, la suya estaba en plena ciudad, e incluso en el corazón de esta. Ello obedecía a que su estación no era una auténtica estación, sino una estación marítima. Los barcos que llegaban de Inglaterra dos veces al día, a la una y a medianoche, atracaban a lo largo del muelle. El rápido de París, tras abandonar la estación normal, que estaba en la otra punta de Dieppe, cruzaba las calles como un tranvía y se detenía a unos metros del barco.

No había más que cinco vías en total, pero sin empalizadas, ni taludes, ni nada que separara el mundo de los raíles del mundo a secas.

Maloin tenía que subir treinta y dos escalones. En lo alto de la escalera se alzaba la cabina acristalada, donde su compañero del turno de mañana ya estaba abrochándose el abrigo.

—¿Cómo va eso?

—Bien. Anuncian cuatro vagones frigoríficos en la dos.

Maloin no prestó atención. Y, sin embargo, jamás olvidaría el más mínimo pormenor de aquella noche. Su compañero llevaba una bufanda de lana y Maloin pensó pedirle a su mujer que le hiciera una, pero más oscura, más discreta. Cargó su primera pipa y dejó la petaca sobre la mesa, junto al frasco de tinta violeta.

Era realmente un sitio agradable, el mejor puesto de observación de toda la ciudad. Desde allí se divisaban los faros de los dos bous que pescaban en el interior de la rada y que regresarían al puerto con la marea. Por el lado que daba a tierra, junto al mercado cubierto, refulgían las luces del Café Suisse, y detrás, uno tras otro, los escaparates iluminados de la ciudad.

Más cerca, reinaban la oscuridad y el silencio, las ventanas y las puertas estaban cerradas, salvo la abigarrada puerta del Moulin Rouge, donde acababan de entrar los músicos. Maloin sabía que tocarían sin público hasta eso de las diez, hora a la que llegaban los primeros clientes. Pero aunque no hubiera nadie tocaban, y los camareros estaban en sus puestos.

La estufa de hierro colado era roja. Maloin colocó sobre ella el termo de café y abrió su armario para coger la botella de aguardiente.

Llevaba treinta años haciendo lo mismo, a la misma hora y en el mismo sitio. A las nueve dio paso a los cuatro vagones frigoríficos y a la locomotora que regresaba a la estación. A las diez vio apagarse la luz de su casa, en lo alto del acantilado. La de los Bernard seguía encendida, pues nunca se acostaban antes de las once.

Como siempre, fue el primero en vislumbrar en la oscuridad del horizonte las luces del barco de Newhaven, al tiempo que algo cobraba vida en torno a su cabina. Los cuatro aduaneros que estaban de servicio se acercaban lentamente; después les siguieron los mozos, el camarero de la cantina y un taxi. Unos tras otros iban iluminándose los locales de la estación y, al sonar el primer toque de sirena del barco, el muelle se encendió como si empezara una fiesta.

Maloin sabía que el tren salía de la estación de Dieppe mucho antes de que el humo del barco se extendiese por la dársena.

Estaba pendiente del tren, por supuesto, pero, sin darse cuenta, se fijaba en lo que ocurría a su alrededor; por ejemplo, en ese instante Camélia se encaminaba hacia el Moulin Rouge, tosía antes de entrar y volvía a toser antes de cerrar la puerta.

Daba comienzo la hora más corta de la noche. Mientras abrían las puertas de los furgones, el barco avanzó entre las escolleras, viró en medio de la dársena y arrojó las guindalezas. Como no había más que gente del ramo en el muelle, todo el mundo había contado ya a los cinco pasajeros de primera y los doce de segunda.

Maloin se sirvió café, añadió aguardiente y cargó la tercera pipa. Se la fumó de pie, mirando desde las alturas las figuras en movimiento. ¿Por qué se fijó más en un hombre que en los demás? Como de costumbre, habían colocado las vallas para impedir que los pasajeros saliesen sin pasar por la aduana. Pero el hombre en cuestión, que venía de la ciudad, se hallaba fuera del recinto vallado, debajo mismo de la cabina, y Maloin pensó que si quería podía escupirle.

Llevaba un abrigo gris, un sombrero de fieltro también gris, guantes de piel, y fumaba un cigarrillo. Los demás detalles, Maloin no llegaba a distinguirlos. Los ferroviarios, los aduaneros y los empleados de la estación atendían a los viajeros que cruzaban la pasarela. Aparte del hombre de gris, Maloin vislumbró fue el único que una sombra que se erguía en la proa del barco, y en ese mismo instante aquella sombra arrojó un objeto al muelle.

El lanzamiento fue tan increíblemente preciso como una acrobacia. A cincuenta metros de la gente acababa de pasar volando por encima de las vallas una maleta, y ahora el desconocido de la ciudad la sostenía en la mano, con toda naturalidad, sin dejar de fumar.

El hombre habría podido marcharse, pues nadie se atrevería a interpelarle. Sin embargo, permaneció allí, a unos metros del rápido, como un viajero cualquiera que espera a un amigo. La maleta parecía liviana. Era una de esas pequeñas maletas de fibra cuyo fin era contener un traje y un poco de ropa interior. Henriette tenía una parecida.

—¿Qué estarán pasando de contrabando? —se preguntaba Maloin.

Ni por un instante se le pasó por la cabeza denunciar a los dos desconocidos, uno de los cuales seguía sin poder verse. No era asunto suyo. Si él hubiera viajado a Inglaterra, también había pasado tabaco o alcohol de contrabando, porque todo el mundo lo hacía.

Una joven fue la primera en salir de la aduana y en dirigirse hacia un compartimiento de primera. Un hombre ya bastante mayor, seguido de dos mozos, se acomodó en un coche cama. Casi todos los días llegaban viajeros de la alta sociedad, sobre todo en el barco de noche, y Maloin, desde su cabina, había entrevisto a ministros, delegados de la Sociedad de Naciones, actores y estrellas de cine.

A veces los fotógrafos acudían a esperarlos al muelle.

El hombre de la maleta permanecía inmóvil. Tenía más aspecto de inglés que de francés, pero Maloin tampoco podía asegurarlo. Al poco, salió un viajero de la aduana, un tipo flaco con un impermeable beige, y de inmediato se dirigió hacia el que esperaba fuera. Todo había funcionado de maravilla. El hombre de Londres había lanzado la maleta a su cómplice y ahora se estrechaban la mano.

¿Subirían al tren? Mientras Maloin se preguntaba aquello, los vio cruzar la calle y entrar en el Moulin Rouge, cuya música le llegó por un instante.

El jefe de estación tocó el silbato. El sonido resonó en la cabina. Maloin bajó hasta el fondo la segunda palanca y a los pocos instantes el tren arrancaba hacia la otra estación, la de verdad, de donde saldría rumbo a París.

Apagaron todo y cerraron las puertas. Los aduaneros se alejaron en grupo y dos de ellos entraron en el Café Suisse. En el barco también fueron apagándose las luces, salvo en la popa, donde un aparejo extraía con estruendo cajas de madera de la cala abierta.

Todas las noches se repetía el mismo rito. Durante dos o tres horas se oía el rechinar del cabrestante y se veía la luz directa del proyector enfocado en la cala.

Pero la atención de Maloin se centraba en el Moulin Rouge y sus cristales abigarrados, tras los cuales se vislumbraban las sombras de los que bailaban.

«Puede que Camélia salga con uno de ellos», se dijo.

Y es que de cuando en cuando Camélia abandonaba el cabaret acompañada, doblaba la primera esquina de la calle y un instante después se oía el timbre de un hotelito. Maloin había entrado con ella alguna vez, como los demás, por curiosidad. Era una buena chica, estaba siempre de buen humor y saludaba a Maloin cuando lo veía pasar.

—¡Anda, salen sin ella!, —murmuró.

Con frecuencia hablaba solo en la cabina, porque así se sentía como acompañado.

«¡Apuesto a que van a hacer el reparto!».

Los dos hombres, en vez de caminar hacia la ciudad, cruzaron la calle, pasaron al otro lado de las vías y se detuvieron en el lugar más oscuro y desierto, al borde de la dársena. Maloin sonrió, porque nadie se percataba nunca de su presencia. Nadie se imaginaba que arriba, en la cabina acristalada donde reinaba una luz rojiza, había un hombre mirando. Las parejas de enamorados menos aún que los demás, y el guardagujas tenía recuerdos divertidos.

Se volvió para alcanzar la taza de café y beber un sorbo. Fue cuestión de un segundo tal vez se perdió un gesto de uno de los desconocidos, pero no más. Sin embargo, cuando volvió a mirar, el hombre alto y flaco golpeaba en el rostro a su acompañante, con una violencia y una rapidez que lo sorprendieron.

Le golpeaba con la mano derecha, sin soltar la maleta que sostenía con la izquierda. Debía de llevar la manos cubiertas, pues el puño se veía demasiado oscuro, parecía que empuñara una porra. El cabrestante no dejaba de gemir.

Con la cara pegada al cristal, Maloin vio tambalearse al herido al borde de la dársena, donde irremisiblemente había de caer. El otro lo sabía. Había calculado el golpe para que fuera así. Lo que no había previsto, al parecer, era que su víctima, con un gesto instintivo, se aferrara a la maleta y se la arrancase de las manos.

Se oyó un «plof» seguido de otro más débil. Primero había caído el hombre, luego la maleta. El otro hombre, el larguirucho, lanzó una ojeada a su alrededor y se inclinó sobre el agua.

Solamente tres días más tarde se preguntó Maloin por qué no había pedido auxilio.

Pues, francamente, ¡no se le había ocurrido! Cuando uno se imagina una tragedia, no duda de cómo se comportaría. Pero cuando sucede de verdad, la cosa cambia. En realidad observó la escena como habría observado cualquier pelea en la calle, con curiosidad, y solo cuando el hombre se incorporó, gruñó:

—¡Seguro que el otro está muerto!

Había dejado que la pipa se apagara, así que la encendió mientras inspeccionaba malhumorado el muelle, porque su deber era bajar y no se atrevía. Cuándo un hombre acaba de matar a otro, ¿se plantea matar a un segundo hombre? Aun así, abrió la puerta. El asesino oyó el ruido, miró hacia arriba y se alejó a zancadas en dirección a la ciudad.

Maloin bajó lentamente. Como se esperaba, el agua de la dársena estaba en calma y no se veía el menor rastro ni del hombre ni de la maleta. A cincuenta metros se erguía la roda del barco de Newhaven. En la popa seguían descargando cajas.

¿Qué podía hacer? ¿Llegarse hasta el Café Suisse, donde había un policía de guardia? Tras dudar un momento, recordó que no le quedaba aguardiente, entró en el Moulin Rouge y se sentó en la barra, junto a la puerta.

—¿Qué tal? —preguntó Camélia.

—Bien. Ponme un Calvados…

La orquesta de jazz se hallaba al fondo, envuelta en una luz rosada, y había algunas personas bailando. Camélia esperaba que Maloin le hiciera una señal, y este por un momento sintió deseos, pero se tomó otro Calvados y dejó de pensar en ello.

Estaba de malhumor y recordó que ya había salido así de su casa. Pero ahora el asunto era serio. No había dado la voz de alarma enseguida y a buen seguro le reprocharían su silencio. Y, sin embargo, no era culpa suya, ¡es que no se le había ocurrido!

—¿Te vas? —preguntó Camélia.

—Me voy.

Miró otra vez el agua de la rada y, mientras subía a su reducto, iba cavilando. De todas formas, de nada serviría buscar el cuerpo, pues el hombre estaba muerto, y bien muerto. En cuanto al otro, estaría ya lejos.

Maloin miró el panel de timbres y dio vía libre a la tres para nuevos vagones de mercancías. Un taxi se detuvo delante del Moulin Rouge: bajaron dos hombres que andaban de parranda.

—¡Al fin y al cabo, no es asunto mío! —dijo Maloin en voz alta.

Cargó la estufa y apuró la última gota de café. Aquel era el peor momento de la noche, el más frío. Soplaban vientos del este, el cielo estaba despejado y dentro de una hora caería una desagradable helada. No había nada que hacer, nada que mirar hasta que abriera el mercado de pescado, cuya actividad empezaba cuando aún era de noche y acababa en pleno día.

«¡Ha matado al otro para quedarse con la maleta!», pensó Maloin. «¡Pues se ha quedado con tres palmos de narices!».

¿Qué contenía la maleta? Nadie mata a un hombre así por las buenas.

Había bajamar. Pasada una hora, no cubriría más de tres metros a orillas de la dársena. E incluso menos, porque era marea equinoccial. Maloin frunció el ceño, arrugó la nariz, se rascó la sien y lanzó un suspiro, hábitos todos que se adquieren cuando se pasa uno mucho tiempo solo: hace muecas, gestos, gruñe y de cuando en cuando masculla unas palabras.

—¿Por qué no?

Evidentemente hacía frío. Pero si merecía la pena…

Se paseó por su habitáculo sin dejar de discutir consigo mismo. Hasta que, de repente, bajó por la escalera de hierro y se dirigió hacia la orilla del muelle.

—¡A la porra! —masculló de nuevo.

Se quitó los zapatos y la chaqueta, echó una ojeada al barco inglés, en el que ya no se oía ningún ruido, y se tiró al agua. Antes de trabajar como guardagujas había pescado en un bou y luego se pasó cinco años en la Marina.

Desapareció tres veces bajo el agua, y en cada inmersión removía con las manos el limo tibio del fondo. La cuarta vez se topó con un viejo cable de acero. A la quinta, por fin, cuando ya empezaba a tener miedo, salió con el maletín.

Poco a poco el miedo se convirtió en pánico y empezó a arrepentirse de lo que había hecho. Se preguntó qué pasaría si le sorprendían y echó a correr, con la chaqueta en el brazo y olvidándose de los zapatos.

Nunca había subido tan deprisa la escalera de hierro. El maletín iba soltando agua. Él mismo chorreaba. Pero tenía ropa de faena en el armario y pudo cambiarse. Aún no había abierto el maletín y lo miraba con recelo. Además, tenía que ir a recoger los zapatos. En el momento mismo en que regresaba a la cabina cerraron el Moulin Rouge.

Camélia salió la última y echó una ojeada hacia arriba para asegurarse de que al guardagujas no le apetecía irse con ella aquella noche. Entretanto Maloin mascullaba:

—¿Y ahora qué hago?

¡Abrir la maleta, evidentemente! ¡No tenía vuelta de hoja!

Si la llevaba a la comisaría, no entenderían su conducta, y, al fin y al cabo, tal vez no contuviera más que tabaco de contrabando.

Ni siquiera estaba cerrada con llave y, cuando levantó la tapa, lo primero que vio fue una masa blanda, empapada, un montón de trapos informes. Los sacudió para ver si había algo más y fue entonces cuando descubrió los billetes.

Le sucedió como al presenciar el crimen: al principio Maloin no experimentó la menor emoción y se quedó mirando como un estúpido el montón de billetes blancos, billetes ingleses de cinco y de diez libras que se habían pegado los unos a los otros al mojarse.

Ya había visto antes billetes de diez libras. Él mismo tenía cinco mil francos, o más, en el banco y la casa donde vivía era de su propiedad.

Pero allí no había diez, ni cincuenta billetes, ni una cantidad de dinero cualquiera. ¡Se trataba de un maletín lleno de billetes de banco! ¡Una suma increíble de dinero!

Lo primero que hizo Maloin fue dar la vuelta a la cabina mirando hacia fuera. El mar estaba más claro. Al otro lado del muelle, empezaban a pararse camiones y coches delante del mercado de pescado, donde ya habían encendido las luces dos bares.

Maloin se alejó del montón de billetes y, como si fuese lo más urgente, vació el agua que quedaba en la maleta y la puso a secar ante el fuego. Luego tendió sobre una silla el pantalón mojado y encendió una pipa.

—¡Si hasta puede que haya un millón! —susurró.

Después se sentó ante los billetes y los contó uno por uno, separando los de cinco libras de los de diez. Mojando la pluma en la tinta violeta se puso a hacer sumas y multiplicaciones, y el total le dio la cantidad de quinientos cuarenta mil francos según más o menos el cambio vigente.

Bien, así que no había más que quinientos cuarenta mil francos. Enseguida se hizo a la idea y, como si fuese lo más natural del mundo, juntó el dinero en fajos, los envolvió en papel gris y los guardó en la maleta, que metió en el armario. Eran tres guardagujas y cada cual disponía de un mueblecillo para guardar sus cosas.

—¿Será posible?… —dijo sonriendo a su pesar.

No obstante, se sentía un poco incómodo. Por ejemplo, evitaba hacer planes y confesarse abiertamente que consideraba suyo aquel dinero. Se acercó una vez más hacia los cristales, que ya empezaban a clarear, y su mirada se fijó en dos hombres que hablaban al otro lado de la dársena. Uno de ellos era Baptiste, un pescador que solía poner palangres en el puerto y a lo largo de las escolleras. Su barquita pintada de verde se llamaba la Grâce de Dieu.

El hombre con quien conversaba Baptiste llevaba un impermeable beige y era alto y flaco. Se trataba del asesino. No había podido acostarse, y seguramente se había pasado la noche deambulando por la ciudad.

¿Qué estaría contándole al pescador mientras no le quitaba ojo a la barca verde? ¿Se atrevería a alquilarla para, acompañado de Baptiste, escudriñar el fondo con un gancho?

Maloin sonrió sin saber por qué. No estaba impresionado. Baptiste se fue solo con su barca y sacó los palangres, mientras el otro lo miraba desde el muelle soplándose de cuando en cuando en los dedos, tiesos de frío.

Una hora después salió el sol y el mar, de color verde pálido, se cubrió de destellos que semejaban escamas de pez. En casa de Maloin habían abierto la ventana de la primera planta. Su mujer estaría preparando el desayuno del chiquillo, que a las siete salía para la escuela.

Un hombre cruzaba el puente y Maloin sabía que se trataba de su compañero, que venía a relevarle.

En definitiva, todo estaba en orden. Era una mañana como otra cualquiera. El hombre del impermeable se acercaba a ratos a la esquina de la calle y regresaba al mismo sitio, sin quitar el ojo a una zona de la dársena y a la barca de Baptiste.

En el barco inglés estaban lavando la cubierta con una manguera y los marineros corrían descalzos por el suelo inundado.

Maloin tenía quinientos cuarenta mil francos en su armario, un armario de madera blanca que no valía ni cincuenta francos y que necesitaba una mano de pintura. ¿Quién hubiera adivinado algo semejante?

Colgaba un espejo roto de la pared. Maloin se miró con curiosidad. Seguía siendo el mismo Maloin de siempre, con la tez clara, la piel cubierta de finas arrugas marcadas por la sal marina, los ojos grisáceos, las cejas enmarañadas y el bigote ya entrecano.

—¿Qué, te encuentras guapo? —dijo su compañero dejando el termo de café sobre la estufa. Maloin le guiñó un ojo.

—Nunca se sabe.

Miraba el armario. Miraba la barca verde y, en la orilla, al hombre de Londres, que pateaba de impaciencia. Era imposible no sonreír. No podía evitarlo.

—¿Qué hay anunciado?

—Diez vagones de verduras tempranas…

Los ojos le reían a ratos. El asunto se las traía. En cualquier caso, no merecía la pena pensar en todo a la vez. Más adelante, ya se vería.

Al bajar la escalera, pensó que su mujer se enfadaría cuando le viera llegar con los calcetines mojados. En la esquina de la calle, junto al Café Suisse, vio de lejos a su hija, que iba a buscar la leche para sus patrones.