MÁS TARDE

LUEGO LLEGÓ otro helicóptero, decorado con el logo de un canal de noticias de Santa Bárbara. No hizo ningún ruido, claro —la cúpula seguía sin dejar entrar el ruido—, pero Astrid veía caras en la cabina, y se imaginaba que la lente de una cámara con teleobjetivo apuntaba hacia ellos.

Ahora la vista del helicóptero se veía levemente obstaculizada porque fuera, más allá de la barrera transparente como el cristal y dura como el diamante, estaba lloviendo. Las gotas salpicaban en la cúpula y bajaban a chorros.

Dentro de la barrera, a ambos lados de la carretera principal, los chavales se situaban tan cerca del exterior como podían. Ya habían llegado tres o cuatro docenas de chavales corriendo desde Perdido Beach. Al principio solo veían a los soldados y a los policías del Estado que se habían acercado a toda prisa haciendo señales con las luces, el helicóptero y a un puñado de padres.

Pero estaban llegando más padres en coches y todoterrenos, procedentes de sus nuevos hogares en Arroyo Grande, Santa María y Orcutt.

Los padres que habían encontrado nuevos lugares para vivir que quedaban más lejos, en Santa Bárbara o Los Ángeles, tardarían más en llegar.

Algunos llevaban carteles.

«¿Dónde está Charlie?».

«¿Dónde está Bette?».

«¡Te queremos!». Con la tinta corriéndose debido a la lluvia.

«¡Te echamos de menos!».

«¿Te encuentras bien?».

No quedaba mucho papel en la ERA, y los chicos se habían acercado a toda prisa; ni se habían esperado a coger nada. Pero algunos habían encontrado trozos de placas de construcción o de cartón que se había llevado el viento, y usaban pedacitos de grava para escribir.

«Yo también te quiero».

«¡Di a mi mamá que estoy bien!».

«Ayúdanos».

Y la cámara de televisión y el helicóptero lo observaban todo, y también la gente, los adultos: padres, policías y curiosos. Media docena de teléfonos inteligentes tomaban fotos y grababan vídeos. Astrid sabía que vendrían muchos, muchos más.

Empezaban a aparecer barcos en el océano fuera de la cúpula. Y ellos también miraban con prismáticos y lentes fotográficas.

Una pareja mayor se acercó corriendo procedente de una casa motorizada, garabateando al avanzar: «¿Puedes ir a ver a nuestro gato, Ariel?».

Nadie les respondería, porque se habían comido a todos los gatos.

«¿Dónde está mi hija?», y un nombre.

«¿Dónde está mi hijo?», y un nombre.

Astrid se preguntaba amargamente quién se encargaría de escribir esas respuestas. Muerta. Muerto. Se lo comieron los gusanos carnívoros. Murió atacado por un coyote.

Asesinado en una pelea por una bolsa de patatas.

Se suicidó.

Se murió porque estaba jugando con cerillas y no es que tengamos precisamente un cuerpo de bomberos.

Lo matamos porque era la única forma de lidiar con él.

¿Cómo explicar a todos esos ojos que observaban cómo era la vida dentro de la ERA?

Entonces Astrid vio un coche conocido que casi choca con un coche patrulla aparcado. Un hombre salió de un salto. Una mujer se movía despacio, vacilante. La madre y el padre de Astrid se acercaron a la barrera. Su padre aguantaba a su madre como si se fuera a derrumbar.

La imagen de la pareja desgarró a Astrid. Era evidente que los adultos y adolescentes mayores que estaban en la zona de la ERA cuando Petey obró su descabellado milagro habían salido con vida. ¿Cuántos miles de horas había dedicado Astrid a intentar averiguar qué había pasado, intentando pensar en cada alternativa posible? Padres muertos, padres vivos, todos los padres en un universo paralelo, padres a los que les habían reescrito la memoria, padres borrados del pasado y del presente…

Y ahora volvían a aparecer llorando, agitando las manos, mirándolos, cargados de emociones y exigiendo explicaciones que la mayoría de los chavales —Astrid incluida— no eran capaces de reducir a unas pocas palabras rayadas en un trozo de yeso, o marcadas con un clavo en un trozo de madera.

«¿Dónde está Petey?».

La madre de Astrid sostenía ese cartel. Lo había escrito con un rotulador permanente en un lado de una bolsa de lona, porque ahora la lluvia era demasiado intensa para utilizar papel.

Astrid se lo quedó mirando durante mucho rato. Y al final no se le ocurrió una respuesta mejor que encogerse de hombros y menear la cabeza.

«No sé dónde está Petey».

«Ni siquiera sé lo que es».

Sam estaba a su lado y no la tocaba, no con tantos ojos mirándolos. Astrid quería apoyarse en él. Quería cerrar los ojos, y cuando volviera a abrirlos estar con él en el lago.

Habían pasado meses desesperados en los que lo único que Astrid quería era salir de allí y recuperar su antigua vida como la afectuosa hija de sus padres. Pero ahora apenas soportaba mirarlos. Ahora buscaba desesperadamente una excusa para marcharse. Eran extraños. Y sabía, como Sam siempre había sido, que acabarían convirtiéndose en acusadores.

Eran una puñalada en el corazón cuando ya no podía aguantar más, cuando ya no podía empezar a sentir otra vez. Era demasiado. No podía pasar repentinamente de una desesperación a otra.

Dekka se encontraba detrás de Sam con los brazos cruzados, casi como si se escondiera. Quinn y Lana se encontraban un poco apartados, maravillados ante la imagen del mundo exterior, pero aún no tenían caras con las que comunicarse.

—Somos monos en un zoo —dijo Sam.

—No —replicó Astrid—. A la gente le gustan los monos. Mira cómo nos miran. Imagínate lo que ven.

—Me lo he imaginado desde el comienzo.

—Sí…

—¿Quieres saber lo que ven? ¿Lo que ve mi madre? Un chico que ha disparado luz con las manos y ha intentado incinerar a un bebé —explicó Sam con dureza—. Me ha visto quemar a un bebé. No habrá explicación que valga, nunca jamás.

—Parecemos salvajes. Sucios y muertos de hambre, vestidos como vagabundos —continuó Astrid—. Con armas por todas partes. Y una chica muerta con una roca aplastándole el cerebro.

Astrid miró a su madre y, ay, no podía evitar su mirada de… ¿de qué? No de alegría, ni de alivio.

Sino de horror.

De distancia.

Ambos lados, el de los padres y el de los hijos, veían ahora el enorme abismo que se había abierto entre ellos. El padre de Astrid parecía menudo. Su madre, vieja. Ambos parecían fotos antiguas de sí mismos, no personas de verdad. No eran tan reales como los recuerdos que tenía de ellos.

Astrid sentía como si sus ojos la inspeccionaran en busca del recuerdo de su hija. Como si no quisieran verla a ella, sino a la chica que había dejado de ser mucho tiempo atrás.

Brianna se acercó zumbando. Una distracción bienvenida que hizo que los rostros silenciosos del otro lado dibujaran círculos con la boca: «¡Oooh, aaah!», y señalaran con las manos, y las cámaras giraran.

—Está lista para el primer plano —dijo Dekka con brusquedad.

—¿Hay mucha luz aquí, o soy solo yo? —dijo Brianna. Entonces sacó el machete, lo hizo girar a diez veces la velocidad humana, se detuvo, lo guardó otra vez, e hizo una pequeña reverencia a los espectadores perplejos y horrorizados—. Sí. Sí, me interpretaré a mí misma en la película. La Brisa no necesita efectos especiales.

Astrid respiró. Le pareció como si fuera la primera vez que respiraba en mucho tiempo. Agradecía que Brianna hubiera roto un poco con la tensión.

—Por cierto, volviendo a lo nuestro: se dirigen hacia el desierto —anunció Brianna a Sam—. Un grupito feliz: madre, hija y el tío Mano de Látigo. Me he acercado demasiado y el bebé casi me entierra bajo una tonelada de piedras. Qué niña más mala.

Brianna asintió, satisfecha.

—Esa puede ser mi frase: «Qué niña más mala».

—No, no —dijo Dekka—. Por favor, no.

Astrid sonrió, y su madre pensó que le sonreía a ella y le devolvió la sonrisa.

—He visto a alguien grabarlo —comentó Sam—. A mí quemando a… la criatura. ¿Sabes lo que verán? ¿Lo que pensará la gente de ahí fuera?

Astrid sabía que estaba aterrado. Veía —todos veían— la mirada de horror de Connie Temple cada vez que miraba a su hijo.

«Su hijo», en singular, pues Caine se había quedado mirando durante un buen rato a su madre, se había vuelto y se había marchado otra vez a la ciudad.

—Hace mucho tiempo que temes esto, Sam —comentó Astrid en voz baja—. Que temes que te juzguen.

Sam asintió, miró al suelo y luego a Astrid. La chica esperaba ver tristeza. Puede que culpa. Pero casi gritó de alivio cuando vio los ojos del chico que nunca se había echado atrás. Vio los ojos del chico que fue el primero en enfrentarse a Orc, y luego a Caine, Drake y Penny.

Vio a Sam Temple. «Su» Sam Temple.

—Bueno —dijo Sam—. Imagino que pensarán lo que quieran.

—Está oscureciendo —señaló Dekka—. Cuando llegue la noche, más vale que saquemos a Penny de aquí. Y la enterremos. Todos los que vienen se quedan mirando el…

Dekka se calló, porque Sam se estaba moviendo. Se dirigía decidido al lugar donde el cuerpo de Penny yacía con la cabeza aplastada bajo una piedra, como en una grotesca parodia de la Bruja Malvada del Este.

Las cámaras seguían el movimiento de Sam.

Los ojos —muchos de ellos hostiles, condenatorios— seguían sus pasos.

Sam miró directamente a las cámaras. Y a continuación miró a su madre. Astrid contuvo el aliento.

Entonces Sam se puso a incinerar, sistemática y completamente, el cuerpo de Penny. Hasta que solo quedaron cenizas.

Connie Temple permaneció como una estatua, negándose a apartar la mirada.

Cuando Sam acabó, asintió una vez en dirección a su madre, se volvió y se dirigió hacia Astrid.

—No la enterraremos en la plaza con chavales buenos que murieron sin motivo. Si buscamos a gente que enterrar, encontraremos lo que quede de Cigar y Taylor.

Lana negó con la cabeza.

—No puedo asegurar que Taylor esté muerta. Ni que esté viva.

Sam asintió.

—Esto es lo típico que a toda esa gente de ahí fuera le va a costar entender. Pero, sea como sea, ahí están, y, ¿sabéis qué?, aún tenemos niños que alimentar y un monstruo al que matar. —Tendió la mano hacia Astrid—. ¿Estás lista para marcharte?

Astrid vio detrás del chico, por encima de su hombro, el rostro preocupado de su madre. Entonces cogió la mano de Sam.

—Hay mucho que hacer —dijo Sam a los chavales que podían oírlo, dando la espalda al exterior—. Mucho que hacer, mucho que arreglar, y falta mucho para que esta guerra termine. Volverán.

E inclinó la cabeza hacia el norte, hacia la dirección en que había huido Gaya.

—Quinn, ¿quieres encargarte del negocio aquí en Perdido Beach? ¿Encargarte del trabajo de Albert? Creo que a Caine le parecerá bien.

—En absoluto —respondió Quinn—. No. Nooo. No.

Sam parecía un poco sorprendido.

—¿No? Bueno, pues supongo que ya montarán algo Caine, Lana, Edilio y Astrid.

—Espero que sí —dijo Quinn con ganas, y dio un golpecito amigable a Sam en el hombro—. Gracias por salvarnos el pellejo… otra vez. Pero yo, tío, me voy a pescar.

Astrid sintió que debía volver a mirar a sus padres. Explicarles que tenía que marcharse. Poner alguna excusa. Quedarse para tranquilizarlos.

Pero algo fundamental había cambiado, como si se hubieran movido los polos magnéticos o alterado las leyes de la física. Porque ya no pertenecía a su familia. Ya no era suya.

Era de Sam.

Y él era de Astrid.

Y aquel era su mundo.