3 MINUTOS
GAYA SE RIO y Diana no pudo evitar reírse también. Habían pasado junto a una casa que ardía, con chavales que acechaban tan cerca como podían para conseguir luz sin quemarse.
Penny había hecho algo para hacer que entraran corriendo en la casa en llamas.
Diana estaba horrorizada hasta que Gaya se rio. Entonces Diana no pudo evitar reírse también. Resultaba divertido.
Gaya tenía sentido del humor. Qué increíble verlo en un bebé. Diana se atribuía el mérito, por sus genes. Gaya lo había sacado de su mamá.
Continuaron por la calle, y la luz que emanaba de Gaya bastaba para atraer a la gente como polillas hacia la llama. Se acercaban arrastrándose o titubeando, necesitados de esa luz, necesitados tras pasar mucho tiempo en la desesperada oscuridad como boca de lobo.
Se acercaban, y cuando lo hacían Drake los azotaba hasta que salían corriendo, o se contorsionaban hasta quedar fuera de su alcance.
Gaya se reía y daba palmadas. Resultaba increíble lo rápido que aprendía.
La barrera se rompería y Diana y su bebé quedarían libres. Podrían ir al zoo. O ¿cuál era ese sitio al que iban los chavales por la pizza y los juegos? ¡Chuck E. Cheese’s! Sí, podrían jugar y comer pizza. Y ver la tele en… Se buscarían una casa. ¿Quién podía detenerlas? Con Drake y Penny de criados. ¡Ja! De criados.
¿Quién se les opondría? Habían apartado a Caine y Sam como si no fueran nada.
Y Gaya aún tenía que revelar hasta dónde alcanzaba su poder.
Diana quería reírse en voz alta y bailar con su bebé. Pero, pese a la emoción que sentía, también notaba que había algo falso en ella. Había algo forzado y tenso. Quería gritar de alegría y luego apuñalar a su bebé, a su bebé, a su querida hija, apuñalarla con un cuchillo. De alegría.
Gaya la miraba. Le aguantaba la mirada, y Diana no podía apartarla. Penetraba en ella y veía la verdad. Gaya veía el miedo dentro de Diana, el miedo a Gaya.
El bebé se reía y daba palmadas y sus ojos azules brillaban y Diana sentía que se debilitaba, y se encontraba mal, y parecía como si todo el sufrimiento de su cuerpo siguiera allí, solamente apartado de la vista. Estaba hueca. Diana era una nada vacía que iba tambaleándose con piernas de palote que se partían y derrumbaban.
Los gritos de niños que se quemaban perseguían a Diana mientras sostenía a su bebé y miraba temerosa sus ojos centelleantes.
La suspensión del coche de Connie no estaba hecha para aquella carretera. El Camry no dejaba de hundirse haciendo un ruido como de motosierras serrando acero.
Pero no era el momento de vacilar. Ahora tenía que comportarse como una madre. Una madre cuyo hijo —cuyos hijos— estaban en peligro.
Por el espejo retrovisor vio que Abana la seguía. A su todoterreno le estaba yendo mejor. Pues bien: si sobrevivían a ese día podrían volver a casa con él.
Si es que Abana volvía a hablarle.
La carretera de tierra se acercaba peligrosamente a la principal cuando se encontraron a menos de un kilómetro de la barrera. La estela de polvo que soltaban resultaría evidente.
Y así, cuando la terrible monstruosidad lisa que era la Anomalía de Perdido Beach pasó a ocupar el campo de visión, Connie oyó un helicóptero por encima de sus cabezas.
Un altavoz atronaba pese al ruido de los rotores:
—Se encuentran en una zona peligrosa y restringida. Vuelvan inmediatamente.
Lo repitieron varias veces hasta que el helicóptero aceleró hasta adelantarlas, giró limpiamente y se dispuso a aterrizar en la carretera que quedaba a cuatrocientos metros de distancia.
Por el espejo retrovisor, Connie vio que el todoterreno de Abana viraba, como un loco, hacia terreno agreste. Se estaba dirigiendo hacia la carretera principal donde se encontraba con la barrera. La carretera la llevaría directamente a través de los restos del campamento trasladado a toda prisa.
Aún quedaban unos tráileres, y una antena parabólica para emitir vía satélite. Contenedores. Lavabos portátiles.
Connie maldijo para sus adentros, pidió perdón a su coche y giró tras Abana.
Ahora no solo se le hundía el coche, sino que saltaba y se le calaba, saltaba y se le calaba. Cada impacto le sacudía los huesos. Tocó tantas veces con la cabeza en el techo que rápidamente perdió la cuenta. El volante se le soltó. Hasta que de repente pisó asfalto, y se deslizó rebotando a través de los restos del campamento.
El helicóptero se puso otra vez a perseguirlas y sobrevoló sus cabezas.
Entonces ejecutó una maniobra temeraria, casi suicida, y aterrizó demasiado bruscamente en los metros de asfalto que quedaban antes de llegar a la pared intimidante de la barrera.
Dos soldados salieron de un salto del helicóptero. Eran policías militares con las armas preparadas.
Y luego un tercer soldado.
Abana pisó el freno.
Connie no se paró. Apuntó con el coche abollado y en proceso de desintegración al helicóptero, y pisó el acelerador.
El Camry chocó con los frenos del helicóptero, y el airbag explotó a Connie en la cara. El cinturón del asiento tiró en la dirección opuesta del movimiento, y la mujer oyó un chasquido y sintió una sacudida dolorosa.
Connie salió del coche de un salto, tropezó con los restos metálicos retorcidos de los frenos, y vio que el rotor se había hundido en el cemento y había quedado encajado.
La mujer echó a correr, se tambaleó, se dio cuenta de que se había roto la clavícula, y siguió corriendo hacia la barrera. Si la alcanzaba, si no lograban detenerla ni llevársela a rastras, entonces podría parar todo aquello.
Uno de los soldados agarró a Abana mientras corría, pero Connie lo esquivó, y hasta que lo dejó atrás y gritó: «¡Connie, no!» no se dio cuenta de que el tercer soldado era Darius.
Connie alcanzó la barrera.
La alcanzó, se detuvo y la miró fijamente, miró la pared de un gris interminable.
Darius estaba detrás de ella, sin aliento.
—Connie, es demasiado tarde. Es demasiado tarde, cariño. Algo le ha pasado al dispositivo.
Connie se volvió hacia él. Pensaba que le estaba reprochando su comportamiento. Estaba demasiado afectada para entender lo que le estaba diciendo.
—¡Lo siento! —exclamó la mujer—. ¡Mis chicos están ahí dentro! ¡Son mis niños!
Darius la cogió entre sus brazos, la abrazó con fuerza y añadió:
—Han intentado detener la cuenta atrás. Ha funcionado, el mensaje ha llegado, y han intentado detenerla.
—¿Qué?
Entonces Abana se acercó corriendo. Los dos policías ya no intentaban retenerla. Los soldados adoptaban la misma expresión tensa. Ninguno parecía seguir interesado en las dos mujeres.
—Escúchame —dijo Darius—, no pueden pararlo. Es este sitio. Algo ha salido mal y no pueden parar la cuenta atrás.
Por fin habían calado en ella sus palabras.
—¿Cuánto queda? —preguntó Connie.
Darius miró a los policías. Ahora Connie entendía sus rostros pasivos y tensos.
—Un minuto y diez segundos —dijo el más corpulento de los dos policías, un teniente.
Se arrodilló en el pavimento, juntó las manos y se puso a rezar.
Sam no sabía si repartir luz a discreción y que lo vieran venir o avanzar sin luz y moverse mucho más despacio. Eligió un término medio. Fue lanzando soles de Sammy a la carrera mientras se dirigía con Caine hacia la playa, y luego por la playa hasta que se ocultaron bajo los acantilados.
El océano presentaba una fosforescencia muy débil, casi parecía brillante. No se veían olas concretas ni ondas, pero formaba una masa borrosa oscura y no totalmente negra.
—Por aquí —indicó Sam, colgando un sol. Y señaló una pared de piedra imponente a su izquierda—. No costará mucho escalar.
—No tienes que escalar.
Sam sintió que lo elevaban y fue recorriendo el aire con la pared del acantilado a su alcance. Bajo la luz inquietante, la pared de roca parecía formada por hojas de cuchillos rotos.
Se esforzó por soltarse del impulso de Caine y pisar tierra firme. ¿Se atrevía a colgar una luz? No. Estaba demasiado cerca de la carretera principal. Notaba —o, por lo menos, esperaba— que Clifftop quedara a su derecha. Si estaba donde creía, podía atravesar fácilmente el camino al hotel, la carretera de acceso, una berma de arena, y luego descender hasta el punto donde la carretera principal se encontraba con la barrera.
Caine aterrizó a su lado.
—¿Vas a iluminar?
—No. Vamos a probar la sorpresa número dos.
Avanzaron como pudieron a través del suelo desigual, tropezando, cayéndose, acallando los tacos que pensaban.
Se encontraban junto a la berma, una barrera contra el viento que se extendía a quince metros de la carretera, cuando oyeron un crujido. Era como un trueno, pero sin rayos.
Y pareció prolongarse eternamente.
—Ha empezado —dijo una voz extraña, infantil, pero bonita—. ¡El huevo se rompe! ¡Pronto, pronto!
—¡Habla! —gritó Diana.
—¡Vamos a salir! —exclamó Drake—. ¡Se está abriendo!
—Ahora —dijo Sam entre dientes.
Caine y Sam subieron por el lateral de la berma. En cuanto Caine detectó su objetivo, bajó las manos y se lanzó por los aires. El silbido que hizo lo delató, y Penny lo vio en un instante.
Sam apuntó con cuidado, pero Diana se interpuso. Tranquila, fluida, como si hubiera sabido que Sam estaba allí.
—¡Dale! —gritó Caine desesperado, cuando una visión horripilante lo hizo caer bruscamente al suelo.
Sam corrió directamente hacia ellos y disparó una vez, alcanzando a Drake en toda la cara. Si eso no lo mataba, al menos estaría sin hablar durante un rato.
Sam empujó bruscamente a Diana con el hombro, y vio que unos ojitos azules lo seguían.
Penny se giró, y Sam disparó como loco.
La pierna de Penny se incendió. Chilló y echó a correr presa del pánico, por lo que las llamas se extendieron a su ropa.
—¡No, Sam! —gritó Diana.
Una fuerza increíblemente poderosa lanzó a Sam por los aires. Como si alguien hubiera hecho estallar una bomba debajo de él. Hasta que dejó de dar vueltas y de caer hacia la tierra.
Sam bajó la vista y vio al bebé mirándolo, riéndose y dando palmadas. Entonces abrió los deditos regordetes e hizo un movimiento como si estuviera estirando una masa.
Sam sintió que tiraban de su cuerpo en direcciones opuestas. Le estaba dejando sin aire en los pulmones. Como si dos manos gigantes lo agarraran bruscamente y lo desgarraran.
Oyó que se le partían los huesos.
Sintió el dolor agudo de las costillas separándose del cartílago.
Ahora el bebé lo estaba acercando. Como si quisiera verlo mejor. Como si quisiera que lo salpicara la sangre cuando lo hiciera pedazos…
Diana tropezó. Chocó contra su hija y ambas cayeron, pero sin alcanzar el suelo.
Sam cayó hacia la tierra. Pero él tampoco se estampó contra el cemento.
¡Dekka!
Jadeaba como si acabara de correr una maratón. Se encontraba en mitad de la carretera, mirando furiosa, con las manos alzadas. Tenía pinta de venir de un viaje al infierno. Pero llegaba en un momento muy oportuno.
Sam no dudó. En cuanto sus pies tocaron el suelo dio un salto, ignorando el dolor de los huesos del cuerpo al romperse.
Tras desplomarse y rodar, y apagarse el fuego, Penny yacía con la piel del color y la textura de un jamón bien glaseado.
Sam corrió hasta donde se encontraba jadeando de dolor, de dolor de verdad, no debido a una ilusión, y se puso a horcajadas entre sus piernas, apuntándole con las manos.
—Eres demasiado peligrosa para vivir —afirmó el chico.
La carne de Sam se prendió fuego de repente, pero estaba demasiado cerca, demasiado preparado. Ya estaba allí y lo único que tenía que hacer ahora era pensar y…
… Y un trozo de pavimento, un trozo de cemento de más de medio metro de ancho y que soltaba tierra procedente de donde lo habían arrancado, se estampó con tanta fuerza sobre la cabeza de Penny que el suelo bajo los pies de Sam rebotó.
El cuerpo de Penny dejó de moverse al instante. Como si hubieran apagado un interruptor.
Caine se encontraba por encima de ella, respirando con dificultad.
—Venganza —gruñó, y pateó el trozo de cemento para enfatizarlo.
La cara fundida de Drake había empezado a recomponerse, pero aún parecía un muñeco articulado que hubieran metido en el microondas. Su látigo, no obstante, funcionaba perfectamente.
Atacó, y Sam gritó de dolor.
Caine alzó el trozo de cemento que había utilizado para matar a Penny y se preparó para estamparlo sobre Drake.
—No, papá —dijo Gaya.