TREINTA Y SEIS

18 MINUTOS

TRAS HORAS Y HORAS de oscuridad absoluta, el brillo suave de la piel del bebé permitía avanzar a Diana con mayor seguridad. Era una luz en la oscuridad.

Gaya. Su bebé.

Diana aún recordaba el horror que había sentido al ver los píxeles verdes, el enjambre que era la gayáfaga entrar por la nariz y la boca de su hija. Nunca jamás sería capaz de borrar esa imagen de la mente.

Había tantas cosas que nunca podría olvidar.

Pero también estaba aquella persona, esa niña blandita y regordeta que la miraba con ojos absurdamente azules y conscientes de una manera que no podía ser natural.

Gaya parecía aumentar de tamaño mientras Diana la cargaba a través de la ciudad fantasma bajo el pozo de la mina. Pronto necesitaría mamar. Diana ya sentía sus dientecitos mordiendo.

Y luego ¿qué haría Gaya con su madre?

—No importa —susurró Diana—. No importa. Es mía.

Brittney caminaba a su lado, asomándose ansiosa para ver el rostro de Gaya. La chica con aparato dental había adoptado una expresión de creyente extasiada. Diana sabía que si Gaya lograba hablar y le decía que saltara de un precipicio, Brittney lo haría.

Pero ahora Gaya hablaba a través de Diana.

Hablaba a través de su madre.

Diana sentía que la mente de su bebé investigaba la suya. Aunque no era realmente la mente de un bebé, tampoco presentaba la violencia fría de la gayáfaga. Las dos se estaban convirtiendo en una sola: Gaya y la Oscuridad. Las dos estaban creciendo juntas, y la entidad resultante podía ser más o menos, pero no equivalente, a un bebé o un monstruo.

Pero había algo que Diana no lograba apartar de sus pensamientos. Una sola cosa. La manera en que Gaya penetraba en la memoria de Diana y la abría como si hojeara un libro ilustrado. Como si buscara algo. Algo que el bebé sentía que debía de encontrarse allí dentro.

No tanteaba a ciegas, sino que buscaba algo.

Diana no tenía defensas contra Gaya. No podía ocultarle nada. Se limitaba a mirar mientras sus recuerdos se revelaban mostrando imágenes de cosas pasadas. Y de personas pasadas.

Gaya estudiaba a personas que Diana conocía. Brianna. Edilio. Duck, Albert y Mary.

Panda no. No.

Caine. Gaya permaneció mirando imágenes de Caine. Cuando se conocieron en Coates. Las múltiples veces que flirtearon. Cómo se tomaban el pelo el uno al otro. El modo en que Diana había hecho que la deseara. La ambición oscura que había visto en él. La primera vez que le reveló su poder.

Las cosas terribles que habían hecho.

Batallas.

Asesinato.

«Sí, pero no busques más: todo eso lo confieso, Gaya, hija mía, pero basta, basta». «No, por favor».

El olor. Eso fue lo primero que encontró el bebé. El aroma de la carne humana a la brasa.

Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Brittney.

El bebé probó lo que Diana había probado.

El bebé sintió que el estómago recibía encantado la carne que había sido de un chico llamado Panda.

«Sí —dijo Diana a la mente dentro de la suya—, soy un monstruo, y tú también, pequeña Gaya. Pero tu mamá te quiere».

—Hay una hilera de luces colgada ahí arriba —indicó Penny—. Parecen luces de Navidad.

«Sí, id allí», insistió Gaya en los pensamientos de Diana.

—Id hacia las luces —dijo Diana sin ni siquiera pensarlo—. Luego seguidlas hacia la izquierda.

—Cállate la boca, vaca —le espetó Penny—. Tú no das órdenes.

Gaya pataleó en los brazos de Diana que la rodeaban. Se levantó para ver por encima del hombro de su madre, y miró a Penny.

El bebé levantó un puño cerrado, abrió la mano y Penny gritó.

Diana se detuvo. Observó y escuchó. Y ¿acaso no sintió una alegría brutal al ver a Penny retorcerse de terror y dolor? Pues sí. Tanto como a su hija le complacía provocarlo.

Gaya se rio, con el gorjeo inocente de un bebé.

El grito de Penny pareció durar mucho rato. Lo bastante como para que Drake saliera de donde había estado Brittney.

Cuando finalmente Penny paró, y se limitó a sentarse sobre su trasero flaco mirando fijamente, mirando horrorizada al bebé, Drake comentó:

—Así que el bebé mete caña. —Desenroscó su mano de látigo de la cintura y añadió—: No te pienses que por eso no haré lo que quiera contigo, Diana.

La madre le devolvió la mirada muerta. Por primera vez pensó que se encontraba mejor. Mucho mejor. Acababa de vivir un infierno, pero se encontraba… bien. Hizo inventario de su cuerpo, comprobando cómo tenía la espalda azotada, los moratones, el vientre ensanchado casi hasta matarla, las partes desgarradas.

Pero estaba bien.

Gaya la había curado.

—En realidad, Drake —dijo Diana—, creo que más te vale vigilar con lo que me haces o me dices.

De nuevo en brazos de su madre, Gaya sonrió con dos dientes.

—Algo se acerca por la carretera —anunció Sam.

—Es una luz —señaló Astrid.

—Una luz llamada Oscuridad —dijo Lana con voz distante.

—Está siguiendo los soles de Sammy. Viene directo hacia nosotros —informó Caine.

Ya no se ponía arrogante ni gruñón. Sam vio en su cara la misma expresión que Lana. Ambos sabían, en lo más hondo de su alma, lo que se aproximaba.

Lana se acercó a Caine y le puso una mano sobre el brazo. Solo para entrar en contacto. Caine no se la apartó.

Compartían un vínculo extraño: los recuerdos de la gayáfaga. Recuerdos de su tacto doloroso en lo más profundo de sus mentes. Cicatrices que había dejado en sus almas.

—«El miedo mata la mente —dijo Lana, recitando de memoria—. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Me enfrentaré al miedo y…». No me acuerdo del resto. Es de un libro que leí hace mucho tiempo.

A casi nadie le sorprendió que Astrid dijera:

—Es de Dune, de Frank Herbert. «No debo temer. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Me enfrentaré al miedo. Permitiré que pase por encima y a través de mí. Y cuando haya pasado volveré el ojo interior para ver su camino. Por donde el miedo haya pasado no quedará nada…».

Lana y Astrid dijeron a la vez la última frase del conjuro:

—«… solo yo».

Se oyó un suspiro colectivo que era casi un sollozo.

Sam atrajo a Astrid y se besaron. Entonces la apartó y dijo:

—Te quiero. Con todo mi corazón. Para siempre. Pero lárgate de aquí, porque no puedo cuidar de ti.

—Lo sé —dijo Astrid—. Y yo también te quiero.

Lana miró furiosa y desafiante en dirección a la carretera. Sam sabía lo que pensaba.

—Lana, lo que tienes no la matará. Lo que tienes puede salvar a otros tantos. Vete. Ahora.

Entonces quedaron solo los tres, Sam, Caine y Quinn, observando cómo avanzaba la débil luz. Ahora veían que eran tres figuras vagas. Era como si la del medio cargara con un sol de Sammy de un tono distinto. Sam no lograba distinguir las caras. Pero estaba seguro de que veía un tentáculo retorciéndose.

—Son tres —dijo Caine—. Eso quiere decir que seguramente Penny es una de ellas. —Caine respiró hondo—. Tienes que irte de aquí, Quinn.

Pero Quinn dijo:

—No, me parece que no.

—Oye, que estoy dejando que te libres, pescador, ¿vale? Me estoy portando bien. Puedes ir y decirles a todos que lo último que dije fue: «Vete de aquí, Quinn, e intenta seguir con vida».

—Quinn, no tienes nada que demostrar, tío —añadió Sam.

Le habían encontrado una pistola. Un revólver. Con tres balas.

—Estoy con vosotros —dijo Quinn, temblando.

—¿Tienes algún plan, Sammy? —preguntó Caine.

—Sí. —Sam apagó el sol de Sammy más cercano y los sumergió en la oscuridad. El siguiente sol quedaba a casi cien metros en la carretera—. Quinn, empieza a retroceder hacia la última luz. No tendrán percepción de la profundidad, no más de la que tenemos nosotros con esta luz. Seguirán avanzando hacia ti. Caine, tú ve hacia la izquierda, y yo hacia la derecha; los atacaremos cuando estén a quince metros. Con un poco de suerte, antes de que Penny encuentre un objetivo.

—Qué buen plan —comentó Caine, sarcástico. Pero se fundió con la oscuridad siguiendo el lado izquierdo de la carretera.

—Quinn, amigo mío. Lo que ha dicho Caine antes… Guárdate una bala. —Y, tras pronunciar esas últimas palabras, Sam se sumergió en la oscuridad que los rodeaba.

Observó cómo Quinn empezaba a retroceder por el camino. Lo cual quería decir que estaría a oscuras hasta que se acercara al siguiente sol de Sammy. Si Drake los había visto, probablemente no sabía cuántos eran. Pero acabaría viendo a Quinn. Y entonces se obsesionaría, se pondría ansioso por cargarse a quien se interpusiera en su camino.

Puede que entonces se presentara una oportunidad. Unos pocos segundos de confusión en los que Caine y Sam podían atacar inesperadamente. Si eran rápidos y tenían suerte, podrían derribar por lo menos a uno de los tres y reducir las probabilidades de salir mal parados.

¿Quién era la tercera persona?

Drake. Penny. Y alguien —o algo— que brillaba como un faro antiguo.

Sam se dijo que, fuera quien fuera, primero tenían que ir a por Penny.

Era a Penny a quien debían temer.

—Papá —dijo Gaya.

Diana miró a su bebé brillante y resplandeciente. Ya tenía el tamaño de una niña de dos años, con dientes en la boca, y pelo —oscuro como el de sus padres— en la cabeza. Sus movimientos eran intencionados y controlados, no mostraba una falta de coordinación extrema. Diana se preguntaba si ya podría caminar.

—¿Has dicho «papá»?

Gaya miraba fijamente la oscuridad en el lado derecho de la carretera. Delante de ellos, una figura solitaria se encontraba bajo la luz del sol de Sammy. Detrás de la figura se veían dos fuegos, uno de ellos bastante próximo y llamativo.

Gaya volvía a metérsele en la cabeza. No se esforzaba por usar su boca infantil, sino que intentaba penetrar directamente en los recuerdos de Diana. Miraba imágenes de Caine. Y de repente quedó claro.

—¡Es una emboscada! —exclamó Diana.

—Calla la… —le espetó Drake, y una fuerza lo lanzó de espaldas tan repentinamente que patinó hasta desaparecer de la vista.

Un rayo de luz verde terrible salió disparado del otro lado.

Penny había reaccionado más rápido a la advertencia de Diana. Ya se estaba moviendo para ocultarse detrás de ella cuando la luz partió la noche. La mitad del pelo de Penny se achicharró y ardió, soltando un olor terrible.

Se oyó un rugido en la oscuridad tras ellas, y Drake se abalanzó con el látigo terrible preparado, en busca de un objetivo. La luz penetró en un costado del psicópata, le hizo girar y caer. Pero, mientras caía, sentía que se le curaba la quemadura.

Diana vio que Sam salía disparado de la oscuridad, y gritaba:

—¡Diana, agáchate!

Acto seguido, Sam disparó al punto donde Drake se encontraba medio segundo antes.

De repente, el destello de luz de las palmas de Sam reveló a Caine.

Hacía cuatro meses que Diana no lo veía. Y poco antes habían concebido a Gaya.

Sus miradas se encontraron. Caine se quedó paralizado, mirando fijamente a Diana. Una expresión de dolor le frunció la frente.

Ese momento de duda resultó demasiado largo.

Caine retrocedió, golpeándose el cuerpo con las manos vueltas de un modo extraño. Se daba palmadas y gritaba, y entonces Sam le gritó:

—¡Es Penny, no es más que Penny, Caine!

Caine pareció controlarse a duras penas, y durante un instante alzó las manos y, con un gesto brusco, arrojó a Penny a la oscuridad.

Pero eso fue un error. Una Penny invisible resultaba aún más peligrosa.

Sam lo vio y pasó el rayo asesino por un semicírculo, buscándola. La vio fugazmente, corriendo. Pero cuando el rayo la alcanzó y quemó los arbustos y convirtió la arena en cristal burbujeante, ya no estaba allí.

Penny ya no estaba allí. Astrid sí.

Astrid en llamas. Corriendo, gritando en dirección a Sam. Se le estaba abrasando la piel. Olía a carne quemada. El pelo rubio era como una sola llama y los bordes del fuego le devoraban la frente y las mejillas.

—¡Astrid! —gritó Sam, y corrió hacia ella.

Se estaba quitando a toda prisa la camiseta para sofocar las llamas cuando Astrid se infló de repente, como si arrojaran malvaviscos a una hoguera. Se estaba hinchando y la piel se le volvía de carbón y sus ojos no eran más que manchas y…

La visión desapareció.

Sam estaba en la oscuridad, jadeando y mirando.

Se volvió y vio el brillo del bebé en los brazos de Diana. Avanzaban lentamente hacia Quinn.

¿Y Caine? ¿Dónde estaba?

Sam oyó el ruido de un látigo y corrió hacia él, pero ahora la oscuridad lo rodeaba y tuvo que lanzar muchos soles de Sammy para ver algo.

—¡Quinn, corre, sal de aquí! —gritó Sam.

Vio que Quinn iba a hacerse el valiente, pero entonces se dio cuenta de que no era tan valiente como estúpido.

Sam tardó varios minutos en encontrar a Caine. Respiraba, pero acababa de recuperar la consciencia. Tenía una marca roja amoratada en el cuello. Se incorporó y aceptó la mano que Sam le tendía.

—¿Drake?

Caine asintió y se frotó el cuello.

—Pero ha sido Penny quien me ha distraído. ¿Y a ti?

—Penny —confirmó Sam.

—Vale, la próxima vez tenemos que derribar a Penny antes de hacer cualquier otra cosa —propuso Caine.

La pequeña procesión formada por Drake, Penny y Diana, con el bebé en brazos, seguía avanzando por la carretera.

—Así que ha tenido el bebé —comentó Sam—. ¿Felicidades?

—Hemos perdido el elemento sorpresa —se lamentó Caine—. Estarán preparados.

Y como si quisiera indicarles que sí, Drake, que ahora se encontraba junto al siguiente sol de Sammy, se volvió para mirarlos, se rio y chasqueó el látigo. La risa y el chasquido reverberaron.

—¿Por qué no nos han rematado? —se preguntaba Sam.

—Si te digo una locura, ¿la aceptarás sin más? —dijo Caine.

—Es la ERA.

—Ha sido el bebé. El bebé ha parado a Drake. Me estaba ahogando y lo tenía detrás, por lo que no podía alcanzarlo. Me tenía tan bien agarrado que si lo hubiera lanzado o empujado me habría arrancado la cabeza. He visto al bebé. Me ha mirado directamente. Y Drake me ha soltado.

Sam no estaba seguro de si debía creérselo o no. Pero los días en que dudaba de una historia porque sonaba a locura habían terminado.

—Se dirigen hacia la barrera.

—¿Se abrirá de verdad?

—Puede —respondió Sam—. Pero van a pasar por la ciudad, van a cargarse a tu gente, rey Caine.

Un grito alcanzó sus oídos.

—Bueno, pues más vale que demos a Quinn una buena historia —dijo Caine con brusquedad—. Por mi legado y todo eso.

—Primero Penny —dijo Sam, y echó a correr.