4 HORAS, 21 MINUTOS
—NO PUEDE CONTROLARLO —fueron las primeras palabras que dijo Astrid en lo que a Sam le pareció una eternidad.
Pasado un rato, se había dado cuenta de que la chica había dejado de llorar. Pero no se había apartado. Y, durante mucho rato más, el chico se preguntó si estaba dormida. Había decidido que si estaba dormida no la despertaría.
Sam sabía que Edilio y los demás estaban esperando que resolviera algo, que lo resolviera todo. Recordaba el subidón que había sentido al darse cuenta de que no era el líder, de que no todo dependía de él. Recordaba lo liberado que se había sentido al creerse que su papel era el de guerrero. El gran y poderoso guerrero, y punto. Lo era. Sí que lo era. Tenía el poder en sus manos, y sabía que contaba con la fuerza, la valentía y la violencia necesarias para utilizar ese poder.
Pero también era, por lo menos igual de intensamente, el chico que amaba a Astrid Ellison. Ahora era incapaz de dejar de lado esa parte de él mismo. No podría haberla abandonado cuando estaba así, nunca jamás, ni aunque Drake se hubiera presentado y lo hubiera desafiado a un combate a muerte cuerpo a cuerpo.
Era un guerrero. Pero también era esto…, fuera lo que fuera.
—¿A quién? —preguntó entonces.
—A Petey. A Pete. No parece correcto llamarlo Petey ahora. Ha cambiado.
—Astrid, Petey está muerto.
La chica suspiró y apartó a Sam, quien extendió el brazo y sintió un hormigueo. Se le había dormido.
—Lo he dejado entrar. En mi cabeza —explicó Astrid.
—¿Su recuerdo?
—No, Sam. No estoy loca. Me he acercado mucho, y luego has venido tú. Y voy y te lo echo todo encima. Qué débil, ¿eh? Me avergüenza lo ridículo que es. Pero estaba al límite. Me ha trastornado… Me ha retorcido los pensamientos hasta… Bueno, que me ha trastornado, eso es lo único que puedo decir. Me cuesta hablar. Siento como si tuviera un morado en el cerebro. Repito: siento no ser más coherente.
Sam la dejó divagar, pero lo que decía no tenía ningún sentido. Ahora que mencionaba lo de estar loca, el chico se preguntaba si, bueno, si estaba… estresada.
Casi como si pudiera leerle los pensamientos, Astrid rio suavemente y dijo:
—No, Sam. Estoy bien. He llorado hasta cansarme. Lo siento. Sé que llorar asusta a los chicos.
—Tú no lloras mucho.
—Yo no lloro nunca —replicó Astrid en su habitual tono de voz.
—Bueno, rara vez.
—Se trata de Pete. Está…, pues no sé dónde está. —Había algo maravilloso en sus palabras, el tono exaltado de cuando descubría algo nuevo—. Hay un espacio, una especie de realidad que existe aquí en la ERA. Pete es como un espíritu. Su cuerpo ha desaparecido. Él está fuera, no en su antiguo cerebro. Es como un patrón de datos o algo así, como si fuera digital. Sí, sé que parloteo. No es que lo entienda. Es como una idea que se escapa, y Pete no sabe explicarlo.
—Vale —dijo Sam. No se le ocurría nada mejor que decir.
—Esto es lo que recuerdo claramente: la gayáfaga, Sam. Ahora lo entiendo. Sé lo que ha ocurrido.
Astrid se pasó media hora explicándose. Empezó yéndose por las ramas, pero, al ser Astrid, los pensamientos se volvieron más claros, las explicaciones más precisas, y para cuando terminó ya se estaba enfadando con él porque no captaba algunos detalles.
Nada tranquilizaba más a Sam que una Astrid impaciente y condescendiente.
—Vale. La gayáfaga forma parte de la barrera —resumió el chico—. Y la barrera forma parte de la gayáfaga. Es el material de construcción que utilizó Pete para crear la barrera. Y ahora la gayáfaga se está quedando sin energía. Está sedienta de energía. Así que la barrera está fallando, se está oscureciendo, y puede que se rompa y se abra. Pues eso estaría bien. De hecho sería una gran noticia.
—Sí —dijo Astrid—. Sería la mejor noticia del mundo. A no ser que, de alguna manera, la gayáfaga logre escapar de la barrera.
—Pero ¿cómo va ello o ella o lo que sea a hacer algo así?
—No lo sé, pero puedo imaginármelo. Escúchame, Sam, cuando la gayáfaga dio a Drake su asqueroso brazo de látigo necesitó los poderes de Lana para hacerlo. Desde entonces ha intentado volver a atraerla. Y, mientras tanto, también intentó atraer a Pete. Ahora que Pete ha perdido gran parte de su poder, puede interferir con lo que ve como patrones de datos, personas y animales, pero no puede hacer milagros como antes. De alguna manera, el poder de Pete era una función de su cuerpo. Igual que el poder de Lana forma parte de su cuerpo.
—El bebé —comentó Sam—. La gayáfaga quiere el bebé. Ya nos imaginábamos que era así, pero no sabíamos realmente el porqué.
—Diana puede leer niveles de energía. ¿Llegó en algún momento…? —preguntó Astrid.
Sam asintió.
—Dijo que el bebé, el feto, tiene tres barras. Quién sabe lo que tendrá cuando nazca. O cuando crezca. Diana solo está de cuatro o cinco semanas. Debería saberlo exactamente, pero se me olvida. Cuando hablaba de ello me ponía…, esto…, bueno, ya sabes…
Sam se estremeció como si le pusiera los pelos de punta.
Astrid negó con la cabeza, no podía creérselo.
—¿De verdad? ¿Esa es la parte de todo esto que te da grima, el embarazo?
—Me hizo tocarle el…, ya sabes…, la tripa. Y hablaba de sus…, esto…, de sus cosas. —Sam se señaló el pecho y susurró—: De los pezones.
—Ya —dijo Astrid muy seca—. Entiendo que puede resultar devastador.
Al oír eso, Sam no tuvo más alternativa que acercarse a ella, rodearla con los brazos y besarla. Porque ahora volvía a ser la Astrid de siempre.
—Y ahora ¿qué? —preguntó la chica unos cuantos minutos más tarde.
—Drake ha tenido mucho tiempo para llevar a Diana hasta el pozo de la mina. Entrar ahí, tras ellos, es tarea para un ejército, no para que me encargue yo solo —dijo Sam, pensando en voz alta—. En cualquier caso, por mal que pinten las cosas para Diana, no la matarán hasta que tengan el bebé, y eso no pasará hasta dentro de varios meses.
—Eso quiere decir que a la gayáfaga le quedan meses hasta que se rompa la barrera. ¿Cómo sobreviviremos tanto tiempo?
Sam se encogió de hombros.
—Pues no lo sé… todavía. Pero, si vamos a ir tras esa cosa que hay en el pozo de la mina, necesitaremos ayuda. A Brianna, si sigue viva. A Dekka, Taylor y a Orc. Y a Caine. Sobre todo a Caine. Si quiere ayudar.
—Entonces, ¿vamos a Perdido Beach?
—Lenta. Cuidadosamente. Sí. Y dejaremos un rastro de luces para cualquier otro que necesite un camino seguro. Tengo que volver a reunir a mis tropas. Ya nos preocuparemos luego por ir tras la gayáfaga.
Al cabo de un rato, Drake levantó el bebé con su mano de látigo. Era delicado. Sabía lo que era. Quién era.
Y lo depositó con idéntica delicadeza sobre el vientre de Diana.
—Aliméntalo —le ordenó.
Diana negó con la cabeza.
Drake pensó sonriendo que ya no podía replicarle. Aun así, le encantaba hacerle suplicar… Pero no. La voluntad de la gayáfaga estaba clara en su mente. Había que alimentar y proteger al bebé. Ese bebé ahora era la gayáfaga, la diosa de Drake. Y él la seguiría y la obedecería.
Aunque el bebé fuera una niña.
Qué lástima. Habría molado más que fuera el cuerpo de un tío. Pero, claro, ¿qué era el cuerpo sino una herramienta o un arma?
Drake entregó el bebé a Diana, quien cerró los ojos y soltó una lágrima.
El bebé se agarró y se puso a mamar.
Y entonces, debido a la insistencia irresistible de la gayáfaga, Drake se dirigió hasta Penny. Estaba blanca como un fantasma y temblaba como si tuviera frío, aunque hacía tanto calor como siempre ahí abajo.
Yacía en un charco de su propia sangre.
A Drake ya le parecía bien. Se lo tenía demasiado creído. La impresionaba demasiado su propio poder. La gayáfaga no la necesitaba.
Pero una voz en su mente le hizo volverse. El bebé estaba sentado en el vientre de Diana. Sentado. Mirando a Drake.
Drake no sabía nada sobre bebés, pero eso no era normal. Eso sí que lo sabía. Estaba seguro de que eso no era normal. Los bebés todavía cubiertos de baba no se sentaban y miraban a los ojos.
Entonces se sorprendió aún más porque parecía que el bebé intentaba hablar. No emitía ningún ruido, pero Drake supo sin duda lo que quería la gayáfaga.
—Yaaa —dijo el psicópata, molesto pero sumiso.
Enroscó el brazo de tentáculo alrededor de Penny. Era pequeña, no costaba cargarla, y se la llevó, temblando y murmurando incoherencias, al bebé gayáfaga.
Drake la dejó en el suelo y el bebé se cayó. Habría resultado cómico en otro tiempo y lugar. La cabeza gigante del bebé era demasiado grande para que su cuerpo la aguantara bien.
Así que se cayó, pero entonces, a una velocidad sorprendente, se puso a gatas y gateó los pocos centímetros que quedaban hasta Penny.
Extendió la mano regordeta y tocó la herida espeluznante.
Penny jadeó, emitió un ruido que tanto podía ser de dolor como de placer.
Drake sintió una punzada de celos al plantearse que la gayáfaga pudiera regalar a Penny una mano de látigo. Pero no, lo único que hizo fue curar la herida.
El bebé curó la carne destrozada por la escopeta en cuestión de segundos.
Y entonces volvió gateando hasta su madre y siguió mamando.
Brianna no se esperaba volver y encontrarse a Justin. Pero ahí estaba, respirando suavemente en la oscuridad negra como boca de lobo. Y allí estaba ella, llena de cortes y moretones, pero viva.
—Soy yo, chaval —dijo, agotada.
—¿La has rescatado?
—No, no lo he hecho. No he podido. Era una pelea que no podía ganar. Yo sola no. Además… —Se detuvo, pues no quería explicar lo del bebé, y lo del impulso abrumador de colocarlo sobre la gayáfaga—. Tengo que encontrar a Sam…, y me costará mucho en la oscuridad.
—Llévame contigo, ¿vale?
—Sí. Claro, pequeñín, ¿qué voy a hacer, dejarte aquí?
Sí que se le había ocurrido hacerlo. La oscuridad ya la hacía arrastrarse. Si se llevaba a Justin aún se movería más despacio.
Empezaron a avanzar palpando el camino, un centímetro doloroso tras otro, hacia la entrada del pozo de la mina. En su imaginación, con su optimismo ilimitado, Brianna aún esperaba que cuando salieran se encontrarían el mundo mágicamente restablecido. El sol brillando. Luz por todas partes.
Pero cuando, tras un rato terriblemente largo, Brianna sintió por fin el aire más claro y limpio en la cara, supo que su esperanza había sido inútil.
Pasaron de oscuridad estrecha a oscuridad abierta. Seguía siendo ciega. Y lenta.
Ahora la hoguera de la plaza era mucho más pequeña. Se habían dado cuenta de que tenía que serlo si querían mantenerla encendida. Pese a la ayuda de Caine, que se mantenía huraño, romper materiales inflamables sacados de los edificios y cargarlos hasta la hoguera no resultaba fácil. Así que ahora la hoguera era más bien como una fogata pequeña. Y la luz apenas iluminaba al primer círculo de chavales. La mayoría estaba sentada en la oscuridad, mirando el fuego, incapaz de ver a quién tenían sentado al lado.
En la oscuridad estallaban peleas. Y Quinn no podía hacer otra cosa que gritarles.
Una pelea pasó de los insultos a los ruidos sordos escalofriantes de un arma afilada clavándose en la carne y el hueso.
Unos segundos más tarde, alguien —nadie sabía quién— salió disparado para agarrar la pata de una silla ardiendo y echó a correr en la noche.
El primer incendio de una casa había surgido en el extremo occidental de la ciudad. Las chispas se alzaban más de treinta metros, y Quinn estaba seguro de que se extendería. No parecía hacerlo, al menos no enseguida, pero el brillo mayor había atraído a algunas personas. Se les oía empujándose y llamándose los unos a los otros mientras se acercaban como polillas a una bombilla.
—Ojalá supiera si Sanjit está a salvo —comentó Lana.
—Yo estaba pensando en Edilio por alguna razón —dijo Quinn—. No sé por qué, siempre tengo la sensación de que si él aguanta no estamos totalmente derrotados —se rio—. Qué raro, ¿verdad?, porque antes no me gustaba. Lo llamaba «espalda mojada». No es lo peor que he hecho en la vida, pero ojalá pudiera retirarlo.
Caine descansaba junto a ellos. Había utilizado su poder para arrancar ruidosamente las puertas de madera de unas casas y luego transportarlas para alimentar el fuego.
—Es estúpido perder el tiempo preocupándote por lo que hiciste —comentó—. No va a importar.
—Tu hermano, Sam, siempre se preocupa —replicó Quinn.
Y se estremeció, porque pensó que igual le estaba revelando una confidencia. Pero ¿acaso no estaba superado todo eso? De hecho, ¿no lo habían dejado todo atrás? ¿No estaban teniendo, quizás, la última conversación pacífica antes del fin?
—¿Ah, sí? Pues qué idiota.
Vaya con la conversación pacífica. Caine se estaba recuperando. No tardaría en cansarse de fingir que se llevaba bien con la gente. Claro que por ahora le gustaba el fuego como a todos los demás. No es de extrañar que el hombre de la Antigüedad adorara el fuego. En una noche oscura, rodeado de leones, hienas o lo que fuera, le debía de parecer que era mucho más que quemar ramitas.
—¡Tengo hambre! —gritó una voz en la oscuridad.
Quinn la ignoró. No era el primer grito semejante. Y no sería el último. Ni mucho menos.
Lana llevaba mucho rato callada. Quinn le preguntó si se encontraba bien. No respondió, así que la dejó en paz. Pero, unos minutos más tarde, Patrick se acercó frotando el morro contra Quinn, así que el chico comentó:
—Lana, creo que Patrick también está pensando en la cena.
Y otra vez no respondió. Así que Quinn se inclinó detrás de su antiguo rey, y vio a Lana mirando el fuego con ojos muy abiertos.
—¿Qué? —replicó como si la hubieran despertado de un sueño.
—¿Te encuentras bien?
Lana negó con la cabeza y frunció el ceño, con lo que se le marcaron más las líneas negras y naranja en el rostro.
—Ninguno de nosotros se encuentra bien. Está libre. Ay, Dios mío, lo ha conseguido.
—¿Qué despotricas? —replicó Caine, irritado.
—La gayáfaga. Viene.
Quinn vio que Caine cerraba la boca de golpe, abría mucho los ojos y apretaba la mandíbula.
—La noto —insistió Lana.
—Probablemente sea… —Quinn iba a decir algo tranquilizador, pero Caine lo interrumpió.
—Tiene razón. —Intercambió con Lana una mirada extraña y asustada—. Ha cambiado.
—Viene —dijo Lana—. ¡Viene!
Entonces Quinn vio lo que no había esperado ver en la vida: los ojos de Lana reflejando un terror absoluto.