5 HORAS, 12 MINUTOS
¿ESO ERA UNA LUZ?
Astrid abrió mucho los ojos y se la quedó mirando fijamente.
Sí. Un brillo naranja. Una hoguera.
¡Una hoguera!
—Cigar, creo que veo la ciudad. Creo que veo una hoguera.
—Yo también la veo. ¡Como diablos bailando!
Avanzaron con ganas. Astrid se percató de que el suelo bajo sus botas ya no era llano ni duro ni se veía ocasionalmente interrumpido por alguna mala hierba sin identificar, sino que era más desigual, y los terrones secos de tierra que la hacían tropezar formaban hileras, y de esas hileras salían plantas perfectamente ordenadas.
Astrid se fijó en la luz.
Y luego en los gritos de Cigar.
Pero Cigar gritaba mucho, así que Astrid siguió avanzando e ignoró los chillidos alocados de que tenía algo en los pies.
Entonces todo cuadró, y Astrid lo supo. Sintió algo que empujaba el cuero de su bota.
—¡Bichos! —gritó y tropezó, cayó hacia atrás, rebotó como si el suelo estuviera electrificado, se arrastró, se puso en pie y corrió por donde había venido, hasta donde la tierra volvía a ser dura y llana.
Astrid tanteó en la oscuridad, buscando con los dedos hasta que encontró el gusano que se agitaba. Su cabeza ya había atravesado el cuero y le tocaba la piel. Lo cogió con ambas manos aunque se resistía, y tiró de él con todas sus fuerzas. El bicho se soltó y agitó, rápido como una cobra, y hundió la boca terrible rodeada de dientes en su brazo, pero Astrid tenía la cola y gritaba: «¡No, no!», y entonces lo alejó de ella.
Lo había arrojado a alguna parte.
Mientras, Cigar gritaba de manera lastimera.
Y entonces, lo cual resultó mucho más terrible, se echó a reír sin parar en la oscuridad.
Con manos temblorosas, Astrid agarró la escopeta y disparó una vez.
Vio el límite del campo.
Vio a Cigar un instante mientras caía retorciéndose. En el campo.
Astrid oyó a las bocas glotonas tratando de hurgar en él. Un ruido parecido a perros famélicos comiendo.
—¡Petey, Petey, ayúdalo!
—Oh —dijo Cigar en voz baja y decepcionado.
Y lo único que se oía en la oscuridad era a los gusanos alimentándose sin cesar.
Astrid se quedó ahí escuchando, no le quedaba otra opción más que oírlo. Las lágrimas le inundaban los ojos.
Se sentó con las rodillas juntas y la cabeza sujeta por las manos entrecruzadas, llorando.
No sabía cuánto tiempo tenía que pasar hasta que los gusanos terminaran. Pero el hedor… persistía.
Ahora estaba sola. Completa y absolutamente sola en una oscuridad que casi parecía como un ser vivo, como si se la hubieran tragado entera y ahora estuviera en el vientre de una bestia indiferente.
—De acuerdo, Petey —acabó diciendo—. No tenías opción, ¿eh, hermano? La locura tras la puerta número uno o la locura tras la puerta número dos. Muéstrame lo que tengas que mostrarme, Peter.
Y lo vio. No a él, no como si hubiera una luz, sino algo, como si la oscuridad se hubiera enroscado en sí misma. El indicio de una forma. Un niño pequeño.
—¿Estás ahí? —preguntó la chica.
Sintió algo frío, como si alguien le hubiera deslizado un carámbano de hielo por el cuero cabelludo y el cráneo y se lo hubiera metido en el cerebro. Sin dolor. Pero con un frío terrible.
—¿Petey? —susurró.
Peter Ellison no se movió. Se quedó muy muy quieto. La tocó con la mano en la cabeza, pero solo un poco, apenas, y se quedó muy quieto.
El avatar que era su hermana presentaba una complejidad increíble de líneas y diseños, signos dentro de laberintos dentro de mapas que formaban parte de planetas y…
Peter se retrajo. Dentro de ella había un juego de una complejidad tan hermosa…
En eso consistía ser la chica con el pelo amarillo y los ojos azules penetrantes. Lo dejaba sin aliento. O lo habría dejado sin aliento si tuviera aliento y cuerpo.
No debía jugar con esos remolinos y dibujos complejos. Cada vez que lo había intentado, el avatar se había roto y deshecho: no podía romper el que estaba viendo.
«Soy yo, Petey», dijo el niño.
El avatar se estremeció. Los dibujos se retorcieron cuando Petey los tocó, e intentaron tocarlo como serpientes luminosas diminutas.
—¿Puedes arreglarlo, Petey, lo de la ERA? ¿Puedes hacer que pare?
Peter oía su voz. Procedía directamente del avatar, como palabras de luz que flotaban hacia él.
Se preguntaba si podía arreglarlo. Si podía deshacer las cosas grandes y terribles que había hecho.
Sintió la respuesta como una especie de pesar. Buscó el poder, lo que le había hecho capaz de crear ese lugar. Pero no había nada.
«Estaba en mi cuerpo, el poder», dijo.
—Y ¿no puedes acabar con ello?
«No. No, hermana Astrid, no puedo. Lo siento».
—¿Puedes devolvernos la luz?
Peter se apartó. Sus preguntas lo hacían sentir mal por dentro.
—No, no te vayas —pidió ella.
Peter recordaba cuánto le dolía su voz cuando era el antiguo Pete. Cuando tenía cuerpo y el cerebro enloquecidamente conectado, de manera que las cosas siempre eran demasiado chillonas, incluidos los colores.
Peter dejó de apartarse y contuvo el impulso de meter la mano dentro del avatar hipnótico y quitarle la tristeza. Pero no, tenía los dedos demasiado torpes. Ahora ya lo sabía. Había intentado mejorar a la chica llamada Taylor, y había hecho trizas el avatar.
—Petey, ¿qué está haciendo la Oscuridad?
Pete reflexionó. No se había fijado en ella últimamente. La veía, veía el brillo verde, los zarcillos como un pulpo retorciéndose, tratando de alcanzarlo desde el lugar sin lugar donde Pete vivía ahora.
La Oscuridad era débil. Su poder, extendido por toda la barrera, se estaba debilitando. Era lo que había utilizado Pete para crear la barrera. En aquel instante de pánico con los ruidos terribles y el miedo en todos los rostros, cuando Pete gritó dentro de su cabeza y se comunicó con su poder, extendió la Oscuridad por la barrera.
Pero ahora se estaba debilitando. Y no tardaría en romperse y resquebrajarse.
Se estaba muriendo.
—La Oscuridad, la gayáfaga, ¿se está muriendo?
«Quiere renacer».
—Petey, ¿qué pasa si renace?
No lo sabía. Se había quedado sin palabras. Abrió su mente a Astrid y le mostró imágenes de la gran esfera que había construido, de la barrera que había eliminado toda regla y ley, de la barrera hecha de la gayáfaga que se había convertido en el huevo de su renacimiento, de los números mezclados, catorce, y de la distorsión retorcida y estridente cuando algo pasaba de un universo al otro, y ahora la hermana Astrid gritaba y se aguantaba la cabeza; lo veía en el avatar, eran gritos raros, como palabras que saltaran y explotaran a su alrededor y…
Pete se apartó.
Le estaba haciendo daño.
Lo había vuelto a hacer. Con sus dedos torpes y su estúpida… estúpida estupidez, le había hecho daño.
El avatar de Astrid giraba como un copo de nieve en la tormenta.
Petey se volvió y echó a correr.
—¡Ay, Dios mío, que viene! —gritó Diana.
Estaba echada de espaldas, sudando, haciendo fuerza, con las piernas muy abiertas y las rodillas levantadas. Ahora las contracciones se daban cada pocos minutos, pero duraban tanto que era como si mientras tanto no pudiera descansar, apenas le daba tiempo a tomar un poco de aire fétido y caliente.
Ya no le quedaba energía para llorar. Su cuerpo se había apoderado de ella. Estaba haciendo lo que se suponía que tenía que hacer cinco meses más tarde. No estaba preparada. El bebé no estaba preparado. Pero la hinchazón enorme de su vientre indicaba otra cosa. Decía que tenía que parir ahora.
¡Ahora!
¿Quién había allí para ayudarla con todo aquello? Nadie. Drake la miraba sumido en una fascinación horrorizada. Penny torcía el gesto con desprecio. Ninguno de los dos interfería ni hablaba, porque quedaba muy claro a cualquiera con corazón o cerebro que la única otra criatura en aquel espacio a quien le importaba el bebé era al monstruo verde palpitante.
Diana sentía su voluntad hambrienta.
La condena para su bebé.
Sabía que el parto sería doloroso. Y, aunque intenso, no lo era tanto como el azote del látigo de Drake.
No era el dolor lo que la hacía gritar, sino la desesperación, la certeza de que nunca sería la madre del bebé. De que había fracasado incluso en eso. En el fondo seguía convencida de que no se la podía perdonar, de que continuaba exiliada de la raza humana, de que aún llevaba la marca de sus malas acciones.
Por haber probado la carne humana.
Había pasado tanta hambre… Había estado a punto de morir…
«He pedido perdón, me he arrepentido, he suplicado perdón; ¿qué quieres de mí? ¿Por qué no ayudas a este bebé?».
Penny se acercó, vigilando con los pies lastimados y ensangrentados. Se inclinó para mirar la cara contraída de Diana.
—Está rezando —dijo Penny, y se rio—. ¿Debería darle un dios a quien rezar? Puedo hacer que vea lo que…
A través de un velo de lágrimas ensangrentadas, Diana vio que Penny reculaba. Como una marioneta, chocó bruscamente, de cara, contra la pared.
Drake se rio.
—Tía estúpida. Si la gayáfaga quiere algo, te lo hará saber. Por lo demás, es mejor no pasar mucho tiempo aquí abajo pensando en lo poderoso que eres. Aquí solo hay un dios, y no es el de Diana, y desde luego tampoco lo eres tú, Penny.
Diana intentó recordar lo que había leído en los libros sobre el embarazo. Pero apenas se había mirado las secciones relacionadas con el nacimiento. ¡Quedaban meses para eso, ahora no tocaba!
Otra contracción. Ay, ay, y fuerte. Y seguía y seguía.
«Respira, respira».
Otra.
—¡Aaaaah! —gritó Diana, lo cual provocó la burla de Drake.
Pero, mientras se reía, cambiaba. El alambre metálico brillante atravesaba sus dientes al descubierto.
«Aguanta, aguanta —se dijo Diana—. No pienses. Solo espera la…».
Otra contracción, como si un puño gigante le estrujara las tripas.
Y entonces ahí estaba Brittney, arrodillándose entre las piernas de Diana.
—Le veo la cabeza. La parte superior de la cabeza.
—Tengo que… tengo que… tengo que… —jadeó Diana. Y entonces gritó, animándose a sí misma—: ¡Empuja!
Un movimiento repentino. Algo muy rápido. La cabeza de Brittney cayó rodando de su cuello, aterrizó sobre el vientre de Diana y rodó pesadamente a un lado.
¡PUM!
Un balazo alcanzó parcialmente el brazo izquierdo de Penny. Un trozo del tamaño de un filete pequeño se vaporizó, dejándole un terrón en el hombro, un terrón que salpicaba sangre.
Entonces apareció la cara de Brianna mirando a Diana.
—¡Salgamos de aquí!
—¡No puedo… no puedo…, ay, ay, aaayyyy!
—¿Vas a parir ahora mismo? —preguntó Brianna, incrédula y ofendida—. ¿Tiene que ser ahora mismo?
Diana agarró la camiseta de Brianna con un puño de acero.
—Salva a mi bebé. Olvídate de mí. ¡Salva a mi bebé!
Sam la encontró, no por la vista sino por el sonido. Porque lloraba y se reía tontamente.
El chico colgó luces, más de una, para iluminar un espacio equivalente al césped de una casita. Y vio a Astrid desmoronada y ajena a todo.
Entonces Sam vio un esqueleto a poco más de tres metros y medio, aún plagado de bichos. Se sentó junto a la chica sin decir palabra, y la rodeó con su brazo.
Al principio era como si Sam no estuviera allí. Como si no lo notara. Hasta que de repente, con un sollozo repentino y estentóreo, Astrid enterró la cara en su cuello.
El tenor de sus ruidos cambió. Los ataques de risa tonta cesaron. Y también los lamentos insistentes y descorazonadores. Ahora solo lloraba.
Sam estaba ahí sentado totalmente quieto, sin decir nada, y dejó que le cayeran las lágrimas de Astrid por el cuello.
El guerrero que había salido del lago a matar al mal y salvar así a su gente no era más que un chico sentado en la tierra con los dedos hundidos en una melena rubia.
No miraba nada. No esperaba nada. No planeaba nada.
Estaba sentado sin más.
Brianna recogió la cabeza de Brittney. Le sorprendió que fuera muy pesada. La Brisa la arrojó tan lejos como pudo por el túnel.
El cuerpo de Brittney se levantó, se balanceó un poco, y parecía que iba a salir en busca de la cabeza, así que Brianna le disparó en la pierna a quemarropa. La pérdida de una pierna sin sangre hizo que se derrumbara el cuerpo entero.
Obviamente Penny estaba en estado de shock, mirando la herida terrible que le estaba consumiendo la vida, chorrito a chorrito.
Brianna se dijo que debía rematarla. Pero dudaba. Penny era un ser humano. No es que lo fuera mucho, pero lo era. Mientras que esa cosa llamada Drake/Brittney, fuera lo que fuera, pues no era humana, porque los seres humanos no se incorporaban e intentaban irse andando después de que les cortaran la cabeza.
Brianna metió una bala en la recámara y apuntó a Penny.
Entonces el arma se hizo pedazos en sus manos. ¡Estalló!
Brianna la dejó caer, pero mientras la soltaba se dio cuenta de que era un truco, una ilusión provocada por Penny. La chica salpicaba sangre como una pistola de agua y aún era capaz de meterse en la cabeza de Brianna.
Decidida a ignorar cualquier otra interferencia, la Brisa se agachó para coger la escopeta, pero Diana soltó un grito enorme de dolor, y de repente una cabeza desviada salió casi del todo de ella, una cabeza que Brianna nunca habría querido ver.
—¡Aaaah! —gritó Brianna—. ¡Ay, qué mala pinta!
Pero no dejaba de salir mientras Diana gruñía como un animal, y, si Brianna no se agachaba y hacía lo que tenía que hacer, el bebé iba a aterrizar en el suelo, en la roca.
Brianna agarró su escopeta, disparó un tiro rápido y torcido con una sola mano en dirección a Penny —¡PUM!— y ahuecó las manos bajo la cabeza que salía.
—¡Tiene una serpiente alrededor del cuello! —gritó Brianna.
Diana se incorporó —era increíble que pudiera planteárselo siquiera— y gritó:
—¡Es el cordón umbilical! ¡Lo tiene alrededor del cuello! ¡Se ahogará!
—Ay, tío, odio las cosas pringosas —gimió Brianna.
Empujó un poco la cabeza del bebé hacia atrás, lo cual no resultaba fácil porque estaba realmente listo para salir, y gritó: «¡Ecs!» un par de veces al tirar del cordón umbilical y forcejear con él para sacárselo por la cabeza, hasta que lo consiguió.
Y entonces salió el bebé, de golpe. Hacía ruidos líquidos y llevaba un espantoso saco translúcido pegado, y tenía una especie de serpiente palpitante que le llegaba al ombligo.
Diana se estremeció.
—¡En la vida volveré a hacer esto! —afirmó Brianna con fervor.
Lanzó una mirada a Penny para ver si estaba viva o muerta, pero no la veía.
El cuerpo de Brittney también había desaparecido, sin duda había salido a rastras en busca de su cabeza.
—Tienes que cortar el cordón —indicó Diana.
—¿El qué?
—El cordón —jadeó Diana—. La serpiente.
—Ah, la serpiente.
Brianna cogió el machete, lo levantó y cortó el cordón umbilical.
—¡Está sangrando!
—¡Átalo!
Brianna se arrancó una tira de la parte inferior de la camiseta, la retorció para manipularla con más facilidad, y la ató alrededor del muñón de quince centímetros del cordón umbilical.
—Ay, tío, ay, qué pringoso.
Brianna pasó las manos por debajo del bebé. También estaba viscoso por detrás. Entonces bajó la vista y vio algo que la hizo sonreír.
—Oye, es una niña —dijo.
—¡Llévatela! —gritó Diana.
—Respira —comentó Brianna—. ¿No tendría que llorar? En las películas lloran.
Frunció el ceño al mirar al bebé. Tenía los ojos cerrados. Había algo extraño en ella. No lloraba. Parecía perfectamente tranquila. Como si no fuera gran cosa eso de nacer.
—¡Llévatela de aquí! —gritó Diana. Su voz venía de muy lejos.
Brianna levantó a la niñita y, ¡oh!, abrió los ojos. Ojitos azules. Pero eso no podía ser, ¿verdad?
Brianna miró esos ojos. Se los quedó mirando. Y la niñita diminuta le devolvió la mirada con los ojos claramente concentrados, no con la bizquera propia de un recién nacido sino con ojos de niño astuto.
—¿Qué? —preguntó Brianna.
Porque casi parecía como si el bebé estuviera diciéndole algo. Quería que Brianna la llevara a esa cuna.
Pues claro, ¿quién no querría echarse en esa cuna blanca y agradable?
Sonaba una sirena en el hospital, un pitido insistente que Brianna se limitó a ignorar. Y dejó al bebé en la cuna y…
Pero, espera, no. No era una sirena.
Era una voz.
—¡Corre, corre, cooooorre! —decía la sirena.
Pero ahora Brianna se estaba quedando sin aliento; se estaba ahogando porque el bebé quería que lo dejaran en esa cuna agradable con sábanas verdes.
¿Verdes? Pero ¿no eran blancas?
El verde también era un color agradable.
Brianna estaba tan cansada de sostener al bebé… Debía de pesar un millón de kilos. Tan cansada, y las sábanas verdes, y…
—¡Coooorre, coooorre! ¡Noooo!
Brianna parpadeó y tragó aire.
Bajó la vista y vio al bebé yacer en una roca cubierta de un verde enfermizo, que de cerca se parecía a mil millones de hormigas diminutas.
El verde se tragaba las piernecitas y brazos regordetes del bebé.
—¡No, Brianna, nooooo! —gritaba Diana.
Paralizada de horror por lo que acababa de hacer, Brianna observaba cómo la masa verde bullente cubría los brazos, las piernas y el vientre del bebé, y luego brotaba como agua por sus orificios nasales y su boca.
Apretando un trapo contra el agujero sangrante del hombro, Penny se tambaleó hacia atrás, se rio y de repente se derrumbó en el suelo.
—Pero ¿qué he hecho? —gritaba Brianna.
Oyó un ruido. Se dio la vuelta, se agachó, y casi la alcanza el látigo.
La Brisa agarró su escopeta y, ¡PUM!, disparó al vientre de Drake, quien mostraba su sonrisa de tiburón.
Demasiado. ¡Demasiado!
Brianna echó a correr.