7 HORAS, 1 MINUTO
DIANA IBA ARRASTRÁNDOSE y se cayó. Se había hecho cortes y moretones en tantos sitios que ya había perdido la cuenta. En las palmas, en las rodillas, en las espinillas, en los tobillos, en las plantas de los pies…, todo cortado y desgarrado. Y tenía cortes del látigo de Drake en la espalda, en los hombros, en la parte trasera de los muslos, en el culo.
Pero ahora apenas notaba dolor. Ese dolor se había alejado. Lo sufría una persona real que no era ella, en un cascarón en el que puede que hubiera vivido. Pero ya no era esa persona, porque la persona actual, la Diana de ahora, sentía algo mucho peor.
Lo tenía dentro, al bebé. Lo tenía dentro, empujando y pataleando.
Y estaba creciendo. Sentía cómo le crecía el vientre cada vez que alargaba la mano para agarrárselo. Era cada vez más grande, como si alguien estuviera llenando un globo de agua con una manguera y no supiera que tenía que parar, no supiera que acabaría explotando si continuaba inflan…
Un espasmo recorrió el cuerpo de Diana, agarrándole las tripas, utilizando todas sus fuerzas y concentrándolas en él.
Una contracción.
La palabra le llegó de lo más profundo de la memoria.
Una contracción.
¿De verdad le estaba creciendo el estómago? ¿Era real la impaciencia del bebé que tenía dentro, o es que Penny estaba jugando a algún juego con su realidad?
Diana sentía la mente oscura de la gayáfaga. Sentía el miedo que atascaba el aire en sus pulmones. Y, lo que aún resultaba más horrible, sentía la ansiedad de la mente malvada, que se esforzaba por apresurarla, que se comunicaba con ella desde lo más hondo. Como un niño pequeño impaciente por un helado. ¡Dame, dame!
Pero aún peor era el eco que procedía del bebé.
El bebé sentía la fuerza de voluntad de la gayáfaga. Lo sabía. El bebé sería suyo.
¿Cuánto tiempo llevaba arrastrándose así? ¿Cuántas veces la había agarrado bruscamente Drake con su mano de látigo y la había dejado sobre un precipicio escarpado para tener que aferrarse, con las uñas rotas, a la pared rocosa?
Y a ciegas. Siempre a ciegas. Sumida en una oscuridad tan absoluta que le penetraba en la memoria y tapaba el sol de las imágenes que había en ella.
Y entonces, por fin, un brillo. Al principio le parecía que debía de tratarse de una alucinación. Diana había aceptado que la luz había desaparecido para siempre, y ahora veía un brillo débil y enfermizo.
—¡Ve! —la instó Drake—. ¡Ahora es todo recto y plano! ¡Ve!
Diana avanzó a trompicones. Su vientre era extremadamente grande, la carne estaba extendida como un tambor. Y la siguiente contracción la sacudió entera, un torno en su interior se cerró tanto que le pareció que le debía de haber roto los músculos.
Hacía calor y no había aire. La chica estaba empapada en sudor, con el pelo pegado al cuello.
El brillo se hacía más intenso. Estaba pegado al fondo y a las paredes de la cueva. Mostraba los contornos rocosos, las estalagmitas que se alzaban del fondo y las pilas volcadas de piedra rota, como cascadas representadas con cubos de construcción infantiles.
Y entonces, bajo los pies descalzos, Diana sintió el zas eléctrico de la barrera, lo que la obligó a encaramarse a trozos de la propia gayáfaga para ponerse a salvo.
Notaba cómo se movía bajo sus pies, como si pisara un millón de hormigas apiñadas; las células del monstruo bullían y vibraban.
Drake iba retozando por la cámara, chasqueando el aire con su látigo, mientras gritaba:
—¡Lo he conseguido, lo he conseguido! ¡Te he traído a Diana! ¡Yo, Drake Merwin, lo he conseguido! ¡Mano de Látigo! ¡Mano! ¡De Látigo!
Justin. ¿Dónde estaba? Diana se dio cuenta de que hacía mucho rato que no lo veía.
¿Dónde estaba? Miró a su alrededor, frenética, maravillada porque aún tenía ojos para ver. Su visión se emborronó de verde. No veía a Justin.
Penny captó su mirada frenética. Tenía una expresión sombría. También se daba cuenta de que habían perdido al niño pequeño en algún momento, mientras recorrían los kilómetros interminables hasta la mina.
A Penny tampoco le había ido muy bien. Estaba casi tan maltrecha, herida y ensangrentada como Diana. La caída por el túnel negro azabache no le había sentado bien. En algún punto se había dado fuerte en la cabeza, porque tenía un tajo en el cuero cabelludo que le sangraba hacia el ojo.
Pero Penny ya había perdido el interés en Justin. Ahora miraba con ojos entrecerrados, celosos, a Drake en toda su plenitud. Drake la ignoraba. No las había presentado. «Gayáfaga, esta es Penny. Penny, gayáfaga. Sé que os llevaréis bien».
Esa imagen habría hecho reír a Diana si no fuera por una contracción que la obligó a ponerse de rodillas.
Fue en esta postura en la que sintió una humedad repentina. Estaba caliente y le corría por la parte interior de los muslos.
—Imposible —sollozó.
Pero en el fondo sabía, hacía un tiempo, que aquel bebé no era un niño normal. Ya tenía tres barras, y no era más que un bebé con poderes por definirse.
El hijo de un padre malvado y una madre que había intentado… querido… intentado… pero por algún motivo había fracasado.
El arrepentimiento no la había salvado. Las lágrimas abrasadoras no habían bastado para eliminar la mancha.
El agua que había salido a chorros de su interior no había limpiado la mancha.
Derrotada, azotada y gritando al cielo que la perdonara, Diana Ladris seguiría siendo la madre de un monstruo.
Brianna guardaba una paloma asada pequeña en la mochila. Gozaba de buen apetito, y le gustaba tener comida siempre a mano. Eso era lo que ocurría cuando la gente pasaba hambre: que se ponía nerviosa con la comida.
Brianna arrancó un trozo de pechuga de paloma, y palpó la carne con dedos sucios por si quedaba algún resto de hueso o cartílago. Entonces localizó la mano del niño pequeño y puso la carne en ella.
—Cómetela. Te sentirás un poco mejor.
Se había adentrado mucho en el pozo de la mina. Por poco ataca a Justin con el machete, hasta que se dio cuenta de que estaba gimoteando, no gruñendo.
Pero ¿ahora qué? Podía acompañarlo hasta la entrada del pozo de la mina, Pero ¿de qué serviría? Estaba oscuro tanto dentro como afuera. Aunque por lo menos ahí afuera la opresión del alma que se producía al aproximarse a la gayáfaga podía verse mitigada.
—¿Qué me puedes contar, chaval? ¿Has visto a esa cosa?
—No veo nada —gimoteó el niño.
Pero ya había llorado todo lo que tenía que llorar. Más bien sonaba como si estuviera traumatizado. Brianna sintió una punzada inusual de compasión. Pobre niño. ¿Cómo podía ser que pasaran esas cosas a un niño pequeño? ¿Cómo iba a olvidarlo nunca?
Brianna pensó severamente que se le olvidaría cuando estuviera muerto, y probablemente no tardaría mucho en estarlo.
Entonces, sorprendentemente, Justin comentó:
—Hay una caída muy larga.
—¿Más adelante, quieres decir?
—Ahí es donde se han olvidado de mí.
—¿Sí? ¡Muy bien, chaval! Me ayuda saberlo.
—¿Vas a salvar a Diana?
—Más bien me estaba planteando matar a Drake. Pero si eso significa que salvo a Diana, pues adelante.
Brianna arrancó otro trozo de su preciada carne de paloma y se la dio al chico. ¿Qué importaba? Era una misión suicida. No iba a volver. No necesitaría comer.
Qué idea tan poco alegre…
—La señora, Diana…, creo que su bebé va a salir.
—Bueno, eso sí que sería todo perfecto —dijo Brianna, suspirando—. Chico, tengo que seguir, ¿entiendes? Tú puedes continuar de vuelta hacia la entrada. O puedes quedarte aquí y esperarme.
—¿Vas a volver?
Brianna soltó una risita breve.
—Lo dudo. Pero yo soy así, pequeñín, soy la Brisa. Y la Brisa no para. Si consigues salir de esta de alguna manera, y sales de la ERA y vuelves a casa con tu mamá y tu papá y todos los demás de ahí fuera, cuéntaselo a la gente, ¿vale? Igual así mi familia logre consolarse…
Se le quebró la voz. Se notaba lágrimas en los ojos. Uau, y eso ¿a qué venía? Brianna negó con la cabeza, enfadada, se echó el pelo hacia atrás y añadió:
—Lo único que digo es que les cuentes que la Brisa nunca se rajó, que la Brisa nunca se rindió. ¿Lo harás?
—Sí, señora.
—Señora —repitió Brianna en tono irónico—. Bueno, nos vemos luego, ¿vale?
Y empezó a bajar por el túnel. Había ideado un modo de moverse un poco más rápido que una persona normal. Usaba su machete, girándolo ante ella de formas diversas para evitar aburrirse: un ocho, una estrella de cinco puntas, una estrella de seis puntas. Lo movía puede que dos o tres veces más rápido que una persona normal. Ni de lejos se acercaba a su velocidad habitual, pero una tenía que adaptarse.
Cuando el machete daba con algo, aminoraba hasta que encontraba un camino abierto. Era como una persona ciega con un bastón, pero mucho más cañera.
De vez en cuando palpaba en busca de una piedra y la arrojaba por delante, atenta a si oía algo que pudiera ser «una caída muy larga», como Justin la había llamado.
Brianna estaba en contra de las caídas muy largas.
Lanzó una piedrecita y no la oyó repiquetear en la piedra.
—Ah, me parece que tenemos una caída larga.
Se inclinó hacia delante hasta que notó, efectivamente, una abertura en el suelo.
Se deslizó hasta el borde a gatas. Se colocó de manera que pudiera ver justo hacia abajo.
—Abre los ojos, no te muevas —se dijo.
Apuntó con la escopeta hacia el agujero y apretó el gatillo.
Las escopetas nunca eran precisamente silenciosas. Pero en los confines del pozo de la mina era como si explotara una bomba.
El destello de la boca señaló casi diez metros de profundidad, y pintó una imagen imborrable de paredes de piedra, con un saliente que debía de encontrarse a unos seis metros.
El eco de la explosión duró un rato. Sonó como si un avión superara la barrera del sonido. Seguramente Drake lo oiría, a no ser que aquel pozo descendiera aún más de lo que Brianna se imaginaba.
La Brisa sonrió.
—Así es, Drakey: ahora sí que vengo a por ti.
Dos explosiones. Dos luces.
Era imposible saber lo lejos que estaban. El ruido indicaba que muy lejos. La luz parecía más cercana. Imposible saberlo.
Podía ser cualquiera: Brianna, Astrid, o cualquier montón de niños armados que igual se habían perdido en la oscuridad.
—Seguro que ha sido un arma —dijo Sam a nadie.
Qué raro resultaba que el disparo fuera casi tranquilizador.
No le parecía que viniera del pozo de la mina. Había sido a la derecha. Cuadraba más con la dirección hacia la que pensaba que se encontraba Perdido Beach, que no era su objetivo. Su misión no era encontrar y rescatar a Astrid, si es que había sido ella. Su misión era…
—Pues mala suerte —replicó, desafiante, de nuevo a nadie.
Si había sido Astrid y se había metido en una pelea, y dejaba que quienquiera que estuviera peleándose con ella —puede que incluso Drake— viera una fila de soles de Sammy acercándose, lo revelaría todo. Si había sido Astrid, y Sam ya se había convencido de que sí, tenía que moverse rápido. No podía limitarse a caminar vacilante en la oscuridad, iluminando el camino a sus espaldas con una hilera de luces. Tendría que correr directamente hacia la oscuridad.
Sam se concentró en la dirección de la que procedían los fogonazos. Empezó a correr, levantando la pierna a cada paso para evitar tropezar. Llegó sorprendentemente lejos hasta que chocó con algo duro y cayó boca abajo en la tierra.
—Ahí va uno —dijo, se incorporó y echó a correr otra vez.
Era una locura, claro. Correr a ciegas. Correr con los ojos cerrados. Correr sin tener ni idea de dónde aterrizarían sus pies, correr cuando igual había una pared o una rama o un animal salvaje justo delante. A escasos centímetros de su nariz.
Podía elegir: avanzar lentamente y con cautela, procurando evitar caerse pero sin llegar nunca a ninguna parte. O correr, y puede que llegar a alguna parte, aunque también pudiera correr hasta caer por un precipicio.
Sam pensó que, en fin, así era la vida, y sonreía irónicamente cuando se estampó contra un arbusto que lo hizo caer, enredarse, y amenazaba con no dejarlo escapar.
Consiguió girar y soltarse, y empezó a correr otra vez, sacándose espinas de las palmas de las manos y de los brazos mientras avanzaba.
Durante toda la vida, Sam había temido a la oscuridad. De niño, acostado en la cama de noche, se ponía tenso ante el posible ataque de una amenaza invisible pero que se imaginaba claramente. Pero ahora, en aquella oscuridad final, le parecía que el miedo a la oscuridad era el miedo a sí mismo. No el miedo a lo que podría haber «allí fuera», sino el miedo a cómo reaccionaría a lo que allí hubiera. Se había pasado cientos, puede que miles, de horas de vida imaginándose cómo se enfrentaría a las cosas terribles que su imaginación había conjurado. Solía avergonzarlo, esa fantasía heroica incesante, ese juego de guerra mental interminable para amenazas que nunca se materializaban. Una serie interminable de escenarios en los que a Sam no le entraba el pánico, no salía corriendo, no lloraba.
Porque eso, más que cualquier otro monstruo, era lo que Sam temía: que fuera débil y cobarde. Tenía un miedo terrible a tener miedo.
Y la única solución que le quedaba era negarse a tener miedo.
Del dicho al hecho había un trecho cuando la oscuridad era absoluta, y nada podía preverse, y realmente había monstruos terribles esperándolo.
Sin luz nocturna. Sin Sol de Sammy. Solo con una oscuridad tan total que negaba la idea misma de la vista.
Pensar en su miedo no lo disminuía. Pero continuar corriendo directamente hacia él sí.
—Así que no llores —se dijo.
—Echo de menos a Howard —dijo Orc.
Dekka no estaba precisamente habladora. De hecho, apenas había articulado palabra. Normalmente, Orc no hablaba mucho, pero no es que hubiera algo que ver, o algo más que hacer.
Orc avanzaba con Dekka detrás de él, siguiendo el ruido de sus pasos. El chico monstruo pensó que lo bueno de ser de piedra era que le costaba mucho encontrar algo con lo que tropezarse.
La mayoría de las cosas las atravesaba. Y si había un arbusto o un sitio desigual o lo que fuera podía advertir a Dekka.
En ciertos sentidos era un paseo agradable. Claro que no había nada que ver, jaja. Pero no hacía ni mucho frío ni mucho calor. El único problema de verdad era que no sabían adónde iban.
—Siento lo de Howard —dijo Dekka, demasiado tarde—. Sé que erais amigos.
—A nadie le gustaba Howard.
Dekka decidió no mostrarse en desacuerdo.
—Todos lo veían como el tipo que vendía drogas y priva y todo eso. Pero a veces era distinto.
Orc aplastó una lata con un pie, y al dar el siguiente paso aplanó la tierra sobre lo que parecía la madriguera de una ardilla.
—Pero yo le gustaba —comentó Orc.
Dekka no dijo nada.
—Tú tienes muchos amigos, así que seguramente no entiendes por qué Howard…
—No tengo muchos amigos —lo interrumpió Dekka.
Aún le temblaba la voz. Fuera lo que fuera lo que había pasado, debía de haber sido muy chungo. Porque en lo que a Orc respectaba, Dekka era una chica muy muy dura. Howard siempre decía eso de ella. Y a veces también la llamaba de todo. Probablemente porque Dekka tenía una manera particular de mirar a Howard, con la cara hacia abajo pero con los ojos fijos en él, como si lo vigilara a través de las cejas, digamos. Y solo le veías las trenzas, la frente ancha y los ojos duros.
—Sam —dijo Orc.
—Sí —Dekka suavizó la voz—. Sam.
—Edilio.
—Trabajamos juntos, pero no somos realmente amigos. ¿Y Sinder y tú? Tú le gustas.
Orc se sorprendió al oírle decir eso.
—Es buena conmigo —reconoció. Y se lo pensó un poco más—. Y también es guapa.
—No estaba diciendo que le «gustes» en ese sentido.
—Ah, no, ya lo sabía —dijo Orc, y sintió que se habría ruborizado si le quedaran algo más que unos centímetros de piel—. No era eso lo que quería decir, no. —Se obligó a reírse—. Ese tipo de cosas no son para mí. No muchas chicas se interesan por alguien como yo.
No quería que sonara como si sintiera lástima por sí mismo, pero debió de sonar así.
—Ya, bueno, resulta que tampoco hay muchas chicas que se interesen por mí —replicó Dekka.
—Quieres decir chicos.
—No, quiero decir chicas.
Orc, perplejo, se paró un momento.
—¿Eres una de esas bolleras?
—Soy lesbiana. Y no soy «una de esas nada» en este sitio. Parece que aquí soy la única de esas.
Orc se estaba poniendo muy incómodo. «Bollera» era como llamaba a una chica fea en los viejos tiempos, cuando había escuela. No había dado muchas vueltas a ese tema. Y ahora tenía que pensar en él.
Entonces se le ocurrió algo.
—Ah, pues eres como yo.
—¿El qué?
—La única. Como yo. Soy el único como yo —dijo Orc.
Oyó que Dekka soltaba un resoplido desdeñoso y burlón. Parecía molesta, no era una risa feliz. Pero era lo mejor que le había salido hasta el momento.
—Sí —continuó Orc—. Tú yo somos únicos, eso somos. La única persona hecha de piedra, y la única bollera.
—Lesbiana —lo corrigió Dekka. Pero no parecía tan furiosa.
Algo golpeó a Orc en la cabeza y le pinchó en los ojos.
—Cuidado, hay un árbol. Agárrate de mi cintura y lo rodearé.
Lana tenía razón. Los problemas no tardaron en empezar. Quinn detuvo a un chaval que había cogido un palo ardiendo de la hoguera y se dirigía hacia su casa.
—Solo quiero coger mis cosas.
—Nada de fuegos fuera de la plaza —le advirtió Quinn—. Lo siento, tío, pero no queremos otra movida como la de Zil y que se incendie la ciudad entera.
—Pues dame una linterna.
—No tenemos para…
—Pues métete en tus asuntos. No eres más que un pescador estúpido.
Quinn agarró la antorcha y el chaval trató de arrebatársela, pero, a diferencia de Quinn, no se había pasado meses con las manos sujetando un remo.
Quinn se la arrancó fácilmente.
—Puedes ir a donde te dé la gana. Pero con fuego no.
Y acompañó al chaval a la plaza justo a tiempo de ver dos antorchas que se alejaban por el otro extremo.
Quinn maldijo y mandó a unos cuantos de sus chicos tras ellos. Pero los pescadores estaban exhaustos. Se habían dedicado a cortar madera, arrastrarla, serrarla, distribuir comida y organizar una trinchera.
Lana tenía razón. Ahora miraba a Quinn sin decir nada, pero sabía que estaba llegando a la misma conclusión que ella.
—Caine —dijo Quinn—. ¿Te has recuperado?
Caine había desaparecido durante un rato. Luego Quinn se dio cuenta de que había bajado al océano y se había lavado. Tenía la ropa mojada, pero más o menos limpia. Se había echado el pelo hacia atrás, y Lana le había curado las cicatrices de las grapas que Penny le había clavado en la cabeza.
Las manos —el dorso, al menos— aún estaban cubiertas de cemento entre varios milímetros y un centímetro. Le costaba articular los dedos. Pero tenía las palmas más bien limpias.
Parecía gris, incluso bajo la luz del fuego. Parecía una persona mucho mayor, como si hubiera pasado directamente de adolescente guapo a viejo agotado y derrotado.
Pero cuando se ponía en pie mantenía cierta dignidad.
Caine se volvió hacia los escalones. Habían vaciado la iglesia de cualquier cosa que pudiera quemarse. Lo que quedaba del tejado se había hundido siguiendo una secuencia estrepitosa, en la que una nube de polvo se había inflado haciendo chisporrotear la hoguera. Ahora los pescadores cansados estaban rompiendo barandillas y sillas de oficina antiguas de madera, cuadros enmarcados y escritorios rotos del edificio del Ayuntamiento.
Caine se concentró en el fragmento más grande, que era un escritorio casi entero. Extendió la mano con la palma hacia fuera, y el escritorio se elevó del suelo.
Salió volando a través de las caras vueltas hacia arriba, y Caine lo colocó delicadamente sobre una pila en llamas.
Quinn se preparó para el anuncio de que Caine había vuelto, de que estaba al mando, de que seguía siendo el rey.
Y lo triste era que Quinn habría recibido encantado la noticia: estar a cargo de todo aquello lo superaba.
—Decidme qué más puedo hacer —comentó Caine en voz baja.
Se sentó, con las piernas cruzadas, y se puso a mirar el fuego.
Lana se acercó paseándose.
—Hay que reconocerlo: a este tío se le da genial hacer lo que no debe. Cuando necesitamos que haga de malo, de repente se convierte en un perrillo.
Quinn estaba demasiado cansado para pensar una réplica inteligente. Hundió los hombros y dejó caer la cabeza.
—Ojalá supiera cuánto tiempo tenemos que aguantar.
—Hasta que podamos —replicó Lana.
Entonces cundió el pánico. No había motivo aparente que Quinn pudiera ver. De repente, unos chavales del otro extremo del fuego se pusieron a gritar, y algunos a quejarse. Puede que no se tratara más que de una rata.
Pero los que estaban junto a ellos no sabían qué ocurría, y el pánico se extendió a la velocidad de la luz.
Lana maldijo y echó a correr. Quinn salió tras ella. Pero el pánico salió a su encuentro: los chavales gritaban de repente sin saber el motivo, corrían, rodeaban el fuego, se asustaban y echaban a correr otra vez, derribándose los unos a los otros entre gritos.
La hermana de Sanjit, Peace, chocó con Quinn, quien la agarró de los hombros y gritó:
—¿Qué pasa?
No tenía respuesta. La niña se limitó a menear la cabeza y soltarse.
Un chico se adentró corriendo en la oscuridad. Se le había incendiado la ropa, y las llamas le salían por detrás mientras huía gritando. Dahra Baidoo lo placó como un jugador de rugby y le dio la vuelta para apagar las llamas.
Otros chavales agarraron antorchas y se apiñaron en puñados y grupos paranoicos, con las espaldas pegadas como guerreros antiguos rodeados de enemigos.
Y entonces, para horror absoluto de Quinn, una chica corrió a adentrarse en el fuego, gritando:
—¡Mamá, mamá!
Como si la hubiera agarrado una mano divina, la chica salió volando hacia atrás y rodó por el suelo. Fue duro, pero efectivo. El fuego que acababa de prenderle los pantalones cortos se apagó.
Quinn se volvió, agradecido, hacia Caine, pero Caine no lo miró. Entonces Quinn oyó que Lana gritaba a los niños, y les decía que dejaran de comportarse como idiotas, que se calmaran.
Algunos le hicieron caso. Otros no. Más de una antorcha iluminada salió hacia la oscuridad. Quinn se preguntaba cuánto tiempo tardarían en ver fuegos por toda aquella pobre ciudad derrotada.
Lana volvió despotricando, furiosa, prácticamente escupiendo rabia.
—Nadie sabe qué ha pasado. Un idiota ha gritado algo y se han vuelto locos. Como ganado. Odio a la gente.
—¿Salimos tras los que se han ido? —preguntó Quinn en voz alta.
Pero Lana no estaba dispuesta a discutirlo tranquilamente.
—De verdad que, a veces, de verdad que los odio a todos.
Y se dejó caer en los escalones. Quinn percibió una leve sonrisa en los labios de Caine, quien le concedió una mirada curiosa.
—Tengo una pregunta para ti, Quinn: ¿cuánto tiempo habrías seguido en huelga?
—¿Qué?
—Es que me pareció que estabas dispuesto a que toda esta gente pasara hambre por Cigar.
Quinn apoyó los puños en los costados.
—¿Cuánto tiempo habrías defendido tú a Penny?
Caine se rio un poco.
—Estar al mando… no es fácil, ¿verdad?
—Yo no he torturado a nadie, Caine. No he entregado a nadie a una chica psicópata para que lo vuelva loco.
Caine se desanimó un poco al oír el último comentario, y apartó la vista.
—Ya, bueno… Casi me habías vencido, Quinn. Albert ya estaba planteando cómo librarse de mí.
—Albert ya tenía el plan de fuga preparado.
Los ojos de Caine brillaron a la luz de la hoguera.
—Me gustaba esa isla. No tendría que haberme ido nunca. Diana me dijo que no lo hiciera. Hay otras barcas. Puede que haga una visita a Albert un día de estos.
—Deberías.
Quinn recordó la imagen de los ojos diminutos como frijoles en las cuencas oscurecidas de la cabeza de Cigar. Que Caine atacara la isla. Podría estar bien comprobar si esos misiles que Albert afirmaba tener funcionaban.
Pero Caine ya parecía haber perdido el interés en la ira de Quinn.
—Lo más probable es que pronto estemos todos muertos —comentó.
—Ya.
Quinn estaba de acuerdo.
—Me habría gustado volver a ver a Diana. Ahora ya no habrá bebé.
—¿Te sientes aliviado? —preguntó Lana con dureza.
Caine se lo pensó durante tanto rato que parecía haber olvidado la pregunta, hasta que acabó diciendo:
—No. Más bien triste.