TREINTA Y UNO

8 HORAS, 58 MINUTOS

PENNY NUNCA se había sentido así antes. Nunca antes había experimentado una impresión semejante. Ni siquiera sabía de qué hablaba la gente cuando hablaban y hablaban de una puesta de sol o de las estrellas en un cielo nocturno despejado.

Pero ahora sentía algo.

No lo veía. Estaba tan negro como si le hubieran arrancado los ojos. Y esa idea le hizo sonreír al acordarse de Cigar. Pero aun así sabía adónde iba.

El corte en el pie ya no importaba. Cuando se golpeaba el dedo en una piedra no importaba. Que tuviera que orientarse palpando el camino estrecho como si fuera ciega ya no importaba, nada de todo aquello importaba, porque sentía… sentía algo genial, algo magnífico.

No había estado allí antes, pero igualmente era como volver a casa.

Se rio en voz alta.

—La sientes, ¿verdad?

A Penny la sorprendió la voz. Procedía de donde había estado Drake, pero era una voz de chica. Claro: de Brittney.

—La siento —confirmó Penny—. La siento.

—Cuando te acerques oirás su voz en tu interior —le explicó Brittney—. Y no es un sueño o algo así: es verdad. Y luego, cuando llegues al fondo, podrás tocarla de verdad.

A Penny le sonaba raro. Y no es que tuviera muchos problemas con las cosas raras. Pero Brittney no era Drake. A Drake lo podía respetar. La Mano de Látigo —y aún más, el deseo de utilizarla— lo hacían poderoso.

Y atractivo, además, por lo que recordaba de los viejos tiempos. Entonces no se fijaba mucho en él porque Caine era el elegido. Caine era el guapo y el listo…, tan listo… Drake era un chico muy distinto: como un tiburón. Parecía un tiburón, con los ojos muertos y la boca hambrienta.

Pues se había equivocado con Caine. Diana lo tenía metido en un puño. Pero Drake seguro que no amaba a Diana. De hecho, la odiaba. La odiaba tanto como Penny.

Puede que, a fin de cuentas, Drake tuviera mejor aspecto. Y, en cualquier caso, le deseaba suerte a Diana si intentaba robárselo como había hecho con Caine.

Brittney iba detrás de todo. Luego estaba Penny. Diana y Justin llevaban la delantera. Avanzaban torpemente, tropezando, llorando y cayéndose.

Por desgracia, Penny no podía mantener la ilusión de que Brianna seguía paralizada a esa distancia. El efecto ya se habría disipado. Lo cual quería decir que Brianna estaba libre para ir tras ellos.

Penny sonrió en la oscuridad. Suerte con lo de atraparlos. Aunque volviera a estar a su alcance, la velocidad le resultaría inútil. Ahora no era nada. ¿La Brisa? Ja. Si se les acercaba, Penny la haría correr, muy muy rápido, hasta que se le rompieran las piernas. ¡Ja!

—Ella hablará conmigo; ella hablará contigo —dijo Brittney con voz cantarina—. Nos dirá qué hacer.

—Cállate —replicó Penny.

—No —la reprendió Brittney con una voz tremendamente sincera—. No debemos pelearnos entre nosotros.

—¿No debemos? —se burló Penny—. Cállate hasta que vuelva Drake. —Y entonces, como no estaba contenta con el silencio de Brittney, pues le sonaba a reproche, añadió—: No acepto órdenes de nadie. Ni de ti, ni de Drake. Ni siquiera de como se llame. —Pero, nerviosa, se pasó la lengua por los labios mientras lo decía.

—La gayáfaga —dijo Brittney. Y se rio, no cruelmente, sino con condescendencia cómplice—. Ya lo verás.

Penny ya lo «veía». No es que viera algo, ni siquiera el dedo delante de los ojos, pero sentía su poder. Habían alcanzado la entrada del pozo de la mina. La oscuridad, ya absoluta, se había cerrado en torno a ellos.

Resultaba más fácil orientarse tocando las vigas a lo largo de la ladera. Pero costaba más respirar.

A Diana se le escapó un gemido bajo.

Penny tuvo el impulso fugaz de darle algo de lo que asustarse. Pero ese era el problema: ahora el miedo era el aire que respiraban.

—Hay algunos puntos difíciles —advirtió Brittney—. Y la caída es muy muy larga. Te partirás las piernas si te caes.

Penny negó con la cabeza, pero nadie veía su gesto.

—De ninguna manera, de ninguna manera. Ya he pasado por eso. No lo repetiré.

La voz de Brittney era suave.

—Siempre podrías marcharte.

—¿Crees que yo…? —Penny tuvo que esforzarse por coger aire—. ¿Crees que no lo haré?

—No lo harás —afirmó Brittney—. Vas al sitio al que siempre quisiste ir.

—Nadie me dice… —gruñó Penny. Pero la rebeldía se esfumó a media frase. Y volvió a intentarlo—. Nadie me…

—Ten cuidado —dijo Brittney, petulante—. La siguiente sección está llena de piedras revueltas. Tendrás que arrastrarte por encima. —Y entonces, con esa voz rara cantarina que le salía de vez en cuando, comentó—: De rodillas, de rodillas nos arrastramos hasta nuestra señora.

Brianna respiraba ruidosamente sin moverse.

La oscuridad era su kriptonita. No podías emplear la supervelocidad si no veías adónde ibas.

Estaba tan oscuro… De hecho era peor que las imágenes que Penny le había metido en la cabeza. En cierto sentido, esas habían molado. Pero lo de ahora… lo de ahora era la nada.

Solo nada nada y nada más que nada.

Bueno, pensándolo bien, nada total no. Cuando alzó el machete delante de la cara sintió el olor ácido del acero. Sacó la escopeta y sintió el tacto de la culata corta y el olor del residuo de pólvora.

Se imaginó el destello de la boca. Sería ruidoso.

Y brillante.

Ah, se le había ocurrido algo. ¿Tenía qué, doce balas?

Ya. Interesante.

También había ruidos. Los oía subir por el camino. Ya debían de estar en la entrada del pozo de la mina.

Brianna sentía la presencia oscura de la gayáfaga. No era inmune a ese peso oscuro en el alma. Pero no la paralizaba. Sentía a la gayáfaga, pero no la asustaba. Era como una advertencia, como si una voz terrible y profunda dijera:

—¡No te acerques, no te acerques!

Pero Brianna no se asustaba un carajo. Oía la advertencia; sentía la maldad tras ella; sabía que no era una farsa ni una broma; sabía que representaba a una fuerza muy poderosa y profundamente malvada.

Pero Brianna no estaba hecha como la mayoría de la gente. Y lo sabía desde hacía un tiempo. Desde antes de la ERA, pero era mucho más consciente de ello desde que se había convertido en la Brisa.

Recordó una vez cuando era pequeña. ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Tres, puede? Iba con unos niños mayores, aquel chico y su estúpida hermana que vivían tres casas más allá. Y dijeron:

—Vamos a colarnos en el restaurante viejo que se ha quemado.

Era un restaurante italiano grande y viejo. Parecía medio normal por fuera, a excepción de que había cinta amarilla de la policía alrededor de la fachada carbonizada.

Los dos niños, que ya no tenía ni idea de cómo se llamaban, habían intentado asustar a la pequeña Brianna.

—Ah, mira, ahí es donde se quemó un tipo. Su fantasma debe de rondar por aquí. ¡Buuuu!

Pero Brianna no se asustó. De hecho, quedó decepcionada al darse cuenta de que no había ningún fantasma.

Entonces llegaron las ratas. Debía de haber dos docenas por lo menos. Salieron disparadas como si las persiguieran, de la cocina quemada al comedor, que apestaba a humo, donde estaban los tres niños, y los Olafson —así se llamaban, Jane y Todd Olafson: no es raro que no se acordara—, gritaron y echaron a correr. La niña, Jane, tropezó y se hizo un corte feo en la rodilla.

Pero Brianna no corrió. Se quedó ahí resistiendo con su muñeco parlante Woody en una mano. Recordaba que una de las ratas se detuvo y levantó su cara de rata hacia ella. Como si no se creyera que estuviera corriendo. Como si quisiera decirle:

—Oye, niña, soy una rata enorme: ¿por qué no corres?

Y Brianna habría querido decirle:

—Porque eres una rata estúpida.

Ahora avanzaba a tientas, paso a paso. Demasiado despacio para una persona normal, y ya no digamos para la Brisa.

—Ah, te siento, vieja, oscura y espantosa —murmuró—. Pero no eres más que una rata estúpida.

Sam volvía la vista y veía una hilera de diez luces tras él. La fila que formaban temblaba un poco, pero básicamente estaba recta. Claro que no veía el lago o sus luces de luciérnaga.

Se preguntaba cómo estarían los demás en aquella oscuridad terrible. Puede que algunos tuvieran linternas que lentamente se iban apagando. Puede que otros hubieran encendido fuegos. Pero muchos se limitaban a adentrarse en la oscuridad. Asustados, pero sin detenerse.

Adentrarse en la oscuridad.

Los pies de Sam subían una colina. Y él lo consentía. Puede que viera algo desde más arriba. Era extraño. Deseaba que Astrid estuviera allí para hablar sobre lo raro que era moverse así, a ciegas, notando una colina sin verla, sin saber si estaba cerca de la cima o si se acercaba siquiera.

Ahora todo se basaba en el tacto. Sam sentía la cuesta con los tobillos en vez de verla con los ojos. La sentía al inclinarse hacia delante. Cuando el ángulo aumentaba, lo pillaba por sorpresa y tropezaba. Pero luego disminuía, y eso también lo sorprendía.

Colgó un sol de Sammy, y le costó un rato entender el entorno inmediato.

Para empezar, había una lata vieja y oxidada de cerveza.

Y, luego, se encontraba a menos de dos metros de lo que podía ser un precipicio escarpado. Podría haberse matado si hubiera continuado. Claro que también puede que la caída fuera solo de medio metro. O de dos. Estaba en el límite, escuchando atentamente. Casi podía oír el vacío del espacio. Sonaba como si fuera grande. Daba la sensación de ser enorme. Puede que llegara a desarrollar esos sentidos. Pero no ahora, no al borde de un precipicio con una caída de treinta, trescientos o tres mil metros.

Sam cogió la lata de cerveza oxidada y la dejó caer por el borde.

Cayó durante lo que debió de ser un segundo entero antes de alcanzar algo.

Y un poco más.

Hasta que se detuvo.

Sam respiró, y el ruido de su propia respiración le resultó dramático en la oscuridad.

Tenía que volver sobre sus pasos, o arriesgarse a una larga caída. Lenta, cuidadosamente, se volvió ciento ochenta grados. Estaba bastante seguro de que la mole de la colina ocultaba el lago. Pero no del todo. Apareció un solo punto de luz. Era tan pequeño como una estrella, mucho más tenue, y era naranja, no blanco.

Un solo punto lejano de luz apenas visible. Debía de ser una hoguera en Perdido Beach. O en el desierto. O incluso en la isla. O puede que solo fuera su imaginación.

Esa visión le arrancó un suspiro. No hacía que la oscuridad fuera menos oscura; sino que la hacía parecer inmensa. Interminable. El punto diminuto de luz solo servía para enfatizar el carácter total y absoluto de la oscuridad.

Sam empezó a retroceder por la colina. Hizo acopio de fuerza de voluntad para girar a la izquierda cuando alcanzó la luz más baja de la colina, y dirigirse hacia la ciudad fantasma.

O donde pensaba, y esperaba, que pudiera estar la ciudad fantasma.

—¡Aaaah, aaaah, aaaah!

Dekka gritaba en la tierra. Era un ruido desesperado. Gritaba y boqueaba en el aire mezclado con tierra y volvía a gritar.

Penny había cogido su miedo más intenso —que los bichos pudieran volver— y lo había duplicado. Dekka preferiría morir que soportarlo. Preferiría morir un millar de veces. Suplicaría la muerte antes de volver a pasar por eso.

Oyó a alguien llorar y luego gritar y luego farfullar, las tres cosas mezcladas, todo procedentes de su boca.

Atrapada y comida viva.

Comida desde dentro, para siempre, sin fin, atrapada en una piedra blanca de una pieza, de alabastro, en una tumba que ocupaba su interior, que la inmovilizaba para que ni atacar pudiera, para que no pudiera moverse mientras le devoraban las tripas…

No dejaría que volviera a pasar.

Nunca jamás.

Antes se mataría.

Dekka agarró tierra con las manos y la apretó como si se estuviera aferrando a la realidad. La tierra se le resbalaba entre los dedos, y cogía más y se le volvía a resbalar y agarraba más y más. Necesitaba algo a lo que aferrarse, algo que doliera. Necesitaba sentir que movía el cuerpo, que no estaba en esa prisión terrible de piedra blanca y lisa.

No era más que una chica. Una chica. Una chica con el nombre estúpido de Dekka. Ya había luchado suficiente. Y ¿para qué? Para el vacío. Para la soledad. Todo se reducía al momento actual. A aquella nada. A agarrar arena y a resistirse como una loca.

Dekka pensó que estaba bien morir donde estaba. Que estaba bien quedarse ahí echada en la oscuridad y dejar que se le cerraran los párpados, porque no había nada más que ver.

—Dekka, ¿me oyes? ¿Me oyes, Dekka? Porque no te queda más que el miedo. Y la muerte es mejor porque la muerte es el fin del miedo, ¿verdad?

Silencio. Paz.

No sería un suicidio. Eso era lo que no debías hacer, ¿verdad? Matarte. Pero ¿dejarte llevar? ¿Cómo podía ser eso un pecado?

—¿Quieres que justifique cómo puedo desearlo, Dios? ¿Sabes qué? Dale al botón de rebobinar y reproduce la última hora… No, no, el último… ¿Cuánto tiempo ha pasado, casi un año?

«Ni un año. Vamos, Dios. Tienes ganas de verlo, ¿verdad? Te echarás unas risas. Mira lo que me has hecho… Me vuelves valiente y luego me destrozas; me vuelves fuerte y me dejas llorando en la tierra.

»Me haces amar y luego… y luego…

»Mátame, ¿vale? Me rindo. Aquí estoy. Tú ves en la oscuridad, ¿verdad, Dios? ¿No tienes gafas de visión nocturna? Ya sabes, las que hacen que todo se vea verde y brillante. Pues póntelas, ay, Señor, ay, Dios, ay, barbudo del cielo, ponte las gafas como si fueras un comando divino y mírame, ¿vale? Mira lo que has hecho.

»¿Me ves? ¿Me ves boca abajo en la arena?

»¿Me oyes? ¿Oyes los ruidos que el cerebro me obliga a sacar por la boca, todas esas tonterías? Parezco una loca empujando un carro del súper por la calle, ¿verdad?

»¿No hueles mal? Porque cuando me ha entrado el miedo me lo he hecho encima. Ha sido por el miedo, ya lo sabes. ¿Lo sabías? Bueno, seguramente no, como eres Dios y tal y no le tienes miedo a nada…

»Solo hazme un favor, ¿vale? Mátame. Porque mientras viva puede volver a hacérmelo, a cubrirme y a estrujarme, y luego igual siento esos… E igual me enteraría, ya lo sabes, porque no es que no los viera salir a montones de las tripas cuando Sam me rajó.

»Así que te lo suplico, ¿vale? Oh, Dios Todopoderoso: mátame. ¿Tengo que suplicarte? ¿Eso quieres? ¿Eso te pone? Pues vale: te suplico que me mates».

—No quiero matarte.

Dekka se rio. En su mente febril, durante un instante le pareció que había oído una voz de verdad. La voz de Dios.

Esperó, en silencio.

Había algo ahí. Lo notaba. Algo próximo.

—¿Eres tú, Dekka? Creo que eres tú.

Dekka no dijo nada. La voz le resultaba familiar. No debía de pertenecer a Dios.

—Andaba por aquí. Te he oído llorar y gritar y rezar —explicó Orc.

—Sí —dijo Dekka.

Tenía los brazos cubiertos de tierra y la nariz tapada. El cuerpo empapado de sudor.

No se le ocurría ninguna otra cosa que decir.

—Como si quisieras morirte…

Orc no veía que Dekka estaba tendida boca abajo en la tierra. No veía que estaba acabada. Derrotada.

—No puedes matarte —afirmó Orc.

—No puedo… —empezó a decir Dekka, pero no podía pronunciar ninguna palabra más sin escupir tierra.

—Si te matas, irás al infierno.

Dekka resopló, hizo un ruido desdeñoso y burlón al escupir tierra.

—¿Tú crees en el infierno?

—¿Qué quieres decir, que si es un sitio de verdad?

Dekka esperó mientras Orc se lo pensaba. De repente quería oír la respuesta. Como si importara.

—No —acabó diciendo Orc—. Porque todos somos hijos de Dios. Así que no haría una cosa así. No es más que una historia que se inventó.

Dekka escuchaba sin querer hacerlo. Le costaba no hacerlo. Hablar de tonterías era mejor que recordar.

—¿Una historia?

—Sí, porque sabía que a veces nuestras vidas serían muy malas. Que igual nos habríamos convertido en un monstruo y que habrían matado a nuestro mejor amigo. Así que se inventó esta historia del infierno, para que siempre pudiéramos decir: «Bueno, podría ser peor. Podría ser el infierno». Para ir tirando.

Dekka no sabía qué responderle. La había desconcertado completamente. Y casi estaba enfadada con él, porque estar perpleja era muy distinto de estar desesperada. Si estaba perpleja…, se involucraba.

—¿Qué estás haciendo aquí, Orc?

—Voy a matar a Drake. Si lo encuentro.

Dekka suspiró. Extendió la mano y acabó encontrando una pierna de grava.

—Ayúdame a levantarme. No estoy bien del todo.

Las manos enormes de Orc la encontraron y auparon. Las piernas de Dekka estuvieron a punto de ceder. Estaba agotada, vacía, débil.

Pero no muerta.

—¿Te encuentras bien?

—No —contestó ella.

—Yo tampoco —dijo Orc.

—Estoy… —Dekka miró fijamente la oscuridad. Ni siquiera estaba segura de que estuviera mirando en dirección al chico. Dejó de hablar hasta que reprimió un sollozo—. Me temo que nunca volveré a ser yo.

—Ya, a mí también me pasa. —Orc suspiró muy fuerte, como si hubiera recorrido un millón de kilómetros y estuviera cansadísimo—. Por cosas que he hecho. Y por cosas que han pasado. Como que se me comieran los coyotes. Y luego, ya sabes, lo que pasó después. No quería acordarme de nada de eso. Pero nada desaparece, ni cuando estás borracho o lo que sea. Todo sigue ahí.

—Incluso en la oscuridad —señaló Dekka—. Sobre todo en la oscuridad.

—¿Hacia dónde deberíamos ir? —preguntó Orc.

—Dudo que importe mucho —respondió Dekka—. Ponte en marcha. Yo seguiré el ruido de tus pasos.

—¡Aaaaah! —gritó Cigar, y apretó la mano de Astrid con una fuerza increíble.

No era la primera vez que gritaba de repente. Era algo bastante habitual en él. Pero en este caso había otros ruidos. Una ráfaga de viento, un hedor como de carne pudriéndose, y luego un gruñido.

Cigar se separó de Astrid.

La chica se agachó instintivamente, por lo que un coyote falló su embestida, y en vez de cerrar los dientes en torno a su pierna chocó tan bruscamente con ella que la hizo caer de espaldas.

Astrid tanteó en la oscuridad buscando su escopeta, notó algo metálico que no sabía muy bien en qué dirección apuntaba, tanteó de nuevo y un coyote acelerado, con el pelo erizado, la empujó a un lado.

Podían cazar en la oscuridad, pero les costaba más matar de cerca si no veían.

Astrid rodó, se quedó plana y alargó el brazo intentando encontrar la escopeta. Un dedo tocó el metal.

Ahora Cigar gritaba con voz desesperada y derrotada. Y los gruñidos se intensificaban. Los coyotes también parecían frustrados al no localizar a sus presas, y trataban de morder a ciegas donde sus orejas y olfato les indicaban que debían de estar.

Astrid rodó hacia el arma hasta quedar boca abajo. La tenía debajo, la palpaba con dedos temblorosos, la inspeccionaba y… ¡sí! Ahora la estaba empuñando. La inclinó hacia delante, por lo que el cañón debió de llenarse de arena, y encallarse el gatillo. Trató de averiguar dónde estaba Cigar, rodó una vez más, levantó la escopeta por encima de ella y disparó.

La explosión resultó tremenda.

Surgió una luz mucho mayor de lo que había parecido nunca.

En el fogonazo de medio segundo, Astrid vio al menos tres coyotes acosando a Cigar, y un cuarto a pocos metros, con la boca retraída en un gruñido; la escena pareció congelarse mientras duró la luz.

El ruido resultó increíble.

Astrid se esforzó por apoyarse en una rodilla, apuntó hacia donde se encontraba el cuarto coyote, y apretó el gatillo otra vez. ¡Nada! Se había olvidado de meter otra bala. Lo hizo, apuntó temblorosa al espacio invisible, y volvió a disparar.

¡PUM!

Esta vez sí que se esperaba el fogonazo, y vio que el coyote al que apuntaba ya no estaba allí. Las bestias ya no estaban acosando a Cigar. Sus ojos terribles de canica blanca la miraban fijamente.

Algo había ocurrido a los coyotes. Habían explotado.

El fogonazo no bastaba para mostrar más. Pero sus tripas estaban donde habían estado sus cuerpos.

Silencio.

Oscuridad.

Cigar jadeaba. Astrid también.

Olía a tripas de coyote y a pólvora.

Astrid tardó un rato en controlar la voz, en recomponer los pensamientos desperdigados para formar algo coherente.

—¿Está aquí el niño pequeño? —preguntó Astrid.

—Sí —respondió Cigar.

—Y ¿qué ha hecho?

—Los ha tocado… Esto… ¿es real? —preguntó Cigar, indeciso.

—Sí —dijo Astrid—. Me parece que es real.

Estaba de pie con la escopeta humeante en las manos, mirando la nada. Le temblaba todo el cuerpo. Como si tuviera frío. Como si la oscuridad estuviera hecha de lana húmeda que la envolviera.

—Petey, háblame.

—No puede —dijo Cigar.

Se hizo el silencio.

—Dice que te hará daño —explicó Cigar.

—¿Que me hará daño? Y ¿por qué no te hace daño a ti?

Cigar se rio, pero no de alegría.

—A mí ya me han hecho daño. En la cabeza.

Astrid tomó aire y se pasó la lengua por los labios.

—¿Quiere decir que me volverá…? —buscó una palabra que no hiriera a Cigar.

Pero a Cigar ya no le preocupaban los eufemismos.

—¿Loca? —dijo—. Mi cerebro ya está loco. Él no sabe hacerlo, e igual te volvería loca.

A Astrid le dolían los dedos de lo fuerte que sostenía el arma. No había nada más a lo que aferrarse. Los latidos de su corazón eran tan intensos que estaba segura de que Cigar debía de oírlos. Astrid tiritaba.

Cualquier otra cosa… Pero eso no. La locura no.

Podía obtener las respuestas que necesitaba a través de Cigar. Pero Cigar solo se mostraba coherente a ratos, antes de volver a sumergirse en quejas y gritos lunáticos.

—No —dijo Astrid—. No me arriesgaré. Sigamos.

Como si supiera por dónde ir. Se había dedicado a seguir a Cigar, quien seguía —o eso decía— al pequeño Pete.

El pánico hormigueaba a Astrid, la provocaba. Había algo sofocante en la oscuridad. Como si fuera densa y costara respirarla.

La oscuridad era tan absoluta… Podía caminar en círculos y no llegar a darse cuenta. Podía meterse en un campo de bichos y no saberlo hasta tenerlos dentro.

—¡Enciende las malditas luces, Petey! —gritó la chica.

Pareció que sus palabras apenas penetraban en la oscuridad.

—¡Arréglalo! ¡Tú fuiste quien provocó todo esto! ¡Arréglalo!

Se hizo el silencio.

Cigar se puso otra vez a gemir y a reírse tontamente, hablando de Red Vines y de lo buenas que estaban las golosinas.

A Astrid le vino una imagen de sí misma en el lago, echada en la litera con Sam. Le encantaba tocarle los músculos. Qué vergüenza, qué infantil. Como las chicas a las que despreciaba, que siempre estaban soñando con alguna estrella del rock, con estrellas de cine, con uno de esos tipos con los abdominales duros, pero, pero ¿no era en realidad ella quien soñaba con todo eso?

Recordó con todo detalle que tenía la mano sobre el bíceps de Sam cuando se dobló para cogerla, y el músculo duplicó su tamaño y se puso duro como si fuera de roble. La había levantado como si no pesara nada. Y la volvió a dejar en la cama con gran delicadeza. Las manos de Astrid se deslizaron hasta su pecho para equilibrarse y…

Y ahora estaba aquí. Con un fantasma y un lunático. En la oscuridad.

¿Por qué?

Arriesgarte a volverte loca y puede que descubrir algo. O puede que no. Puede que solo la destruyera. Y ¿qué sabría si Petey le revolvía la mente?

Le dejaría el cerebro revuelto, repleto de cosas que tenía que saber, pero que no sabría realmente si quedaba distorsionado al aprenderlas.

—¡Arréglalo, arréglalo! —gritó Astrid a la oscuridad.

—Mi pierna no es mi pierna; es un palo, un palo con clavos que la atraviesan —gimió Cigar.

Un impulso oscuro y terrible de dar la vuelta a la escopeta y acabar con el sufrimiento de Cigar hacía que Astrid respirara con dificultad, y apretara la mandíbula. No. No. Ya había hecho de Abraham con el Isaac de Petey, y no quería volver a repetirlo. No se permitiría matar a un inocente, nunca más.

Una voz inocente y burlona en la cabeza la provocaba. ¿Inocente? Astrid Ellison, abogado, juez y verdugo.

La voz le insistía en que no había nada inocente en Petey. Él había construido lo que la rodeaba. Todo aquello. Había creado ese universo. Él es el creador, y por lo tanto es culpa suya.

—Vamos, dame la mano, Cigar. —Astrid se llevó la escopeta al hombro. Fue palpando en la oscuridad hasta que encontró al chico, y palpó un poco más hasta encontrar su mano—. Levántate.

Cigar se levantó.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Cigar.

Astrid se rio.

—Tengo un chiste para ti, Cigar. La razón y la locura se van de paseo por una habitación oscura, buscando una salida.

Cigar se rio como si fuera divertido.

—¿Sabes siquiera dónde está el chiste, pobre chico loco?

—No —reconoció Cigar.

—Yo tampoco. ¿Y si seguimos caminando hasta que no podamos más?