TREINTA

10 HORAS, 4 MINUTOS

—HAZ SONAR la campana —pidió Sam.

Edilio asintió en dirección a Roger, que corrió a hacer sonar la campana sobre la oficina del puerto deportivo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Edilio.

—¿Por qué no me has contado que eres gay? —exigió saber Sam.

Pareció como si a Edilio le hubieran dado un puñetazo. Pero se recuperó rápidamente, y adoptó una expresión entre recelosa y avergonzada.

—Ya tienes suficientes cosas a las que enfrentarte.

—Eso no es algo a lo que tenga que «enfrentarme», Edilio. Que se haya perdido mi novia, que el mundo se esté acabando, tener que salir a buscar a Drake, esas son cosas a las que tengo que enfrentarme. Pero ¿enterarme de que tienes a alguien que te importa tanto? ¿Cómo puede ser eso algo a lo que tenga que «enfrentarme»?

—No lo sé. Es que… Quiero decir, que me ha costado un tiempo llegar a entenderlo. Ya sabes.

—¿Lo saben todos menos yo? —preguntó Sam.

Se daba cuenta de que era una preocupación estúpida. No parecía el momento para preocuparse, porque parecía desconectado de las cosas. Pero nadie estaba más próximo a Sam que Edilio, casi desde el primer día. Le molestaba pensar que todos sabían algo que él no sabía. Le ofendía.

—No, tío —lo tranquilizó Edilio—. Y no es que yo…, o sea…, no es que me dé vergüenza o algo así. Es que… Mira, tengo muchas responsabilidades. Tengo que hacer que la gente confíe en mí. Y algunos chavales me llamarían «maricón» o lo que sea.

—¿De verdad? ¿Nos vamos a sumergir en la oscuridad eterna y crees que esos chavales de ahí fuera se van a preocupar por quién te gusta?

Edilio no respondió. Y A Sam le dio la sensación de que sabía más al respecto. Prefirió cambiar de tema.

—Tengo que serte sincero, tío —dijo Sam negando con la cabeza despacio, de lado a lado, mientras hablaba—. No veo una salida a todo esto. No veo ni el punto de partida de la salida. No espero que sobrevivamos.

Edilio asintió. Como si ya lo supiera. Como si estuviera preparado para oírselo decir.

—Así que, si se ha acabado todo, Edilio, si salgo ahí fuera y no vuelvo, quiero darte las gracias. Has sido un hermano para mí. Mi hermano de verdad.

Sam evitó mirar a Edilio.

—Sí, bueno, aún no estamos acabados —dijo Edilio bruscamente, y añadió—: ¿Así que te vas?

—Todo lo que has dicho antes es verdad —reconoció Sam—. No podemos permitirnos que me maten. No a corto plazo. Pero, en cuanto encienda algunas luces, seguiremos derrotados si no encontramos la manera de dar un vuelco a todo esto. No podemos cosechar ni pescar ni sobrevivir si vivimos a oscuras. Lo siguiente que hará la gente es encender hogueras. La próxima vez, Perdido Beach arderá hasta que no quede nada. Arderá el bosque. Todo. Los chavales no vivirán en la oscuridad.

Lo interrumpió el repique de la campana. Cuando acabó, comentó:

—No soy el único que teme a la oscuridad, Edilio. En cualquier caso, todo esto forma parte de algo más importante. Algo está pasando. No sé el qué, pero es algo importante y… definitivo. Así que, sí, a corto plazo soy importante. Pero si quiero ser importante a largo plazo tengo que salir fuera y averiguar cómo cambiarlo.

—¿Vas a hablar con todo el mundo? —le preguntó Edilio.

—Sí.

Apenas visibles en la oscuridad, como meras sombras en el agua, los barcos se balanceaban y deslizaban perezosamente. Los soles de Sammy que brillaban a través de los ojos de buey eran las únicas luces que había. Los cuerpos solo se veían cuando pasaban por delante de esas luces.

—Entonces asegúrate de que les dices la verdad.

—¡Toto! —gritó Sam—. ¡Sube aquí!

Cuando Toto subió a cubierta, Sam encendió un sol de Sammy justo por encima de su cabeza. Era como un foco siniestro que lo mostraba junto a Toto y Edilio.

—¡Toto está aquí para que sepáis que os digo lo que creo que es verdad! —gritó Sam para que lo oyeran a través del agua—. En primer lugar: no creo que tengamos que preocuparnos por Drake aquí en el lago. Se ha ido… Al menos por ahora.

—Eso cree —dijo Toto, susurrando.

—Habla más alto —le pidió Edilio.

—¡Eso cree!

—Así que volved todos a la orilla. Tenemos chavales que han venido de Perdido Beach. Han perdido a gente en el camino, así que vamos a acogerlos y a cuidar de ellos.

Algunas quejas y un par de preguntas desafiantes planteadas a gritos salieron de la oscuridad.

—Porque la gente buena ayuda a la gente que necesita que la ayuden. Por eso —respondió Sam—. Escuchadme: las cosas están mal en Perdido Beach. Parece que Caine ya no está al mando. Y tampoco Albert.

—¡Eso cree!

—Así que están mal. Astrid está… —La emoción le oprimía la garganta, pero Sam se esforzó por continuar. Se dio cuenta de que no tenía nada que ocultar. No es que alguien no supiera que estaba preocupado por ella—. Está ahí fuera en la oscuridad, en alguna parte. Y también Brianna, Dekka y Orc. Y Jack, pues no sabemos si sobrevivirá.

—Es verdad —dijo Toto, y luego, más alto—. ¡Verdad!

—Drake tiene a Diana y Justin, que no es más que un niño pequeño, y no estamos seguros de lo que trama. Sea lo que sea, creo que está conectado con la mancha que está tapando la luz.

Toto se limitó a asentir y a nadie pareció importarle.

Sam alzó la vista. La mancha ya no estaba en proceso de tapar la luz, sino que había terminado de hacerlo. El círculo pequeño de azul que se oscurecía se había vuelto completamente negro.

—Así que no tengo un gran plan. No lo tengo —repitió Sam, maravillado al darse cuenta de que era verdad—. Tengo fama de ser el tipo que encuentra una manera de salir de los líos… Pues bien, ahora no sé cuál será.

Alguien estaba llorando, lo bastante alto para que lo oyeran. Alguien lo hizo callar.

—Está bien. Llorad si queréis, porque yo también tengo ganas de llorar.

—Sí —dijo Toto.

—Podéis estar tristes, y podéis estar asustados. Pero hemos construido este lugar y hemos ido tirando manteniéndonos unidos, ¿verdad?

Nadie respondió.

—¿Verdad? —insistió Sam.

—¡Claro que sí! —gritó una voz.

—Así que seguimos unidos. Edilio está aquí. Escuchad a Edilio.

—¡Pero tú eres el líder! —gritó una voz distinta, y otras la secundaron—. ¡Te necesitamos! ¡Sam!

Sam bajó la vista. No es que estuviera realmente satisfecho, pero puede que un poco sí. Aunque al mismo tiempo empezaba a percatarse de algo. Tardó unos instantes en adoptar una forma coherente en su cerebro. Tuvo que contrastarlo con lo que ya sabía, porque al principio le pareció que se equivocaba.

Hasta que acabó diciendo:

—No, no. Soy un líder malísimo.

Se hizo una pausa antes de que Toto dijera:

—Eso cree.

Sam se rio, maravillado al darse cuenta de que se lo creía de verdad.

—No, soy un líder malísimo —repitió—. Mirad, mi intención es buena. Y tengo poderes. Pero era Albert quien mantenía a la gente alimentada y viva. Y aquí arriba es Edilio quien realmente se encarga de las cosas. Incluso Quinn es mejor líder que yo. Pero ¿yo? Me enfado cuando me necesitáis, y hago pucheros cuando no. No. Edilio es un líder. Yo…, yo no sé lo que soy, salvo el tipo que hace que le salga luz disparada de las manos.

Sam dio un paso atrás. Salió del brillo directo del sol de Sammy, desconcertado por el giro inesperado que había dado su discurso. Su intención era decir a todos que se mantuvieran unidos y fueran disciplinados. Pero había acabado sintiéndose como un estúpido, aprovechando aquella ocasión trascendental para hacer el ridículo.

Entonces intervino Edilio. Con voz más suave, y cierto rastro de su acento hondureño:

—Sé lo que es Sam. Puede que, como dice él, no sea un gran líder. Pero es un gran luchador. Es nuestro guerrero; eso es. Nuestro soldado. Así que lo que va a hacer Sam, lo que va a hacer es salir a la oscuridad y pelear con nuestros enemigos. Intentar mantenernos a salvo.

—Eso cree —dijo Toto innecesariamente.

—Sí —susurró Sam. Se miró las manos, con las palmas hacia arriba—. ¡Sí! —dijo más alto. Y, entonces, de nuevo para sus adentros—: Vale, pues vaya. No soy un líder, soy un soldado. —Se rio y miró a Edilio, cuya cara no era sino sombras bajo la luz del sol de Sammy—. Tardo un poco en captar las cosas, ¿verdad?

Edilio sonrió.

—Hazme un favor. Cuando encuentres a Astrid, repítele, palabra por palabra, eso de que tardas un poco. Fíjate bien en cómo reacciona, y luego me lo cuentas.

Entonces, poniéndose serio otra vez, Edilio añadió:

—Me ocuparé de la gente de aquí, Sam. Vete a buscar a tus amigos. Y, si te topas con Drake, mata a ese hijo de puta.

El cielo se cerró.

Oscuridad. Oscuridad total y absoluta.

Astrid se oía respirar.

Y oía los pasos dudosos de Cigar. Que aminoraba. Que se detenía.

—No estamos lejos de Perdido Beach —señaló la chica.

Qué raro resultaba lo que el negro absoluto provocaba en el sonido de las palabras, en el sonido de su propio corazón.

—Tenemos que intentar recordar la dirección. Si no, empezaremos a caminar en círculos.

Astrid se decía que no dejaría que le entrara el pánico. Que no dejaría que el miedo la paralizara.

Buscó a tientas a Cigar, pero su mano no tocó nada.

—Deberíamos cogernos de la mano —dijo la chica—, para no separarnos.

—Tienes garras —replicó Cigar—. Con agujas venenosas dentro.

—No, no, eso no es verdad. Tu mente te engaña.

—El niño pequeño está aquí —comentó Cigar.

—Y ¿cómo lo sabes?

Astrid se acercó al punto donde creía que se encontraba su voz. Le parecía que estaba bastante cerca de él. Intentó convocar otros sentidos. ¿Sentía los latidos de su corazón? ¿El calor de su cuerpo?

—Lo veo. ¿Tú no?

—No veo nada.

Tendría que haber llevado algo para utilizar de antorcha. Algo que pudiera quemar. Claro que si mostraba luz en el espacio abierto, resultaría visible para gente y cosas que no quería que la vieran.

Pero es que la presión de la oscuridad —y así la sentía, como una presión, como si no fuera una ausencia de luz, sino un fieltro negro o algo que colgaba de cortinas alrededor de ella— la estaba encerrando. Como si fuera una obstrucción física.

No había cambiado nada excepto que se había sustraído la luz. Cada objeto estaba exactamente donde antes. Pero no lo sentía así.

—El niño pequeño te está mirando —señaló Cigar.

Astrid sintió un escalofrío.

—¿Y habla?

—No. Le gusta el silencio.

—Sí, siempre fue así —explicó Astrid—. Y la oscuridad. Le gustaba la oscuridad. Lo tranquilizaba.

¿Lo había provocado todo Petey? ¿Solo para conseguir el dichoso silencio y la dichosa oscuridad?

—¿Petey? —llamó la chica.

Qué ridículo. Hablaba con alguien que no podía ver. Alguien que probablemente no estaba allí. Alguien que, si es que existía, no era humano, ni físico ni tangible.

Se rio en voz alta por lo irónico de la situación. Había dejado de hablar con una entidad espiritual quizás inexistente. Y ahora volvía a hacerlo otra vez.

—No le gusta que te rías —la hizo callar Cigar.

—Pues lo siento.

Pero se hizo el silencio. Astrid oía a Cigar respirar, así que sabía que seguía allí. No sabía si aún miraba a Petey. O a algo que se suponía que era Petey.

—Lo tenía en la cabeza —susurró Cigar—. Lo he sentido. Estaba dentro de mí. Pero se ha ido.

—¿Me estás diciendo que se apodera de ti?

—Yo le dejo. Quería que me hiciera ser como era antes. Pero no puede.

—Y ahora ¿dónde está?

—Ahora se ha ido —dijo Cigar con tristeza.

Astrid suspiró.

—Sí, igual que un dios, que nunca está cuando lo necesitas.

Escuchó atentamente. Y olió el aire. Tenía la impresión, una impresión apenas, de que podía distinguir en qué dirección quedaba el océano. Pero también sabía que la tierra que se encontraba entre el océano y ella estaba formada en buena parte por campos fértiles rebosantes de bichos. Bichos a los que probablemente hacía un tiempo que no alimentaban.

Había campos entre Astrid y la carretera principal, pero en cuanto llegara a esa carretera podría seguirla hasta la ciudad. Aun a oscuras, podía seguir la carretera asfaltada.

Sam quería seguir la carretera de tierra que iba del lago a la principal, porque allí es donde estaría Astrid. Seguramente. Aunque ninguno de los refugiados la había visto en el camino de Perdido Beach al lago.

Pero encontrar a Astrid no era lo que tenía que hacer. Todavía no. Astrid lo retrasaría, aun si la encontraba. Y ella no era un soldado. No era Dekka, ni Brianna, ni siquiera Orc. Ellos podrían ayudarlo a ganar una pelea; Astrid no.

Pero, ay, Dios, cuánto quería verla ahora. No para hacer el amor, sino solo para tenerla ahí en la oscuridad, a su lado. Para oír su voz. Eso sobre todo. El sonido de su voz era el sonido de la cordura, y Sam estaba entrando en un valle de sombra. Adentrándose en la oscuridad pura y absoluta.

Avanzó hasta que salió del débil círculo de luz proyectado por los numerosos soles de Sammy del lago. Entonces colgó una nueva luz, y se consoló con la esfera que le crecía en las manos.

Pero la luz solo alcanzaba unos pocos metros. Siguió avanzando y aún la veía al volverse, pero solo proyectaba una luz débil, una luz cuyos fotones parecían agotarse fácilmente.

Entrar en la oscuridad. Paso a paso.

Algo le oprimía el corazón.

Se le partirían los dientes si los apretaba más fuerte.

—Es igual que antes —se dijo—. Lo mismo pero más oscuro.

—Nada cambia si se va la luz, Sam —le había dicho su madre un millar de veces—. ¿Lo ves? Clic. Enciendo la luz. Clic. La apago. La misma cama, el mismo tocador, la misma ropa que has desperdigado por el suelo…

Pero el Sam más joven pensaba que no se trataba de eso. La amenaza sabe que estoy indefenso en la oscuridad. Así que no es lo mismo.

No es lo mismo si la amenaza puede verte y tú no.

No es lo mismo si la amenaza sabe que no tiene que ocultarse, sino que puede atacar.

A no ser que pretendas que la oscuridad no es algo distinto.

Pero es distinta.

—¿Te ocurrió algo malo en la oscuridad, Sam?

Siempre querían saberlo. Porque asumían que todo miedo debe proceder de una cosa o lugar. De un suceso. Causa y efecto. Como si el miedo formara parte de una ecuación de álgebra.

No, no y no, es que no entendían lo del miedo. Porque el miedo no era algo con sentido. El miedo eran las posibilidades. No cosas que ocurrían. Cosas que podían ocurrir.

Cosas que podían ocurrir… Amenazas que podían encontrarse allí. Asesinos. Locos. Monstruos. Que podían encontrarse a escasos centímetros, y podían verlo, pero a Sam los ojos no le servían de nada. Las amenazas podían reírse en silencio de él. Podían sostener sus cuchillos y armas, clavarle las garras y no podría verlas.

La amenaza podía encontrarse… ahí mismo.

Ya le dolían las piernas de la tensión. Miró otra vez hacia el lago. Había ido subiendo y ahora le quedaba por debajo, formando un grupito triste de estrellas como una galaxia distante y poco iluminada. Muy distante.

No podía volver la vista durante mucho rato porque ahora las posibilidades lo tenían rodeado.

La luz del día te mostraba los límites de las posibilidades. Pero al caminar por la oscuridad, la oscuridad total y absoluta, las posibilidades se volvían ilimitadas.

Sam colgó un sol de Sammy. No quería dejarlo atrás. La luz mostraba piedras. Un palo. Un arbusto seco.

Casi era mejor no molestarse. Ver cualquier cosa hacía que la oscuridad pareciera más oscura. Pero las luces también formaban una especie de caminito de migas de pan, como en Hansel y Gretel. Lograría encontrar el camino de vuelta a casa.

Y también esperaba ver si se estaba desviando hacia la izquierda o la derecha.

Pero las luces tenían otro efecto: las vería cualquier otro que estuviera ahí fuera.

En el país de los ciegos el tuerto es el rey. Pero en la oscuridad el único hombre que sostiene una vela es un blanco.

Sam siguió adentrándose en la oscuridad.

Quinn los había reunido a todos en la plaza con pescado a la brasa. La hoguera aún ardía, pero cada vez estaba más baja.

Lana había curado a todos los que lo necesitaban.

Por ahora había tranquilidad.

Los chavales habían asaltado la casa de Albert y habían vuelto con parte de su reserva oculta de linternas y pilas. Quinn se las había confiscado rápidamente. Ahora valían mucho más que el oro, mucho más incluso que la comida.

Algunos de los pescadores de Quinn estaban utilizando la luz de una sola linterna y varias palancas para arrancar los bancos de la iglesia y traerlos para mantener el fuego encendido.

Nadie más se había ido. Todavía no.

El brillo naranja y rojo proyectaba una estela de color débil, parpadeante, sobre la piedra caliza del Ayuntamiento, sobre el McDonald’s abandonado tiempo atrás, sobre la fuente rota. Sobre los rostros jóvenes y adustos.

Pero las calles que se alejaban de la plaza habían desaparecido sin más. El resto de la ciudad resultaba invisible. El océano, que en ocasiones se oía débilmente por encima del ruido de cortar madera y la conversación en voz baja, bien podría ser un mito.

El cielo estaba negro. Sin rasgos destacados.

Toda la ERA formaba una hoguera.

Caine estaba sentado cerca del fuego. La gente le dejaba mucho espacio. Olía mal. Y aún gritaba de dolor mientras dos chavales más —el tercer par— le desconchaban el cemento de las manos a la luz de la lumbre. Ahora se concentraban en la parte pequeña. Daban golpecitos muy dolorosos, y a menudo le salía sangre.

De vez en cuando, Lana se acercaba y le curaba uno o dos cortes, para evitar que la sangre volviera el cemento demasiado resbaladizo para el cincel.

Quinn se encontraba allí en el instante en que un golpe firme separó las manos de Caine, de modo que ya no estaban pegadas.

—Primero las palmas —ordenó Caine.

Seguía dando órdenes a pesar de todo.

Utilizaban unos alicates puntiagudos para arrancar los pedazos de cemento, pero también se llevaban piel. Cada vez que le preguntaban si se encontraba bien, Caine apretaba los dientes y gritaba:

—¡Hacedlo!

Se le estaban despellejando las manos. Pedazo a pedazo.

Quinn apenas soportaba verlo. Pero tenía que reconocer una cosa: puede que Caine fuera un matón, un egocéntrico, un asesino, pero no era un cobarde.

Lana llevó a Quinn aparte, hacia la oscuridad donde ya no alcanzaba la luz de la hoguera. Por Alameda Avenue hasta que Quinn ya no veía nada. Ni siquiera la mano delante de su cara.

—Quería ver lo oscuro que está —comentó la chica.

Se encontraba a pocos centímetros de él. Quinn no veía nada.

—Sí, está oscuro.

—¿Tienes algún plan?

Quinn suspiró.

—¿Para la oscuridad total? No, Lana. No tengo ningún plan.

—Quemarán edificios si la hoguera se apaga.

—Podemos mantener la hoguera encendida durante un rato. Alimentaremos a la ciudad entera, trozo a trozo si tenemos que hacerlo. Y tenemos agua. La nube del pequeño Pete sigue lloviendo. Es la comida…

Ambos recordaban demasiado bien lo que era el hambre. Se hizo el silencio.

—Vamos a traer toda la comida: almacenada en Ralph’s, del complejo de Albert. La gente no tenía mucho en casa. Si lo juntamos todo puede que tengamos raciones pequeñas para dos días. Luego empezará…

—El hambre…

—Sí… —Quinn no sabía para qué servía aquella conversación—. ¿Tienes algún plan?

—No tardará dos días, Quinn. ¿Sientes lo que te provoca la oscuridad? ¿Cómo te encierra? De repente, los chavales se darán cuenta de que están en una pecera gigante. Tendrán miedo de la oscuridad, miedo de estar encerrados. La mayoría estará bien durante un tiempo, pero no me preocupa la «mayoría». Me preocupan los más débiles. Los que ya están fatal.

—Si alguien se vuelve loco, ya nos encargaremos de él —afirmó Quinn.

—¿Y de Caine?

—Tú me has puesto al mando, Lana —le recordó Quinn—. Espero que no pensaras que tenía una respuesta mágica.

Se oyó una tercera respiración.

—Hola, Patrick. Buen chico.

Quinn oyó que Lana tanteaba en la oscuridad, buscando el collar del perro, y a continuación lo rascó enérgicamente.

—Van a empezar a volverse locos —insistió Lana—. Absolutamente locos. Cuando eso ocurra…, pide ayuda a Caine.

—Y él ¿qué va a hacer? —preguntó Quinn.

—Lo que haga falta para mantener a la gente controlada.

—Espera un momento… Uau —Quinn tuvo el instinto de agarrar a la chica del brazo, pero no sabía dónde lo tenía—. ¿Me estás diciendo que soltemos a Caine cuando alguien se pase de la raya?

—¿Tú puedes parar a un grupo de chavales si deciden robarse la comida? ¿O si se vuelven locos y empiezan a quemar cosas?

—Lana, y ¿qué más da? —preguntó Quinn. Sentía que se le agotaba la energía. Lana le había pedido que se encargara de todo. Y ahora le estaba diciendo que utilizara a Caine de arma. ¿Para qué?—. Y ¿qué más da todo, Lana? ¿Me lo puedes decir? ¿Por qué debería hacer daño a un niño porque se le vaya la olla cuando a todo el mundo se le podría ir la olla?

Lana no dijo nada. Pasó tanto rato sin decir nada que Quinn empezó a preguntarse si no se había marchado sin hacer ruido. Entonces, con una voz tan baja que ni siquiera sonaba como ella, susurró:

—En una oscuridad como esta…, la siento. Mucho más cerca. Resulta más real para mí que tú, porque la veo. La veo en mi cabeza. No se ve nada más, así que la veo.

—No me estás diciendo por qué debería hacer daño a alguien, Lana.

—Está viva. Y tiene miedo. Mucho miedo. Es como si se estuviera muriendo. Parece esa clase de miedo. Veo… veo imágenes que realmente no significan nada. Ya no intenta alcanzarme. No tiene tiempo para intentar alcanzarme. Quiere al bebé. Todas sus esperanzas están puestas en el bebé.

—¿El bebé de Diana?

—Aún no lo tiene, Quinn. Lo que significa que aún no ha terminado. Incluso aquí a oscuras, con lo asustados que estamos todos… No ha terminado. Créeme, ¿vale? Créeme cuando te digo que no ha terminado.

—No ha terminado —dijo Quinn, sintiéndose perplejo y con un tono de voz que probablemente lo reflejaba.

—A esos niños… Si empieza a entrarles el pánico, se harán daño. No podré encontrarlos y ayudarlos, así que se morirán. Y mira, eso no se lo voy a dejar hacer. A la gayáfaga, quiero decir. No puedo matarla, no puedo evitar que se apodere del bebé. Pero lo que sí puedo hacer, y tú también, Quinn, es mantener con vida a tantos de nosotros como pueda, mientras pueda. Porque igual eso es lo que hay que hacer… Pero también… también… —Quinn sintió que le tocaba el pecho, tanteaba hasta encontrar el hombro, y entonces le agarraba la mano y la sujetaba con una fuerza sorprendente—. Y también porque no voy a dejarla ganar. Nos quiere a todos muertos y desaparecidos, porque mientras vivamos seremos una amenaza. Pues no. No. No nos vamos a rendir.

Lana le soltó la mano.

—Es el único modo que me queda de enfrentarme a ella, Quinn. No muriéndome, y no dejando que ninguno de esos niños se muera.