VEINTINUEVE

10 HORAS, 27 MINUTOS

SAM SALTÓ de la cubierta principal al muelle y echó a correr hacia los refugiados que se acercaban.

Se abrió paso empujándolos con poca delicadeza y siguió corriendo, dejando atrás el Hoyo, hasta la carretera de grava, donde oía gruñidos y disparos de un arma.

Sanjit chocó con él y durante un instante Sam no supo quién era, hasta que tomó distancia y le pidió:

—Apártate de mi camino.

Entonces Sam salió disparado hacia la carnicería.

Era evidente que llegaba demasiado tarde. Los coyotes habían dejado de matar, y ahora se alimentaban y desmembraban los cuerpos.

Alzó las manos y un rayo de luz verde y blanca abrasadoramente intensa salió disparado hacia delante. El rayo alcanzó a parte del cuerpo y la cabeza de un coyote. La cabeza del coyote se hinchó como en un vídeo acelerado que mostrara un malvavisco ardiendo.

Sam recorrió la carretera con el rayo. Los coyotes huían a toda prisa, arrastrando cuerpos o pedazos de cadáveres por la tierra. Alcanzó a un segundo coyote en los cuartos traseros, que se incendiaron. El coyote aulló de dolor, cayó, intentó seguir corriendo con solo las dos patas delanteras, y se echó de lado para morir.

Para entonces los demás coyotes ya no quedaban a su alcance. Algunos incluso estaban abandonando la carne.

Sanjit se acercó corriendo hasta detenerse junto a un Sam que jadeaba y respiraba agitadamente.

Un chaval de unos doce años, irreconocible pero vivo, lloraba lastimeramente mientras yacía partido en dos pedazos en un arbusto junto a la carretera.

Sam respiró hondo, se dirigió hacia el chico, apuntó con cuidado y perforó pulcramente un agujero en un lado de su cabeza. A continuación, amplió el rayo y recorrió el cadáver con él hasta que no quedaron más que cenizas.

Entonces lanzó una mirada furiosa a Sanjit.

—¿Tienes algo que decir al respecto?

Sanjit negó con la cabeza. No podía dar forma a un pensamiento entero. Sam se preguntaba si se encontraba mal. Se preguntaba si él mismo se encontraba mal.

—Si de mí dependiera… —empezó a decir Sanjit, y se quedó sin palabras.

La ira de Sam se embotó, pero muy poco. Lo que había ocurrido era culpa suya. Era su trabajo proteger… ¿Por qué no había enviado a Brianna meses atrás para que exterminara a los coyotes que quedaban? ¿Por qué no había pensado enviar una patrulla a la carretera para que saliera al encuentro de los refugiados que inevitablemente habría?

Ahora se enfrentaba a la tarea de incinerar al resto de los muertos. No iba a permitir que hermanos, hermanas y amigos vieran lo que habían dejado los coyotes. Esos trozos deshechos, prácticamente irreconocibles, de carne no podían ser lo que sus seres queridos recordaran el resto de sus vidas.

—¿Qué haces aquí? —exigió saber Sam mientras iniciaba su trabajo espeluznante—. ¿Tú has traído a estos chicos?

—Me envía Lana.

—Explícate.

Sam no conocía muy bien a Sanjit. Lo único que sabía era que había obrado prácticamente un milagro al pilotar un helicóptero desde la isla hasta Perdido Beach.

—Han pasado cosas malas en Perdido Beach —empezó a explicar Sanjit—. De alguna manera Penny ha conseguido meter en cemento a Caine. Van a intentar soltarlo, pero la última vez que lo vi estaba llorando y le golpeaban las manos metidas en cemento con un mazo.

La reacción de Sam le sorprendió: lo primero que sintió fue preocupación, o incluso indignación, por lo que le había pasado a Caine.

Había sido su enemigo desde el comienzo. Era el responsable de una batalla sangrienta tras otra. Estuvo a punto de matar a Sam en más de una ocasión. El chico se planteó que igual reaccionaba ante el hecho de que, a fin de cuentas, Caine era su hermano.

Pero no. No. Lo que pasaba era que Caine era fuerte. Y, por muchas ansias de poder que tuviera, intentaría mantener algún tipo de orden. Probablemente se habría esforzado por evitar el pánico. Siempre por motivos personales, pero aun así…

—Así que Albert está al mando —dijo Sam, pensativo, y quemó un pie que descansaba erguido de una manera casi cómica.

—Albert se ha largado —comentó Sanjit—. Quinn ha hablado con él cuando se dirigía a la isla con tres chicas.

Esa noticia resultó peor que Caine incapacitado. Mucho peor. Había tres grandes poderes en la ERA: Albert, Caine y Sam. Tres personas cuya combinación de poder, autoridad y habilidades podría mantener las cosas en marcha durante unos cuantos días o una semana hasta que… hasta que ocurriera algún milagro.

Albert, Caine y Sam. Ese era el fundamento de la estabilidad y la paz de los últimos cuatro meses.

—¿Has visto a Astrid? —preguntó Sam.

—¿A Astrid? No. No sé ni si la reconocería. La vi solo una vez, hace meses.

—Ha ido a advertiros sobre la mancha. Y a ofrecer mis… mis servicios de cuelgaluces.

—Bueno, supongo que es un alivio saber que no soy el único que ha salido a perder el tiempo.

Sam lo miró atentamente. Ese chico tenía temple. Había sido el último en huir de los coyotes. Y a juzgar por la pistola grande que tenía en la mano y las armas tiradas a lo largo de la carretera, había sido el único en hacerles frente de veras.

Y no había protestado cuando Sam se había puesto con lo suyo, en plan duro pero misericordioso.

—Eres Sanjit, ¿verdad?

Sam le tendió la mano. Sanjit se la estrechó.

—Sé quién eres, Sam. Todo el mundo lo sabe.

—Bueno, ahora estás con nosotros.

Sam inclinó la cabeza hacia el cielo.

—Tengo familia —explicó Sanjit—. Tengo que volver.

—Ser valiente está bien. Pero ser estúpido es otra cosa. Esos coyotes no necesitan luz para encontrarte. Eres amigo de Lana, ¿verdad?

Sanjit asintió.

—Vivo con ella en Clifftop.

—¿La curandera te deja vivir con ella? —preguntó Sam, incrédulo—. Hoy me estoy enterando de toda clase de cosas.

—Creo que es mi novia —explicó Sanjit.

Sam disparó a lo que parecía un trozo de hamburguesa que llevaba parte de una camiseta.

—Si estás con Lana, tu familia estará tan a salvo como la que más. Que te maten no les ayudará. Ahora estás con nosotros. Solo una cosa: habla libremente con Edilio, pero con nadie más, ¿está claro? Si los chavales se enteran de que Albert se ha largado… —Sam negó con la cabeza—. Pensé que Albert era mejor persona…

Le había dejado mal sabor de boca. Albert había huido. Claro que era lógico, desde el punto de vista de los negocios. Pero Sam tenía la palabra «traición» en la punta de la lengua.

Menuda puñalada por la espalda.

Qué cobarde.

Astrid se dirigía a ofrecer una alianza con un «rey» derrotado y humillado y un «hombre de negocios» cobarde.

Sam apartó de su mente la imagen de los coyotes encontrándola antes de que llegara a la ciudad. No podía permitirse pensamientos tan dolorosos…

Tenía que pensar, y pensar con claridad, no dejar que imágenes escabrosas de Astrid derribada en un lugar solitario por coyotes, bichos o Drake se apoderaran de su mente y la paralizaran.

Sam cerró los ojos apretándolos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Sanjit.

—¿Bien? —Sam negó con la cabeza—. Pues no, no me encuentro bien. La gente con la que contaba para que estuviera conmigo no está. Ya estaba desesperado, ¿y ahora?

—Lana sigue allí, y Quinn —le recordó Sanjit.

—¿Quinn? —Sam frunció el ceño—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Lana lo ha puesto al mando. Tiene a su gente con él.

Sam asintió, distraído. Veía un tablero de ajedrez en la mente. La mayoría de las piezas con las que podría haber jugado, los poderes que podrían haberle ayudado, sus alfiles, caballos y torres, habían caído o habían desaparecido. Dekka, Brianna, Jack, Albert, posiblemente Caine, todos habían caído o desaparecido. Su caballo estable, Edilio, tendría que vigilar el lago. Con lo que a Sam solo le quedaban los peones.

Por otro lado estaban Drake, puede que Penny, y los coyotes.

Y la reina opuesta, la gayáfaga, estaba tan bien protegida que parecía imposible alcanzarla. Y ya no digamos destruirla.

—¿Cómo se llamaba ese programa de la tele? —preguntó Sam, frotándose la cara para quitarse el humo de los cuerpos incinerados—. ¿Ese en el que votaban para que te fueras de la isla?

¿Supervivientes?

—Sí. Decían algo así como que quien más sabe mejor juega y más tiempo sobrevive, ¿verdad?

—Supongo —comentó Sanjit poco convencido.

—Pues yo sé menos y juego peor, Sanjit. Te acabas de sumar al equipo perdedor. No me queda nada. Y dentro de muy poco estaré ciego.

—No, tú no, Sam. Tú eres el único que no.

—¿Con los soles de Sammy? —Sam se rio con sorna—. Más nos valdría que fueran velas.

—En el país de los ciegos el tuerto es el rey —recordó Sanjit.

—En la oscuridad, el único tipo con una vela es un blanco fácil —replicó Sam.

Una cosa la tenía clarísima: no le tocaba quedarse ahí sentado y proteger a la gente a su cargo en el lago. No era lo que tenía que hacer. Eso solo servía para esperar a que el enemigo reuniera fuerzas para ir a buscarlo. Puede que no supiera mucho, ni jugara mejor. Pero estaba dispuesto a sobrevivir.

Y, sin decir nada más a Sanjit, volvió al lago.

Diana vio a Penny y le fallaron las rodillas. Se sentó bruscamente en la tierra. No podía respirar.

«No», dijo sin hacer ruido.

Penny miró primero a Drake. Su tentáculo terrible. Al niñito suspendido en el aire. Y miró con curiosidad a Brianna, como si no estuviera segura de quién era.

A continuación miró a Diana y abrió mucho los ojos, encantada. Una sonrisa pequeña fue aumentando hasta convertirse en una risa de puro placer, y dio una palmada.

—Pero qué bien —dijo Penny—. Demasiado, demasiado bien.

La mente de Diana había dejado de funcionar. No conseguía pensar. No reaccionaba. El miedo se apoderó de ella, y un lamento bajo salió de lo más profundo de su garganta.

Ya no se trataba de dolor: el terror había llegado.

Drake lanzó una mirada a Penny.

—¿Quién eres?

—Soy Penny. Solías apartarme de tu camino cuando estábamos en Coates. No era nadie para ti.

—¿Tienes algún problema conmigo? —preguntó Drake, un poco preocupado.

Penny sonrió.

—Ah, no eras más que un idiota, Drake. Nada especial. Mientras que Diana… —Penny se rio enloquecida, encantada—. Yo a Diana la adoro. Cuidó tan bien de mí en la isla…

—Déjame en paz. —Diana se oyó suplicar como si oyera a otra persona, como si las palabras no salieran de ella, porque no tenía palabras en el cerebro; veía lo que se acercaba, sabía lo que se acercaba.

«Sálvame Dios mío —suplicó mentalmente Diana—. Sálvame Dios mío, sálvame, sálvame».

—¿Cómo está el bebé, Diana? —preguntó Penny, arrastrando las palabras. Le brillaban los ojos—. ¿Quieres un niño o una niña?

Y de repente el bebé se despertó, y sacó las garras como un tigre, y su cara de insecto con mandíbulas de sable desgarró a Diana por dentro, atravesándole la carne del vientre, abriéndola para salir, como un animal salvaje, nada humano. Pero no, no era cierto. Tenía la cara de Caine, su cara, pero extendida en una cara de hormiga sin alma, y las garras, y el dolor, y Diana gritaba una y otra vez.

Estaba boca abajo en la arena. Los pies descalzos de Penny, uno de ellos cubierto por una costra ensangrentada de barro, estaban delante de ella.

No había ningún bebé monstruo.

No le había desgarrado el vientre para salir.

Diana gritó.

—Mola, ¿eh? —comentó Penny.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Drake, fascinado.

—Ah, acaba de ver algo. Ha visto al bebé como si fuera un monstruo. Y ha visto cómo la destrozaba desde dentro. Y lo ha sentido.

—¿Eres una rara? —preguntó Drake.

Penny se rio.

—La más rara de los raros.

—No hagas daño al bebé —le advirtió Drake.

Arrojó a Justin a un lado, dispuesto a derribar a la intrusa si fuera necesario. El niño aterrizó bruscamente, pero no se rompió nada.

A Penny no le intimidaba Mano de Látigo.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó, y señaló el camino estrecho que conducía al pozo de la mina.

Drake no respondió. Tenía el látigo preparado para azotarla. Pero dudaba, pues no sabía si era amiga o enemiga.

—La he sentido desde que me he acercado —dijo Penny, mirando el camino detrás de Drake—. Deambulaba. No iba a ninguna parte. Y de repente, poco a poco, me he dado cuenta de que sí iba a algún sitio —comentó con voz cantarina—. Aquí es donde venía. —Y entonces, como una persona que despertara de un sueño, añadió—: Es esa cosa que fue a ver Caine, ¿verdad? La Oscuridad. La que te dio la Mano de Látigo.

—¿Te gustaría que os presentara? —sugirió Drake.

—Sí, me gustaría —respondió Penny muy seria.

Diana había mirado varias veces, llorosa, a Brianna, quien parecía contentarse con dejar que la conversación siguiera, si servía para consumir más tiempo. Pero entonces intervino:

—No creo que vosotros dos vayáis a ninguna parte.

Y se abalanzó sobre Drake.

Pero Diana había estado presente otras veces en las que Brianna se movía a máxima velocidad. Cuando se movía a máxima velocidad no le veías los brazos o las piernas, ni la veía sacar su machete mortífero. Diana vio todas esas cosas y supo que la Brisa había aminorado su marcha.

Pero seguía siendo rápida.

El machete atacó y el látigo de Drake se partió en dos. Metro y medio de tentáculo color carne yacía en la tierra como una pitón muerta.

Brianna giró sobre sus talones y volvió a atacar con rapidez, pero con la mirada cuidadosamente baja, cauta y preocupada, y de repente gritó, patinó y saltó a través de algo que Diana no veía.

¡Penny había atacado!

Drake recogió su tentáculo seccionado y juntó los dos muñones. Parecía menos furioso que malhumorado. En el peor de los casos, la herida era una molestia temporal.

Brianna iba dando saltos como una loca, saltaba de un sitio a otro tremendamente concentrada en cada movimiento, agitando los brazos para mantener el equilibrio.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Drake.

Penny se rio.

—Intentando no caer en la lava. ¿Y su amiga, Dekka, la que esperaba que apareciera? Está ahí fuera en alguna parte… —Penny inclinó la cabeza hacia atrás, hacia el desierto oscuro como la noche—. Intentando que su cerebrito vuelva a la realidad.

Diana vio preocupación y recelo en el rostro de Drake. Empezaba a pensar que igual no podría manejar a Penny.

—Vámonos. La gayáfaga está esperando.

—¿Crees que soy mona? —le preguntó Penny.

Drake se quedó quieto, inmóvil. Ahora su rostro parecía algo más que receloso.

—Sí. Sí. Eres mona.

Le había vuelto a crecer el tentáculo, los muñones se fusionaban rápido, limpiamente, como si Drake fuera de arcilla y una mano invisible pegara los bordes y luego lo enrollara todo como una serpiente de plastilina. Alzó el látigo y lo chasqueó delante de la cara de Diana.

—Muévete —dijo.

Diana observaba a Brianna saltando todavía, desesperada, atrapada en una ilusión de peligro.

Y vio al niño pequeño, a Justin, arrastrarse por delante de ella hacia la oscuridad.

Dekka yacía sollozando en la oscuridad. Apenas se veía las manos.

No sabía qué le había ocurrido. Solo que durante un instante se había quedado clavada, completamente inmóvil. Paralizada.

La había cubierto una baba blanca translúcida, como si fuera arcilla o masilla. Y había cubierto todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo. Se le había metido por las orejas. Como si unos dedos invisibles le hurgaran para metérsela, para rellenarla hasta los tímpanos.

De manera que no oía nada más que los latidos de su propio corazón.

De manera que oía el cartílago del cuello cuando se retorcía inútilmente.

Le introducían la masilla por la nariz, tan profundamente que le llegaba a los senos. Tenía que respirar por la boca, pero en cuanto la abrió se le llenó de esa cosa blanca, que se abrió paso por el espacio entre los dientes y las mejillas, bajo la lengua, y le bajó por la garganta. Dio arcadas, pero no sirvió de nada: aquella cosa le llenaba la boca y la garganta y la notaba fría, densa y pesada en los pulmones.

Dekka gritaba, pero no emitía ningún sonido.

En algún rincón de la mente al que no le había entrado el pánico, una pequeña parte de Dekka sabía que todo aquello no era real. No podía serlo. Sabía que era Penny quien le había hecho eso, quien le había llenado la mente con aquella visión.

Pero no podía respirar. No podía.

Estaba enterrada viva en aquella cosa, enterrada viva, y su cerebro gritaba de un modo en que su cuerpo ya no podía.

Tenía que ser una ilusión. Tenía que ser un truco. Pero ¿lo era? ¿Tan segura estaba de que no era real en aquel mundo de pesadilla?

No podía respirar, pero también se daba cuenta de que no se estaba muriendo. El corazón aún le latía. Estaba cubierta y repleta de aquella cosa blanca, y debería estar muriéndose, pero no se moría.

Entonces sintió que la cosa blanca se endurecía. Ya no era masa, sino arcilla que se secaba rápidamente. Sus dientes mordían algo tan duro como la porcelana.

Entonces sintió los bichos en su interior.

Los bichos.

No era verdad. Sabía en algún rincón diminuto, encogido de la mente, que no podía serlo. Habían eliminado a los bichos. Los habían aniquilado. Así que de ninguna manera podían estar otra vez dentro de ella, no podían andar pululando por sus tripas sin que estuviera Sam para arrancarlos y sacarlos; estaba atrapada dentro de aquella tumba de porcelana y volvían a estar dentro de ella.

Dekka gritó una y otra vez.

De repente, todo desapareció.

Yacía en el suelo. Notaba el aire en la nariz. Y abrió los ojos.

Había una chica allí de pie, que le dijo:

—Esta ha sido nueva para mí. ¿Te ha gustado?

Y Dekka, que temblaba como una hoja a punto de caer, no dijo nada. Se limitó a respirar, a respirar.

—No vengas tras de mí —le advirtió Penny.

Y Dekka no lo hizo.