FUERA

—¿PROFESOR STANEVICH?

—Sí —la voz era cortante. Molesta. Con un acento muy marcado—. ¿Quién es? Este número es privado.

—Profesor Stanevich, escúcheme, por favor —suplicó Connie Temple—. Por favor. Una vez salimos juntos en la CNN. Probablemente no se acuerde. Soy uno de los miembros de las familias.

Se hizo una pausa en el otro extremo de la línea. Connie estaba en una cabina antigua repleta de grafiti, fuera del minimercado de una gasolinera en Arroyo Grande. No podía usar el móvil, pues temía traicionar a Darius. Tampoco había llamado al teléfono de la oficina de Stanevich porque temía que también estuviera pinchado.

—¿Cómo ha conseguido este número? —volvió a preguntar Stanevich.

—Internet puede ser muy útil. Por favor, escúcheme. Tengo información. Necesito que me explique algo.

Stanevich soltó un suspiro profundo.

—Estoy con mis hijos en el Dave & Buster. Hay mucho ruido. —Suspiró otra vez, y, en efecto, Connie oyó ruido de videojuegos y platos—. Cuénteme lo que sabe.

—La persona que me dio esta información acabaría muy mal si se enteran de que me la ha contado. El ejército ha cavado un túnel secreto; está en el extremo oriental de la cúpula. Es muy profundo. Y la seguridad es muy muy estricta.

—Deben de estar perforando para ver el alcance del cambio reciente en la firma energética…

—Con el debido respeto, no, profesor. Hay equipos nucleares. Y el túnel que han hecho tiene ochenta centímetros de diámetro.

Solo se oían ruidos del Dave & Buster, así que Connie continuó.

—No necesitan un hueco así para enviar una sonda o una cámara. Y mi fuente dice que hay un tren que baja hasta allí.

Seguía sin haber respuesta. Entonces, cuando Connie pensó que el profesor había decidido colgar…

—Lo que está sugiriendo es imposible.

—No es imposible, y usted lo sabe. Usted fue uno de los que advirtió de que abrir una brecha en la cúpula podía resultar peligroso. Gracias a personas como usted la gente tiene tanto miedo a esa cosa.

Connie contuvo el aliento. ¿Había ido demasiado lejos?

—Comenté varias posibilidades teóricas —resopló Stanevich—. No soy responsable de las tonterías de los medios de comunicación.

—Profesor. Quiero que me comente qué podría pasar, en teoría, con un arma nuclear…, por favor. Una cosa es que sirviera para liberar a los niños, pero si no…

—Claro que no servirá para liberar a los niños. —El profesor soltó una risotada al oído de Connie—. Pueden pasar dos cosas. Ninguna de las dos implica liberar pacíficamente a los niños que están dentro.

—Esas dos cosas, ¿cuáles son?

Apareció un coche patrulla de carretera y Connie se agarró al teléfono. El coche se deslizó hasta una plaza de aparcamiento. El policía la miró. ¿La reconocía de la tele?

—Depende —continuó Stanevich, evasivo—. Hay dos teorías sobre las llamadas ondas J. No quiero aburrirla con los detalles. De todos modos tampoco lo entendería.

El policía salió del coche y se desperezó. Cerró el coche y entró en el minimercado.

—Un dispositivo nuclear liberaría gran cantidad de energía. Podría sobrecargar la cúpula, hacerla estallar. Imagíneselo como un secador de pelo. Pongamos… Sí, un secador del pelo que funciona a ciento diez voltios. Y de repente lo enchufan a diez mil. —El profesor sonaba tan distante como si estuviera dando clase en un aula repleta de estudiantes, encantado con su analogía del secador del pelo—. Pues estallaría. Ardería.

—Sí —dijo Connie lacónicamente—. Pero ¿entonces no estallaría también todo lo que quedara cerca?

—Ah, claro. No el dispositivo en sí, ya se puede imaginar, no si está enterrado muy hondo. Pero ¿y si una esfera de treinta y dos kilómetros de ancho se sobrecarga de repente? Pues probablemente destruiría lo de dentro. Y quizá, dependiendo de varios factores, destruiría un área en torno a la cúpula.

Connie tenía el estómago en la garganta.

—Ha dicho que había dos posibilidades.

—Ah —dijo Stanevich—. La otra es más interesante. Puede que la barrera no se sobrecargue. Puede que logre convertir la energía. Puede coger la energía liberada de repente y guardarla. Absorberla como una batería tremendamente eficaz. O, pongamos, como una esponja. —Stanevich emitió un ruido que indicaba insatisfacción—. No es una analogía perfecta. No, ni de lejos. Ah, ya lo tengo: la firma energética de la barrera está cambiando, ¿verdad? Se está debilitando. Pues imagínese un hombre hambriento que por fin consigue una buena y sustanciosa comida.

—Si ocurre eso, que absorbe la energía, ¿qué le pasaría a la barrera? Puede que entonces fuera más fácil atravesarla…

—O que la refuerce —indicó Stanevich—. Que la altere de maneras que aún no podemos predecir. Pero sería fascinante. Saldría más de una tesis doctoral.

Connie colgó el teléfono y se dirigió rápidamente hasta su coche.

La cabeza le daba vueltas. Stanevich se había mostrado tan estúpido como en la CNN. Pero ahora su voluntad de especular, pese a los detalles horripilantes, resultaba muy útil.

Aún quedaba tiempo para detenerlo. Tenía que armar un escándalo público. Solo tenía que pensar cómo. Hablar con los medios de comunicación, por supuesto, pero ¿cómo presionar mejor al ejército y al Gobierno para detener aquella locura, aquella imprudencia?

Connie se puso a conducir por la 101 y casi choca con la columna de vehículos del ejército que se dirigían hacia ella. Eran camiones que llevaban vagones abiertos cargados con tráileres.

A unos tres kilómetros de Perdido Beach vio las luces parpadeantes de coches de policía. Un control de carretera. Estaba desviando el tráfico a una carretera secundaria, de vuelta al sur.

Connie se subió al arcén y se detuvo, respirando pesadamente. Claro que la habían visto. No podía dejarlos atrás: la policía de carretera la haría parar y se preguntaría por qué había huido, y luego le pedirían explicaciones.

Connie se dirigió hacia el control y paró. La policía de carretera junto con la del ejército se encargaban del control. Connie conocía a los militares.

Bajó la ventanilla.

—Hola, ¿qué pasa?

—Señora Temple —dijo el cabo—, ha habido un vertido químico peligroso en la carretera. Un camión que conducía un agente nervioso.

Connie miró el rostro joven del cabo.

—¿Eso es lo que me vas a contar?

—¿Señora?

—Esta carretera lleva casi un año cerrada. ¿Y me cuentas que un camionero cargado con productos químicos letales ha hecho qué? ¿Se ha equivocado al girar y se ha estrellado?

Entonces intervino el teniente de la policía militar.

—Señora Temple, es por su seguridad. Vamos a retirarlo todo hasta que averigüemos cómo contener el vertido.

Connie se rio. ¿Esa era su tapadera? ¿Y se suponía que tenía que creérsela? Costaría un esfuerzo solo fingirlo.

—Coja la carretera secundaria por aquí —indicó el teniente, señalando con la mano como si diera un golpe de kárate. Luego, con voz compasiva y dura a la vez, añadió—: No es optativo, señora. ¿Conoce el aeropuerto de Oceano County? Ese es el punto de encuentro. Seguro que los soldados la informarán de todos los detalles.