10 HORAS, 35 MINUTOS
—ES TODO LO QUE SÉ HACER —se excusó Roger.
La parte inferior de su rostro y la parte delantera de su camiseta estaban cubiertas de sangre. La cubierta también estaba ensangrentada.
Sam miró a Jack, que estaba tapado con una manta. No podían moverlo. No podían hacer gran cosa por él a no ser que hallaran un modo de traerle a Lana.
Roger había empezado con un hilo verde. Al principio no encontró nada más. Lo había utilizado para coser la arteria, la vena o lo que fuera que estuviera rajado y expuesto por el latigazo furioso que había recibido Jack en el cuello.
La parte exterior de la herida estaba cosida con hilo blanco, aunque era mejor decir que antes era blanco. Ahora era rojo.
Habían embadurnado la herida con un poquito de su preciada reserva de Neosporin y la habían cubierto con un vendaje hecho con una bandera antigua. El cuello de Jack estaba rojo, blanco y azul, aunque el vendaje también estaba empapado de sangre que rezumaba.
Roger era el enfermero no oficial. Sobre todo porque parecía agradable y se le daban bien los niños. Por eso se había encargado de coser el cuello a Jack.
Había dicho que era como intentar coser un trozo de pasta. Un trozo de pasta que latía y salpicaba sangre.
—Gracias, Roger —dijo Sam—. Lo has dado todo, tío.
—Está muy pálido —comentó Roger—. Como un trozo de tiza.
Sam no tenía nada que decir al respecto. Lana podía salvar a Jack. Pero estaba muy lejos, y muy pronto no habría prácticamente ninguna manera de contactar con ella.
¿Dónde estaba la tontita de Taylor? La necesitaban.
Ya no estaba furioso con Brianna, porque ahora estaba demasiado preocupado por ella. Si andaba por ahí fuera corriendo tras Drake, Sam la mataría. Primero la abrazaría. Y luego la mataría.
No podía ser todo lo que estaba pasando. No podía. Pobre Jack. Puede que no siempre hubiera sido el chico más honorable del mundo, pero no tenía un ápice de maldad en su cuerpo geek. Brisa perdida. Y Diana. Howard muerto. Orc… en alguna parte.
Y Astrid…
A Sam se le estaba desmoronando todo alrededor. Observaba cómo el mundo entero se desangraba como Jack.
—Tenemos a Astrid, Dekka, Diana y espero que a Brianna, ahí fuera en el desierto, con Drake —resumió Sam—. Orc ha vuelto a salir. Y dentro de una hora todos estarán en la oscuridad más absoluta.
—Justin también —recordó Roger, insistiendo.
—Justin también —concedió Sam.
Edilio se limpió la cara con la mano, una señal de nerviosismo en el muchacho habitualmente impasible.
De repente, Sam recordó cuando lo conoció tras la llegada de la ERA. Había sido en Clifftop. Edilio había intentado cavar bajo la barrera. Ya entonces era un chico práctico.
—Mirad —presionó Sam—, la gente tiene luces. No es mucho, pero algunas tienen; al menos ven. ¿Qué pasará con esos chavales que están en el desierto?
—Drake ya debe de haber llegado al pozo de la mina —comentó Edilio.
—No —replicó Roger bruscamente—. No. No hagas eso. No des a Justin por perdido de esa manera…
Sam vio vergüenza en el rostro de Edilio.
—Lo siento, cariño; ya sabes que quiero al pequeñín. No quería decir eso.
Edilio hizo el gesto de tocar a Roger, pero entonces, mirando de reojo rápidamente a Sam, se contuvo.
Roger hizo el mismo movimiento, y también se detuvo tras mirar avergonzado a Sam.
Sam se quedó muy quieto, y durante unos segundos muy incómodos nadie habló.
Hasta que Sam acabó diciendo:
—Edilio, tengo que ir tras ellos.
—No podemos ponerte en peligro, Sam. ¿Y si te matan? ¿Y si ya no hay más luz, y tú no estás? Tú eres lo único que se interpone entre nosotros y la oscuridad total.
—Entonces moriremos todos igualmente. —Sam abrió las manos haciendo un gesto que indicaba que no podía hacer nada—. Si a duras penas seguimos con vida en este sitio tal y como es ahora, ¿qué pasará en la oscuridad absoluta? Unos pocos soles de Sammy no nos salvarán.
—Mira, tenemos que mantener a la gente tranquila. Eso es lo más importante.
Y su trabajo se volvió de repente mucho más duro, cuando una docena de chavales bajó a toda velocidad por la ladera, pasado el Hoyo.
—¡Ayudadnos, ayudadnos, ayudadnos!
Los coyotes sabían que sus presas se acercaban a un lugar seguro. Esa fue la conclusión que sacó Sanjit mientras los observaba acercarse.
La multitud de la carretera había aumentado. Los niños avanzaban cada vez más apiñados al crecer la oscuridad. Los que habían salido más tarde corrían hasta caerse, desesperados por alcanzar al resto.
Los que habían comenzado a la cabeza empezaban a dudar si les convenía ir al frente. Así que la cabeza y la cola se habían unido en el centro, y ahora formaban un grupo de treinta chavales que desbordaban la carretera moviéndose al unísono, caminando tan rápido como podían, llorando, gimiendo, quejándose en voz alta, exigiendo… ¿Exigiendo a quién? Sanjit no lo sabía.
El chico reconocía que aquello era oficialmente un fiasco. Uno de esos esfuerzos condenados al fracaso desde el principio. Su misión de contar a Sam lo que estaba ocurriendo en Perdido Beach, de entregarle la petición de Lana de que hubiera luces en Perdido Beach…, todo era una pérdida de tiempo.
Había salido demasiado tarde. Y de todas formas era innecesario, pues la multitud de refugiados habría transmitido la misma idea.
Un esfuerzo estúpido, un desperdicio.
No culpaba a Lana por haberlo mandado. Nunca se le ocurriría culparla. Estaba coladísimo, completa y profundamente enamorado de ella. Pero estaría de acuerdo —si es que alguna vez volvía a verla— en que su plan no había salido muy bien.
Sanjit apenas veía treinta metros a cada lado de la carretera. El brillo que antes era de un tono té extraño ahora había aumentado y se había desplazado en el espectro. El aire en sí parecía azul oscuro. Había algo opaco en la luz restante. Como si hubiera niebla, aunque claro que no la había.
Treinta metros bastaban para ver a la manada de coyotes. Las lenguas colgantes. Los ojos amarillos inteligentes, alerta. El modo en que levantaban y giraban las orejas ante cada nuevo ruido.
Se acercarían en cuanto estuviera oscuro, si los chavales no alcanzaban antes el lago. Sanjit notaba la ansiedad en sus expresiones ávidas y en cómo iban y venían.
—No os separéis y seguid avanzando —insistió.
Por algún motivo estaba al mando. Puede que fuera porque era el único con pistola. Otros contaban con el surtido habitual de armas, pero él tenía la única pistola.
O puede que porque estaba vinculado a la venerada Lana. O porque era uno de los tres chavales mayores.
Sanjit suspiró. Echaba de menos a Choo. Echaba de menos a todos sus hermanos y hermanas, pero sobre todo a Choo. Choo era el pesimista, lo cual le permitía ser el alegre optimista.
Uno de los coyotes se había hartado y empezó a avanzar decidido hacia la multitud de chavales.
—¡No lo hagas! —gritó Sanjit, y apuntó con la pistola.
No podría alcanzar al animal desde allí, con aquella luz, considerando su absoluta falta de destreza. Pero el coyote se detuvo y lo miró. Más curioso que asustado.
Sanjit sabía que el animal estaba evaluando la situación. Según los cálculos de un coyote, lo inteligente era matar a tantos como la manada pudiera. No necesitaban que la carne estuviera fresca; podían llevarse los cuerpos a rastras como les conviniera y comer durante semanas.
Entonces el coyote habló. La voz impactaba. Era gutural y arrastraba las palabras como si arrastrara una pala por grava húmeda.
—Danos a los pequeños.
—¡Os mataré! —exclamó Sanjit, y avanzó sujetando el arma con las dos manos, a sabiendas de que imitaba cientos de series policíacas que había visto en la tele.
—Danos tres —pidió el coyote sin que se detectara un ápice de miedo.
Sanjit dijo algo desagradable y desafiante.
Pero alguien más gritó:
—¡Es mejor que nos coman a todos!
—No seas idiota —replicó Sanjit—. Saben que estamos cerca del lago. Intentan distraernos para que…
Entonces se percató de la realidad horrible que anunciaban sus palabras.
Demasiado tarde.
Sanjit se dio la vuelta de golpe y gritó:
—¡Cuidado!
Tres coyotes, que habían pasado desapercibidos porque todos los que estaban allí tenían la mirada fija en el líder de la manada, atacaron a los chicos que iban los últimos.
Hubo gritos de dolor y terror. Gritos que hicieron sentir a Sanjit como si le desgarraran la carne.
El chico retrocedió corriendo, pero esa fue la señal para que el líder de la manada y dos más atacaran la parte delantera.
Todos echaron a correr, algunos incluso noqueando a otros, pisándose, y a su vez los noqueaban entre lloros, gritos y súplicas y los gruñidos terribles de coyotes que atacaban a niños lentos e indefensos.
Sanjit disparó.
¡PUM, PUM, PUM!
Si los coyotes se habían percatado, no lo indicaban.
Sanjit vio que Mason caía derribado por dos bestias que gruñían. Las chicas mayores ya estaban mucho más adelantadas en la carretera. Keira se volvió, se quedó mirando fijamente, con la boca abierta de horror, y huyó.
Sanjit saltó por los aires y aterrizó con ambos pies sobre uno de los coyotes. El animal rodó y ya se había incorporado cuando Sanjit aún se estaba recuperando del aterrizaje. Un coyote o un niño, no vio cuál de los dos, lo noqueó, y un coyote le saltó encima al instante, intentando morderle en la cara con los colmillos.
¡PUM!
El ojo derecho del coyote explotó y la bestia se derrumbó sobre Sanjit.
Dos coyotes se estaban peleando por Mason como si fueran perros luchando por un juguete. Muerto. Ya estaba muerto, muerto.
Sanjit apuntó, pero falló el tiro. Le temblaban las manos, respiraba agitadamente.
¡PUM!
Uno de los coyotes echó a correr con una pierna de niño en la boca.
A los chicos de delante, y a otros de detrás, los coyotes los estaban desgarrando. Y la multitud, el rebaño —porque eso formaban ahora, un rebaño aterrorizado no muy distinto de los antílopes a los que les entraba el pánico cuando los atacaban los leones—, corría tan rápido como podía.
Sanjit no podía hacer nada.
El líder de la manada estaba quieto con las patas abiertas. Tenía algo terrible en las mandíbulas. Miró a Sanjit y gruñó.
El chico echó a correr.
Diana levantó la vista hacia el cielo. Ya se había convertido en un hábito. Un hábito terrible.
El cielo era un esfínter en lo alto de un cuenco negro. Diana pensó que eso resumía muy bien la ERA, un esfínter gigante.
Justin se agarraba a ella mientras avanzaban, y Diana a él.
La chica se preguntaba qué sería peor: ¿alcanzar el pozo de la mina antes de que se hiciera de noche o no?
Se había dedicado a avanzar arrastrando los pies y parándose todo lo que había podido durante el camino porque tenía la teoría de que, fuera lo que fuera lo que la gayáfaga quería, ella querría lo opuesto. Pero entonces volvía a surgir Drake, y cualquier retraso por mínimo que fuera implicaba dolor.
Los hacía avanzar con su látigo. Como un patrón antiguo a sus esclavos. Como un egipcio antiguo golpeando a un hebreo, o un capataz no tan antiguo azotando a un esclavo negro.
Pero Diana veía que Drake también miraba hacia el cielo. Él también estaba preocupado por la oscuridad que se aproximaba.
Habían alcanzado la ciudad fantasma, de la que apenas quedaba nada, solo unos palos y unos tablones. Restos de lugares donde puede que antes hubiera un bar, un hotel y un establo. Había un edificio mejor conservado apartado de los demás, y fue de ese edificio, a través de una puerta que crujía, del que salió Brianna.
Diana casi se desmaya de alivio.
—Hola, chicos —dijo Brianna—. ¿Dando un paseo?
—Tú —bufó Drake.
—¿Es que no me esperabas? —preguntó la chica, y puso cara de avergonzada—. ¿No estaba invitada?
Drake chasqueó su látigo y lo enroscó en torno a Justin. Tiró del chico aterrorizado, lo alzó por los aires y lo sostuvo por encima de su cabeza.
—Si te mueves le reviento el cerebro —amenazó Drake.
—¿Y luego qué? —preguntó Brianna susurrando delicadamente.
—Luego a Diana.
—Ya… No lo creo, Drake Mano de Gusano; no creo que te hayas esforzado en traerla hasta aquí para matarla —dijo, y entonces Brianna se dirigió a Diana—. ¿Tú qué crees, Diana? ¿Te ha dicho lo que quiere?
Diana sabía que intentaba retrasarlo, pero ¿y Drake qué? Si alguien tan precipitado e impetuoso como Brianna quería retrasarlo, eso quería decir que contaba con un aliado. Alguien que obviamente era más lento que ella.
—Quiere a mi bebé —respondió Diana.
Brianna fingió sorpresa.
—¿Es verdad, Drake? ¿Porque te encantan los bebés?
Drake lanzó una mirada hacia el camino que conducía de la ciudad hasta la colina y el pozo de la mina. Se encontraban a escasos centenares de metros de la abertura. Estaba seguro de poder orientarse hasta allí en la oscuridad. Pero no de que a Brianna fuera a importarle Justin. Aunque la oscuridad la retrasara, probablemente podría adelantar y rajar a Drake.
—Si tropiezas en la oscuridad, Brianna, todo habrá terminado para ti. Si tropiezas a más de cien kilómetros por hora y te das con una roca, te matarás. Y si no es así, te mataré yo.
Seguía sosteniendo a Justin en alto.
—Bájame —gritó el niño lastimosamente—. Por favor, bájame. Tengo miedo aquí arriba.
—¿Lo has oído, Brianna? Tiene miedo. Tiene miedo de que lo suelte demasiado rápido. Auu.
Brianna asintió como si se lo estuviera pensando. Tenía que retrasarlo. Respiró hondo y soltó aire despacio. Tenía que retrasarlo.
Diana vio que su mirada se disparaba hacia la derecha. ¿Quién venía? ¿A quién esperaba Brianna? Debía de haberles adelantado de camino a la ciudad fantasma. Parecía que había decidido no derribar a Drake ella sola. En vez de eso, había optado por bloquearle el paso mientras llegaban refuerzos.
Tenía que tratarse de alguien un poco más listo que ella. Sam. O quizá Dekka. Orc no. Sam o Dekka eran los únicos que podían ayudar a Brianna en una pelea con Drake y ser lo bastante listos e influirle tanto como para convencerla de que esperara tal y como estaba haciendo.
Diana se atrevía a albergar esperanzas. Si se trataba de Dekka, podía evitar que Justin se cayera. Si se trataba de Sam, puede que, por fin, librara al universo de Mano de Látigo.
Entonces oyeron un ruido.
Procedía de la penumbra, de la calle principal tiempo atrás olvidada de la ciudad fantasma.
Diana vio la sonrisa traviesa y triunfal en el rostro de Brianna, que sacó un machete.
Y de la oscuridad apareció caminando —más bien, cojeando— una chica menuda y descalza con un vestido de verano.