VEINTISÉIS

11 HORAS, 28 MINUTOS

ROGER EL ARTERO gritó desde la cubierta del barco. Edilio lo oyó y al instante supo que había pasado algo terrible.

Roger agitaba las manos frenéticamente, apuntando hacia la costa.

Edilio sintió que se le caía el alma a los pies. Un bote de remos se acercaba rápidamente hacia tierra. Edilio bajó corriendo las escaleras, agarró los prismáticos de Sam y subió corriendo otra vez con Sam y Dekka, hasta quedarse sin aliento.

Edilio se clavó los prismáticos en los ojos. El bote quedaba a escasos centímetros de la costa, ya estaba rozando la grava. No había duda de a quién pertenecía el brazo tentacular que tiraba bruscamente de Diana y la lanzaba a la tierra.

—Es Drake —dijo Edilio—. Tiene a Diana. Y a Justin.

Como si hubiera oído su nombre por arte de magia, Drake se volvió hacia Edilio, alzó uno de los remos y lo agitó en su dirección.

Entonces lo dejó caer de golpe, de modo que se partió en dos. Ahora tenía un trozo de madera irregular cogido con el tentáculo, y lo apuntó hacia la garganta de Justin. El niño pequeño lloraba. Edilio veía cómo le caían las lágrimas por la cara.

Drake hizo un gesto burlón con la mano de «ven a buscarme».

El mensaje estaba claro. Y Edilio no tenía duda que de Drake lo haría.

—¿Dónde está Brisa? —bramó Sam—. ¡Edilio, dispara una vez!

Edilio no lo oyó, o al menos no asoció esas palabras con ninguna acción. Se volvió para mirar a Roger, que parecía como si lo hubieran destripado.

Edilio alzó un puño para que Roger lo viera. Para que Roger supiera que Edilio lo entendía y que no había perdido la esperanza.

Sam sacó la pistola de Edilio y disparó tres veces al aire.

Si Brianna estaba cerca, lo oiría y sabría qué quería decir.

Drake se dirigía a toda prisa hacia el risco, con Diana avanzando a trompicones por delante y Justin intentando lastimosamente ayudarla. Los perderían de vista al cabo de pocos segundos.

Sam maldijo a Brianna por ser una idiota imprudente e irresponsable. Dekka ya estaba corriendo por el muelle. Pero no tenía ninguna oportunidad de atrapar a Drake, no a esa distancia.

Sam giró sobre sus talones para correr tras ella. Puede que tampoco la alcanzara, pero Edilio sabía que no podía quedarse ahí sin más.

—¡Sam, no! —gritó Edilio. Sam dudó y se detuvo. Miró a Edilio, perplejo, quien insistió—: Estamos dispersos. Y no podemos ponerte en peligro. Si mueres, la luz morirá contigo.

—¿Estás loco? ¿Crees que voy a dejar que Drake venga y se lleve a Diana?

—Tú no, Sam. Dekka sí. Orc sí. Él también está allí. Y manda también a Jack. Cualquiera menos tú.

Parecía que hubieran pegado a Sam. Como si alguien lo hubiera dejado sin aliento. Parpadeó e iba a decir algo, pero se detuvo.

—No eres sustituible, Sam. Entiéndelo, ¿vale? Se va a oscurecer todo, y tú haces luz. Esta no va a ser tu batalla. Ahora no. Somos los demás los que tenemos que dar la cara. —Edilio se pasó la lengua por los labios. Parecía abatido—. Yo también tengo que quedarme aquí. No puedo derribar a Drake. No sería más que otra víctima —dijo, y volvió a mirar a Roger, quien extendió las manos en un gesto de incomprensión que a Edilio no le costó interpretar.

¿Por qué no vas tras Justin?

¿Por qué estáis Sam y tú ahí de pie sin hacer nada?

Edilio veía que la población entera se había subido a las cubiertas de los barcos desperdigados. Todos habían oído los disparos. Y ahora todos miraban duramente a sus líderes, a Sam y a Edilio. Algunos se fijaron en que Dekka corría con esfuerzo por la costa, intentando alcanzar el lugar donde había desembarcado Drake. La señalaron y volvieron a mirar, ceñudos, a Sam y Edilio.

Miraban fijamente a sus líderes de repente impotentes.

Edilio detectó a Jack en una lancha motora. Estaba demasiado lejos para oírlo, pero Edilio lo señaló directamente.

Jack hizo el gesto de «¿quién, yo?».

Sam recalcó la orden de Edilio señalando inequívocamente con el dedo en dirección a Jack. Luego movió el brazo para señalar la costa.

Reticente, Jack se dirigió con esfuerzo hacia la parte trasera de la lancha y se oyó cómo el motor fueraborda se encendía entrecortadamente.

Edilio volvió a levantar los prismáticos para mirar a Roger. Estaba dolorido, indefenso.

Se obligó a apartar la vista y seguir con los prismáticos a Jack mientras se dirigía hacia la costa, y a recorrerla hasta el risco donde Dekka levitaba sobre los promontorios.

Y allí, acercándose a ella, estaba Orc.

Edilio sintió una leve esperanza.

Orc, Jack y Dekka… ¿lo conseguirían?

Los coyotes trotaban con el movimiento incesante que los había convertido en depredadores de éxito.

Brianna los detectó a menos de un kilómetro.

—Je.

Detrás de ellos, donde casi no le alcanzaba la vista, había un segundo grupo. El resto de la manada. ¿O era una manada distinta? En realidad no importaba: los mataban en cuanto los veían, hasta el punto de que había muy pocos.

Primero, cargarse a la manada más cercana. Luego, echar un vistazo rápido para ver o encontrar a Drake antes de que Sam se diera cuenta de que Brianna se había marchado.

Uno de los coyotes la vio y le entró el pánico, lo cual resultó muy satisfactorio para ella. La chica había divisado a cuatro, que ya huían a toda velocidad.

La luz era bastante mala, y el terreno muy agreste. Así que de ninguna manera podía trepar a toda velocidad. Pero eso no era problema: un coyote podía correr a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora, pero, incluso cuando iba despacio, Brianna ya duplicaba esa velocidad.

Corrió hasta acercarse al coyote más próximo, que la miró con una expresión mortífera en sus ojos estúpidos.

—Sí —comentó Brianna—. Todos los perros van al cielo. Los coyotes van a otro sitio.

Sacó el machete.

El coyote dio dos pasos, tropezó con la cabeza y cayó dando tumbos en la tierra.

Dos coyotes decidieron quedarse juntos y oponer resistencia. Jadeaban con las lenguas colgando, exhaustos. Uno tenía el collar apelmazado con sangre seca.

—Eh, perritos —dijo Brianna.

Avanzó a saltos e intentaron morderla. Pero no había competencia. Brianna decapitó a uno. Su compañero, el que iba marcado con sangre seca que seguramente había dado vida a Howard Bassem, se dio media vuelta y echó a correr, pero Brianna le rompió la columna.

—Nunca me gustó Howard —dijo Brianna al cuerpo—. Pero tú me gustas todavía menos.

No encontraba al cuarto animal. Seguramente había decidido agacharse y ocultarse. Costaba verlo bajo la luz débil. Todo era marrón sobre marrón, incluso el aire parecía de ese color.

Brianna esperó paciente, observando.

Pero si el coyote decidía esperar, podría escaparse cuando llegara la oscuridad final.

En cualquier caso, quedaba poco tiempo, y Brianna tenía un objetivo más importante. Los coyotes no eran más que cómplices: Drake era el objetivo principal.

Brianna se marchó al ritmo cauto de un purasangre al galope. La agobiaba la sensación de culpa y la preocupación por lo que Sam diría si volvía con solo tres coyotes muertos para enseñarle.

Tenía que atrapar a Drake. Así Sam dejaría de quejarse.

¿Dónde estaban los coyotes? Drake se esperaba que lo rodearan en cuanto alcanzara el risco. Tendrían que haber estado allí esperándolo.

Pero no había coyotes.

Mala señal. Lo habían abandonado. Lo cual quería decir que también abandonaban a su señora. Como ratas que abandonan un barco que se hunde.

No por primera vez, Drake sintió una punzada de miedo. Puede que los perros estúpidos hicieran bien en apartarse. Puede que el poder de la gayáfaga estuviera menguando. Puede que estuviera sirviendo a un ama fracasada.

Pero no si Drake conseguía lo que se proponía. En ese caso, la gratitud de la gayáfaga sería aún mayor.

Tenía que moverse rápido. ¡Rápido! En cuanto llegara la noche estaría a salvo…, quizás…, pero hasta entonces…

Drake temía dos cosas. Una de ellas era que Brittney apareciera justo cuando Drake necesitara luchar.

La segunda era Brianna.

Hasta ahora no la había visto. Pero Brianna era así: podía presentarse rauda y veloz.

La noche la volvería inútil. Ya aquella luz débil, como de té helado, resultaba peligrosa para Chica Rápida. Pero no dejaría de preocuparse por ella hasta que llegara la oscuridad de verdad.

Y luego estaba el problema de orientarse para volver con la gayáfaga. Los coyotes podían hacerlo con el olor y su sentido innato de la orientación, pero Drake no era un coyote.

—Déjanos marchar, Drake —pidió Diana—. No hacemos más que retrasarte.

—Pues muévete más rápido —le espetó Drake, y chasqueó el látigo, rasgándole la camisa y dibujándole una raya roja en la espalda.

Qué agradable. Qué bien. No tenía tiempo para disfrutarlo, pero, ah, sí, qué bien estaba aquello.

Diana gritó de dolor. Eso también le gustaba. Pero no era ese el trabajo de Drake. No, tenía que andarse con cuidado: ya había cometido ese mismo error antes. Había dejado que sus propios placeres lo distrajeran.

Esta vez tenía que conseguirlo. Tenía que entregar a Diana a su ama.

—Si te mueves, veremos si al niño le gusta el viejo Mano de Látigo.

Drake oyó un ruido y miró por encima del hombro. Se estremeció al esperarse un machete que se le acercara de repente a la velocidad de una motocicleta.

Tendría que haber rematado a Brianna en Coates. Entonces no era nadie, no era más que una pesada. Apenas reparó en su presencia. Pero se había convertido en una pesadilla andante. Tendría que haberla rematado.

Maldita mocosa. El recuerdo de sus provocaciones le había dejado una herida roja en la psique. Drake la odiaba. Como odiaba a Diana. Y a esa mojigata glacial, a Astrid.

Le encantaba recordar cómo había humillado a Sam, pero, incluso ahora, el recuerdo de cómo había vencido a Astrid le hacía sentir un brillo cálido por todo el cuerpo. Podía odiar a los chicos, desear destruirlos, disfrutar haciéndolos sufrir, pero nunca resultaba tan profundo e intenso como con las chicas. No, las chicas eran especiales. Su odio por Sam era una brisa fresca comparado con la rabia ardiente, bullente, que sentía por Diana, Astrid o Brianna.

Las tres eran tan arrogantes… Se sentían tan superiores…

Drake extendió el látigo y lo enganchó al tobillo de Diana, haciéndola caer y que aterrizara bruscamente sobre el vientre.

El psicópata se asustó. Podría haber hecho daño al bebé. No se atrevía a pensar en las consecuencias que eso tendría.

Justin se volvió, apretó los puños y gritó:

—¡Déjala en paz!

Drake sonrió. Niño valiente. Cuando viniera Brianna, encontraría el modo de utilizarlo de escudo. A ver lo dura que se ponía Brianna cuando tuviera que cortarlo a través de un niño.

Pero ¿dónde estaba?

¿Dónde estaba la Brisa?

Diana dejó de moverse y se volvió para mirar a Drake, desafiante.

—¿Por qué no me matas y acabas con esto, Drake? Es lo más parecido al placer que vas a sentir, hijo de…

—¡Muévete! —rugió Drake.

Diana se estremeció, pero no echó a correr.

—¿Tienes miedo, Drake? —Entrecerró los ojos—. ¿Miedo de Sam? —Inclinó la cabeza hacia un lado, juzgándolo—. Ah, no, claro que no. Pero sí de Brianna, ¿verdad? Claro, un tío que odia a las mujeres como tú… Por cierto, ¿se puede saber qué es lo que te pasa con las féminas? ¿Descubriste que tu madre era puta o algo así?

La explosión sorprendió incluso a Drake. Gritó llevado por una rabia repentina, candente, asesina. Salió disparado hacia Diana, la golpeó con el puño, la derribó y se puso encima de la chica con el látigo levantado.

—¡Justin, corre! —gritó Diana cuando bajó el látigo.

El niño pequeño aulló:

—¡No!

Pero echó a correr tan rápido como sus cortas piernas se lo permitían.

Drake chasqueó el látigo en dirección al chico, pero falló por varios centímetros.

Su aullido de furia fue un sonido animal en estado puro. Un velo rojo le nubló la vista.

—¡Oye! —chilló una voz.

Drake tuvo que volver a oírla para concentrar la mirada en su origen.

Jack el del ordenador flexionó las rodillas y saltó lo que debieron de ser más de quince metros. Drake nunca había visto nada parecido. La neblina roja estaba retrocediendo. Era vagamente consciente de que Diana se alejaba gateando.

—¡Oye! —volvió a gritar Jack el del ordenador.

Aterrizó a menos de cien metros. Justin echó a correr hacia él.

Lo de los saltos era un problema. Jack podía moverse más rápido que Drake, sobre todo de un Drake que tenía que conducir a Diana como una vaca reticente a través del desierto que se oscurecía.

Drake caminó directamente hacia Jack.

—Hola, Jack; cuánto tiempo sin verte, tío. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada —dijo Jack a la defensiva.

—¿Nada? Dando un paseo, ¿eh?

Drake seguía acortando la distancia entre los dos.

—Deja que Diana y Justin se vayan —pidió Jack.

Le temblaba la voz. Justin lo alcanzó y se lanzó a sus piernas, aferrándosele aterrorizado.

Drake echó a correr directamente hacia Jack, quien apartó a Justin.

El látigo rasgó el aire y trató de dar a Jack en el cuello. Falló, y le dio en el hombro.

Jack gritó de dolor.

Drake no dudó, sino que rápidamente enganchó el tentáculo en torno al cuello de Jack y apretó con fuerza. Para su sorpresa, Jack se limitó a tensar los músculos y resistirse a la fuerza de Drake. Era como intentar estrangular el tronco de un árbol.

Jack agarró el látigo, intentando apoderarse de él. Drake reaccionó muy rápido, pero por los pelos. Se apartó contorsionándose pero tropezó, dio dos pasos torpes hacia atrás y estuvo a punto de caer.

Si Jack hubiera atacado justo entonces, en ese momento, habría tenido una oportunidad. Pero Jack no era un luchador. Se había vuelto más fuerte, no más malvado. Drake lo vio dudar y sonrió.

Volvió a atacar al instante, haciendo girar el brazo de látigo por encima de su cabeza y lo flageló una y otra vez mientras Jack retrocedía, y de nuevo echó a correr hacia él.

Azotó a Jack en el pecho. En el brazo. Y entonces le hizo un corte repentino y feroz en el cuello.

Empezó a salir sangre de la garganta de Jack.

El chico se llevó la mano al cuello, la apartó y se quedó mirando, completamente perplejo, una mano no solo manchada sino empapada de sangre.

La garganta. No podía ahogarlo, pero podía cortársela.

Justin yacía gimoteando a su lado. Jack cayó de rodillas en tierra.

Drake enroscó su látigo en torno al niño pequeño y se limitó a arrojarlo en dirección a Diana.

Entonces, mientras Jack caía de costado sangrando en la arena, Drake le dijo a Diana:

—Muy bien, nos lo hemos pasado todos muy bien. Ahora movámonos antes de que pierda el buen humor.

Orc y Dekka se parecían en que ninguno de los dos era muy rápido. Jack los había adelantado a saltos. En opinión de Dekka, había sido algo sorprendentemente valiente, puede que incluso temerario. Puede que incluso un poco estúpido.

Pero valiente.

No quería que le gustara Jack. Pero Dekka valoraba una virtud por encima de las demás, y Jack había demostrado que la tenía.

Lo encontraron tendido de costado en el barro que formaba su sangre.

—Tiene pulso —dijo Dekka. No necesitaba tocarlo. Lo veía.

—Sí… —dijo Orc—. Drake.

—Sí. —Dekka apretó la mano contra la herida que sangraba en el cuello de Jack—. Arráncale la camiseta.

Orc se la arrancó fácilmente, como si rasgara papel de seda, y se la pasó. Dekka no levantó la palma, sino que metió la camiseta por debajo, presionándola contra la herida.

No dejaba de salir sangre.

—Vamos, Jack, no te me mueras —pidió Dekka. Y entonces le dijo a Orc—: Es una arteria o algo parecido. No puedo pararla. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¡No para! Tú eres más fuerte que yo: ¡aprieta!

Orc hizo lo que le pidió, y apretó el trapo sangriento contra la garganta de Jack. La hemorragia se detuvo, pero al parecer, debido a cómo presionaban, la respiración de Jack se estaba volviendo áspera y fatigosa.

Dekka miró alrededor, frenética, como si esperara ver de repente un kit de primeros auxilios.

—Necesitamos aguja e hilo. ¡Algo! —maldijo furiosa—. Tenemos que llevarlo otra vez al lago. Al menos allí alguien puede coserlo. Tenemos que ir enseguida. Ahora mismo.

—¿Qué pasa con Drake? —preguntó Orc.

—Orc, tienes que llevarlo tú. Yo no puedo evitar que se desangre. Tenemos que llevarlo de vuelta. Luego iremos tras Drake.

—Pronto será de noche.

—No podemos dejarlo morir, Orc.

Orc miró en la dirección en la que se había ido Drake. Durante un instante, Dekka se preguntó si iría tras él. Y parte de ella, una parte de la que no se enorgullecía, deseaba que Jack se muriera y ya está, porque probablemente se iba a morir de todos modos, y Drake se iba a escapar.

—Yo lo llevaré —dijo Orc—. Tú ve tras Drake. Pero no pelees con él hasta que yo te alcance.

—Créeme, estaré encantada de esperar refuerzos —comentó Dekka.

Y, en silencio, se dio cuenta de que ella sola no tenía manera de vencer a Drake.

Echó a correr tras el psicópata, pues sus huellas —y dos pares de huellas más— aún resultaban visibles apenas bajo la luz que se iba desvaneciendo.

Ahora Sanjit formaba parte de una multitud creciente de chavales asustados y vacilantes. El retraso le hacía echar humo. Nada estaba yendo bien. Ya tendría que haber llegado al lago. Y la oscuridad, real, grave, la oscuridad de «llegó la hora» se acercaba rápidamente.

La segunda manada de coyotes atacó sin avisar después de que el grupito ruidoso y desorganizado girara en la carretera principal hacia el camino de tierra que conducía al lago.

Había colinas a la derecha, y a lo lejos en dirección oeste se veía una hilera oscura de árboles. Alguien había contado a Sanjit que debía de ser el límite del Parque Nacional Stefano Rey.

Las dos chicas de doce años, Keira y Tabitha, y el niño, Mason, no fueron sus objetivos inmediatos. Tampoco Sanjit. Los coyotes se acercaron dando saltos por la carretera, como si los mandaran del lago. Por la carretera, cinco de ellos evitaron a unos cuantos chavales mayores y se encontraron de repente con una niña de dos años.

Lo primero que oyó Sanjit fueron los gritos cuando los coyotes iniciaron su ataque acelerado. Echó a correr y sacó la pistola que Lana le había dado, pero no había manera de disparar y acertar. Los chicos presa del pánico corrían hacia él. Otros se desperdigaban a izquierda y derecha, gritando, gritando y llamándose los unos a los otros.

El coyote jefe mordió el bracito de la niña y la hizo chillar. El coyote la arrastró de los pies por la carretera, pero se le soltó y la niña se incorporó.

Casi sin darle importancia, los coyotes formaron un semicírculo, dispuestos a derribarla.

—¡Apartaos! —gritó Sanjit—. ¡Apartaos!

Los gritos se habían generalizado. Se levantaba polvo. La luz inclinada de color té proyectaba sombras pálidas de niños que huían y de los caninos amarillos.

Un segundo coyote agarró a la niña del vestido y empezó a tirar de ella.

Sanjit disparó al aire.

Los coyotes se estremecieron. Un par se alejó al trote hasta una distancia segura. Pero el que tenía a la niñita agarrada con los dientes no.

Ahora Sanjit se encontraba a pocos metros de ellos, y veía sangre, veía los dientes amarillos del coyote y sus ojos inteligentes.

Apuntó con la pistola desde esa distancia y disparó.

¡PUM!

El coyote soltó a la niña y echó a correr. Pero no se fue muy lejos. Nada lejos.

Sanjit alcanzó a la niña al tiempo que lo hizo su hermana. La niña estaba ensangrentada, pero viva. Y gritaban, todos gritaban y lloraban. Los chavales habían sacado sus garrotes y cuchillas demasiado tarde, y estaban erizados de miedo ante la amenaza.

Los coyotes daban saltos, ansiosos, y podía pegarles un tiro desde donde se encontraba. Pero Sanjit sabía que no lograría darles.

—¡Moveos! —gritó bruscamente—. ¡Si seguimos aquí cuando llegue la noche moriremos todos!

El grupo de unas dos docenas de chavales avanzaba por la carretera formando una piña, mientras los coyotes hambrientos los observaban con la lengua fuera, a la espera de carne fresca.

Brianna había recorrido la carretera hasta llegar a las colinas. Cuando vio a los chavales que venían de Perdido Beach supo que Drake no había pasado por allí.

Lo cual quería decir que puede que se hubiera retirado hacia la Base Aérea de la Guardia Nacional. Así que corrió hasta allí y la inspeccionó. Pero no encontró nada.

Se quedó perpleja. Seguro que lo habría visto si hubiera estado cerca del lago. Seguro que no había pasado por la carretera. Y no estaba en la base ni en un ninguno otro lugar entre esos tres puntos.

Brianna estaba cansada y frustrada. Y preocupada por que Sam fuera a gritarle. Por eso se dirigió hacia Coates, porque no podía volver con las manos vacías. Era la Brisa; era la anti Drake, por lo menos en su cabeza. Y si estaba por ahí, corriendo suelto, ella tenía que encontrarlo y derribarlo.

Pero no lo había encontrado. Se había encontrado con chavales que abandonaban Perdido Beach y no dejaban de parlotear sobre el cielo que se estaba apagando, y se había encontrado con que proliferaban los conejos cerca de Coates, y se había encontrado un tarro de Nutella caído en el límite entre el lago y la base aérea y se la había zampado rápidamente.

Pero no había visto a Drake.

El cielo era muy raro. La luz era muy chunga. Esa negrura lisa que lo rodeaba todo, que se alzaba desde el horizonte para formar un nuevo horizonte irregular…, todo eso era muy chungo.

¿Y si se volvía negro de verdad y así se quedaba? Entonces ¿qué? ¿Qué pasaría con la Brisa? Pues iría tropezando en la oscuridad como todos los demás. Pasaría de ser importante a ser otra chica más.

Sam ni siquiera la necesitaría. No le pediría que fuera a las reuniones. No sería su persona de confianza. La poderosa Brianna. Chica Rápida. La persona más peligrosa de la ERA tras Sam y Caine.

Tenía que buscar cierta altitud; de eso se trataba. Disponer de una vista más amplia mientras aún hubiera vistas.

Echó a correr hacia las colinas de Santa Katrina. Pasó volando junto a dos juegos de huellas, se percató tardíamente y retrocedió a toda prisa para localizarlas.

Estaban bastante claras. Eran de un par de botas. Y de un par de zapatillas. Ambas procedían de las colinas e iban hacia Perdido Beach. Ninguna era lo bastante grande como para ser de Drake. Y él no iría en esa dirección.

Brianna miró ansiosa el cielo. No podía quedarse ahí fuera. Y no podía volver con Sam con las manos vacías. Sería el fin de la Brisa. Había desobedecido órdenes antes, pero ahora había fracasado tanto, lo único que había conseguido había sido cargarse a unos pocos coyotes…, y fracasaría cuando sus poderes se volvieran prácticamente inútiles…

No era nada si no era la Brisa.

Corrió hasta lo alto de la colina más próxima, una cosa totalmente pelada que debía de medir seiscientos metros. Desde allí veía el lago, que brillaba de un modo extraño bajo la luz nada natural. Al otro lado veía el océano. La carretera quedaba oculta.

¿Qué hacer?

Entonces vio lo que parecía una persona caminando. Hacia el norte. Costaba saberlo, debido a la luz y a lo estrecha que era la abertura entre las dos colinas. Pero le parecía ver a una sola persona moviéndose.

Brianna rezó para que fuera Drake. Tenía un plan para enfrentarse a él. Un plan que haría que Sam se enorgulleciera. Iba a hacerlo pedacitos, y utilizaría su velocidad para repartir los trozos por toda la ERA.

¡Ja! A ver si entonces Drake podía recomponerse.

Sería genial. Si pudiera hacerlo.