12 HORAS, 40 MINUTOS
SINDER LLORABA mientras arrancaban las verduras con Jezzie. Todo había terminado. El trabajo duro casi había terminado. Esa sería la última cosecha.
Su sueño de contribuir a que las cosas fueran mejor para todos se estaba acabando. Y, como todas las esperanzas fallidas, ahora les parecía estúpida. Habían sido idiotas por tener esperanza. Idiotas.
Así era la ERA. Cuando tenías esperanza, te daba una patada en la cara.
Idiotas.
Llenaban bolsas de basura de plástico con zanahorias y tomates. Y lloraban en silencio mientras Brianna las vigilaba, y fingía que no se daba cuenta.
A Orc le costaba inclinar la cabeza hacia atrás y mirar hacia el cielo. A su cuello de piedra no le gustaba doblarse de esa manera. Pero hizo el esfuerzo cuando, a una velocidad vertiginosa, el sol se vio devorado por el extremo occidental del agujero dientudo que había en el cielo.
Justo delante de él, por encima de su cabeza, el cielo estaba azul, del azul despejado propio de primeras horas de la tarde en California. Pero por debajo ese cielo era una pared lisa negra. Orc se encontraba a escasos metros de él. Podía acercarse y tocarlo si quería.
Pero no quería. Era… demasiado. No sabía cómo llamarlo. Howard sí habría sabido.
Orc emanaba una energía extraña. No había dormido. Se había pasado la noche buscando, pues estaba seguro de que Drake estaba ahí fuera, y seguro de que podría encontrarlo. O, si no lo encontraba, al menos quería estar cuando apareciera.
Y entonces lo destrozaría. Lo haría pedacitos y se los comería y los cagaría y los enterraría en la tierra.
¡Sí! Por Howard.
A nadie le importaba que Howard ya no estuviera. A Sam, a Edilio, a esos chicos: no les importaba. No les importaba Howard. Solo les importaba que estuviera pasando algo malo. A alguien tenía que importarle que Howard estuviera muerto y desaparecido. Y que nunca fuera a volver.
Pero a Orc sí que le importaba. A Charles Merriman tenía que importarle que su amigo Howard hubiera desaparecido.
La gente no lo sabía, pero Orc aún podía llorar. Todos pensaban que no… Pero no, no era así; no tenían ni idea. No veían otra cosa que un monstruo hecho de grava.
No podía culparlos.
El único que veía otra cosa era Howard. Puede que Howard utilizara a Orc, pero ya le parecía bien, porque Orc también lo utilizaba. La gente hacía esas cosas, incluso la gente que se gustaba. Era su buen amigo, su mejor amigo.
Su único amigo.
Orc seguía un recorrido adelante y atrás. Caminaba desde casi la cúpula hasta llegar al muelle, y luego unos cien metros más; iba y venía, y cada vez cien metros más. Había seguido todo el camino hasta el otro extremo alejado del lago y había vuelto. Pero algo le decía que Drake no daría la vuelta de esa manera.
No, Drake no. Orc lo conocía de cuando Drake se encargaba de las cosas de Caine mucho tiempo atrás, en Perdido Beach. De cuando Drake no era más que un chungo, pero un chungo ser humano.
Y había llegado a conocerlo en cierta manera mientras fueron sus carceleros con Howard. Se había pasado horas oyéndolo despotricar y desvariar.
Era culpa de Orc que Drake hubiera llegado a escaparse.
Claro que Drake podía ser astuto, pero no era como Astrid, Jack u otro de esos chavales realmente listos. No tendría ningún gran plan. Se escondería hasta que viera un modo de…
¿Un modo de qué? Orc no lo sabía. Sam y los demás no le habían explicado nada al respecto. Solo que Drake había matado a Howard y dejado que se lo comieran los coyotes. Y que andaba suelto.
Orc mantenía la mirada baja la mayor parte del tiempo. Así era más fácil avanzar. Además estaba buscando algo: una huella, puede. Huellas de coyote, si lograba encontrarlas. Pero aún sería mejor encontrar las huellas de Drake.
Había oído lo que contaban, que no se lo podía matar. Podías destrozarlo y cortarlo en pedacitos y aún sería capaz de recomponerse.
Pues bien. La mayoría de la gente se desanimaría con eso. Pero mientras Orc borracho se agotaba bastante rápido, Orc sobrio y decidido tenía mucho tiempo y mucha energía. No le importaría desmontar a Drake una y otra vez. Y no se notaba cansado. Se notaba más despierto todo el rato.
Orc avanzaba bajo la sombra siniestra de un risco escarpado. Había grietas en todas esas rocas, y ahora había decidido inspeccionar cada una de ellas. Una a una. Cada grieta. Bajo cada roca.
Entonces se quedó paralizado. ¿Eso era…? Sí, era una huella. Gran parte de una huella. La tierra estaba dura, y el único motivo por el que la veía era porque una ardilla o lo que fuera que hacía agujeros ahí arriba había sacado un poco de tierra fresca.
Y en esa tierra había media huella. De un pie descalzo, no de un zapato.
Orc se la quedó mirando, y puso su pie junto a ella, con lo que aún parecía más pequeña. Parecía tremendamente pequeña para ser de Drake, que era un tío bastante grande. Más bien era de un niño pequeño, o de una chica.
Veía tres dedos del pie, los más pequeños. Tres dedos que apuntaban hacia el agua.
Orc siguió la dirección de los dedos con la mirada. Qué rara la luz, qué rara. La costa del lago parecía extraña. Algo no iba bien.
Entonces se distrajo al ver a Sinder y Jezzie arrancando las verduras del huerto. Y allí estaba también Brianna, vigilándolo, cuando tendría que haber estado vigilando a Sinder y Jezzie.
Orc alzó un brazo enorme para saludar a Brianna, y segundos más tarde la chica estaba a su lado.
—Oye, Orc: cámbiame el trabajo. Sam me tiene de canguro de esas jardineras lloronas. Tú podrías vigilarlas.
—No —contestó Orc, negando con la cabeza.
Brianna inclinó la suya, como un pájaro. Orc recordó cuando la conoció; acababa de bajar de Coates con Sam. Se había vuelto muy creída desde aquella época.
—Estás buscando a Drake, ¿verdad? —preguntó Brianna—. ¿Quieres vengarte por lo de Howard? Ya lo pillo, de verdad. Howard era tu chico.
—No finjas que te importa —gruñó Orc.
—¿Qué? No te he entendido bien.
Orc rugió:
—¡No finjas que te importa! ¡A nadie le importaba Howard! ¡A nadie le importa que esté muerto! ¡Solo a mí! —gritó tan alto que su voz hizo eco.
Entonces, presa de una frustración violenta, agarró una piedra pequeña y la lanzó. La piedra salió volando más de seis metros y chocó contra el risco, lo cual provocó dos cosas: una pequeña avalancha de guijarros y piedras medianas, y el movimiento repentino de unos coyotes aterrorizados.
Orc se los quedó mirando. Los ojos de Brianna se iluminaron.
Se acercó a Orc, y susurró con dureza:
—Te apuesto a que esos son los coyotes que se lo han comido. Puedes elegir: ¿quieres que los coja o no?
Orc tragó saliva. Los coyotes ya se habían subido al risco, y al cabo de pocos segundos estarían en terreno llano y echarían a correr, libres. Nunca los atraparía.
—Guárdame uno —dijo Orc.
Brianna le guiñó un ojo y salió disparada.
Albert lo había pensado todo con sumo cuidado.
El mero hecho de salir al mar y llegar a la isla resultaba muy difícil para quienes no tenían poderes como Caine o Dekka. Así que había dispuesto que Taylor llevara una soga enrollada hasta la isla, la atara en torno a un árbol muy robusto y la dejara caer sobre el acantilado.
Estaba ahí mismo, a simple vista. Cualquiera que rodeara el lado occidental de la isla, pasado el yate estrellado, podría verla. Albert le había atado —bueno, había pagado a un chaval para que le atara— trocitos de tela de colores, de modo que incluso ahora, bajo la sombra marrón extraña e inquietante, no costaba encontrarla.
Guio la barca hasta allí. No había olas, solo el oleaje suave habitual. No se le daba muy bien manejarla, pero había aprendido lo suficiente, lo bastante como para colocarla junto a la soga, que cayó al mar, por lo que era más larga —y, por lo tanto, más cara— de lo necesario. Pero ya no importaba. La soga estaba donde había dispuesto que estuviera.
Los nudos la convertían casi en una escalera. Una escalera muy incómoda que tenía la tendencia lamentable a apartarse cuando intentabas enganchar los pies en los nudos. Pero si lograbas empezar se podía trepar bien, sobre todo cuando sujetaron el final de la cuerda al arcón en el fondo de la barca.
El ascenso era largo, y Albert lamentaba no haber llegado antes. No debería haber esperado tanto. Si hubieran tardado una o dos horas más no habría podido ver la escalera, y ya no digamos trepar por ella.
Fue el primero en subir hasta el borde del acantilado. Dio un último empujón y se encaramó hasta las hierbas altas, rodó a un lado y se quedó mirando el cielo boca arriba.
Qué extraño todo. Era como estar en el interior de un huevo pasado por agua con la parte superior desconchada. Era un cielo, un cielo aparentemente normal, pero solo cubría lo que debía de ser una cuarta parte del espacio.
Y la mancha que crecía no era la noche. No había estrellas. No había nada en absoluto. Solo negrura.
Albert se levantó y ayudó a las otras chicas a medida que, una a una, fueron alcanzando la cima.
El mar se extendía varios kilómetros hasta chocar con la cúpula negra. A lo lejos, hacia el sur y el este, quedaba Perdido Beach, iluminada en sepia como una foto vieja y arrugada de hace mucho tiempo.
Albert se volvió y miró la mansión con satisfacción contenida. Estaba a oscuras, claro. Nadie había accionado el generador, lo cual quería decir que Taylor no estaba allí.
Eso era lo que preocupaba a Albert. Taylor podía entrar y salir de un salto cuando quisiera, por lo que podía resultarle útil: podía hacerle saber lo que estaba pasando en Perdido Beach y en el lago.
Por otra parte, costaba controlarla. Y por eso Albert se había traído un saco pequeño de cerraduras de combinación. Una de ellas iría a la despensa, otra a la funda del interruptor del generador. Solo él se sabía las combinaciones, de modo que solo él controlaría la comida y las luces. Así limitaría un poco la independencia de Taylor.
Albert ordenó a las chicas que subieran la cuerda y la enrollaran bien apartada del borde del acantilado. A continuación, examinó el mar entre Perdido Beach y la isla. No se veían barcas. Lo cual quería decir que nadie vendría en breve.
Pero acabarían haciéndolo. Sentados en la oscuridad, aterrorizados, hambrientos y desesperados, los chavales verían un punto lejano de luz. Se darían cuenta de que era la isla, y esa luz implicaría esperanza.
Así que en cuanto descansaran un poco, comieran algo y echaran un vistazo, Albert las pondría a cargar un par de misiles hasta la planta superior de la mansión. Porque cuando llegara una barca, cuando fuera, también tendría una luz. Un solo punto de luz en la oscuridad.
Albert suspiró. Había sobrevivido. Pero había tenido que renunciar a todo. A todo AlberCo. A todo lo que había logrado. A todo lo que había construido.
Echaría de menos el reto de los negocios.
—Vamos, chicas —comentó—. Venid a ver nuestro nuevo hogar.
Drake estaba bastante seguro de que Brittney había surgido por lo menos una vez desde que estaba metido en ese cuarto de máquinas estrecho y aceitoso. Pero ahora Drake había vuelto, y Brittney no se había movido.
Se concentró por si oía la voz de Sam, pero no oyó nada. Lo cual no demostraba que se hubiera ido, pero quería decir que Drake podría arriesgarse un poco.
Con el brazo de tentáculo levantó la escotilla poco más de medio centímetro.
Desde luego la luz era distinta. Extraña. Como si brillara a través de una botella de Coca-Cola o algo así.
No era natural, sino perturbadora.
Empujó la escotilla un poquito más. Había un pie que no se movía. Ahí mismo, unos dedos dirigidos hacia él. Drake se movió. Un segundo pie. Había alguien sentado ahí mismo, a pocos centímetros. Dirigido hacia él.
¿Problema u oportunidad?
Esa era la pregunta.
La escotilla cayó de repente, volvieron a encajarla de golpe unos pies que correteaban.
—¡Eh, chicos, tened cuidado!
¡Era la voz de Diana! La reconocería en cualquier parte.
—¡Justin, te vas a partir el cuello!
Drake cerró los ojos y dejó que el placer se apoderara de él. Estaba allí mismo. Y, por lo que podía oír, había niños pequeños a bordo.
Era perfecto.
Absolutamente perfecto.
Más allá de la carretera principal, en el vacío en el límite del desierto, Penny pisó una botella rota.
Era el culo de una botella, la base de lo que seguramente había sido una botella de vino. Cristal verde. Irregular. Un trocito atravesó la planta del pie encallecida y se le clavó en la carne del talón.
—¡Aaaah!
¡Qué daño!
Se le llenaron los ojos de lágrimas y le empezó a salir sangre del pie, encharcándose en la arena. Penny se sentó bruscamente, se acercó el pie a la cara y vio el corte. Lana tendría que…
Vendas. Tiritas.
—¡Aaaay, aaay!
Penny se puso a llorar en alto. Se había hecho daño y nadie la ayudaría. Y ¿qué le ocurriría cuando estuviera a oscuras?
¡Era todo tan injusto! Muy injusto. Estaba muy mal.
No había salido ganando, ni siquiera durante unos minutos. Tenía a Caine justo como quería, pero a nadie le gustaba, y lo único que hacían era odiarla, y ahora se había hecho daño en el pie y le sangraba.
Aunque no era tan malo como cuando se rompió las piernas. No tanto. Y a eso había sobrevivido, ¿verdad? Había sobrevivido y había salido airosa. Se preguntaba qué le parecería a Caine tener las manos metidas en un bloque de cemento. Si intentaban sacárselo, le romperían las manos como se le habían roto a ella las piernas.
Solo Lana lo ayudaría, ¿verdad?
Tendría que haberse encargado de Lana cuando tuvo la oportunidad. Podía ser casi inmune al poder de Penny, Pero ¿sería inmune a un arma? Penny tendría que haber hecho que Turk matara a la curandera. Sí, eso es lo que tendría que haber hecho.
Las sombras no se alargaban; la luz no procedía de un solo sitio. Era como si Penny estuviera metida en un pozo con el sol brillando en lo alto justo por encima, de modo que la luz tenía que rebotar para alcanzarla.
Pronto estaría a oscuras.
Y entonces ¿qué?
Diana se puso en pie con esfuerzo justo cuando Justin pasó otra vez a toda velocidad, repleto de alegría alocada y energía.
Atria se había quedado sin cuerda. Ahora estaba en la proa, leyendo. Justin tropezó y cayó de cabeza, como un proyectil dirigido directamente al vientre gigantesco de Diana.
Pero no le dio.
El niño pequeño salió disparado hacia delante, con la boca abierta y los brazos extendidos a modo de defensa, hasta que se detuvo, retrocedió y cayó bruscamente sobre la cubierta.
Diana se estaba acercando al niño, preocupada, cuando vio el tentáculo alrededor de su tobillo. Se quedó paralizada. No tenía sentido. ¡El tentáculo venía del suelo!
No… La escotilla.
Y de repente la escotilla se abrió y Drake se empujó torpemente hacia arriba.
Diana miró como una loca en todas direcciones, buscando un arma. Nada.
Drake había salido del cuarto de máquinas. Estaba de pie en la cubierta. Le sonreía.
Diana sabía que debía gritar, pero se había quedado sin aliento. El corazón le latía sin ritmo, le aporreaba desenfrenadamente el pecho.
Drake levantó al chaval de la cubierta sin esfuerzo, lo cargó hasta la borda y lo hundió en el agua.
Diana se lo quedó mirando horrorizada. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo podía ser?
—¿Qué? ¿Te has quedado sin réplica mordaz, Diana?
Diana vio unas piernas que pateaban por debajo de la superficie del agua. Drake retorció su tentáculo solo un poco para que la cara del niño pequeño resultara visible. Para que Diana pudiera ver sus ojos blancos muy abiertos. Para que pudiera ver que estaba desperdiciando con sus gritos el poco aire que le quedaba, en una explosión de burbujas suicidas.
—Déjalo marchar —dijo Diana, pero sin fuerza, porque sabía que Drake no la escucharía.
—Hay un bote amarrado. Sube tu culito a bordo, Diana. En cuanto estés, subiré al niño. No antes. Así que si yo fuera tú me daría prisa.
Diana sollozó una sola vez, exhalando brusca y profundamente.
Veía el miedo en los ojos del niño. La súplica.
Si dudaba, se ahogaría. Y Drake seguiría allí.
Diana corrió hasta la proa, trepó por la barandilla y se dejó caer torpemente en el bote.
—¡Ya estoy! —gritó—. ¡Déjalo marchar!
Drake se fue paseando por el velero, con el brazo de látigo metido en el agua. Arrastraba al niño a través del agua, lo mantenía sumergido.
Atria lo vio entonces y se puso a gritar.
Se oyeron unos pasos acelerados que venían de debajo. Roger apareció en cubierta, jadeando. Drake le sonrió.
—Me parece que no he tenido el placer —comentó.
Entonces sacó a Justin del agua. El niño pequeño estaba callado, con los ojos cerrados, pálido como la muerte.
La expresión de Roger se volvió asesina, y echó a correr, rugiendo, hacia Drake, quien utilizó a Justin como una bola de demolición mojada y golpeó tan fuerte a Roger que lo hizo caer por la borda.
Cuando alcanzó la proa, Drake se encontró con la mirada llorosa de Diana. Soltó a Justin como una bolsa de basura en el bote y comentó antes de subirse:
—Creo que se está echando una siesta.
Diana se arrodilló junto a Justin. El niño tenía los ojos cerrados y los labios azules. Cuando le tocó la cara la tenía helada.
Recordó cosas muy antiguas. ¿Un vídeo que habían enseñado en clase? ¿En otro mundo?
Con su vientre actual, a Diana le costaba agacharse lo suficiente para poner la boca sobre los labios del niño pequeño. Tuvo que levantarle la cabeza, y apenas tenía fuerzas para hacerlo.
Respiró en la boca del niño e hizo una pausa. Volvió a respirar. E hizo una pausa.
Drake desató el cabo y se instaló en los remos. Enroscó más de medio metro de tentáculo en torno al remo derecho.
Respirar, pausa, respirar.
Pulso. Diana debía comprobar el pulso, y colocó dos dedos sobre el cuello del chico.
Drake se había puesto a cantar. Era una canción de la atracción de Piratas del Caribe que había en Disney World.
Diana sintió algo. Una palpitación en el cuello del niño.
Respirar, pausa, respirar.
El niño tosió. Volvió a toser y escupió agua. Diana tiró de él hasta que quedó sentado.
—Vaya, quién te ha visto y quién te ve, Diana: acabas de salvarle la vida —se burló Drake—. ¿Quieres mantenerlo con vida? —Y esperó como si realmente esperara respuesta. Como ella no dijo nada, continuó—. Si quieres mantenerlo con vida, no abras la boquita. Un solo ruido y lo ahogaré como un cachorrito.
El bote ya se estaba acercando a la orilla. No faltaban más de veinte golpes de remo.
La chica volvió la vista hacia la casa flotante. Vio a Dekka en la cubierta superior, pero no miraba en dirección a ellos, sino hacia el cielo que se encogía.
No estaba Sam. No estaba Edilio.
—Ya, ¿vaya mierda, no? —dijo Drake alegremente—. Sea como sea, Dekka no podría hacer nada. No desde tan lejos.
Dianna examinó la costa a la que se estaban acercando. Nadie.
Espera. Sinder. Estaba arrastrando un saco enorme de algo por la costa. Jezzie iba detrás de ella.
Drake vio la mirada esperanzada de Diana y le guiñó un ojo.
—Ah, no te preocupes: pararemos a hablar con ellas. Les contaremos que has decidido tomarte unas pequeñas vacaciones. Diles que vas a volver con Caine.
¿Podía Drake ser tan estúpido como para creerse que alguien iba a tragarse esa historia? ¿Imaginarse que Sinder y Jezzie se quedarían hablando tranquilamente de las cosas con Mano de Látigo?
Puede. ¿Quién sabía qué tramaba Drake? ¿Cómo saber cuánto se había deteriorado su mente psicopática?
—¿Qué quieres, Drake? —exigió saber Diana, haciéndose la valiente.
Drake sonrió.
—¿Te he dado alguna vez las gracias por serrarme el brazo, Diana? Entonces estaba furioso. Pero, si no lo hubieras hecho, no sería Mano de Látigo.
—Tendría que haberte serrado el cuello —escupió Diana.
—Ya. —Drake le devolvió la mirada furiosa y aterrorizada sin estremecerse—. Tendrías que haberlo hecho. De veras.