VEINTICUATRO

14 HORAS, 2 MINUTOS

ASTRID HABÍA conseguido que Cigar la siguiera al apartarse del camino. Le preocupaba que alguien apareciera: si ella se perdía del lago a Perdido Beach, también podían perderse otros.

Encontró un sitio junto a lo que había sido el arroyo, oculto por un enorme rododendro mortecino. Pidió a Cigar que se sentara, y lo ayudó a moverse para que lo hiciera sobre un saliente polvoriento que casi formaba un banco.

Ella se sentó a pocos metros, procurando no apartar la vista de la colina con expresión adusta. Incluso ahora, su sombra la inquietaba de un modo que no era capaz de definir.

Astrid sentía el tictac implacable, el tictac que la instaba a seguir hacia Perdido Beach. Pero puede que lo que tenía entre manos fuera aún más importante.

Y, en cualquier caso, no podía marcharse. No teniendo en cuenta lo que le había explicado Cigar.

—Bradley, quiero ponértelo fácil. Te voy a hacer unas preguntas. Lo único que tienes que decir es sí o no, ¿vale?

Los globos oculares diminutos giraban como locos, pero el chico respondió:

—Vale. ¿Por qué dice que tu pelo grita? Eres un ángel con alas y brillas, brillas, y llevas una larga espada con llamas y…

—Solo escúchame, ¿vale?

Cigar asintió, y mostró una sonrisa tímida.

—Has hecho algo malo.

—Sí —dijo él solemnemente.

—Y te han castigado entregándote a Penny durante media hora.

—Media hora. —Cigar se rio y retorció tanto la mandíbula que Astrid pensó que igual se la había dislocado. Como si intentara romperse los dientes—. No media hora.

—Te han entregado a Penny —repitió Astrid con paciencia.

—Del anochecer al amanecer.

Al principio Astrid pensó que hablaba del cielo extraño e inquietante. Pero poco a poco sus sospechas fueron aumentando y tomaron forma.

—¿Te han entregado a Penny un día entero? ¿Todo el día?

—Sí —dijo Cigar, calmado de repente, y adoptando un tono de voz bastante razonable.

Astrid no se sentía igual. ¿Qué clase de pirado era capaz de sentenciar a ese chaval a un día con Penny? No le extrañaba que estuviera loco.

Entonces a Astrid se le ocurrió que él mismo se había arrancado los ojos. Esa imagen hizo que le entraran ganas de vomitar. Pero no podía vomitar. Ahora no.

—Estos ojos nuevos, ¿son de Lana? —preguntó Astrid.

—Lana también es un ángel. Pero ella la toca, intenta cogerla.

—Sí que lo hace…, pero Lana es muy fuerte.

—¡Poderosa!

Astrid asintió. Así que Penny lo había vuelto loco. Y Lana había hecho lo que había podido. Y por alguna razón había terminado vagando hasta salir de la ciudad, él solo.

Lo cual quería decir que las cosas estaban muy mal en Perdido Beach. Cigar era uno de los pescadores de Quinn, o lo había sido, por lo que ella sabía.

—Eres uno de los pescadores de Quinn, ¿verdad?

—¡Sip! —Cigar sonrió como un lunático, al tiempo que arrugaba la frente mostrando su ansiedad—. Pescado, ja, ja…

—Ahora, el niño pequeño…

—¡Pescado, pescado!

—El niño pequeño —insistió Astrid. Tendió la mano y la puso sobre la de Cigar, quien reaccionó como si lo electrocutaran. El chico retiró la mano de golpe y Astrid temió que saliera disparado—. Quédate, Cigar. Quédate. Quinn te diría que te quedaras y hablaras conmigo.

—Quinn —dijo Cigar. A continuación, sollozó y acabó gritando—. ¡Ha venido a por mí! Ha pegado a Penny. Yo no podía verlo, pero lo he oído… Quinn y pum y uaaa y vamos a ver a Lana te mataré bruja.

—Es un buen tipo, Quinn.

—Sí.

—Quiere que me hables del niño pequeño.

—¿El niño pequeño? Está junto a ti.

Astrid reprimió el impulso de volverse a mirar. No había nadie junto a ella.

—No lo veo.

Cigar asintió como si ya lo supiera, como si fuera un hecho consumado.

—Es un niño pequeño. Pero también es grande. Puede tocar el cielo.

Las palabras se trabaron en la garganta de Astrid.

—¿Puede?

—Ah, sí. El niño pequeño es mejor que un ángel, ¿sabes? Tiene una luz tan brillante que brilla a través de ti. ¡Fiuuuu! A través de ti.

—Y ¿se llama Petey?

Cigar se quedó callado y bajó la cabeza. Otra vez era como si estuviera escuchando. Pero puede que lo único que oyera fueran los gritos terribles, pesadillescos, de su cabeza.

A continuación, con una lucidez perfecta que a su manera resultaba más extraña que todos los tics y brotes repentinos y gestos raros, Cigar dijo:

—Era Pete.

Astrid sollozó.

—Ese era el nombre de su cuerpo.

—Sí —dijo Astrid, demasiado paralizada para secarse las lágrimas—. ¿Me… me oye?

—¡Lo oye… todo! —y Cigar volvió a emitir el cacareo enloquecido, un ruido casi extático.

—Lo siento, Petey —dijo Astrid—. Lo siento mucho.

—El niño pequeño está libre ahora —afirmó Cigar con voz cantarina—. Está jugando a un juego.

—Lo sé —dijo Astrid—. ¿Petey? No puedes jugar a eso. Estás haciendo daño a la gente.

Una vez más, Cigar bajó la cabeza para escuchar. Pero, aunque Astrid esperó mucho rato, no dijo nada más.

Así que, en voz baja, Astrid pidió:

—Petey, la barrera se está oscureciendo. ¿Puedes pararlo? ¿Tienes el poder de pararlo?

Cigar se rio.

—El niño pequeño se ha ido.

Y Astrid sintió que era verdad. La sensación de que algo invisible la estaba mirando había desaparecido.

Sanjit no viajaba solo. Pretendía hacerlo, y Lana le había dicho que debía hacerlo así, pero cuando llegó a la carretera principal en dirección a la salida al lago se encontraba en un grupo de niños.

La gente huía de Perdido Beach. Sanjit veía por lo menos a veinte personas, formando grupos de dos o tres. Había un grupo de tres a su alrededor. Dos chicas de doce años, Keira y Tabitha, y un niño pequeño de unos tres años con nombre muy de persona mayor, Mason.

Mason intentaba ser un buen soldadito, pero no habían recorrido ni un kilómetro y ya tropezaba porque tenía las piernas muy cansadas. Las chicas eran más duras: ambas echaban horas trabajando en los campos, así que eran fuertes y tenían energía para pasar largas horas en la carretera. Pero Mason era un niño pequeño cargado con una mochila repleta de sus cosas favoritas: juguetes rotos, un libro ilustrado sobre bebés de búho, y una foto enmarcada de su familia.

Las chicas empujaban sus cosas, así como comida y agua, en un carrito de la compra de Ralph’s con una rueda torcida. Traqueteaba a medida que avanzaban. Sanjit sabía que no sobreviviría a la carretera de tierra y grava que conducía al lago.

Mason complicaba aún más las cosas al insistir en llevar un casco de plástico de Iron Man que le cubría la cabeza entera. Tenía un cuchillo a juego en un cinturón blanco de mujer.

Lana había contagiado la necesidad de darse prisa a Sanjit cuando le entregó el sobre mugriento con la nota dentro. Y el chico sabía que podía dejar atrás a sus tres compañeros de viaje. Pero por algún motivo, como iba con ellos, no conseguía hacerlo, y había terminado cargando con Mason.

—Lana y tú… como que… ¿estáis juntos? —preguntó Tabitha.

—Mmm… Sí. Supongo que se puede decir que sí.

—He oído que es mala —sugirió Keira.

—No —protestó Sanjit—. Es dura. Eso es todo.

—¿Sabes quién es realmente malo? —comentó Tabitha—. Turk. Una vez me empujó y me caí y me despellejé las dos rodillas.

—Siento que…

—Y luego fui a ver a Lana y me dijo que fuera a lavarme al océano y no la molestara. —Tabitha bajó la voz y añadió—. Pero lo dijo peor, con un montón de palabrotas.

Sanjit reprimió la sonrisa que quería extenderse por su cara. Esa era Lana, desde luego.

—Quizás estaba ocupada en ese momento.

Venía muy bien un poco de cotilleo tonto para distraerlos. Y las dos chicas parecían contar con una fuente inagotable: quién le gustaba a quién, quién no le gustaba a quién, quién podría gustarle a quién.

Sanjit no conocía a la mitad de la gente de la que hablaban, pero seguía siendo mejor que levantar la vista al cielo y observar que la mancha crecía y el círculo irregular de luz disminuía.

¿Qué iban a hacer cuando se apagaran las luces?

Como si le leyera el pensamiento, o quizá porque se había fijado en su expresión preocupada, Keira recordó:

—Sam Temple puede hacer luces.

—Con las manos —explicó Tabitha.

—Como lámparas. —Entonces, sin que la animaran, Keira dio unas palmaditas en el casco de Iron Man de Mason y dijo—: No te preocupes, Mase: por eso vamos al lago.

Y entonces Mason se echó a llorar.

Sanjit no podía culparlo. Nada sonaba más falso que un comentario tranquilizador en aquel lugar.

En cuanto entregara el mensaje a Sam, tendría que averiguar cómo volver a Perdido Beach. ¿Habría algo de luz para entonces? ¿Cómo iba a volver con Lana si tenía que atravesar más de quince kilómetros de vacío en la oscuridad?

Pero de una cosa estaba seguro: de que volvería.

—Tengo que hacer caca —dijo Mason.

Sanjit lo deslizó hasta tocar el suelo.

Más retraso. Menos probabilidades de que hubiera luz en el camino de vuelta.

El sol ya había atravesado la mayor parte del cielo reducido. Sanjit sabía que debía separarse de ellos, salir corriendo. Podía correr todo el camino hasta allí. Entregaría antes el mensaje y volvería antes y…

Entonces vio que algo se movía en el arbusto, en el límite hasta donde le alcanzaba la vista excelente. Algo bajo y rápido atravesaba con sigilo el arbusto.

Coyotes.

Lana le había ofrecido una pistola, le había instado a cogerla.

—No sé disparar —le había dicho, devolviéndosela.

—Cógela o yo misma te dispararé con ella.

Luego se habían besado. Había sido un beso precipitado a la sombra de la iglesia, mientras Lana se desplazaba entre chavales heridos. Y Sanjit había sonreído con desenfado, y con ese mismo desenfado había hecho un gesto de despedida con la mano y se había marchado.

¿Y si nunca volvía a verla?

Mason terminó con lo suyo. Ya no se veía a los coyotes. El sol alcanzaba el extremo más alejado del cielo que quedaba.

Caine esperaba. Con paciencia, pues las circunstancias lo obligaban a ser paciente. Lana estaba ayudando a las víctimas del ataque de Penny.

Quinn se dedicaba a dar vueltas. Cogía la escasa pesca de aquella mañana y la cocinaba en un fuego en la plaza. Caine reconocía su astucia. El olor del pescado a la parrilla y el ruido tranquilizador de la hoguera contribuirían a evitar que los niños se marcharan.

Por lo menos algunos.

Ahora Quinn ya podía encargarse de él.

—Sácame de aquí —le exigió Caine.

—No es fácil —dijo Quinn—. Ya deberías saberlo: tú eres el cerdo que inventó lo del cemento.

Caine no replicó. No tenía elección. Primero, porque era verdad. Segundo, porque estaba indefenso. Y, por último, porque se había meado encima. No se había dado cuenta cuando ocurrió, pero en algún momento, durante uno de los ataques feroces y pesadillescos de Penny, lo había hecho, y ahora olía mal.

Con lo cual se encontraba en una posición vulnerable.

—Tendremos que ir desconchándolo poco a poco —opinó Quinn—. Si intentamos darle con un mazo grande, alguien se equivocará y te dará en la cabeza o las muñecas.

Quinn encargó a un par de pescadores, Paul y Lucas, que se pusieran con la tarea. Tenían un mazo pequeño con el mango corto y un cincel. Les había costado un poco conseguirlos, ya que ambos se usaban como armas. Había que pagar a los chicos que se los habían cedido. Y ya nadie aceptaba bertos: solo había trueque.

—Avisa si duele —pidió Paul, y golpeó con el mazo el cincel que sujetaba Lucas.

¡PING!

Le dolió. La intensidad del golpe se tradujo en un dolor sordo que Caine sintió en los huesos de las manos. No tan fuerte como si le hubieran golpeado directamente con el mazo, pero casi.

Caine apretó los dientes.

—Seguid.

Lana se acercó caminando con aire arrogante, con un cigarrillo encendido colgándole de los labios. Aún había niños heridos que lloraban, pero Caine no veía que quedaran muchos casos graves. Dahra Baidoo estaba con Lana, ayudando con los heridos. A Caine le parecía que tenía una pinta un poco rara, como si fuera sonámbula, o una enferma mental colgada de las pastillas. Pero ¿y? La locura empezaba a ser la norma. Y Dahra tenía más motivos para estar loca que la mayoría: había sufrido los estragos del ataque de bichos en la ciudad.

Lana se puso junto a Dahra, le llevó la mano a la cabeza, y durante un segundo le hizo apoyarla sobre su hombro. Dahra cerró los ojos durante un instante, y parecía que iba a echarse a llorar. Entonces se frotó la cara con las manos y negó con la cabeza casi con violencia.

Lucas dio un segundo golpe y se desprendió un trozo de cemento de más de siete centímetros.

—Caine… —empezó a decir Lana.

—Sí, Lana. ¿Quieres hacer algún comentario malicioso sobre la ironía y el karma?

Lana se encogió de hombros.

—Nooo. Sería demasiado fácil. —La chica se arrodilló junto a Caine, y, al notarse agotada, se sentó con las piernas cruzadas—. Escúchame, Caine, he enviado a Sanjit que advierta a Sam de…

—¿De que una oleada de refugiados está en camino? Pronto lo averiguará, ¿no? Puede hacer luz. —Caine fulminó el cielo con la mirada, como si fuera su enemigo particular—. Dentro de un par de horas la gente solo se preocupará por la luz.

—No he enviado a Sanjit por eso. Iba a ir yo misma antes de este último fiasco. Lo he enviado porque creo que Diana está en peligro.

El corazón de Caine dio un vuelco. Su reacción lo sorprendió. Igual que el nudo que se le hizo en la garganta cuando preguntó, tan fríamente como pudo:

—¿En peligro? Quieres decir, ¿más que todos nosotros?

¡PING!

Mientras tanto, Paul y Lucas se dedicaban a descascarillar el cemento. Caine se estremecía con cada martillazo. Se preguntaba si se le estaban rompiendo los huesos. Se preguntaba cómo quitarían la parte final del cemento, la que tenía pegada a la piel. Además del dolor agudo repentino sentía un dolor sordo constante y un picor exasperante.

—A veces noto su mente —comentó Lana.

Caine la miró con dureza.

—¿Su mente?

—No te hagas el tonto, Caine.

Lana le tocó en la cabeza, donde los pinchazos de las grapas aún sangraban. Casi al instante, el dolor en la cabeza disminuyó. Pero de nada sirvió cuando, con el siguiente golpe del mazo y el cincel, sintió como si le rompieran los dedos.

¡PING!

—¡Aaaah! —gritó.

—Tú estuviste con ella —insistió Lana—. Sé que a veces aún la notas.

Caine frunció el ceño.

—No, no la noto.

Lana resopló.

—Ajá…

No iba a discutir con Lana por eso. Ambos sabían la verdad. Era algo que compartía con la curandera: habían pasado demasiado tiempo con y cerca de la gayáfaga. Y sí, dejaba cicatrices, y sí, a veces era como si la criatura pudiera alcanzar el filo de la conciencia de Caine.

El chico cerró los ojos y la pesadilla vino como una ola que trajera la tormenta. Entonces solo pensaba en el hambre. La gayáfaga necesitaba el uranio de la central nuclear. El hambre era tan intensa, tan frenética, que Caine aún tenía la sensación agobiante que le oprimía el corazón y la garganta.

¡PING!

—¡AAAAH! —advirtió Caine, con los dientes apretados—: No dejo que la Oscuridad me toque.

El cincel estaba cortando más cerca ahora. Más de la mitad del cemento se había soltado. La verdad es que Penny no lo había mezclado muy bien. Lo había hecho sin grava, y la grava era lo que lo endurecía. Drake y él ya lo habían descubierto.

—Lo siento —dijo Lucas, aunque no lo pensara.

¡PING!

Caine pensó que no, que no se preocupaban por él. Lo necesitaban, pero eso no quería decir que les gustara.

—Se está poniendo el sol —señaló Lana casi sin emoción—. A los chicos se les va a ir… Incendiarán cosas. Esa es la gran preocupación, supongo, que acabarán lo que Zil empezó, quemando el resto de la ciudad.

—Si alguna vez salgo de esta, los detendré —gruñó Caine, reprimiendo un grito de dolor cuando el mazo se alzó y volvió a caer.

—Va tras Diana —insistió Lana—. Quiere el bebé. Tu bebé, Caine.

—¿Qué?

El mazo esperó, suspendido. No era una conversación que tuvieran precisamente en privado, y Paul estaba impactado. Pero reaccionó y volvió a dar otro golpe terrible.

¡PING!

—¿No la notas? —exigió Lana.

—¡Lo único que noto es que me están rompiendo los dedos! —gritó Caine.

—Yo te arreglaré los dedos —dijo Lana, impaciente—. Te lo estoy preguntando. ¿La notas? ¿La notas? ¿Dejarás que…?

—¡No!

—¿Tienes miedo?

Los labios de Caine se retrajeron y gruñó.

—Maldita sea, claro que tengo miedo. Escapé de ella. ¿Y dices que debería abrirme a ella otra vez?

¡PING!

—Yo no le tengo miedo —afirmó Lana, y Caine se preguntó si era realmente cierto—. La odio. Me odio por no haberla matado cuando tuve la oportunidad. La odio.

La chica tenía los ojos oscuros, pero ardían como el carbón.

—La odio —repitió Lana.

¡PING!

—¡Aaaaah! —Caine respiraba soltando gritos breves—. Yo no… ¿Por qué estás tan segura de que va tras Diana?

—No lo estoy. Por eso estoy hablando contigo. Porque me ha parecido que te podría importar que ese monstruo vaya tras tu hijo.

Caine sentía las manos más ligeras. El bloque de cemento se había roto. Había una cuña del tamaño de un trozo doble de pastel colgando de su mano izquierda. Pero seguía teniendo las manos pegadas a una masa desmigajada, que parecía la piedra a partir de la cual un escultor cincelaría un par de manos.

Paul y Lucas cambiaron de postura. Caine levantó las manos y con mucho, mucho cuidado, utilizó un trocito de cemento para rascarse la nariz.

—Caine… —dijo Paul.

—Dadme un minuto. Todos vosotros. Un minuto.

Cerró los ojos. Sentía dolor en las manos, la sensación intensa de que algo —o quizá varias cosas— se le había roto. El dolor era terrible.

Pero lo peor sin duda era la humillación.

Penny había sido más lista que él. Un fallo. Le había hecho soportar la tortura que habían inventado con Drake. Otro fallo.

Caine se sentó en los escalones del Ayuntamiento, los escalones donde no hacía ni dos días que ejercía de rey. Se sentó con los pantalones oliéndole a pis, sintiéndose débil, pequeño y cobarde por culpa de Lana.

No había caído tan bajo desde que se marchó derrotado al desierto con el líder de la manada. Desde que se arrastró llorando y desesperado, y el monstruo malévolo y brillante le sorbió el seso.

Lana podía dejarle que le alcanzara la mente. Lana era fuerte.

Pero él no podía. Porque no lo era.

Caine se preguntaba por qué aún era importante para todos. Por fin había llegado el final. Caería la oscuridad y el sol nunca volvería a salir y deambularían en una negrura impenetrable hasta morir de hambre. Los listos se meterían en el océano y nadarían hasta ahogarse.

¿Por qué importaba Caine? Y ya no digamos Diana… O el… como se llamara. El bebé. El niño. Como se llamara.

El chico cerró los ojos y se imaginó a Diana. Una chica bonita, Diana. Lista. Lo bastante lista como para seguirle el ritmo. Lo bastante lista como para jugar a sus juegos con él.

Habían sido felices la mayor parte del tiempo en la isla, Diana y Caine. Fueron buenos tiempos. Entonces llegó Quinn con el mensaje de que necesitaba salvar a Perdido Beach.

Tenía que volver. Diana le había advertido que no lo hiciera. Pero había vuelto. Y se había proclamado rey a sí mismo. Porque los chavales necesitaban un rey. Y porque tras salvar sus estúpidas vidas se merecía ser rey.

Diana también le había advertido al respecto.

Y en cuanto quedó al mando se dio cuenta de que el jefe de verdad era Albert. Y nadie respetaba realmente a Caine. No se daban cuenta de lo mucho que hacía por ellos.

Desagradecidos.

Y ahora lo querían, pero solo porque todos temían a la oscuridad.

—Ahora probaremos con un mazo más pequeño —comentó Paul, ansioso.

Caine apretó los dientes, anticipándose al golpe.

¡PING!

—¡Aaaah!

El cincel no acertó. El cincel de acero endurecido se desvió y se le clavó en la muñeca. Salió sangre que se derramó sobre el cemento.

Caine quería echarse a llorar. No de dolor, sino por lo absolutamente espantosa que era su vida. Tenía que ir al baño. Y ni siquiera podía bajarse los pantalones o limpiarse.

Lana le cogió la muñeca, y la hemorragia remitió.

—Tienes que dejarles que sigan —indicó la chica—. Será mucho peor en la oscuridad.

Caine asintió. No tenía más que decir.

Bajó la cabeza y gritó.