VEINTITRÉS

14 HORAS, 39 MINUTOS

SURGIÓ DRAKE.

No tenía ni idea de dónde estaba. Era un lugar estrecho y húmedo que olía a aceite. Movió levemente la cabeza y sintió un impacto que en los viejos tiempos habría resultado doloroso. Había chocado con algo de acero.

Parpadeó. Había muy poca luz. Procedía de un cuadrado en el techo bajo. Se dio cuenta de que era el borde de una escotilla, que quedaba a pocos centímetros por encima de él.

Con la mano y el tentáculo, Drake palpó el espacio diminuto. Tardó un rato en entender cómo iban las cosas. El objeto de metal complejo. El cuadrado de luz. El modo en que el suelo parecía moverse levemente bajo sus pies. El olor a aceite.

Estaba en un barco.

En el cuarto de máquinas.

Y apenas tenía espacio para moverse.

Drake sonrió. Vaya, vaya: qué lista, Brittney. Buen trabajo. De algún modo había conseguido subirse a escondidas a uno de los barcos.

Probablemente no al mismo en el que había visto a Diana. ¿Lo habría conseguido? ¿Brittney la simple, la de la boca de metal?

No. Pero era un barco. Desde luego.

Qué bien.

Y ahora ¿qué? Aún tenía que encontrar a Diana.

Del dicho al hecho… Primero tenía que saber dónde estaba. Se pasó veinte minutos largos intentando escurrirse para apoyar la cabeza en la escotilla. No podía aguantar mucho en la misma postura.

Se aguantó apoyando la mano en el bloque del motor, y luego utilizó la punta del tentáculo para empujar muy delicadamente la escotilla hacia arriba.

Se desplazó con bastante facilidad. Menos de un centímetro. Un centímetro. Y entonces vio una franja muy larga y estrecha del mundo que quedaba por encima. El radio de un timón. Un cubo. Luego un pie.

Bajó la escotilla tan silenciosamente como la había levantado.

Algo había chocado contra la borda del barco. Oyó una voz amortiguada, de chico.

Luego oyó una segunda voz masculina que lo heló hasta la médula. Sam.

¡Sam!

Entonces oyó los ruidos de alguien que subía por la borda. Y ahora oía las voces más claramente.

—¿Qué passa, Roger? —dijo Sam—. Eh, Justin. Eh, Atria. ¿Cómo lo lleváis, chicos?

La primera voz masculina, presumiblemente la de «Roger», quienquiera que fuera, respondió:

—Estamos bien. Vamos bien.

—Vale. Bien. Solo he venido a colgaros unas luces.

—¿Soles de Sammy? Así que… —Roger titubeó—. ¿Por qué no os vais a jugar, niños? Los mayores tenemos que hablar. —Se oyeron pies que corrían, pero no voces agudas, y a continuación—: Así que… ¿así están las cosas?

—Bueno, Roger, no lo sabemos seguro —dijo Sam, exhausto.

¿Podría Drake derribarlo? ¿Aquí y ahora que estaba solo, sin Brianna o Dekka para sumarse a su poder?

Pero Drake se dijo que no. No conseguiría salir de la escotilla antes de que Sam se dispusiera a quemarlo. Y su misión era llevarse a Diana, no matar a Sam.

—¿Va a estar totalmente oscuro? —preguntó Roger con un leve temblor en la voz.

—No del todo —respondió Sam intentando tranquilizarlo—. Por eso he venido. Tendréis mucha luz a bordo. ¿Está levantada o dormida?

Se alejaron y Drake ya no podía oírlos, debían de haber entrado en el camarote. Pero había oído la última frase.

¿Podía ser? ¿Estaba Diana en ese mismo barco?

El psicópata sonrió en la oscuridad. Esperaría hasta asegurarse. Ya se presentaría la oportunidad. Había depositado su fe en la gayáfaga y aún no le había fallado.

Sam remaba de barco en barco, uno tras otro.

Subía a cada barco y se agachaba para entrar en el camarote correspondiente. En los veleros o lanchas más pequeñas instalaba uno o dos soles de Sammy.

Los soles de Sammy eran la manifestación duradera de su poder. En vez de disparar luz con un rayo asesino, podía formar bolas de luz, que ardían sin calentarse y se cernían en el aire. Habían experimentado un poco y descubierto que el sol de Sammy se quedaba en su sitio cuando el barco se movía, lo cual era algo a tener en cuenta.

Algunos de los barcos, por ejemplo las casas flotantes, conseguían hasta tres o cuatro soles de Sammy.

A mitad de camino, Sam se percató de que estaba muy cansado. Había tenido la misma sensación tras las batallas en las que había utilizado sus poderes. Siempre pensó que no era más que el abatimiento posterior a la pelea, pero ahora se preguntaba si utilizar su poder no resultaba agotador de por sí.

Puede. Pero no importaba. Los soles de Sammy tranquilizaban a los chavales. Nadie, y mucho menos Sam, podía soportar la idea de quedarse atrapado en una oscuridad permanente. Era inconcebible. Los aterrorizaba hasta lo más hondo.

Los últimos soles de Sammy eran para la casa flotante grande. Cinco en total, incluido uno particularmente grande que flotaba junto a la barandilla delantera.

Estarían a oscuras, pero no totalmente ciegos.

—Eso ayudará —comentó Edilio, recibiéndolo de nuevo.

—Un rato —dijo Sam en tono grave.

—Un rato —reconoció el otro.

Sam no pudo evitar coger los prismáticos e inspeccionar la zona. Orc seguía ahí fuera, buscando. Bien. Si tenían suerte, puede que encontrara a Drake, y Sam correría a ayudarlo.

Pero no le interesaba especialmente observar a Orc. Era a Astrid a quien buscaba.

Si llegaba a Perdido Beach, ¿cuán rápido podría volver? Tendría que ser antes de que el cielo se cerrara. Si se quedaba atrapada en la oscuridad, tendría que arrastrarse literalmente por la carretera. Y no todo necesitaba de la luz para cazar y matar. La oscuridad podría mantener a Drake a raya, pero los coyotes, las serpientes y los bichos…

Sam tenía que hacer algo, pero no sabía el qué. Y eso lo devoraba por dentro, no saber qué hacer.

—Podría colgar soles de Sammy por la carretera —propuso.

—En cuanto hagamos un trato con Albert y Caine —concedió Edilio—. Pero si los ponemos ahora, no será más que un faro animando a todo Perdido Beach a venir. Y no estamos preparados para eso.

Sam apretó los labios al cerrar la boca. No esperaba que Edilio dijera nada al respecto. Lo único que hacía era pensar en voz alta. Y seguía furioso con Edilio. Necesitaba estar furioso con alguien, y Edilio estaba allí.

Y lo que era peor, Edilio no parecía temer a la oscuridad que se avecinaba. Estaba como siempre, calmado y dispuesto. Normalmente, eso a Sam le resultaba tranquilizador. Pero le costaba el simple hecho de tomar y soltar aire. Estaba exhausto de colgar soles y de decir cosas tranquilizadoras a su gente en los barcos.

No se creía lo que decía. Astrid estaba ahí fuera en alguna parte. La oscuridad se acercaba. Se estaba acercando al juego final. Y él no tenía un plan.

No tenía ningún plan.

Sam levantó la vista. Ahora empezaba a parecer como si el sol se alzara por encima del límite de la mancha. Estaba muy arriba, demasiado arriba, en el cielo. Pero la luz era bienvenida. Bienvenida y descorazonadora, cuando Sam se percató de que puede que no volviera a verla.

El agua destelló. Los cascos blancos se iluminaron. El pueblo, el pequeño campamento y los bosques cercanos se iluminaron.

Edilio estaba observando uno de los barcos a través de los prismáticos.

—Es Sinder —informó—. Pide permiso para ir a la costa con Jezzie y recoger sus verduras.

—Ya, me parece lógico. —Sam alzó la voz hasta gritar—. ¡Brisa, Dekka, a cubierta! —Entonces, con voz normal, añadió a Edilio—: Sinder necesitará que alguien le cubra las espaldas.

Brianna apareció segundos después de que el sonido de su apodo se apagara. Dekka llegó unos instantes más tarde.

—Hay suficiente luz para ti, Brisa —comentó Sam.

—Sí, es como Florida en julio.

Brianna puso los ojos en blanco ante la luz extraña, como manchada de té.

—Pensé que querías volver a salir —replicó Sam, lacónicamente.

—Tío, claro que quiero. Calma. Solo era un chiste.

—Ya —dijo Sam con los dientes aún apretados. Le dolía la mandíbula. Tenía los hombros llenos de nudos dolorosos—. En cuanto Sinder se acerque a la costa, ve donde ella. Y quédate con ella hasta que Jezzie y Sinder hayan terminado.

—No tengo que quedarme sentada ahí encima, ¿verdad? —comentó Brianna fingiendo inocencia—. Quiero decir, que puedo entrar y salir, ¿no? Vigilarlas, correr requetelejos por la carretera, ver qué está…

Antes de que Sam pudiera replicarle, Edilio intervino:

—Necesitamos una estrategia, no un montón de gente corriendo en varias direcciones. Astrid ya debe de estar en PB. Si Drake nos ataca, te necesitaremos, Brianna. Pero si te topas con él sin Sam, como máximo conseguirás empatar.

Tenía todo el sentido del mundo. Pero no respondía al deseo desesperado de Sam de hacer algo. De hacer. No de hablar, o de mirar, o de preocuparse, sino de hacer.

La misión de capturar los misiles le había servido de muy poco para apaciguar el deseo de acción. Sam levantó las palmas ante su rostro sin pensar en lo que hacía. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que disparó la luz cegadora en vez de limitarse a colgar luces?

Entonces se dio cuenta de que Edilio y Dekka lo miraban con expresión solemne. Brianna mostraba una sonrisita. Los tres le habían leído el pensamiento.

—Bueno, por lo menos podremos comernos unos rábanos que no veas —murmuró Sam tontamente.

—Pero esto solo es para ir tirando —añadió Dekka—. No sirve para ganar.

—Drake está aquí. En alguna parte. La gayáfaga está… nadie sabe exactamente dónde —recordó Edilio—. Ni siquiera sabemos qué está pasando en Perdido Beach. No sabemos qué está tramando Albert. No sabemos dónde se sitúa Caine en todo esto. No sabemos por qué Taylor no ha saltado para contarnos qué está pasando.

—Ya, ya lo pillo —dijo Sam amargamente—. Astrid tiene razón en lo de intentar llegar a Perdido Beach. Y mientras estamos atascados. Atados. Como las moscas en esas tiras pegajosas.

A Sam le picaban las manos. Apretó fuerte los puños.

Estaba la lógica. Y luego estaba el instinto. El instinto de Sam le gritaba que con cada segundo, pasivo y paciente que dejaba que pasara, más probable era que perdiese la pelea.

El sol que se alzaba proyectaba sombras profundas en el alma de Astrid. Una cosa era saber qué iba a ocurrir, y otra muy distinta verlo.

El cielo estaba desapareciendo. Ese sería el último día de luz de la ERA.

La chica miró a su alrededor intentando orientarse, y estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico. La carretera del lago a Perdido Beach iba en dirección sudoeste por la ladera occidental de las colinas de Santa Katrina, y luego se cruzaba con la carretera principal.

Pero Astrid había perdido de vista esa carretera. Y sin saber cómo había ido deambulando hasta una abertura entre las dos colinas.

Las de Santa Katrina no eran las colinas más grandes, aunque de cerca podían resultar imponentes. Estaban secas, claro, porque en la ERA no había llovido. Astrid recordaba haberlas visto desde la carretera principal mucho tiempo atrás, después de la lluvia de diciembre, cuando de repente se volvieron verdes. Pero ahora no tenían más que piedras y hierbas secas y árboles pequeños y anchos que se esforzaban por sobrevivir.

La carretera que buscaba debía de encontrarse retrocediendo directamente hacia el oeste. Pero igual había que recorrer una gran distancia, y puede que acabara dando con ella a uno o dos kilómetros del lago Tramonto. Eso resultaría humillante si Sam había mandado a Brianna a buscarla: la misión de advertir a Perdido Beach parecería mucho menos digna de un héroe revolucionario americano, y mucho más el plan descabellado de una chica incompetente.

Ya se había visto retrasada. El amanecer, si es que se lo podía llamar así, había llegado. La gente de Perdido Beach lo vería sin su ayuda.

Lo cual quería decir que lo único que podía hacer ahora era esperar llevarles un mensaje de solidaridad y ofrecer los servicios de Sam como portador de luz.

Pero incluso eso dependía de la velocidad. Estaba segura de que ya había chavales saliendo de Perdido Beach.

Si quería ir más rápido, tendría que ir por las colinas. Si ese paso seguía una línea más o menos recta, no habría problema. Si acababa de golpe en alguna colina tendría que escalar, y eso sería peliagudo.

Astrid echó a correr al trote. Estaba muy en forma tras los meses que había pasado corriendo por los bosques, y mientras tuviera agua podría avanzar medio corriendo medio caminando durante horas.

Las colinas se alzaban a ambos lados. La de la derecha empezaba a resultarle opresiva, empinada y ceñuda. El pico era roca descubierta donde una tormenta o terremoto acontecido tiempo atrás había eliminado la fina capa superior del suelo. Así que la roca expuesta parecía una cara adusta.

El sendero continuaba resultando bastante fácil. Antiguamente había agua corriente, pero ahora el lecho del arroyo estrecho estaba enmarañado con hierbas secas.

Astrid vio algo moverse a su derecha, en la ladera escarpada de lo que le parecía Monte Caralarga. No se detuvo, sino que siguió avanzando, miró y ya no vio nada.

—No te dejes asustar —se dijo.

Muchas veces pasaban cosas así en el bosque: un ruido, un movimiento repentino, un destello de una cosa u otra. E inevitablemente temía que fuera Drake. E igual de inevitablemente se trataba de un pájaro, una ardilla o una mofeta.

Pero ahora le costaba dejar de sentir que la observaban. Como si Monte Caralarga fuera realmente una cara y la estuviera observando y no le gustara lo que veía.

Más adelante el camino se curvaba hacia la izquierda, y Astrid agradeció la oportunidad de alejarse de la montaña siniestra, pero al mismo tiempo, al coger la curva, tuvo la sensación casi inaguantable de que lo que fuera que la había estado observando ahora se encontraba detrás de ella.

Y se estaba acercando.

No pudo resistir el impulso de echar a correr del todo. Pero no podría mirar mientras huía, presa del pánico.

Astrid llegó a una esquina ciega y casi se estrella contra él.

La chica se detuvo y se quedó mirándolo, gritando.

Gritando de tal manera que se olvidó de sacar el arma, hasta que ya estaba gritando y alejándose, hasta que acabó sacando la escopeta y buscó a tientas el gatillo. Alzó el arma hasta la altura del hombro y bajó el cañón.

Apuntó a los ojos. Esos ojos horribles como canicas en cuencas de un negro sanguinolento.

Era un chico, lo cual tardó unos cuantos latidos largos en penetrar en su conciencia. No era un monstruo gigante, sino un chico. De hombros fuertes y muy bronceado. Tenía cortes en la cara, como marcas de garras de un animal salvaje. Parecían recientes. Y vio sangre en sus uñas.

Era imposible descifrar su expresión. Los ojos, esos ojos horribles como guisantes, impedían interpretar cualquier emoción.

—No te muevas o te vuelo la cabeza —amenazó Astrid.

El chico dejó de caminar. Los ojos parecían incapaces de localizarla, miraban hacia arriba y hacia la izquierda y hacia todos lados menos directamente a Astrid.

—¿Eres de verdad? —preguntó el chico.

—Soy de verdad. Y mi escopeta también.

Astrid sintió el temblor en la voz, pero tenía el arma bien sujeta y la mantenía fija en el blanco. Bastaba con apretar el dedo índice derecho y se oiría un ruido fuerte y aquella cabeza horripilante explotaría como un globo de agua.

—¿Eres… eres Astrid?

La chica tragó saliva. ¿Cómo sabía su nombre?

—¿Quién eres?

—Bradley. Pero todos me llaman Cigar.

El arma bajó varios centímetros por sí sola.

—¿Qué? ¿Cigar?

La boca del chico dibujo una especie de sonrisa. La sonrisa mostró dientes rotos y que le faltaban dientes.

—Te veo —dijo Cigar, y alargó una mano ensangrentada en dirección a ella, como un ciego que intentara tocar algo que no llegaba a localizar.

—No te acerques —replicó la chica, y volvió a colocarse el arma sobre el hombro—. ¿Qué te ha pasado?

—Yo…

Cigar intentó sonreír otra vez, pero la sonrisa se convirtió en mueca y luego en un gruñido terrible, en un grito de agonía que se alargó y se alargó hasta acabar en un ataque de risa enloquecido.

—Escúchame, Cigar, tienes que contarme lo que ha pasado —insistió Astrid.

—Penny —susurró—. Me ha enseñado cosas. Tenía las manos…

Cigar alzó las palmas para mirarlas, pero sus ojos estaban en otra parte, y un gemido salió de lo más hondo de su garganta.

—¿Penny te ha hecho esto?

Astrid bajó el arma. Hasta la mitad. A continuación, dudosa, la bajó del todo. Pero no se la colgó del hombro. La tenía bien agarrada, con el dedo apoyado en el seguro.

—Mira, me gustan las golosinas, e hice una cosa mala y luego tenía golosinas en el brazo y luego me las estaba comiendo y, ah, estaban tan buenas, ya sabes, y Penny me dio más, así que me las comí y me dolía y había sangre, igual, mucha sangre, igual, igual…

Los ojitos se volvieron de repente para mirar detrás de Astrid.

—Es el niño pequeño —comentó Cigar.

Astrid miró por encima del hombro, echó un vistazo rápido, casi involuntario, porque no estaba lista para bajar la guardia, no estaba lista para volverse. Ya estaba mirando otra vez a Cigar cuando se dio cuenta de lo que había visto.

¿Visto? No mucho. Una distorsión. Un retorcimiento del campo visual.

Volvió a mirar. Nada.

Y miró otra vez a Cigar.

—¿Qué ha sido eso?

—El niño pequeño. —Cigar se rio tontamente y se llevó la mano a la boca como si hubiera dicho una palabrota. Luego añadió, susurrando bajito—: El niño pequeño.

La garganta de Astrid estaba en tensión. Se le puso la piel de gallina.

—¿Qué niño pequeño, Cigar?

—Te conoce —comentó Cigar en tono muy confidencial, como si le estuviera contando un secreto—. Pelo amarillo que grita. Ojos azules que pinchan. Me ha dicho que te conoce.

Astrid trató de hablar, pero no pudo. No podía hacer la pregunta. No podía aceptar la respuesta posible. Pero, finalmente, unas palabras ahogadas salieron de su boca:

—El niño pequeño… ¿se llama Pete?

Cigar hizo ademán de tocarse un ojo, pero se detuvo. Durante un instante pareció como si estuviera escuchando algo, aunque no se oía nada salvo la brisa suave y los saltamontes chirriantes. Entonces asintió entusiasta y respondió:

—El niño pequeño dice: «Hola, hermana».