VEINTIUNO

15 HORAS, 12 MINUTOS

EL PLAN DE ASTRID habría sido brillante, pero al distanciarse de la carretera por seguridad se había perdido.

Aquel casi desierto no era el bosque conocido. Y lo curioso de una carretera era que a lo lejos, de noche, no podías verla realmente si no veías farolas o luces de coches.

Pero en la ERA no había ninguna de esas dos cosas.

Así que la carretera de grava desapareció de su vista y, aunque estaba segura de que iba en paralelo en ella, ahora parecía encontrarse en un campo mucho menos austero que el que la carretera atravesaba.

La luna se había puesto y las estrellas proporcionaban muy poca luz. Así que iba cada vez más despacio. Y luego había intentado girar bruscamente en ángulo recto para cruzar a la carretera. Pero no estaba allí. O, si lo estaba, quedaba mucho más lejos de lo que se había imaginado.

—Qué estúpida —se dijo Astrid.

Vaya con la nueva Astrid la competente. Había logrado perderse en solo dos horas.

Y, por mucho que detestara reconocerlo, lo único inteligente que podía hacer era quedarse donde estaba y esperar a que amaneciera. Si es que amanecía. Se le hizo un nudo de miedo en el estómago al pensarlo. Pese a la luz de las estrellas, estaba indefensa. En la oscuridad absoluta podría vagar eternamente. O, para ser más precisos, vagar hasta que el hambre y la sed la mataran.

Se preguntaba qué sería lo primero. La gente asumía que tenía que ser la sed. Pero había leído en un libro que el hambre…

—Eso no ayuda —dijo en voz alta, solo para tranquilizarse al oír su propia voz—. Si… Cuando salga el sol, podré localizar las crestas y colinas y puede que incluso vea un poquito el océano.

Así que encontró un terreno con hierbas altas y se sentó con cuidado.

—Empezamos mal —reconoció. Perdida en la jungla. ¿Cuánto tiempo pasaron Moisés y los hebreos perdidos en la península del Sinaí antes de encontrar la tierra que querían reconquistar? ¿Cuarenta años?—. Con una columna de humo de día y otra de fuego de noche. Y aun así no supieron salir del Sinaí —murmuró Astrid—. Me conformo con un solo día más de sol.

Llegó un punto en que se durmió y empezó a tener sueños inquietantes. Y cuando por fin se despertó vio que el único deseo que había pedido no se había cumplido.

Al levantar la vista vio un círculo de un azul intenso y muy oscuro que empezaba a iluminar el extremo oriental y apartaba las estrellas.

Bajo ese negro azulado, el cielo estaba negro. No negro como la noche y las estrellas y la Vía Láctea y las galaxias lejanas, sino negro como una mancha continua, absoluta.

El cielo ya no se extendía de horizonte a horizonte. El cielo era un agujero encima de un cuenco puesto en vertical. El cielo era el círculo en lo alto de un pozo. Y, antes de que terminara el día, el cielo habría desaparecido del todo.

Caine se despertó. El corazón le latía con fuerza. Le dolía tanto la cabeza que pensó que estaba a punto de desmayarse debido al dolor repentino.

Entonces sintió otra cosa. Parecían cortes. Le picaban y pinchaban al mismo tiempo, por toda la cabeza.

Intentó levantar la mano para tocarse. Pero no podía mover las manos.

Caine abrió los ojos.

Vio el bloque de cemento gris en forma de ensaladera. Apoyado sobre la mesa de centro. Tenía las manos metidas en un bloque, hundidas hasta las muñecas.

Le entró miedo. Pánico.

Intentó controlarlo pero no pudo. Y gritó:

—¡No, no, no, no!

Intentó sacarlas, soltar las manos, pero estaban encajadas en el cemento, que le irritaba y apretaba la piel. Él había hecho lo mismo a otra gente, había ordenado que hicieran eso mismo y sabía lo que pasaría, sabía lo que provocaba, sabía que el cemento no se soltaba sin más; sabía que estaba atrapado, impotente.

¡Impotente!

Se puso en pie de un salto, pero el bloque de cemento le pesaba y le hizo caer hacia delante y darse con la rodilla en el borde puntiagudo del cemento. Sintió dolor, pero no era nada comparado con el pánico, con el dolor de cabeza terrible.

Caine gimoteó como un niño asustado.

Entonces aunó fuerzas para levantar el bloque de cemento. Se golpeaba con el bloque en los muslos, pero sí, podía levantarlo, podía cargar con él.

Aunque no mucho. Quiso apoyarlo pero no alcanzó la mesa, así que cayó de golpe al suelo, y se dobló en forma de U invertida.

Tenía que controlarse. No debía entrarle el pánico.

Tenía que averiguar…

Estaba en casa de Penny.

Penny.

No.

Un temor tremendo, terrible, se apoderó de él.

Levantó la vista como pudo y allí estaba Penny, avanzando hacia él. Se detuvo a escasos centímetros de su cabeza inclinada. Caine le veía los pies.

—¿Te gusta? —preguntó Penny.

La chica sostenía un espejo ovalado para que Caine pudiera verse la cara. La cabeza. Los chorritos de sangre seca que habían salido de la corona de papel de aluminio que Penny había hecho y que le había grapado a la cabeza.

—No se puede ser rey sin corona —afirmó la chica—, Su Alteza.

—¡Te mataré, gusano enfermo y retorcido!

—Qué gracia que menciones a los gusanos.

Caine vio uno. Un gusano. Solo uno. Salía retorciéndose del bloque de cemento. Pero en realidad no salía del cemento, sino de la piel de la muñeca.

Lo miró fijamente. ¡Le había metido gusanos en las manos!

Y ahora salía otro. No era mayor que un grano de arroz. Le iba devorando la piel, le salía de…

No, no, era una de las ilusiones de Penny. Ella le hacía ver todo eso.

Le hurgarían en la piel y…

«¡No, no! ¡No te lo creas!».

No era real. El cemento era real, pero nada más, aunque ahora los notaba, no eran uno ni dos, sino cientos, cientos de ellos que se le estaban comiendo las manos.

—¡Para, para! —gritó Caine. Tenía lágrimas en los ojos.

—Claro, Su Alteza.

Los gusanos desaparecieron. Caine dejó de sentir que le hurgaban. Pero el recuerdo persistía. Y, aunque sabía perfectamente que no eran reales, las sensaciones que acompañaban al recuerdo eran intensas. Era imposible ignorarlas.

—Ahora vamos a dar un paseo —anunció Penny.

—¿Qué?

—No seas tímido. Vamos a exhibir esa tableta de chocolate que tienes. Y que todos vean tu corona.

—Yo no voy a ninguna parte —replicó Caine.

Pero entonces le cayó algo en las pestañas del ojo izquierdo. No lo veía con claridad, pero era pequeño y blanco, y se retorcía.

La resistencia de Caine se desmoronó.

En pocos minutos había pasado de rey, de ser la persona más poderosa de Perdido Beach, a esclavo.

Dio un tirón desesperado, levantó el bloque y fue tambaleándose hacia la puerta.

Penny la abrió y vaciló al dar otro paso.

—Aún es de noche —señaló Caine.

Penny negó con la cabeza.

—No, tengo reloj. Es de mañana.

Penny lo miró angustiada y preocupada, como si sospechara que hubiera hecho algún truco.

—Pareces asustada, Penny.

Pero la chica volvió a mirarlo con dureza.

—Vámonos, rey Caine. No tengo miedo de nada —se rio, encantada de repente—. ¡No tengo miedo, soy el miedo!

Le gustó tanto que lo repitió, cacareando como una criatura enloquecida.

—¡Soy el miedo!

Diana se encontraba en la cubierta del velero. Tenía una mano en el vientre, que se frotaba distraída.

Veía a los líderes, a Sam, Edilio y Dekka, de pie en la Casa Blanca flotante, mirando el punto por donde debía salir el sol.

«Mi bebé».

En eso pensaba. «Mi bebé».

Ni siquiera sabía qué quería decir. No comprendía por qué le ocupaba la mente y le apartaba sin más cualquier otro pensamiento.

Pero, al mirar cada vez más horrorizada el cielo oscuro, lo único en que podía pensar era: «Mi bebé, mi bebé, mi bebé».

Cigar deambulaba sin saber muy bien dónde estaba. Nada tenía el aspecto que debía tener. En su mundo, las cosas —las casas, los bordillos, las señales de la calle, los coches abandonados— no eran más que sombras. Solo alcanzaba a verles la silueta para evitar tropezar con ellos.

Pero los seres vivos eran fantasmas retorcidos de luz. Una palmera se convertía en un tornado estrecho y silencioso. Los arbustos junto a la carretera formaban un millar de dedos retorciéndose como las manos de un avaro de dibujos animados. Una foca flotaba por encima de su cabeza como si fuera una mano pequeña y pálida despidiéndose.

¿Había algo real en todo aquello?

¿Cómo podía saberlo?

Cigar tenía recuerdos de cuando era Bradley. Recordaba cosas muy distintas a las de ahora: gente que parecía plana y en dos dimensiones, como si fueran fotos de una revista envejecida, sitios tan iluminados que estaban descoloridos.

—Bradley, ¿ya has limpiado tu habitación?

Su habitación. Sus cosas. Su Wii. El mando estaba en las mantas desordenadas de la cama.

—Tenemos que irnos, Bradley, así que hazme un favor y limpia tu habitación, ¿vale? No me hagas gritar. No quiero tener otro día igual.

—¡Ya me pongo! ¡Jo, ya he dicho que lo haría!

Delante de él había alguien parecido a un zorro. De aspecto raro. Se movía más rápido que él, se alejaba, volvía la vista con ojos duros de zorro y luego se alejaba corriendo.

Cigar siguió al zorro.

Más gente. Uau. Era como un desfile de ángeles y diablos que brincaban y perros que caminaban erguidos y, ah, incluso un pez andante con aletas finas.

Levantaban polvo rojo, que se iba espesando a medida que se congregaban más chavales. El polvo rojo se puso a latir como un corazón, como una luz estroboscópica lenta.

Cigar sintió que el miedo le oprimía el corazón.

Ay, Dios; ay, no, no, no. El polvo rojo era miedo, y, mira, también salía de él, y cuando lo miraba atentamente veía que no eran partículas de polvo: eran centenares y miles de gusanitos que se retorcían.

Ay, no, no; todo aquello no era real. Era una visión de Penny. Pero el polvo rojo fluía por encima de las cabezas y se hundía en las bocas, orejas y ojos de la concurrencia enloquecida que brincaba, giraba y corría.

Entonces Cigar sintió la presencia del niño pequeño.

Se volvió a mirar, pero no estaba detrás de él. Ni delante. Ni a un lado. Estaba en algún punto al que no podía volverse a mirar. Pero estaba allí, en el espacio que quedaba justo a un lado, justo donde sus ojos no alcanzaban a verlo, en esa franja de realidad que no estaba donde pudieras verla.

Pero lo sentía.

El niño pequeño en realidad no lo era tanto. Puede que fuera inmenso. Puede que pudiera alcanzarlo con un dedo gigante y volverlo del revés.

Pero puede que el niño pequeño fuera tan sospechoso como todas las otras cosas que veía Cigar, que siguió a la multitud que se dirigía hacia la plaza.

Lana se encontraba en su balcón. Había luz suficiente para ver la mancha negra que había cubierto gran parte del cielo. En realidad, el cielo en lo alto estaba empezando a ponerse azul. Azul cielo. La cúpula era como un globo ocular visto desde el interior: donde tendría que ser blanca era de un negro opaco, pero con un iris azul encima.

Lana estaba rabiosa. Menuda farsa. Una luz falsa en un cielo falso mientras la oscuridad se cernía para apagar lo que quedaba de luz.

Había tenido la oportunidad de destruirla, a la Oscuridad. Estaba convencida de ello. Y todas las criaturas malvadas que habían surgido de aquella entidad monstruosa eran culpa suya.

Pero la Oscuridad la había derrotado, la había vencido con su fuerza de voluntad.

Lana había terminado a gatas.

La Oscuridad la había utilizado, la había convertido en parte de ella. Hizo que salieran palabras de su boca. Hizo que apuntara a un amigo y le disparara.

La mano de Lana se dirigió a la pistola que tenía en su cinturón.

Cerró los ojos y casi podía ver el zarcillo verde que se extendía para tocarle la mente e invadirle el alma. Respiró entrecortadamente, e hizo descender el muro de resistencia que había construido a su alrededor. Quería decirle que aún no estaba derrotada, que no estaba asustada. Y quería que lo oyera.

Una vez más, como había ocurrido algunas veces en los últimos tiempos, Lana sentía el hambre, la necesidad de la gayáfaga. Pero sentía algo más.

Miedo.

La que provocaba el miedo también tenía miedo.

Lana había cerrado los ojos, y los abrió de golpe. Sintió escalofríos.

—¿Tienes miedo? —susurró Lana.

La gayáfaga necesitaba algo. Lo necesitaba desesperadamente.

Lana volvió a cerrar los ojos de golpe, obligándose a hacer lo que se había negado a hacer antes: intentar comunicarse a través del vacío y tocar a la gayáfaga.

—¿Qué es lo que tanto ansías, monstruo? ¿Qué necesitas? Dímelo para que puede matarlo y matarte a la vez.

Una voz —Lana habría jurado que era una voz de verdad, una voz de chica— susurró:

—Mi bebé.

Albert observaba a la multitud de chavales que se abría paso a empujones en dirección a la plaza. Sentía el miedo. Sentía su desesperación.

No se recogerían cosechas. El mercado no volvería a abrirse.

Era el fin. Y quedaba poco tiempo.

Unos niños pasaron por su lado rozándolo, se pararon, se dieron cuenta de con quién habían tropezado y uno de ellos preguntó:

—¿Qué va a pasar, Albert?

—¿Qué significa esto?

—¿Qué se supone que vamos a hacer?

«Tener miedo», pensó Albert. Tener miedo, porque ya no queda nada por hacer. Así que hay que tener miedo, y luego pánico, y luego propagar la violencia y la destrucción.

Se sentía fatal.

En pocas horas, todo lo que había construido habría desaparecido. Lo veía muy claramente.

—Pero siempre supiste que acabaría mal —susurró.

—¿Qué?

—¿Qué ha dicho?

Albert miró a los chavales. Ahora había una multitud rodeándolo. Las multitudes eran peligrosas. Tenía que mantenerlos calmados el tiempo suficiente para escapar.

Alzó una ceja con un gesto de reproche.

—Podéis empezar por no flipar. El rey se encargará de ello. —Y luego, con su fría arrogancia característica, añadió—: Y si no lo hace, lo haré yo.

Albert se volvió y se alejó de ellos. Oyó un par de vítores vacilantes a sus espaldas, y algunas palabras de ánimo.

De momento se lo habían tragado.

Qué idiotas.

Mientras avanzaba repasaba una lista mental. Su criada, Leslie-Ann, porque le había salvado la vida. Y Alicia, porque sabía manejar un arma pero no era ambiciosa. Y era mona. ¿Uno de los chavales de seguridad? No. Cualquiera de ellos podría volverse en su contra. No, se llevaría a esa chica llamada Pug: era muy fuerte, y demasiado tonta para causar problemas.

Solo ellos cuatro subirían a la barca en dirección a la isla.

Eso bastaría para vigilar y cargar los misiles que había conseguido robar hasta la isla. Y para echar a cualquier otro que se presentara sin haberlo invitado.