VEINTE

17 HORAS, 20 MINUTOS

SAM SE DESPERTÓ de repente y supo que había ocurrido algo.

Se quedó echado con la manta retorcida durante unos segundos, intentando reunir los hilos de percepción inconsciente. Movimientos, sonidos, nociones vagas de conversación murmurada.

Hasta que se levantó rápidamente. Se vistió y salió al pasillo principal. Se dirigía hacia las escaleras cuando se detuvo, se volvió y vio la confirmación: la mochila de Astrid ya no estaba.

Abrió un armarito con puerta deslizable. Su escopeta tampoco estaba.

Entonces Dekka bajó las escaleras. Se sorprendió al verlo levantado. A Sam le pareció detectar una mirada culpable en su rostro antes de que la reprimiera.

—Ha cogido las cartas —afirmó Sam sin cambiar el tono de voz.

—Me ha noqueado —explicó la chica, y señaló el moretón en un lado de la cabeza.

A continuación, giró la cara para que lo viera bajo la luz de un solecito de Sammy.

Sam torció el gesto hasta emitir un gruñido salvaje.

—Vale, Astrid… te ha noqueado.

—Me ha dado con la culata de la escopeta.

—Ya lo veo. Y también sé lo que cuesta derribarte, Dekka. —La chica se encendió, enfadada, pero Sam sabía que era la verdad, y ella sabía que él lo sabía—. Voy a mandar a Brianna a buscarla.

—Astrid tiene razón: necesitamos que PB sepa lo que está pasando, y tenemos que colaborar con ellos. Alguien tiene que llevar esa carta a Albert y Caine.

—Astrid no —replicó Sam.

Hizo el gesto de empujarla para acercarse a donde Brianna dormía, felizmente inconsciente. Dekka se le puso delante.

—No, Sam.

Sam se encaró con ella. Se acercó tanto que casi se tocaban.

—No me digas que no, Dekka.

—Si mandas a Brianna a buscarla, pasará una de estas dos cosas: la Brisa la encontrará y la traerá a rastras. Y Astrid te odiará por eso. O la Brisa chocará con una roca a más de cien kilómetros por hora y terminará muerta o destrozada.

Sam iba a replicarle, pero se le quebró la voz:

—¡Drake está ahí fuera! —intentó decir algo más, pero las palabras no lograban atravesar el nudo que se le había formado en la garganta, así que apuntó con el dedo, furioso, hacia la tierra.

—Está haciendo lo que debe —insistió Dekka—. Y no puedes enviar a morir a la chica que amo para rescatar a la que amas tú.

Sam sintió que le temblaba el labio. Quería estar furioso, pero emocionarse de una manera tan evidente lo estaba debilitando. Tragó saliva y negó con la cabeza una vez, sirviéndose de la rabia para zafarse del miedo y la sensación de pérdida que se acumulaban en su interior.

—Yo iré tras ella. Yo la traeré.

—No, jefe —intervino Edilio. Salió de detrás de Dekka—. Si los chavales se despiertan mañana por la mañana y ven que te has ido sin dar explicaciones, se acabó todo, tío. Tienes que parecer fuerte y mantenerte fuerte. Tú tienes la luz, Sam, y eso es lo único que mantendrá unida a la gente.

—No lo entiendes —le suplicó Sam—. Drake está enfermo. Odia a Astrid. No sabes lo que puede hacer.

—Drake odia a todo el mundo —replicó Edilio.

De repente, Sam halló la ira que se le escapaba.

—No entiendes nada, Edilio; tú no tienes a nadie, no tienes a nadie que necesites o ames o que te importe, estás tú solo.

Sam lamentó las palabras en cuanto acabó de pronunciarlas, pero ya era demasiado tarde.

Los ojos tristes y normalmente cálidos de Edilio se entrecerraron y se volvieron fríos. Se abrió paso empujando a Dekka y se puso delante de Sam, apuntándole a la cara con el dedo.

—Hay muchas cosas que no sabes, Sam. Hay muchas cosas que no te cuento. Sé quién soy —afirmó con una ferocidad equivalente a la ira de Sam—. Sé lo que hago, y qué soy para este lugar. Sé lo que soy para ti, y cuánto dependes de mí. Puede que tú seas el símbolo, y puede que seas a quien todos recurren cuando algo va mal y que seas la hostia, pero yo soy el que se encarga de que las cosas funcionen día sí día también. Así que no hago que todo gire alrededor de mí. —Prácticamente escupió la palabra «mí»—. No vivo la vida para que todos me presten atención. Hago mi trabajo sin convertirme en noticia, y sin que la gente se pregunte qué me pasa.

Sam parpadeó. Lo inundaban las sensaciones, y ninguna de ellas casaba con las demás. En el tornado de miedo y furia que experimentaba sintió vergüenza. Todo lo que decía Edilio era verdad.

Pero Edilio no había terminado. Era como si se hubiera guardado muchas cosas durante mucho tiempo, y ahora que la presa había reventado iban a salir.

—Astrid y tú dais el espectáculo. Los chavales están muertos de miedo, y lo que ven es a Astrid y a ti pasándooslo en grande. No juzgo lo que hacéis, no es asunto mío, pero antepones tu vida privada, y eso no lo puedes hacer: eres Sam Temple. Toda esta gente depende de nosotros, de ti, de Dekka y de mí, y de Astrid ahora que ha vuelto, y ¿qué ven? A Astrid y a ti sacudiendo la casa flotante cada vez que podéis, y a Dekka gruñendo a todos porque Brianna no es lesbiana y no quiere ser su novia. El único que se guarda sus asuntos personales soy yo. Y ¿te vas a poner chungo conmigo?

Edilio se volvió y apartó a Dekka, enfadado.

—Poneos las pilas, vosotros dos, que ya tenemos suficientes problemas —sentenció Edilio, y se alejó caminando a grandes zancadas.

Brianna continuó roncando.

La luz de la luna hizo destacar a Orc en un montón de piedras revueltas. Astrid se preguntó si Sam sabía que Orc había desembarcado. Se preguntó si tenía que avisar.

Pero no. Su misión era más importante. Tenía que llegar a Perdido Beach. Puede que Albert y Caine supieran lo que se avecinaba. O no. Si los chavales de la ciudad no estaban preparados, les entraría el pánico y entonces todos estarían perdidos.

Una imagen le vino a la mente, espontánea y no deseada: la imagen de niños en una oscuridad absoluta, andando perdidos por el desierto. Caminarían hasta que un bicho hambriento, un coyote o Drake los atraparan. Y esos serían los afortunados. La mayoría moriría de una muerte espantosa, de hambre y sed.

Astrid se apartó de Orc, que buscaba algo o a alguien. Seguro que buscaba a Drake, lo cual era bueno.

Intentó pensar en algo distinto a la imagen que su mente había creado, la imagen de morir lentamente de hambre en la oscuridad más absoluta.

Tenía que pensar.

La oscuridad no era el estado final, ¿verdad? Seguro que algo estaba provocando que se oscureciera la barrera. Detrás de la mancha había un motivo o incluso un objetivo. Significaba algo. Pero ¿qué?

Debía de estar vinculada a la gayáfaga, ese mal incognoscible. El Satán de la ERA.

Nadie sabía gran cosa al respecto. A Lana no le gustaba hablar de ella. El pequeño Pete había estado en contacto con ella, y lo había manipulado. La quimera que se hacía llamar Nerezza había sido su criatura. También había atraído a Caine en un determinado momento, o eso contaban, pero Caine se había liberado.

Astrid echó a correr, vigilando el camino que pisaba. En cuanto se alejara del lago, su intención era mantenerse lejos de la carretera de grava. No estaba segura de si era un plan astuto o muy estúpido, pero razonó que cualquiera que la buscara miraría primero en las carreteras.

Así tardaría más. Pero nadie esperaría que ella, precisamente ella, atravesara un terreno agreste.

Bueno, pues no la conocían. En los últimos cuatro meses se había acostumbrado bastante al terreno agreste.

Iba trotando, disfrutando de la sensación de poder suscitada por superar el miedo. Sí, estaba oscuro. Sí, había fuerzas malvadas sueltas. Pero las vencería corriendo, pensando o incluso luchando, si fuera necesario.

Y si no lograba hacer ninguna de esas cosas, entonces lo soportaría.

Una punzada de culpa le sobrevino sin avisar. Tendría que haber presentado sus argumentos a Sam e intentar convencerlo para que accediera a que se marchara. No tendría que haber huido sin decirle nada.

Pero él nunca habría accedido.

Estaba haciendo lo que debía. Por una vez había decidido actuar. No manipular o convencer, sino actuar.

Con un poco de suerte llegaría a Perdido Beach por la mañana.

Y, con un poco más de suerte, estaría de vuelta con Sam al día siguiente por la noche.

Brittney sabía lo que tenía que hacer la mayor parte del tiempo. La diosa que se hacía llamar gayáfaga les había dicho a Drake y a ella qué hacer. Pero la gayáfaga no le había concedido el poder de conservar los recuerdos de Drake como si fueran suyos. Cada vez que surgía, se encontraba en una situación completamente inesperada.

En aquel momento reconoció la grieta del risco y supo que se estaba ocultando de Brianna. Pero se había hecho de noche, y eso sí que la sorprendía.

Casi tanto como el hecho de que cuando se asomó a mirar vio a Orc alzándose, enorme, a poco más de quince metros de la abertura.

Brittney se quedó paralizada. Los coyotes ya estaban tan callados y quietos como estatuas.

Orc subía con esfuerzo la colina, buscando de un modo constante y metódico que no se parecía a nada que hubiera visto antes en su antiguo carcelero.

Inspeccionaba meticulosamente el terreno pisoteando arbustos y apartando rocas grandes. Orc tardaría en encontrarlos, y los coyotes mostrarían otro escondite a Brittney si lo necesitara, pero había algo inquietante en el modo en que Orc buscaba. Metódico. Tranquilo. Peligroso.

Los coyotes no le servirían de nada contra Orc. Y Brittney estaría indefensa. Orc era potente. Podía hacerla pedazos. Esas manos enormes de grava podían desgarrarla tan fácilmente como si cortara un pedacito de pan.

No podía matarla, y tampoco a Drake, o eso parecía. Pero incluso ahora, pese a hallarse lo más lejos posible de su vida anterior, la aterrorizaba pensar en lo que Orc haría. Puede que ya no sintiera el dolor como antes, pero algo sentiría.

Orc avanzaba pesadamente, como una bestia iluminada por las estrellas. Brittney no entendía por qué la buscaba, o por qué buscaba a Drake, pero estaba segura de que ese era su objetivo.

La mano de la chica rozó la cara lisa de la roca y sintió algo húmedo.

—Mano de Látigo ha hecho sangre —señaló el líder de la manada.

—Está demasiado oscuro para ver —comentó Brittney—. ¿Podrías…?

No, eso era una estupidez. El líder de la manada no sabía leer. Pero aun así, puede que supiera algo. No tuvo que preguntarle.

—Piedra Que Vive vino de allí.

El líder de la manada no podía señalar con el dedo, pero sí con la mirada. A través de la abertura en la roca, Brittney vio lo que podía ser un bote de remos pequeño. Avanzó despacio, en silencio, temiendo que una mano enorme de piedra la alcanzara desde arriba. Fue centímetro a centímetro hasta que salió de la cueva. Se quedó quieta. Escuchó. Y oyó al monstruo moviendo piedras, pero no muy cerca.

La luna brillaba e iluminaba el bote abandonado. Tenía una banda pintada, seguramente de verde, era imposible asegurarlo.

Brittney examinó los barcos anclados, que cabeceaban lentamente al final de los cabos, o que en algunos casos parecían ir a la deriva sin motivo. Un velero le llamó la atención. Tenía una banda muy parecida a la del bote.

—Tenemos que irnos —dijo Brittney al líder de la manada—. Cogeré el bote de Or… de Piedra Que Vive. Espera en la costa para enfrentarte a quien venga.

Los ojos fríos e inteligentes del líder de la manada la miraban fijamente.

—Manada se esconde de Chica Rápida y Piedra Que Vive.

—No —dijo Brittney—. Ya no podemos seguir escondiéndonos.

—Chica Rápida mata muchos coyotes.

—Tendréis que arriesgaros. La Oscuridad manda.

El líder de la manada meneó la cola.

—Mano Brillante está allí. —Señaló la casa flotante con el hocico—. Piedra Que Vive está cerca. Líder de manada no ve Mano de Látigo. No ve Oscuridad.

Brittney apretó los dientes. Así estaban las cosas. Los coyotes estaban calculando las probabilidades de éxito que tenían, y no les gustaba lo que veían. Qué cobardes.

—¿Es que sois perros? —les provocó Brittney.

Pero el líder de la manada no se inmutó.

—Manada casi ida. Solo hay tres cachorros.

—¡Si Drake estuviera aquí, os arrancaría la piel a latigazos!

—Mano de Látigo no está aquí —dijo el líder de la manada plácidamente.

—Bien. Pues espera aquí. Iré sola.

El líder de la manada no discutió, ni se mostró de acuerdo.

Brittney empezó a descender en silencio, con mucho cuidado, hacia la costa. Avanzaba resguardada por las rocas cuando podía, y muy agachada cuando no le quedaba otra opción que recorrer un espacio abierto.

No dejaba de vigilar la casa flotante. No necesitaba los recuerdos de Drake para saber que allí estaría Sam. Y escuchaba atentamente los ruidos de Orc.

En los últimos cincuenta metros no tenía dónde resguardarse, no podía hacer nada para esconderse al cruzar la costa pedegrosa en dirección al bote. Se agachó y miró atentamente la casa flotante. No vio a nadie en la cubierta superior. Lo cual no quería decir que no hubiera alguien mirándola desde las ventanas. Pero si Brittney apenas los veía, lo lógico era que solo pudieran verla si miraran directamente hacia ella.

En cuanto el barco empezara a moverse…

Brittney corrió hasta el bote y se agachó bajo su sombra sin dejar de mirar la casa flotante. Si intentaba mover el bote, detectarían su presencia. Puede que Drake lo consiguiera, pues se movía con rapidez, de un modo en que ella no podía. Pero Brittney no tenía ni idea de remar, y probablemente haría ruido.

Si nadaba aún sería peor. Sabía nadar, pero solo a crol, y el ruido atraería a todos los oídos de aquella flota pequeña.

Sam y su gente la oirían y la atraparían, y Sam la quemaría hasta convertirla en cenizas.

Fallaría a Drake. Fallaría a la gayáfaga.

Entonces tuvo una ocurrencia genial. Casi se echa a reír en voz alta.

Soltó aire, aunque no necesitaba respirar.

Brittney empezó a coger piedrecitas y a metérselas en los bolsillos. Se ató la parte inferior de la camiseta tan fuerte como pudo y se metió más piedras por delante, aguantándolas con los brazos como si fuera el vientre de una mujer embarazada.

Con el peso a cuestas se metió en el agua. Mientras el agua se alzaba a su alrededor mantenía la mirada fija en el velero. Caminaba directamente hacia él, con la dirección fija en su mente.

El agua se alzaba por encima de su cintura, de su pecho, de su boca y nariz. Y acabó rodeándole la cabeza.

No veía prácticamente nada en el agua. La única luz procedía de la luna, y solo parecía penetrar unos pocos metros en el lago.

Brittney concentró su energía en avanzar en línea recta. Las piedras evitaban que saliera a la superficie, pero aún flotaba un poco, con lo que le costaba mucho seguir en línea recta.

El agua helada le llenaba los pulmones. Notaba que estaba fría, pero el frío no la molestaba. Lo que sí la molestaba era la certeza de que se estaba desviando de su rumbo. ¿Cuántos pasos debería dar? ¿Cuán lejos quedaba el velero? Le parecía que debían de ser unos doscientos pasos, pero había perdido la cuenta tras tropezar y perder parte de las piedras que la mantenían hundida.

Ahora no le quedaba más remedio que salir a la superficie. Se abrió la parte inferior de la camiseta y dejó que cayeran las piedras. Sus pies se alzaron del fondo pedregoso del lago y comenzó a ascender.

Tardó mucho. No era muy boyante.

Mientras tanto miraba a su alrededor, y no vio nada hasta casi llegar a la superficie. Entonces vio un cabo inclinándose hacia la oscuridad por debajo de ella.

Brittney nadó bajo el agua, en silencio, sin que le salieran burbujas de la boca. Agarró el cabo y empezó a auparse hacia arriba, procurando no tirar de él.

Salió de cara. Los alambres retorcidos de su aparato dental brillaban bajo la luz de la luna. Un barco, un velero con el mástil elevado y lo que parecía ser una banda verde, quedaba justo por encima de ella.

Brittney no estaba segura de si correspondía pronunciar una oración de agradecimiento a la gayáfaga. Puede que fuera así en el caso de su antiguo Dios. Pero sonrió con la fe renovada de tener un objetivo, y de estar sirviendo bien a su señora.