DIECINUEVE

17 HORAS, 37 MINUTOS

ASTRID SALIÓ del camarote silenciosa como una sombra. Costaba tanto abandonar la calidez del cuerpo de Sam. El chico era un imán, y Astrid una limadura de hierro, por lo que la atraía de manera casi irresistible.

Casi.

Astrid se deslizó por el pasillo. Brianna roncaba. A Astrid casi se le escapó la risa al darse cuenta de que roncaba a una velocidad normal, como todo el mundo.

Encontró su ropa y se vistió entre las sombras. Camiseta, vaqueros remendados múltiples veces y botas. Revisó su mochila. Los cartuchos seguían allí. Rellenaría la botella de agua en el lago. Le vendría bien un poco de comida, pero hacía tiempo que se había adaptado a pasar largo periodos sin ella.

Con un poco de suerte la salida no duraría mucho. Si no ocurría nada, llegaría caminando a Perdido Beach en qué, ¿cinco horas? Suspiró. Caminar hasta Perdido Beach de noche o arrastrarse otra vez a la cama con Sam y dejar que la rodeara con sus fuertes brazos y entrecruzar sus piernas con las de él y…

—O ahora o nunca —susurró.

Tenía las cartas, las que Mohamed no había logrado entregar. Las dobló y se las metió en el bolsillo delantero, donde no podrían caérsele.

El plan se basaba en lo que se encontrara cuando subiera a cubierta. La casa flotante seguía atracada en el muelle como forma simbólica de rebeldía, pero habría alguien de guardia.

Astrid salió por el lado del muelle. Puede que quien estuviera en la cubierta superior no se diera cuenta. Puede que lograra marcharse sin más.

—¡Alto ahí! —dijo una voz. Era Dekka.

Astrid maldijo entre dientes. Ya había recorrido dos metros, pero seguía a su alcance, con lo que no tenía ninguna posibilidad de escapar. Dekka anularía la gravedad bajo sus pies, y costaba correr mientras flotabas en el aire.

Dekka se dirigió al límite de la cubierta superior y saltó. Anuló la gravedad durante medio segundo, lo suficiente como para caer en silencio.

—¿Has salido a buscar un tentempié? —preguntó, muy seca—. Pues cógeme una bolsa de pastelitos.

—Voy a Perdido Beach —explicó Astrid.

—Ah. ¿Te vas a hacer la gran heroína y a entregar la carta de Sam?

—Pues sí, quitando lo de «gran heroína».

Dekka inclinó el pulgar hacia tierra.

—Drake está ahí fuera. Y también los coyotes que se han comido a Howard para almorzar. No te ofendas, querida, pero tú eres el cerebro, no el músculo.

—He aprendido algunas cosas —repuso Astrid.

Sin dejar de mirar a Dekka, inclinó la culata de su escopeta hacia arriba y de lado. La culata de madera alcanzó a Dekka en un lado de la cara. No llegó a noquearla, pero la hizo caer de rodillas.

Astrid se desplazó rápidamente hasta colocarse detrás de Dekka y aprovecharse de su conmoción momentánea. La empujó hasta dejarla boca abajo, sobre los tablones ásperos.

—Lo siento, Dekka —dijo, y enroscó un trozo de cuerda alrededor de sus muñecas. Luego le metió un calcetín viejo en la boca—. Escúchame, Dekka. Necesitamos a Caine. Caine nos necesita. Así que tengo que hacer esto. Y aquí no me necesitáis.

Dekka tironeaba para quitarse las ataduras y escupía la mordaza de la boca.

—Si despiertas a Sam, mandará a Brianna tras de mí.

Así consiguió que Dekka dejara de forcejear.

—Ya sé que es una mierda, ya me lo devolverás luego —continuó Astrid—. Dame veinte minutos antes de ir a buscar a Sam. Dile que alguien te ha noqueado. Tendrás un buen moretón para enseñarle, te creerá.

Astrid se apartó. Dekka no forcejeaba.

—Dile que te he dicho que necesitaba hacerlo. Dile que no pararé hasta que lo consiga.

Dekka había conseguido escupir la mordaza. Podría gritar y todo se iría al traste. Pero se limitó a decir:

—Ataja por el bosque, y mantente alejada del risco. Te apuesto lo que sea a que Drake está en las cuevas y grietas del risco. La Brisa ha peinado bastante bien los bosques.

—Gracias.

—¿Quieres que le diga alguna otra cosa a Sam?

Astrid sabía qué le estaba preguntando.

—Sabe que lo quiero —entonces añadió, con un suspiro—: Vale. Dile que lo quiero con todo mi corazón. Pero dile también que esta batalla no depende solo de él. Yo también estoy metida en esto.

—Vale, rubita. Buena suerte. Y oye, dispara primero; ya te lo pensarás después, ¿eh?

Astrid asintió.

—Sí…

Se marchó rápidamente. En parte se sentía cruelmente decepcionada por haber podido dejar atrás a Dekka. Si la hubiera detenido, habría recibido cierto reconocimiento por su valiente intento. Y habría vuelto con Sam, en vez de seguir avanzando, tensa y temerosa, hacia el límite de los bosques.

Diana no pensaba que fuera capaz de dormirse en un velero. No es que hubiera olas, pero aún recordaba intensamente los días de las náuseas matutinas. Y tampoco le hacía gracia algo que pudiera alterar la delicada paz que había conseguido alcanzar en su estómago.

Pero se había dormido en uno de los bancos estrechos acolchados que había en la popa del velero.

En ese barco iban Roger, Justin y una de las amigas de Justin, una niñita que tenía el nombre interesante de Atria. Estaban dormidos. O por lo menos estaban callados, lo cual desde el punto de vista de Diana era igual de bueno.

Había visto a Roger con los dos pequeños. Se preguntaba si conseguiría aunar esa misma paciencia y espíritu lúdico. Roger había encontrado tiza en alguna parte, y había conseguido mantenerlos tranquilos dibujando personajes divertidos en la cubierta. Justin y Atria parecían pensar que estaban en una especie de picnic.

El otro ocupante del barco era Orc. Había decidido que su sitio se encontraba en la cubierta delantera, en la proa o como quiera que la llamaran. Su peso elevaba la popa, de modo que se inclinaba y amenazaba con arrojar a Diana de su asiento. Pero la chica había enganchado un brazo alrededor de un poste de cromo y el otro, incómodamente, en torno a una cornamusa, se había cubierto bien con una manta que la tapaba hasta la barbilla, y así sí que se había dormido.

Pero tenía uno de esos sueños extraños. No estaba del todo inconsciente, sino sumida en una especie de sueño agradablemente difuso que bordeaba su conciencia y la hacía sonreír.

Diana oía voces, pero no las entendía o no quería entenderlas.

Notaba cómo el barco se levantaba y hundía cuando Orc se movía, o cuando otro barco se deslizaba y empujaba al suyo.

Fue en ese estado en el que Diana oyó la voz. Era una voz nueva y conocida al mismo tiempo. Resonaba desde su vientre.

Sabía que era un sueño. Aunque estuviera un poco avanzado para su edad, el bebé aún no tenía el cerebro en funcionamiento, y ya no digamos el poder de formular palabras, pensamientos y frases.

El bebé estaba caliente…

El bebé estaba a oscuras…

El bebé estaba a salvo…

Era un sueño, una fantasía agradable inventada por su subconsciente.

Diana sonrió.

—¿Qué eres? —preguntó su mente soñadora.

—Un bebé.

—No, tonto, quiero decir, que si eres niño o niña.

Sintió que su bebé soñado estaba confundido. Pues sí, claro, ya le parecía normal. A fin de cuentas, todo aquello era un sueño, y la conversación era una fantasía; ambas voces procedían de su subconsciente, y como no sabía qué…

—Me quiere.

De repente, el sueño vago de Diana se llenó de nubes de tormenta. Desapareció su sonrisa, y apretó los músculos de la mandíbula.

—Me susurra.

—¿Quién? ¿Quién te susurra?

—Ya sabes quién…

El corazón de Diana dio un vuelco, y empezó a latir con fuerza para compensar.

—¿Te refieres a Caine?

—Dice que debo ir a verl…

—Te he hecho una pregunta: ¿te refieres a Caine? ¿Te refieres a Caine? —Diana estaba despierta y tenía la piel de gallina—. ¿Te refieres a Caine?

Respiraba con esfuerzo. Tenía gotas de sudor en la frente. Se notaba sudorosa.

Los otros chavales la miraban. Veía ojos blancos en la oscuridad que era casi de boca de lobo.

Había estado gritando.

—Estaba soñando —susurró, y añadió—: Lo siento. Volved a dormir.

No podía mirarlos. No podía soportar que la miraran.

—¿Te refieres a Caine? —susurró Diana.

Ninguna voz contestó. Pero no importaba. Diana había sentido la respuesta. Sabía la respuesta desde el principio.

No…

Se envolvió en la manta raída y se dirigió hacia la cubierta. Necesitaba aire fresco para contrarrestar su imaginación hiperactiva. Seguramente era culpa de las hormonas. Ahora tenía el cuerpo muy raro.

Vio a Orc sentado, dándole la espalda. Sus escasas características humanas resultaban invisibles desde donde lo observaba. Pero aún había algo humano en sus hombros de grava hundidos. La cabeza le colgaba tan baja que apenas sobresalía.

—¿No tienes frío aquí fuera? —preguntó Diana.

Era una pregunta estúpida. Ni siquiera estaba segura de que Orc pudiera sentir frío.

Orc no respondió. Diana dio unos pasos hacia él.

—Siento lo de Howard —dijo.

Intentó pensar en algo agradable que decir acerca del ladrón y traficante de drogas. Tardó demasiado, así que no dijo nada.

Se preguntaba si Orc había estado bebiendo. Orc borracho podía resultar peligroso. Pero cuando por fin habló, pronunció las palabras con toda claridad:

—He mirado en el libro y no he encontrado nada.

—¿En el libro?

—No decía nada de benditos sean los chicos que son como comadrejas.

Ah, ese libro. Diana no tenía nada que decir, y ahora lamentaba haber empezado a decirle cosas. De repente el catre le resultaba atractivo, y tenía que mear.

—Howard era… único, supongo —acabó diciendo la chica, preguntándose mientras pronunciaba las palabras qué quería decir.

—Yo le gustaba —dijo Orc—. Cuidaba de mí.

Diana pensó que sí, que hacía lo posible por mantenerlo borracho, que lo utilizaba. Pero se lo calló.

Como si Orc le hubiera leído el pensamiento, continuó:

—No digo que no fuera mala persona muchas veces. Pero yo también. Todos hacemos cosas malas. Yo, peores que la mayoría.

Diana volvió de repente a sus recuerdos. A cosas que había hecho y en las que no soportaba pensar.

—Bueno, igual está en un sitio mejor, como dice la gente.

Qué comentario más estúpido por su parte. Pero ¿no era eso lo que decía la gente? En cualquier caso, ¿dónde podía haber un sitio peor que aquel? A Howard lo habían estrangulado hasta matarlo, y luego le habían roído la piel de los huesos.

—Me preocupo porque igual está en el infierno —dijo Orc, con un tono de voz torturado.

Diana maldijo sin que pudiera oírla. ¿Cómo se había metido en aquella conversación? De verdad que tenía que mear.

—Orc, se supone que Dios perdona, ¿verdad? Así que seguramente ha perdonado a Howard. Quiero decir, que ese es su trabajo, ¿verdad? Perdonar…

—Si haces algo malo y no te arrepientes, vas al infierno —comentó Orc, como si ansiara que se lo refutaran.

—Ya, bueno, ¿sabes qué? Si Howard está en el infierno, supongo que los demás no tardaremos en reunirnos con él —respondió, y se volvió para marcharse.

—Yo le gustaba —insistió Orc.

—Seguro que sí —replicó Diana. Se estaba cansando de la conversación—. Eres un osito grande y adorable, Orc.

«Y un matón y un asesino», añadió en silencio.

—No quiero empezar a beber otra vez —dijo Orc.

—Pues no lo hagas.

—Pero nunca jamás he matado a nadie sobrio.

A Diana se le había acabado el tiempo. Bajó corriendo las escaleras, encontró el orinal que todos compartían, se agachó y suspiró aliviada.

El barco se balanceó bruscamente. Uno de los niños gritó, adormilado:

—¡Oye!

Diana volvió a la cubierta y vio que Orc había desaparecido. El bote de remos pequeño que antes estaba atado a una de las cornamusas se encontraba a treinta metros de distancia y avanzaba rápidamente hacia la costa, movido por la propulsión potente y sobrehumana de los remos.

Caine seguía dormido. Penny no sabía cuánto tardaría en despertarse. Pero no tenía prisa.

En absoluto. Ahora no.

Estaba sentada observándolo. La verdad es que se encontraba en una postura muy incómoda. Se había quedado sentado hundido hacia delante en el sofá. Tenía las manos metidas hasta las muñecas en la ensaladera. El cemento se había secado muy rápido.

El rey Caine.

Por lo menos no intentaría abrirse los ojos. No con casi veinte litros de cemento en las manos, el volumen de la ensaladera. Apenas podría levantarse.

Penny lo examinó. El tremendo cuatro barras. El raro más poderoso de Perdido Beach, solo uno de los dos que tenían cuatro barras.

Indefenso.

Derrotado, totalmente derrotado, por la huesuda y nada atractiva Penny.

La chica cogió unas tijeras de la cocina. Caine se movió un poco y gimió algo mientras le cortaba la camisa y se la quitaba.

Mucho mejor. Así tenía un aspecto mucho más vulnerable. Después de todo lo que había sufrido, aún tenía muy buen torso. Los músculos destacaban en su estómago plano.

Pero antes de exhibirlo, necesitaba algo más. Se le ocurrió algo que la hizo reír, encantada.

Había un rollo de papel de aluminio en la cocina. Lo encontró, lo desenrolló, y se puso manos a la obra a la luz de las velas.

Drake lo había visto todo desde el promontorio que quedaba por encima del huerto de Sinder. Se alegró mucho al ver que Sam y los pequeños a su cargo estaban aterrados en los barcos. Eso demostraba el poder de Drake.

Pero, por desgracia, así le costaría mucho llegar a Diana. No tenía modo de saber dónde estaba. Podría estar en cualquiera de las varias docenas de barcos.

Se había pasado todo el anochecer agazapado ahí arriba porque cada media hora pasaba un torbellino. Brianna.

Cada vez que pasaba, Drake se deslizaba otra vez entre las rocas. Los coyotes volvían las orejas hacia el ruido y se quedaban quietos. Temían a Chica Rápida.

Pero Brianna no los había visto. Y ahora era noche cerrada, y Chica Rápida no era igual de rápida en la oscuridad.

Drake tuvo suerte. Envuelta en un chal o algo parecido, la mismísima Diana apareció en uno de los barcos. En el velero en cuya proa estaba sentado Orc.

La reconocía pese a la débil luz de las estrellas. Nadie más se movía como Diana.

Claro. Tendría que haberlo pensado. Sam quería asegurarse de que contaba con un protector fuerte, así que, claro, estaba en el barco con Orc.

El látigo de Drake tembló al verla. Lo desenroscó de la cintura. Quería sentir su poder interno mientras la miraba.

Al principio se haría la valiente. Podías decir lo que quisieras de Diana, pero no era ni blanda ni débil. Pero el látigo la haría cambiar de actitud. Drake no haría nada para dañar al bebé, pero aun así le quedaban muchas posibilidades.

Si supiera cómo llegar hasta ella. Y dejar atrás a Brianna. Y a Orc.

Drake miró en dirección a la casa flotante grande, lo único que seguía atado al muelle. Quedaba más alejada, y no estaba bien situado para ver nada más que la cubierta superior. Antes Dekka estaba de guardia. Ahora había desaparecido. Pero Drake sabía que habían dejado la casa flotante allí para atraerlo. Querían que fuera tan estúpido como para atacar.

Sintió una rabia repentina. Pero mira qué listo Sam, trasladando a toda su gente vulnerable a los barcos. No le pareció tan listo cuando lo azotó hasta arrancarle la piel y lo hizo gritar de dolor y llorar a lágrima viva…

Drake emitió un gruñido de placer que puso nerviosos a los coyotes.

Entonces ocurrieron dos cosas: primero, que Orc se bajó pesadamente del velero a un bote de remos que resultaba cómico de lo pequeño que era.

¡Perfecto! Que Orc se acercara con el bote. Drake esperaría hasta que el mastodonte se fuera, y entonces podría hundir el velero para coger a Diana.

El único problema fue lo segundo que ocurrió: Drake tuvo la sensación mareante que sentía cuando surgía Brittney.

Chasqueó su látigo, frustrado. Pero el látigo ya se había consumido hasta quedar reducido a un tercio de su extensión habitual.

Drake se mordió rápidamente el dedo índice y salió sangre. Encontró una superficie plana de roca y en los pocos segundos que le quedaban garabateó la palabra: «Vele…».